32. LA MAÑANA

DESPUNTA EL DÍA,

DECLINA LA NOCHE,

LOS VIGÍAS

ABANDONAN

SUS PUESTOS…

WILLIAM BLAKE

La amplia y dorada pradera que el fantasma de Lee Scoresby había atisbado a través de la ventana relucía apaciblemente bajo los primeros rayos del sol de la mañana.

Dorada, pero a la vez amarilla, marrón, verde y todos los millones de matices que abarcaban estos colores; y en algunos lugares negra, donde se veían unas líneas y franjas de alquitrán negro; y también plateada, donde el sol arrancaba reflejos a las puntas de una hierba que acababa de florecer; y azul, donde el vasto cielo azul celeste se reflejaba en las aguas de un gran lago situado a escasa distancia y un pequeño estanque cercano.

Y apacible, pero no en silencio, pues la suave brisa agitaba infinidad de pequeños tallos, y millones de insectos y de otras diminutas criaturas que zumbaban y chirriaban sobre la hierba, y un pájaro tan alto en el cielo que no se veía lanzaba al aire pequeñas cascadas de notas entrelazadas y alegres como un cascabel, lejos, cerca, pero nunca la misma nota dos veces.

En aquel amplio panorama los únicos seres vivos que permanecían inmóviles y silenciosos eran el niño y la niña, que yacían dormidos, espalda contra espalda, a la sombra de un saliente en la cima de un pequeño farallón.

Estaban tan quietos, tan pálidos, que parecían muertos. El hambre les daba un aspecto demacrado, el dolor había producido unos surcos profundos alrededor de los ojos; estaban sucios, cubiertos de polvo, barro y no poca sangre. Y a juzgar por la absoluta pasividad de sus extremidades, parecían hallarse en un estado de extremo agotamiento.

Lyra fue la primera en despertarse. Cuando el sol alcanzó el cenit, pasó sobre el farallón y se posó en su cabello. La niña se movió un poco, y cuando el sol tocó sus párpados Lyra se elevó de las profundidades del sueño hasta la superficie de la realidad como un pez, lentamente, resistiéndose.

Pero era inútil discutir con el sol, y a los pocos minutos Lyra volvió la cabeza, se escudó los ojos con el brazo y murmuró:

—Pan… Pan…

Lyra abrió los ojos bajo la sombra de su brazo y se despabiló. Durante unos momentos se quedó quieta, porque le dolían las piernas y los brazos y tenía todos los músculos del cuerpo agarrotados por el cansancio, pero estaba despierta, y sintió la brisa y el calor del sol y oyó el murmullo de los insectos y el alegre canto del pájaro en lo alto. Todo ello le produjo una sensación muy grata. Había olvidado lo maravilloso que era el mundo.

Luego se volvió y vio a Will, que dormía como un tronco. Su mano había sangrado mucho; tenía la camisa rota y sucia, el pelo apelmazado debido al polvo y al sudor. Lyra lo miró durante largo rato, observando el pequeño pulso en su cuello, su respiración acompasada, las delicadas sombras que proyectaban sus pestañas cuando el sol se posó en ellas.

Will murmuró algo y se movió. Como no quería que la sorprendiera mirándolo, Lyra volvió la cabeza y contempló la pequeña sepultura que habían cavado la noche anterior, de un par de palmos de anchura, donde ahora reposaban los cadáveres del caballero Tialys y lady Salmakia. Al ver una piedra lisa no lejos de donde se encontraba, Lyra fue hasta ella, la desprendió de la tierra y la colocó de pie frente a la sepultura. Luego se sentó, se escudó los ojos con la mano y contempló la llanura, que parecía prolongarse hasta el infinito.

No era completamente llana, sino que presentaba unas suaves ondulaciones, y unas lomas y hondonadas modificaban la superficie del terreno. Lyra observó unos grupos de árboles que parecían construidos en lugar de haber crecido de forma natural: sus troncos rectos y sus copas de un verde oscuro desafiaban la distancia, pues eran claramente visibles a varios kilómetros a la redonda.

Más cerca —al pie del farallón, a no más de cien metros de distancia— había un pequeño estanque alimentado por un manantial que brotaba de la roca. Al verlo, Lyra se percató de que estaba sedienta.

