EL IMPERIO YA
NO EXISTE, Y EL
LEÓN Y EL
LOBO DEJARÁN
DE EXISTIR.
WILLIAM BLAKE
Mirad cómo se esconde, Metatron! —susurró la señora Coulter a la sombra que te-nía a su lado—. Se arrastra a través de la oscuridad como una rata…
Se hallaban sobre un saliente en la parte superior de la inmensa caverna, observando cómo lord Asriel y la onza descendían cautelosamente, muchos metros más abajo.
—Podría aniquilarlo ahora mismo —murmuró la sombra.
—Por supuesto —dijo la señora Coulter, aproximándose a su acompañante—. Pero quiero contemplar su rostro, querido Metatron, quiero que sepa que le he traicionado. Vamos, lo seguiremos y atraparemos…
La cascada de Polvo resplandecía como un inmenso pilar de luz tenue al caer de forma suave e incesante por el abismo. La señora Coulter no podía entretenerse en contemplarla, pues la sombra junto a ella temblaba de deseo y tenía que retenerla a su lado, controlándola en la medida de lo posible.
Bajaron en silencio, siguiendo a lord Asriel. A medida que descendían, la señora Coulter sintió que se apoderaba de ella un tremendo cansancio.
—¿Qué ocurre? ¿Qué ocurre? —preguntó la sombra con suspicacia, intuyendo las emociones que experimentaba la señora Coulter.
—Estaba pensando —respondió ella con dulce malicia— en cuánto me alegro de que la niña no crezca y sepa lo que es amar y ser amada. Creí que la quería cuando era un bebé; pero ahora…
—¡En su corazón se lamenta de no verla crecer! —le reprochó la sombra.
—¡Ay, Metatron, cómo se nota que hace mucho que fuisteis un hombre! ¿Es que no veis lo que me duele? No me lamento de que la niña no alcance la madurez, sino de no haberos conocido yo en mi juventud. ¡Con qué pasión me habría consagrado a vos!
La señora Coulter se aproximó más a la sombra, como si no pudiera controlar los impulsos de su cuerpo, y la sombra olfateó y aspiró con avidez el perfume de su piel.
Siguieron avanzando laboriosamente sobre las rocas desprendidas y resquebrajadas hacia el pie de la ladera. Cuanto más descendían, más intenso era el resplandor dorado que el Polvo-luz proyectaba sobre todos los objetos. La señora Coulter no cesaba de alargar la mano hacia el sitio donde habría estado la de su acompañante de haber sido humano en lugar de una sombra.
—Ocultaos detrás de mí, Metatron —dijo por fin—. Esperad aquí. Asriel sospecha de todo. Dejad que lo tranquilice. Cuando esté distraído, os llamaré. Pero debéis aparecer como una sombra, en esta forma reducida, para que él no os vea. De lo contrario dejará que el daimonion de la niña huya volando.
El Regente era un ser cuyo profundo intelecto se había desarrollado y potenciado a lo largo de miles de años, y cuyos conocimientos abarcaban un millón de universos. Pero en aquel momento estaba cegado por dos obsesiones: destruir a Lyra y poseer a la madre de ésta. Metatron asintió con la cabeza y se detuvo, mientras la mujer y el mono avanzaban con el máximo sigilo.
Lord Asriel aguardaba detrás de un inmenso bloque de granito, donde el Regente no alcanzaba a verlo. La onza les oyó aproximarse, y lord Asriel se puso en pie en cuanto apareció la señora Coulter. Todo, cada superficie, cada centímetro cúbico de aire, estaba impregnado por la cascada de Polvo que confería una delicada claridad a los más pequeños detalles. A la luz que emitía el Polvo, lord Asriel observó que la señora Coulter tenía el rostro empapado en lágrimas y apretaba los dientes para reprimir los sollozos.
Lord Asriel la abrazó, y el mono dorado se aferró al cuello de la onza y sepultó su negro rostro en el pelaje de ésta.
—¿Está Lyra a salvo? ¿Ha encontrado a su daimonion? —susurró la señora Coulter.
—El fantasma del padre del chico los protege a ambos.
—¡Qué hermoso es el Polvo! Jamás imaginé…
—¿Qué le has dicho?