Echó a andar hacia el estanque con paso lento y vacilante pues las piernas le temblaban. El manantial borboteaba y caía por entre unas rocas cubiertas de musgo. Lyra sumergió las manos en él una y otra vez para quitarse el barro y la suciedad antes de llevarse el agua a la boca. Estaba tan fría que le produjo dentera, pero bebió con avidez.

En el estanque, rodeado de juncos, croaba una rana. Sus aguas eran poco profundas y más cálidas que las del manantial, según comprobó Lyra cuando se metió descalza en él. Permaneció allí largo rato, sintiendo la caricia del sol en la cabeza y el cuerpo y deleitándose con la frescura del barro bajo sus pies y el helado chorro del manantial en torno a sus pantorrillas.

Lyra se agachó, sumergió la cara en el agua y se mojó el pelo, dejándole flotar unos instantes sobre la superficie antes de alzar de nuevo la cabeza y pasarse los dedos por el cabello para eliminar el polvo y la suciedad.

Cuando se sintió más limpia y hubo saciado la sed, Lyra miró hacia la ladera y vio que Will se había despertado. Estaba sentado con las piernas encogidas y los brazos apoyados en las rodillas, contemplando la llanura como había hecho ella, maravillado de su extensión y de la luz, del calor y del sosiego que reinaba en aquel lugar.

Lyra subió lentamente por la ladera para reunirse con él y vio que Will estaba grabando los nombres de los gallivespianos en la lápida, tras lo cual la fijó en la tierra.

—¿Están…? —preguntó Will, y Lyra comprendió que se refería a los daimonions.

—No lo sé. No he visto a Pan. Tengo la impresión de que no anda muy lejos, pero no lo sé. ¿Recuerdas lo que ocurrió?

Will se frotó los ojos y bostezó con tanta fuerza que Lyra oyó unos ruiditos, como si le crujiera la mandíbula. Luego pestañeó y meneó la cabeza.

—Muy poco —contestó—. Yo tomé a Pantalaimon y tú a… el otro, y pasamos a través de la ventana y todo estaba iluminado por la luna y lo dejé en el suelo, junto a la ventana.

—Y tú… el otro daimonion saltó de mis brazos —dijo Lyra—. Traté de ver al señor Scoresby a través de la ventana, y a Iorek, y dónde se había metido Pan, pero cuando miré habían desaparecido.

—De todos modos, no tuve la misma sensación que cuando penetramos en el mundo de los muertos, cuando nos separamos de ellos.

—Es cierto —convino Lyra—. Sé que están cerca. Recuerdo que cuando éramos más jóvenes jugábamos al escondite, pero la cosa no funcionaba porque yo era demasiado grande para ocultarme de él y siempre sabía exactamente dónde se encontraba, aunque se camuflara como una polilla. Pero esto es muy extraño —añadió Lyra pasándose las manos por la cabeza distraídamente, como si tratara de disipar un encantamiento—. Pan no está aquí, pero no me siento separada de él, me siento a salvo, y sé que él también lo está.

—Creo que están juntos —comentó Will.

—Sí. Seguramente.

Will se levantó de improviso.

—¡Mira! —exclamó, protegiéndose los ojos del sol y señalando a lo lejos. Lyra percibió un movimiento distante y trémulo, muy diferente del rielar producido por la calima.

—¿Animales? —preguntó Lyra.

—Escucha —respondió Will, colocándose la mano detrás de la oreja.

Lyra miró atentamente el punto que señalaba Will y oyó un rumor sordo y persistente, casi como si tronara a lo lejos.

—Han desaparecido —dijo Will.

Las pequeñas y trémulas sombras se habían desvanecido, pero el rumor persistió durante unos momentos. De pronto se hizo un silencio más profundo que antes de producirse aquel fenómeno. Los dos niños siguieron observando el punto lejano, y poco después volvió a iniciarse el misterioso movimiento. Al cabo de unos instantes percibieron el sonido.

—Deben de haberse ocultado detrás de un cerro —dijo Will—. ¿Crees que están más cerca?