—Le mentí descaradamente, Asriel. No perdamos tiempo, no soporto esta espera… No viviremos, ¿verdad? ¿No sobreviviremos como fantasmas?
—Si caemos en el abismo, no. Hemos venido aquí para conceder a Lyra la oportunidad de hallar a su daimonion y alcanzar la madurez. Si conducimos a Metatron a su extinción, Marisa, la niña tendrá tiempo de conseguir ambas cosas, y si nosotros sucumbimos con él, no tiene importancia.
—¿Y Lyra se salvará?
—Sí, sí —respondió lord Asriel con ternura.
Luego besó a la señora Coulter. Su cuerpo le pareció tan suave y ligero como hacía trece años, cuando Lyra fue concebida.
La señora Coulter rompió a llorar suavemente.
—Le dije que iba a traicionaros a ti y a Lyra —dijo cuando logró dominarse—, y él me creyó porque estoy corrompida y llena de maldad; hurgó tan profundamente en mi interior que yo estaba segura de que vería la verdad. Pero mentí a la perfección. Mentí con cada fibra de mi ser, poniendo de relieve todo el mal que había cometido… No quería que él descubriera ni un ápice de bondad en mí, y lo logré. No hay bondad en mí. Pero quiero a Lyra. ¿De dónde procede este cariño? Lo ignoro; se apoderó de mí con nocturnidad y alevosía, como un ladrón, y ahora sé que la quiero tanto que mi corazón rebosa de amor. Confiaba en que mis crímenes fueran tan monstruosos que ese amor no fuera mayor que una semilla de mostaza a la sombra de aquéllos, deseé haber cometido unos crímenes aún mayores para ocultar ese amor… Pero la semilla de mostaza arraigó y fue creciendo, y el pequeño brote verde me partió el corazón y temí qué él viera…
La señora Coulter se detuvo para recuperarse. Lord Asriel acarició su reluciente cabello, aureolado por el Polvo dorado, y aguardó.
—Temo que se impaciente —siguió ella—. Le dije que apareciera bajo una forma reducida para que no lo vieras. Pero no es sino un ángel, aunque antiguamente fuera un hombre. Mientras forcejeamos con él le conduciremos al borde del precipicio, y ambos nos despeñemos con él.
Lord Asriel la besó.
—Sí. Lyra estará a salvo y el Reino no podrá hacer nada contra ella. Llámalo, Marisa, amor mío.
La señora Coulter exhaló un prologado y estremecido suspiro. Luego se alisó la falda sobre los muslos y se recogió el pelo detrás de las orejas.
—Acércate, Metatron —susurró—. Ha llegado el momento.
Del aire dorado surgió de pronto la sombra de Metatron, envuelta en una capa, y enseguida comprendió lo que ocurría: los dos daimonions, agazapados y alertas, la mujer con la aureola de Polvo, lord Asriel…
Lord Asriel se arrojó en el acto sobre él, aferrándolo por la cintura y tratando de derribarlo. Pero el ángel tenía los brazos libres, y con sus puños y antebrazos le golpeó en la cabeza y el cuerpo, dejándolo sin aliento, con unas cuantas costillas maltrechas y una brecha en el cráneo.
No obstante, lord Asriel consiguió rodear con los brazos las alas del ángel, inmovilizándolas. La señora Coulter saltó entonces entre las alas inmovilizadas y agarró a Metatron del pelo. El ángel poseía una fuerza descomunal: era como asir la crin de un caballo desbocado. Metatron sacudió la cabeza con furia, zarandeando a la señora Coulter de un lado a otro. Ella sintió el poder de las inmensas alas plegadas que pugnaban por liberarse, pero lord Asriel las sujetaba con fuerza.
Los daimonions también atacaron a Metatron. Stelmaria le clavó los dientes en una pierna mientras el mono dorado desgarraba el borde del ala que tenía más cerca, arrancándole las plumas y las barbas. Pero eso sólo consiguió espolear la furia de Metatron. Con un repentino y gigantesco esfuerzo, el ángel se arrojó a un lado, liberando un ala y aplastando a la señora Coulter contra una roca.