—No lo veo bien. ¡Sí, mira, han dado la vuelta, se dirigen hacia aquí!

—Bueno, si tenemos que pelear con ellos, primero tengo que beber —dijo Will. Tomó su mochila y bajó al manantial, donde bebió con avidez y se lavó. La herida le sangraba mucho. Tenía un aspecto espantoso. Sentía unos enormes deseos de darse una ducha caliente, enjabonarse de pies a cabeza y ponerse ropa limpia.

Lyra observaba a aquellos… lo que fueran. Eran muy extraños.

—Fíjate, Will, van montados en unas ruedas.

Pero Lyra no estaba segura de que fuera así. Will subió un trecho por la ladera y se protegió los ojos con la mano para mirar hacia donde señalaba Lyra. Ahora los vio con más claridad. El grupo, manada o pandilla estaba formado por una docena aproximada de individuos que se desplazaban sobre ruedas, como había afirmado Lyra. Parecían un cruce de antílopes y motocicletas, pero tenían una pinta aún más rara: poseían unas trompas como de pequeños elefantes.

Y se dirigían con aire resuelto hacia Will y Lyra. Will sacó la daga mientras Lyra, que estaba sentada junto a él en la hierba, comenzó a girar las manecillas del aletiómetro.

Éste respondió con rapidez, cuando las criaturas se hallaban a pocos metros de distancia. La aguja se movió a la izquierda, a la derecha, a la izquierda, más a la izquierda. Lyra sentía que su mente se desplazaba también hacia los significados indicados por el aletiómetro y aterrizaba sobre ellos con la ligereza de un pajarillo.

—No temas, Will, vienen con intenciones amistosas —dijo—. Nos están buscando, saben que estamos aquí… Qué raro, no acabo de entenderlo… ¿La doctora Malone?

Lyra pronunció el nombre como para sí, porque no podía creer que la doctora Malone estuviera en aquel mundo. No obstante, el aletiómetro indicaba su presencia con claridad, aunque como es lógico no podía indicar su nombre de pila. Lyra guardó el instrumento y se levantó lentamente.

—Creo que deberíamos bajar a recibirlos —dijo—. No nos harán daño.

Algunos se detuvieron. El jefe avanzaba a la cabeza del grupo, con la trompa erguida. Will y Lyra observaron que se propulsaban mediante enérgicos movimientos hacia atrás de las extremidades laterales. Algunas de las criaturas se acercaron al estanque para beber mientras las otras aguardaban, pero no con la pasiva curiosidad de unas vacas congregadas frente a una verja. Aquellos individuos estaban animados por una vívida inteligencia y propósito. Eran personas.

Will y Lyra bajaron por la ladera hasta hallarse lo suficientemente cerca de las criaturas para hablarles. Pese a lo que Lyra acababa de decir, Will no apartó la mano de la daga.

—No sé si me entendéis —dijo Lyra con cautela—, pero sé que vuestras intenciones son amistosas. Creo que deberíamos…

El jefe movió la trompa y respondió:

—Venid a ver a Mary. Montaos. Nosotros os llevaremos. Venid a ver a Mary.

—¡Vaya! —exclamó Lyra, volviéndose hacia Will con una sonrisa en los labios.

Dos de las criaturas iban equipadas con riendas y estribos de cuerda. No portaban sillas de montar; sus lomos en forma de rombo resultaron lo bastante cómodos como para montar en ellos a pelo. Lyra había montado en un oso y Will en bicicleta, pero ninguno había montado en un caballo, que era la comparación más aproximada. No obstante, las personas que montan a caballo suelen controlar a sus monturas, cosa que los niños no consiguieron en ningún momento: las riendas y los estribos estaban destinados a proporcionarles simplemente algo a lo que agarrarse para no perder el equilibrio. Eran las criaturas quienes tomaban todas las decisiones.

—¿Dónde…? —empezó a decir Will, pero se detuvo para recobrar el equilibrio mientras la criatura seguía avanzando.

El grupo dio media vuelta y descendió por una pequeña pendiente, desplazándose con lentitud a través de la hierba. El movimiento era agitado pero no incómodo, porque las criaturas no poseían columna dorsal: Will y Lyra tenían la sensación de estar sentados en unas mullidas poltronas.

Al poco rato llegaron a un lugar que los niños no habían distinguido desde el farallón: una de aquellas zonas donde el terreno presentaba unas franjas de color negro o marrón oscuro. Will y Lyra, al igual que le había ocurrido a Mary hacía algún tiempo, se asombraron al contemplar unas carreteras de basalto que serpenteaban a través de la pradera.

Las criaturas rodaron por la superficie, adquiriendo velocidad a medida que avanzaban. La carretera parecía más un río que una autopista, porque en algunos lugares se ensanchaba y desembocaba en unas zonas amplias como pequeños lagos, y en otros se dividía y formaba unos estrechos canales que más adelante volvían a unirse. No tenía nada que ver con la forma salvaje y racional en que las carreteras del mundo de Will atravesaban laderas y saltaban sobre valles a través de unos puentes de hormigón. Ésta formaba parte del paisaje, no se imponía sobre él por la fuerza.

Las criaturas circulaban a gran velocidad. Will y Lyra tardaron un rato en acostumbrarse a los enérgicos impulsos de los músculos y el estrépito de las duras ruedas sobre el duro asfalto. Al principio a Lyra le costó más que a Will, porque nunca había montado en bicicleta y no conocía el truco de inclinarse, pero al ver que él lo hacía decidió imitarlo, y al poco rato empezó a disfrutar de la velocidad.

Debido al estrépito de las ruedas los niños no oían lo que se decían, de modo que se conformaron con señalar los árboles, maravillados de su tamaño y esplendor; una bandada de aves, las más extrañas que jamás habían visto, con unas alas situadas a babor y estribor que les permitían realizar un movimiento giratorio a través del aire; un enorme lagarto azul, largo como un caballo, tumbado al sol en medio de la carretera (las criaturas con ruedas se separaron para pasar junto al lagarto, que ni siquiera les prestó atención).

El sol estaba en lo alto del cielo cuando las criaturas empezaron a aminorar la marcha. En el aire flotaba un inconfundible olor a mar. La carretera inició el ascenso hacia un farallón, y al cabo de unos minutos las criaturas comenzaron a avanzar al paso de una persona.

—¿Podríais deteneros un rato? —preguntó Lyra, que tenía todos los músculos agarrotados y doloridos—. Quiero desmontar y estirar las piernas.

La criatura sobre la que iba montada notó que tiraba de la rienda y, al margen de que hubiera entendido o no sus palabras, se detuvo. La criatura que montaba Will hizo lo propio y los dos niños desmontaron, molidos por las agujetas, los brincos y traqueteos.

Las criaturas se agruparon para conversar, moviendo elegantemente las trompas al ritmo de los sonidos que emitían. Al cabo de unos minutos reanudaron la marcha. Will y Lyra gozaron caminando entre aquellas criaturas que olían a heno y cálida hierba. Un par de ellas se habían adelantado hasta la cima de la colina, y los niños, como ya no tenían que preocuparse de conservar el equilibrio, observaron cómo se movían, admirando la gracia y potencia con que se propulsaban hacia delante, se inclinaban hacia un costado y giraban.

Cuando llegaron a la cima de la colina, se detuvieron. Will y Lyra oyeron que el jefe les decía:

—Mary cerca. Mary allí.

Los niños miraron hacia abajo y contemplaron el resplandor azulado del mar en el horizonte. Un ancho río discurría perezosamente a través de unos fértiles pastizales situados a poca distancia, y al pie de la empinada ladera, entre unos bosquecillos de pequeños árboles e hileras de hortalizas, se alzaba una aldea de viviendas con techado de paja. Entre ellas se movían unas criaturas semejantes a las que habían transportado a Will y Lyra hasta allí, atendiendo los cultivos o trabajando entre los árboles.

—Montaos otra vez —dijo el jefe.

El trayecto era corto. Will y Lyra volvieron a subir, mientras las otras criaturas observaban si estaban bien sentados y comprobaban con la trompa los estribos, para asegurarse de que no fueran a caerse.