Durante unos segundos la señora Coulter se quedó aturdida y le soltó. El ángel se alzó de nuevo, batiendo el ala que tenía libre para desembarazarse del mono dorado. Pero lord Asriel seguía rodeándolo con los brazos, y como el volumen era ahora menor, podía sujetarlo con más fuerza. Empeñado en asfixiar a Metatron, lord Asriel le estrujó las costillas hasta que éstas crujieron, al tiempo que procuraba esquivar los salvajes golpes que le asestaba el ángel en la cabeza y el cuello.
Los golpes comenzaban a surtir efecto. Y mientras lord Asriel trataba de conservar el equilibrio sobre las piedras, sintió un golpe brutal en la parte posterior de la cabeza. Al arrojarse a un lado, Metatron había aprovechado para agarrar una piedra del tamaño de un puño con la que golpeó a lord Asriel en el cráneo. Éste sintió que los huesos de su cabeza crujían y calculó que otro golpe como aquél lo mataría. Aunque perturbado por el dolor —un dolor infinitamente peor que la opresión de su cabeza contra el costado del ángel—, lord Asriel siguió aferrado a Metatron: los dedos de su mano derecha aplastaban los de la izquierda mientras se movía torpemente de un lado a otro tratando de apoyar los pies con firmeza sobre el suelo sembrado de piedras.
Cuando Metatron alzó la piedra ensangrentada para descargar otro golpe, una forma dorada y peluda saltó como una llama sobre la copa de un árbol, y el mono dorado hundió sus dientes en la mano del ángel. Éste soltó la piedra, que cayó al suelo y rodó hasta el borde del abismo. Metatron movió el brazo a izquierda y derecha, tratando de librarse del daimonion; pero el mono siguió aferrado a él con los dientes, las garras y la cola, y de pronto la señora Coulter se arrojó sobre la gigantesca y blanca ala que no cesaba de batir y la sujetó con fuerza.
Habían conseguido inmovilizar a Metatron, pero no herirlo. Y mucho menos conducirlo al borde del precipicio.
Lord Asriel sintió que le abandonaban las fuerzas. Se esforzaba en no perder el conocimiento, pero sangraba en abundancia y con cada movimiento perdía más sangre. Sentía los bordes de los huesos rozar unos con otros y rechinar dentro de su cráneo. Estaba conmocionado: todo lo que sabía era que debía sujetar al enemigo y derribarlo.
La señora Coulter palpó el rostro del ángel hasta dar con los ojos y hundió los dedos en ellos.
Metatron lanzó un grito. El eco respondió de un extremo al otro de la gigantesca caverna y su voz reverberó entre las colinas, multiplicándose y disminuyendo. Los lejanos fantasmas se detuvieron en su infatigable procesión y alzaron la cabeza.
Y Stelmaria, el daimonion onza, cuya conciencia comenzaba a desvanecerse junto con la de lord Asriel, hizo un último esfuerzo y se arrojó sobre el cuello del ángel.
Metatron cayó de rodillas. La señora Coulter, que había caído con él, vio los ojos inyectados en sangre de lord Asriel que la miraban con gesto implorante. La mujer se levantó apresuradamente, horrorizada y tapándose la boca con la mano, empujó a un lado el ala que seguía batiendo, agarró al ángel del pelo y le estiró la cabeza hacia atrás para que la onza pudiera clavarle los dientes en el cuello.
Lord Asriel tiró de él y ambos cayeron hacia atrás, tropezando con las piedras y rodando. El mono dorado cayó con ellos, mordiendo, arañando, desgarrando… Casi habían alcanzado el borde del precipicio, pero de pronto Metatron se incorporó y con un último y descomunal esfuerzo abrió las alas, que parecían una gigantesca marquesina blanca, batiéndolas una y otra vez… Metatron había logrado desembarazarse de la señora Coulter y siguió batiendo las alas con fuerza para conseguir despegar, hasta que alzó el vuelo mientras lord Asriel seguía aferrado a él pero a punto de desfallecer… El mono dorado tenía los dedos enganchados en el pelo del ángel y estaba decidido a no soltarlo…
Pero habían salvado el borde del abismo. ¡Se elevaban en el aire! ¡Si volaban más alto y lord Asriel caía, Metatron conseguiría escapar!
—¡Marisa! ¡Marisa!