Enseguida partieron, batiendo la carretera con sus extremidades laterales e impulsándose cuesta abajo hasta alcanzar una velocidad de vértigo. Will y Lyra se sujetaron con fuerza con las manos y las rodillas; el aire les azotaba el rostro, les revolvía el pelo y les producía escozor en los ojos. Los mulefa disfrutaban con el estruendo de las ruedas, el inmenso mar de hierba que se extendía a ambos lados, su destreza y potencia al tomar las anchas curvas de la carretera, la emoción de la velocidad… Will y Lyra rieron alegremente al sentirles tan gozosos.

Se detuvieron en el centro de la aldea, y los otros, que les habían visto llegar, se agolparon a su alrededor con las trompas alzadas y pronunciando unas palabras de bienvenida.

—¡Doctora Malone! —exclamó Lyra de pronto.

Mary había salido de una de las chozas. Su falda azul desteñida, su figura rechoncha y sus mejillas cálidas y rubicundas resultaban a un tiempo extrañas y familiares.

Lyra corrió a abrazarla y la mujer la estrechó afectuosamente contra su pecho, mientras Will permanecía en un segundo plano, prudente e indeciso.

Mary besó a Lyra con cariño y luego se adelantó para saludar a Will. A continuación se produjo un curioso baile mental de simpatía y timidez, que apenas duró unos segundos.

Conmovida por el aspecto que presentaban los niños, Mary pensó en abrazar también a Will. Pero ella era una mujer hecha y derecha y Will casi un hombre, y la doctora consideró que ese tipo de efusiones haría que Will pareciera un niño, porque aunque ella habría abrazado a un niño sin dudarlo, jamás habría abrazado a un hombre que no conocía. De modo que se contuvo, deseosa ante todo de mostrarse respetuosa con el amigo de Lyra y no humillarlo.

En vez de abrazarlo le ofreció la mano, que él se apresuró a estrechar, estableciéndose entre ambos una corriente de respeto y simpatía tan poderosa que se hicieron amigos de inmediato.

—Éste es Will —dijo Lyra—. Es de tu mundo. ¿Recuerdas que te hablé de él?

—Me llamo Mary Malone —respondió la doctora—. Debéis de tener hambre, parecéis famélicos.

Mary se volvió hacia la criatura que estaba a su lado y le dijo algo con aquellos melodiosos sonidos al tiempo que gesticulaba con una mano.

Las criaturas se alejaron y poco después aparecieron cargadas con cojines y alfombras pertenecientes a la vivienda más cercana, que colocaron sobre la compacta tierra bajo un árbol cuyas densas hojas y pesadas ramas proporcionaban una sombra fresca y fragante.

En cuanto se hubieron acomodado, sus anfitriones les sirvieron en unos cuencos de madera una leche ligeramente ácida que sabía a limón, pero maravillosamente reconfortante; unas nueces pequeñas parecidas a las avellanas, pero con un marcado sabor a mantequilla; una ensalada que acababan de recoger, compuesta por unas hojas un tanto ásperas y otras más suaves y gruesas que segregaban un cremoso líquido, y unas raíces del tamaño de cerezas que sabían a zanahorias dulces.

Pero los niños apenas probaron bocado. La comida era demasiado fuerte. Will quiso corresponder a la generosidad de sus anfitriones, pero aparte de la bebida sólo consiguió tragar un poco de pan delgado y harinoso, ligeramente tostado, parecido a las chapatas o tortitas. Era sencillo y nutritivo, y fue lo único que comió. Lyra probó un poco de cada cosa, pero también comió muy poco.

Mary procuró no hacer demasiadas preguntas. Los niños habían vivido una experiencia que les había marcado profundamente y no querían hablar todavía de aquello.

Así que Mary respondió a sus preguntas sobre los mulefa y les contó de forma resumida cómo había llegado a aquel mundo. Luego los dejó instalados a la sombra del árbol, porque vio que se les cerraban los ojos y les costaba mantenerse despiertos.

—Lo único que tenéis que hacer es dormir —les dijo.

El aire de la tarde era cálido y apacible, y la sombra del árbol y el canto de los grillos les producía modorra. Cinco minutos después, tras apurar su bebida, Will y Lyra se quedaron dormidos.

—¿Pertenecen a dos sexos? —preguntó Atal, sorprendida—. ¿Pero cómo lo sabes?

—Es muy fácil —respondió Mary—. Sus cuerpos tienen una forma diferente. Se mueven de modo distinto.

—No son mucho más pequeños que tú. Pero tienen menos sraf. ¿Cuándo recibirán el sraf?

—No lo sé —contestó Mary—. Supongo que dentro de poco. No sé cuándo lo recibimos los humanos.

—No tienen ruedas —comentó Atal, como si se compadeciera de ellos.

Ella y Mary estaban escardando las malas hierbas del huerto. Mary había confeccionado un rastrillo para no tener que agacharse; Atal utilizaba su trompa, por lo que la conversación era intermitente.

—Pero tú sabías que vendrían —dijo Atal.

—Sí.

—¿Te lo dijeron los palitos?

—No —respondió Mary, sonrojándose. Ella era científica y le avergonzaba reconocer que consultaba el I Ching, pero esto era peor—. Fue una imagen nocturna —confesó.

Los mulefa no poseían una palabra que significara sueño. No obstante tenían unos sueños muy vívidos, que se tomaban muy en serio.

—A ti no te gustan las imágenes nocturnas —declaró Atal.

—Sí que me gustan, pero no creí en ellas hasta ahora. Vi al chico y a la niña con toda claridad, y una voz me dijo que me preparara para recibirles.

—¿Qué clase de voz? ¿Cómo es que te habló si no podías verla?

A Atal le costaba imaginar el lenguaje sin los movimientos de trompa que aclaraban y definían su significado. Se paró en medio de una hilera de judías y observó a Mary con fascinada curiosidad.

—Sí la vi —respondió Mary—. Era una mujer, o una sabia, como nosotros, como mi gente. Pero muy vieja y al mismo tiempo joven.

Los mulefa llamaban a sus jefes «sabios». Mary vio que Atal estaba vivamente interesada en la historia.

—¿Cómo podía ser vieja y joven al mismo tiempo? —inquirió Atal.

—Es un como si —le aclaró Mary.

Atal movió la trompa para indicar que lo había entendido.

Mary intentó seguir expresándose con la mayor claridad:

—La mujer me dijo que estuviera dispuesta para recibir a los niños, cuándo aparecerían y dónde. Pero no me explicó el motivo. Dijo que debía cuidar de ellos.

—Están heridos y cansados —dijo Atal—. ¿Impedirán que desaparezca el sraf?

Mary alzó la cabeza, dubitativa. Sabía sin tener que comprobarlo a través del catalejo que las partículas de sombra desaparecían con más rapidez que antes.

—Espero que sí —contestó—. Pero no lo sé.

Al atardecer, cuando encendieron las hogueras para preparar la comida y aparecieron las primeras estrellas, llegó un grupo de forasteros. Mary se estaba lavando. Oyó el estrépito de las ruedas y el agitado murmullo de sus voces y salió apresuradamente de la casa, secándose las manos.

Will y Lyra habían dormido toda la tarde y el ruido acababa de despertarles. Lyra se incorporó, aturdida aún por el sueño, y vio que Mary estaba hablando con media docena de mulefa que formaban un círculo a su alrededor. Parecían muy excitados, pero Lyra no pudo adivinar si se sentían alegres o tristes.

Al verla, Mary se acercó a ella.

—Ha ocurrido algo, Lyra —dijo—. Han encontrado algo que no puedo explicarte… Se trata… No sé qué es… Tengo que ir a echarle un vistazo. Se encuentra a una hora de camino. Regresaré en cuanto pueda. Toma lo que necesites de mi casa… No puedo entretenerme, están impacientes…

—De acuerdo —respondió Lyra, que no se había despabilado del todo.

Mary miró debajo del árbol. Will se estaba frotando los ojos.

—No tardaré, te lo prometo —dijo—. Atal se quedará con vosotros.

El jefe se impacientaba. Mary puso rápidamente la brida y los estribos sobre su lomo, disculpándose por su torpeza, y montó de inmediato. Las criaturas dieron media vuelta sobre sus ruedas y desaparecieron en la oscuridad.