El desesperado grito brotó de labios de lord Asriel, y la madre de Lyra, con la onza a su lado y un rugido en los oídos, se levantó, recuperó el equilibrio y saltó con todas sus fuerzas, derribando al ángel, a su daimonion y a su amante que agonizaba. Aferró aquellas alas que no cesaban de batir, y los arrastró a todos por el precipicio.
Los espectros de acantilado oyeron el grito de espanto de Lyra, y todos volvieron sus cabezas planas simultáneamente.
Will se adelantó de un salto y embistió con la daga al espectro que tenía más cerca. Sintió una patadita en el hombro en el momento en que Tialys saltó y aterrizó sobre la mejilla del espectro más grande, agarrándolo del pelo y propinándole un puntapié debajo del mentón antes de que pudiera zafarse. La criatura comenzó a chillar y a revolcarse en el fango. El espectro que estaba junto a Will observó con mirada estúpida el muñón del brazo de su compañero y luego miró horrorizado su propio tobillo, que su mano amputada había asido al desprenderse. En ese momento la daga se hundió en su pecho: Will sintió que la empuñadura daba tres o cuatro saltos al ritmo de los agonizantes latidos del corazón, y se apresuró a extraerla antes de que el espectro se la arrancara al caer y rodara por el precipicio.
Will oyó a los otros proferir gritos de odio mientras huían despavoridos. Sabía que Lyra estaba a su lado, indemne, pero se arrojó en el fango con un único propósito.
—¡Tialys! ¡Tialys! —gritó, y acto seguido, procurando esquivar los afilados dientes, torció la cabeza del espectro más grande. Tialys estaba muerto, con los espolones clavados en el cuello del espectro. Como éste seguía pataleando y tratando de morderlo, Will le cortó la cabeza y la apartó de un puntapié antes de desprender el cadáver del gallivespiano del correoso cuello del espectro.
—Will —dijo Lyra a sus espaldas—. Mira esto, Will…
Lyra observaba el palanquín de cristal. Se hallaba intacto, pero el cristal estaba manchado y cubierto de barro y sangre de los seres que los espectros habían devorado antes de hallarlo. Yacía de costado entre las rocas, y en su interior…
—¡Fíjate, Will, aún está vivo! ¡Pero el pobre…!
Will vio las manos de Lyra aplastadas contra el cristal, tratando de alcanzar al ángel y tranquilizarlo, porque era muy viejo, estaba aterrorizado y lloraba como un niño, agazapado en el rincón inferior del palanquín.
—Debe de ser muy anciano… Nunca había visto a nadie sufrir de ese modo. ¿No podemos sacarlo de ahí, Will?
Will atravesó el cristal con la daga y metió la mano para ayudar al ángel a salir del palanquín. Demente y desvalido, el decrépito ser no paraba de llorar y mascullar de miedo y dolor, temblando ante aquel nuevo e inesperado peligro.
—No tema —dijo Will—, le ayudaremos a ocultarse. Vamos, no le haremos daño.
El anciano agarró con mano temblorosa la de Will y la sostuvo sin cesar de gemir, de proferir sonidos incoherentes, de rechinar los dientes y de tirarse de la barba con la mano que tenía libre. Pero cuando Lyra trató de ayudarle a salir, el ángel esbozó una sonrisa e hizo una reverencia mientras clavaba en ella sus ancianos ojos rodeados de arrugas y la miraba parpadeando con ingenua perplejidad.
No les resultó difícil a los dos niños ayudar al anciano a abandonar su celda de cristal, pues era tan ligero como el papel. El ángel estaba dispuesto a seguirles a donde fuera, pues no tenía voluntad propia y respondió a la amabilidad de Will y Lyra como una flor al sol. Pero una vez en el exterior nada impidió al viento lastimarlo y, ante la estupefacción de los niños, su forma empezó a disolverse hasta que unos instantes después desapareció del todo. La última impresión que Will y Lyra se llevaron de él fueron sus ojos, pestañeando de asombro, y un suspiro de cansancio y de profundo alivio.
Luego desapareció: un misterio que se disolvió en el misterio. Todo ello no había durado ni un minuto. Will se volvió hacia el caballero, que yacía en tierra. Tomó su diminuto cuerpo, sosteniéndolo con delicadeza en las palmas de las manos, y las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas.