Emprendieron una nueva dirección, a lo largo del cerro que se alzaba junto a la costa, al norte. Mary nunca había viajado en la oscuridad montada en una de aquellas criaturas, y la velocidad le pareció aún más alarmante que de día. Mientras ascendían el cerro, Mary vio el resplandor de la luna reflejado sobre el mar, a lo lejos y a su izquierda. Su luz sepia plateada la envolvió en una maravillosa y fría sensación de escepticismo: la sensación de maravilla estaba dentro de ella, el escepticismo en el mundo y la frialdad en ambos.

De vez en cuando Mary alzaba la vista y palpaba el catalejo que llevaba en el bolsillo, pero no podía utilizarlo hasta que dejaran de moverse. Los mulefa se movían presurosos, dando muestras de no estar dispuestos a detenerse por nada. Al cabo de una hora de fatigoso viaje enfilaron hacia el interior, dejando atrás la carretera de basalto y avanzando lentamente hacia un cerro por un sendero de tierra batida que discurría entre una hierba que alcanzaba a la rodilla y unos árboles de cápsulas-ruedas. El paisaje, formado por unas amplias y desnudas colinas y algunas hondonadas donde unos arroyos fluían perezosamente entre densas arboledas, relucía bajo la luna.

Los mulefa la condujeron hacia una de aquellas hondonadas. Mary había desmontado cuando abandonaron la carretera y anduvo al paso de sus acompañantes por la cima de la colina y ladera abajo, hacia la hondonada.

Oyó el fluir del arroyo y la brisa nocturna que agitaba la hierba. Percibió el sonido amortiguado de las ruedas avanzando sobre la tierra compacta, y a los mulefa que caminaban ante ella charlando entre sí. De pronto se detuvieron.

En la vertiente de la colina, a pocos metros, había una de esas aberturas practicadas por la daga. Parecía la boca de una cueva, pues el resplandor de la luna penetraba un poco en ella, como si justo a la entrada se encontraran las entrañas de la colina, pero no era así. A través de la abertura salía una interminable procesión de fantasmas.

Mary tuvo la sensación de que la tierra cedía bajo sus pies. Estupefacta, se agarró a la rama más próxima para cerciorarse de que aún existía un mundo físico y que ella formaba parte de él.

Al acercarse vio multitud de mujeres, niños, bebés en brazos, humanos y otros seres que desfilaban a través de la oscura boca de la cueva y salían al sólido mundo iluminado por la luna… y luego desaparecían.

Eso era lo más raro. Tras avanzar unos pocos pasos hacia el mundo compuesto de hierba, aire y luz plateada, echaban una ojeada alrededor, con los rostros transformados por la alegría —Mary jamás había visto tal expresión de alegría— y alargaban los brazos como si quisieran abrazar el universo. Y entonces, de improviso, como si estuvieran hechos de niebla o humo, se desvanecían y pasaban a formar parte de la tierra, el rocío y la brisa de la noche.

Algunos se dirigieron hacia Mary como si quisieran decirle algo, con las manos extendidas, y ella sintió su contacto como unas pequeñas y frías sacudidas. Uno de los fantasmas —una anciana— le indicó que se acercara.

—Cuéntales historias —le dijo a Mary—. Necesitan saber la verdad. Cuéntales historias verdaderas, y todo irá bien. No dejes de contarles historias.

Eso fue todo. La anciana desapareció. Fue uno de esos momentos en que de pronto recordamos un sueño que habíamos olvidado, y experimentamos de nuevo el torrente de emociones que habíamos sentido en ese sueño. Era el sueño que Mary había tratado de describir a Atal, la imagen nocturna. Pero cuando Mary trató de evocarlo de nuevo, el sueño se desvaneció, como aquellas presencias al entrar en contacto con el aire libre. El sueño se había esfumado.

Lo único que quedaba era una dulce sensación, y el consejo de la anciana: «Cuéntales historias».

Mary escrutó la oscuridad. Por lo que podía ver en aquel infinito silencio, seguían apareciendo más fantasmas, miles y miles de extraños seres, como unos refugiados que regresan a su tierra.

«Cuéntales historias», se dijo Mary.