—Debemos marcharnos, Will —le instó Lyra—. Es preciso… Lady Salmakia ha oído que se aproximan los caballos…
Un halcón azul eléctrico surgió del firmamento y descendió en picado. Lyra lanzó un grito y se agachó, pero Salmakia gritó con todas sus fuerzas:
—¡No, Lyra! ¡Ponte derecha y extiende el puño!
Lyra permaneció inmóvil, sosteniendo un brazo con el otro. El halcón azul describió un círculo, dio media vuelta y pasó de nuevo sobre ella para calcular si los nudillos de Lyra resistirían sus afiladas garras.
A lomos del halcón iba montada una dama de pelo gris y rostro de expresión franca, la cual miró primero a Lyra y luego a Salmakia, que estaba sujeta al cuello de la niña.
—Madame —dijo Salmakia débilmente—, hemos hecho…
—Habéis hecho cuanto debíais hacer. Ahora estamos nosotros aquí —respondió madame Oxentiel, tirando de las riendas del halcón.
El halcón lanzó tres gritos tan potentes que casi dejaron sorda a Lyra. En respuesta a su llamada aparecieron en el cielo uno, dos, tres, centenares de refulgentes libélulas, con unos guerreros en sus lomos. Se movían con tal rapidez que daba la impresión de que fueran a chocar entre sí, pero gracias a sus extraordinarios reflejos y la destreza de sus jinetes, más bien parecía que estuvieran tejiendo sobre y alrededor de los niños un tapiz de ágil, silencioso y brillante colorido.
—Lyra y Will —dijo la dama montada en el halcón—, seguidnos y os conduciremos hasta vuestros daimonions.
Cuando el halcón abrió las alas y despegó de su mano, Lyra sintió el minúsculo peso de Salmakia que pasaba a la otra mano. Sabía que sólo la fuerza de voluntad de la dama la había mantenido con vida hasta entonces. Sosteniendo su cuerpecillo con ternura, Lyra echó a correr con Will bajo la nube de libélulas, tropezando y cayendo al suelo en varias ocasiones, pero sin dejar de estrechar a lady Salmakia contra su corazón.
—¡A la izquierda! ¡A la izquierda! —gritó la dama montada en el halcón azul.
Los niños giraron hacia la izquierda en la oscuridad iluminada de vez en cuando por los relámpagos. Will vio a su derecha un regimiento de hombres ataviados con armaduras de color gris pálido, tocados con yelmos y cubiertos con máscaras, acompañados por sus daimonions lobos grises, que procuraban no quedarse rezagados. De pronto el torrente de libélulas enfiló hacia ellos. Los hombres vacilaron: sus rifles no les servían de nada contra aquel enjambre de insectos, y los gallivespianos se lanzaron sobre ellos en un santiamén. Los jinetes saltaron de sus monturas buscando una mano, un brazo, un cuello desnudo donde clavar sus espolones antes de montarse de nuevo en el insecto mientras éste giraba y volvía a pasar sobre los hombres en vuelo rasante. Eran tan veloces que resultaba casi imposible seguirlos. Con la moral hecha trizas, los soldados dieron media vuelta y huyeron despavoridos.
Pero de pronto los niños oyeron a sus espaldas el estruendo de unos cascos de caballos y se volvieron espantados: los jinetes se disponían a atacarlos al galope. Algunos llevaban en las manos unas redes que hacían girar sobre sus cabezas para atrapar a las libélulas; después hacían restallar las redes como si fueran látigos y arrojaban los destrozados insectos al suelo.
—¡Por aquí! —gritó la dama, apresurándose a añadir—: ¡Agachaos!
Will y Lyra la obedecieron, sintiendo que la tierra temblaba. ¿Era posible que aquella sacudida la produjeran los cascos de los caballos? Lyra alzó la cabeza y al apartar unos mechones húmedos que le caían sobre los ojos vio algo muy distinto de los caballos.
—¡Iorek! —gritó loca de alegría—. ¡Mi querido Iorek!
Will la obligó a agacharse de nuevo, pues además de Iorek Byrnison había aparecido un regimiento de osos acorazados que se dirigían hacia ellos. Lyra se apresuró a agachar la cabeza mientras Iorek ordenaba a sus osos que se desplegaran a derecha e izquierda y aplastaran al enemigo.
Con inusitada agilidad, como si la armadura no pesara más que su pelambre, el rey oso se volvió hacia Will y Lyra, que trataban de enderezarse.
—¡Cuidado, Iorek! ¡A tus espaldas! ¡Tienen redes! —gritó Will, pues tenían a los jinetes casi encima.
Antes de que el oso pudiera reaccionar, la red de un jinete silbó a través del aire y envolvió a Iorek en una tela de araña resistente como el acero. El oso lanzó unos furiosos rugidos y se alzó sobre sus patas traseras, tratando de golpear al jinete con sus inmensas patas. Pero la red era muy tupida, y aunque el caballo lanzó un bufido y se encabritó, atemorizado, Iorek no logró librarse de la red.
—¡No te muevas, Iorek! —gritó Will.
El niño avanzó presuroso a través de los charcos y los montecillos de hierba mientras el jinete trataba de controlar al caballo, y alcanzó a Iorek justo cuando aparecía un segundo jinete blandiendo también una red.
Will conservó la sangre fría, y en lugar de dar palos de ciego y caer también en la trampa, observó el movimiento de la red y la cortó al instante con la daga. La segunda red cayó al suelo. Will se precipitó entonces hacia Iorek, palpando con la mano izquierda y cortando con la derecha. El imponente oso se quedó inmóvil mientras el niño corría de un lado a otro frente a su gigantesco cuerpo, cortando los nudos, despejando el camino, liberándolo.
—¡Aléjate! —gritó Will, apartándose de un salto.
Iorek salió disparado hacia arriba, y más que chocar contra el pecho del caballo que estaba junto a él pareció como que explotaba.
El jinete alzó su cimitarra para descargar un golpe sobre el pescuezo del oso, pero Iorek Byrnison y su armadura pesaban casi dos toneladas, y a aquella distancia nada era capaz de resistir el impacto. Caballo y jinete, ambos destrozados, cayeron inermes al suelo. Cuando hubo recuperado el equilibrio, Iorek miró a su alrededor para tomar nota del terreno y gritó a los niños:
—¡Saltad sobre mi lomo! ¡Rápido!
Lyra se montó sobre él, seguida por Will. Oprimiendo el frío acero entre sus piernas, los niños sintieron el descomunal poder del animal cuando éste comenzó a moverse.
A sus espaldas, los osos luchaban contra la extraña caballería, asistidos por los gallivespianos, cuyos espolones enfurecían a los caballos. La dama montada en el halcón azul descendió en picado.
—¡Seguid adelante! —gritó—. ¡Nos ocultaremos entre los árboles del valle!
Al alcanzar la cima de una pequeña loma, Iorek se detuvo. Frente a ellos, el asolado terreno descendía hacia un bosquecillo situado a medio kilómetro. Más allá, una batería de cañones disparaba un proyectil tras otro, que pasaban silbando sobre sus cabezas, al tiempo que unos hombres disparaban unas bengalas que estallaban debajo de las nubes y se deslizaban hacia los árboles, iluminándolos con una luz fría y verdosa y convirtiéndolos en el blanco perfecto para los cañones.
Media docena de espantos luchaban junto al bosquecillo contra una desastrada banda de fantasmas para hacerse con el control del mismo. En cuanto vieron el bosquecillo, Lyra y Will comprendieron que sus daimonions se encontraban allí y que morirían si no los rescataban enseguida. Con cada minuto que pasaba aparecían más espantos procedentes del cerro que quedaba a la derecha. Will y Lyra los vieron con toda claridad.
De pronto se produjo una explosión sobre el cerro que hizo estremecer el suelo y levantó un remolino de tierra y piedras. Lyra gritó asustada y Will se llevó las manos al pecho.
—Sujetaos bien —dijo Iorek, lanzándose a la carga.
Una bengala estalló en el aire, seguida de otra y otra más, deslizándose lentamente hacia abajo e iluminando el bosquecillo con su resplandor de magnesio. Se oyó otro cañonazo, estaba vez más cerca. Los niños sintieron el impacto en el aire, y unos segundos después les cayó una lluvia de tierra y piedras en la cara. Iorek no aminoró el paso, pero Will y Lyra apenas lograban sostenerse. Como no podían hundir los dedos en su pelambre tenían que sujetarse a la armadura con las rodillas, pero el oso tenía un lomo tan ancho que resbalaban continuamente.
—¡Mira! —exclamó Lyra señalando en el preciso momento en que estalló otro proyectil.
Una docena de brujas volaban hacia las bengalas, portando unas gruesas ramas repletas de hojas con las que apartaban las luces de su camino. La oscuridad cayó de nuevo sobre el bosquecillo, ocultándolo de los cañones.
Faltaban pocos metros. Will y Lyra presentían que sus daimonions estaban cerca, lo cual les produjo una emoción y una alegría mitigadas por el temor, pues el bosquecillo estaba infestado de espantos ocultos entre los árboles y tendrían que moverse entre ellos, y el mero hecho de verlos les provocaba náuseas.
—Tienen miedo de la daga —dijo una voz junto a ellos. El rey oso frenó tan bruscamente que Will y Lyra cayeron al suelo.
—¡Si es mi camarada Lee! —exclamó Iorek—. ¡En mi vida había visto nada parecido! ¿Pero no estabas muerto? ¿Con quién hablo?
—Iorek, querido amigo, nosotros controlaremos ahora la situación. Los espantos no temen a los osos. Lyra, Will, seguidme, y esgrimid esa daga…
El halcón azul se posó de nuevo en el puño de Lyra.
—No perdáis un segundo —les recomendó la dama de pelo gris—. Id a por vuestros daimonions y huid inmediatamente. Se avecina otro peligro.
—¡Gracias, amable dama! ¡Gracias a todos! —respondió Lyra. El halcón remontó el vuelo.
Will distinguió la tenue silueta del fantasma de Lee Scoresby junto a ellos, conminándoles a entrar cuanto antes en el bosquecillo, pero tenían que despedirse de Iorek Byrnison.
—Iorek, querido amigo, no tengo palabras para agradecerte… ¡Que Dios te bendiga!
—Gracias, rey Iorek —apostilló Will.
—No hay tiempo. ¡Entrad de una vez en el bosque! —dijo el oso empujándolos con su cabeza acorazada.
Will echó a correr tras el fantasma de Lee Scoresby a través del sotobosque, esgrimiendo la daga a diestro y siniestro. La luz era tenue e irregular; las sombras densas, confusas y desconcertantes.
—No te alejes de mi lado —le pidió a Lyra. De pronto lanzó un grito cuando una rama le hirió en la mejilla.
A su alrededor percibieron movimiento, ruido, forcejeos. Las sombras se movían de un lado a otro como ramas sacudidas por el vendaval. Tal vez fueran fantasmas; los dos niños sintieron aquellos pequeños toques fríos que conocían tan bien y oyeron unas voces que decían:
—¡Por aquí!
—¡Por allí!
—¡No os detengáis, nosotros los mantendremos a raya!
—¡Ya falta poco!
De pronto oyeron una voz que Lyra conocía y amaba más que a ninguna otra.
—¡Corre, ven! ¡Apresúrate, Lyra!
—¡Pan, cariño mío…! ¡Estoy aquí!
Lyra se precipitó hacia la oscuridad, sollozando y temblando, y Will se abrió camino con la daga entre ramas, parras, zarzas y espinos, mientras alrededor las voces de los fantasmas se alzaban en un clamor de aliento y advertencia.
Pero los espantos habían dado también con su objetivo, y avanzaron en tromba a través del amasijo de arbustos, brezos, raíces y ramas, topándose con menos resistencia que el humo. Una docena de los malignos seres se precipitaron hacia el centro del bosquecillo, donde el fantasma de John Parry reunía a sus compañeros para plantarles batalla.
Will y Lyra temblaban y se sentían débiles a causa del miedo, el agotamiento, las náuseas y el dolor, pero habría sido inconcebible darse por vencidos a aquellas alturas. Mientras Lyra avanzaba apartando las zarzas con las manos y Will asestaba golpes con su daga a diestro y siniestro, el combate de los espectrales seres se intensificaba y hacía más salvaje.
—¡Allí! —gritó Lee—. ¿Los veis? ¡Junto a esa enorme roca!
Dos gatos monteses estaban enzarzados en una pelea a muerte, bufando, silbando y destrozando. Ambos eran daimonions, y Will pensó que si tuviera tiempo de detenerse sabría reconocer a Pantalaimon; pero no había tiempo, porque un grotesco espanto salió de entre las sombras y se deslizó hacia ellos.
Will salvó el último obstáculo, un árbol que yacía en tierra, y hundió la daga en la dúctil y reluciente forma que flotaba en el aire. El impacto le dejó el brazo insensible, pero apretó los dientes al tiempo que apretaba los dedos en torno a la empuñadura y la pálida forma se disolvió y desvaneció de nuevo en la oscuridad.
Casi habían llegado. Los daimonions estaban locos de terror, porque a través de los árboles seguía apareciendo una riada de espantos y sólo los valerosos fantasmas eran capaces de mantenerlos a raya.
—¿Puedes abrir una ventana? —preguntó el fantasma de John Parry.
Will empuñó la daga pero tuvo que detenerse porque le acometió un ataque de náuseas que le hizo estremecerse de pies a cabeza. No tenía nada en el estómago, y el espasmo le provocó un dolor espantoso. Lyra, junto a él, se hallaba en el mismo estado. Al percatarse del motivo, el fantasma de Lee se lanzó hacia los daimonions y comenzó a forcejear con la pálida criatura que había aparecido a través de una roca, detrás de aquéllos.
—Por favor, Will… —le imploró Lyra, retorciéndose de dolor.
Will hundió la daga, la desplazó hacia un lado, hacia abajo y hacia el otro lado. El fantasma de Lee Scoresby miró a través de la abertura y vio una apacible pradera iluminada por una luna resplandeciente, tan semejante a su tierra natal que sintió una alegría inenarrable.
Will saltó a través del claro y asió al primer daimonion mientras Lyra tomaba en brazos al otro.
Incluso en aquella situación crítica, en un momento de máximo peligro, los dos niños sintieron una intensa emoción pues Lyra sostenía al daimonion de Will, el gato montés sin nombre, y Will a Pantalaimon.
Tras mirarse a los ojos durante unos instantes, Will y Lyra se volvieron en busca de los benévolos fantasmas.
—¡Adiós, señor Scoresby! —exclamó Lyra—. ¡Ojalá…! ¡Gracias, muchas gracias! ¡Adiós!
—Adiós, querida niña, adiós, Will. ¡Que la suerte os acompañe!
Lyra pasó a través de la abertura, pero Will se detuvo unos instantes para mirar al fantasma de su padre a los ojos, que relucían en la sombra. Tenía que decirle algo antes de separarse de él.
—Dijiste que yo era un guerrero —le dijo—. Me dijiste que ésa era mi naturaleza, y que debía aceptarlo. Estabas equivocado, padre. Peleé porque no tuve más remedio. No puedo elegir mi naturaleza, pero puedo elegir lo que quiero hacer. Y a partir de ahora lo haré, porque soy libre.
La sonrisa de su padre rebosaba orgullo y ternura.
—Te felicito, hijo mío.
Cuando dejó de verlo, Will pasó a través de la abertura, detrás de Lyra.
Después de haber cumplido su propósito, después de que los niños hubieron hallado a sus daimonions y escapado, los guerreros muertos dejaron por fin que sus átomos reposaran y se disgregaran.
El pequeño retazo de conciencia que constituía Lee Scoresby flotó hacia arriba, elevándose sobre el bosquecillo, dejando atrás a los atónitos espantos, sobre el valle, sobre la imponente forma de su viejo compañero el oso acorazado, al igual que había hecho en tantas ocasiones su espectacular globo. Indiferente a las bengalas y a los cañonazos, sordo a las explosiones, las exclamaciones y los gritos de ira, amenaza y dolor, consciente sólo de su movimiento ascendente, lo último que quedaba de Lee Scoresby atravesó las espesas nubes y salió al encuentro de las rutilantes estrellas, donde le esperaban los átomos de Hester, su amada daimonion hembra.