MÁS ALLÁ DEL CIELO IMPERIAL EXISTE UN INMENSO RECINTO CUADRADO O REDONDO, CON TORRES Y ALMENAS DE ÓPALO ADORNADAS CON ENCENDIDOS ZAFIROS…
JOHN MILTON
El artefacto intencional era pilotado por la señora Coulter. Ella y su daimonion se encontraban solos en la cabina de mandos.
El altímetro barométrico servía de poco en una tormenta, pero la señora Coulter podía calcular la altitud aproximada observando los fuegos que ardían en el suelo en los lugares donde caían los ángeles; pese a la furiosa lluvia, las antorchas seguían encendidas. En cuanto al rumbo, tampoco eso era difícil de calcular; los relámpagos que caían en torno a la montaña constituían un espléndido faro. Pero tenía que evitar chocar contra las colinas y contra los diversos seres voladores que seguían peleando en el aire.
La señora Coulter no utilizó las luces porque deseaba aproximarse y hallar un sitio donde aterrizar antes de que los otros la vieran y abatieran a tiros. Al acercarse notó que las rachas de viento eran más violentas, repentinas y brutales. Un giróptero no habría sobrevivido: el feroz viento lo habría estrellado contra el suelo como si se tratara de un mosquito. A bordo del artefacto intencional la señora Coulter podía desplazarse con ligereza propulsada por el viento, ajustando su equilibrio como un surfista en el Pacífico.
Empezó a ascender con cautela, fijando la vista al frente, haciendo caso omiso de los instrumentos y dejándose guiar por su vista y su instinto. Su daimonion saltaba de un lado al otro de la pequeña cabina de cristal, mirando hacia delante, arriba, a la izquierda y a la derecha, aconsejándola continuamente sobre lo que debía hacer. Los relámpagos, unas inmensas lanzas de luz, estallaban y crepitaban en torno al aparato. La señora Coulter tripuló la pequeña nave a través de la tormenta, ganando altura poco a poco, dirigiéndose hacia el palacio cubierto de nubes.
Y a medida que se aproximaba, la señora Coulter se sintió impresionada y sorprendida por la naturaleza de la montaña.
Le recordaba una abominable herejía cuyo autor languidecía merecidamente en las mazmorras del Tribunal Consistorial. Este autor había insinuado que existían más dimensiones espaciales que las tres que todo el mundo conocía, que a una escala muy pequeña existían siete u ocho dimensiones distintas, aunque era imposible examinarlas directamente. Incluso había llegado a construir un modelo para mostrar cómo funcionaban esas dimensiones, que la señora Coulter había contemplado antes de que fuera exorcizado y quemado. Pliegues y más pliegues, esquinas y bordes que contenían y eran contenidos: su interior lo ocupaba todo y su exterior todo lo demás. La montaña nublada la había afectado de forma semejante: no parecía tanto una roca como un campo de fuerzas magnéticas, un espacio que se manipulaba a sí mismo envolviendo, extendiendo y derramándose sobre galerías y terrazas, cámaras, columnatas y torres vigías de aire, luz y vapor.
La señora Coulter experimentó una extraña sensación de júbilo, y al mismo tiempo vio la forma de conducir la nave hasta una terraza envuelta en niebla situada en el lado meridional. La pequeña nave dio una breve sacudida al topar con una turbulencia, pero ella controló el rumbo con mano firme y su daimonion la guió hasta que se posó sobre la terraza.
La luz que ella había visto hasta entonces procedía de los relámpagos, de las ocasionales rendijas en las nubes a través de las cuales penetraba el sol, de las llamas de los ángeles que ardían, de los reflectores ambáricos; pero allí la luz era distinta. Procedía de la sustancia misma de la montaña, que resplandecía y ensombrecía lentamente, al ritmo de la respiración acompasada, irradiando una luminosidad de madreperla.
La mujer y el daimonion se apearon de la nave y miraron alrededor para ver por dónde tenían que tirar.
La señora Coulter tuvo la impresión de que había otros seres que se movían rápidamente por arriba y por abajo, desplazándose a gran velocidad con mensajes, órdenes e información a través de la sustancia de la montaña. No podía verlos; tan sólo veía las complejas y desconcertantes perspectivas de la columnata, la escalera, la terraza y la fachada.
Antes de que hubiera decidido por dónde avanzar, oyó unas voces y se ocultó apresuradamente detrás de una columna. Las voces cantaban un salmo y se aproximaban, y entonces la señora Coulter vio un cortejo de ángeles que portaban un palanquín.
Cuando se acercaron al lugar donde se había ocultado, vieron el artefacto intencional y se detuvieron. El canto se interrumpió, y algunos ángeles miraron alrededor indecisos y temerosos.
La señora Coulter estaba lo bastante cerca como para ver al ser que ocupaba el palanquín: un ángel, según le pareció, increíblemente viejo. No era fácil distinguirlo bien, porque el palanquín estaba cubierto por un reluciente cristal en el que se reflejaba la luz de la montaña, pero la señora Coulter captó una terrorífica decrepitud, un rostro surcado de arrugas, unas manos temblorosas, una boca que farfullaba palabras incoherentes y unos ojos llorosos.
El anciano ser señaló con mano trémula el artefacto intencional, riendo, mascullando y tirándose incesantemente de la barba. De pronto inclinó la cabeza hacia atrás y lanzó tal alarido de angustia que la señora Coulter tuvo que taparse los oídos.
Pero evidentemente los ángeles portadores del palanquín debían cumplir una misión, y haciendo caso omiso de los gemidos y refunfuños del anciano, siguieron avanzando a través de la terraza. Cuando llegaron a un espacio abierto desplegaron las alas, y a una orden de su jefe remontaron el vuelo portando el palanquín hasta que la señora Coulter los perdió de vista entre los remolinos de vapor.
Pero no había tiempo para pensar en aquello. Ella y el mono dorado se movieron con rapidez, subiendo por grandes escalinatas, atravesando puentes, desplazándose siempre en sentido ascendente. Cuanto más ascendían, más intensamente notaban aquella sensación de actividad que bullía a su alrededor. Por fin doblaron un recodo y llegaron a un espacio abierto parecido a una plaza cubierta de niebla, donde se toparon con un ángel armado con una lanza.
—¿Quiénes sois? ¿Qué os trae por aquí? —preguntó.
La señora Coulter lo miró con curiosidad. Hacía mucho tiempo estos seres se habían enamorado de mujeres humanas, hijas de hombres.
—No perdamos tiempo, te lo ruego —contestó ella—. Llévame enseguida ante el Regente. Me espera.
Desconciértalos, se dijo la señora Coulter, hazlos dudar. Dado que el ángel no sabía qué hacer, ella se lo dijo. Lo siguió durante unos minutos a través de aquellas confusas perspectivas de luz, hasta que llegaron a una antecámara. La señora Coulter no habría sabido decir cómo entraron, pero el caso es que estaban allí. De pronto se abrió ante ellos un panel semejante a una puerta.
Su daimonion le clavó sus afiladas garras en el antebrazo, y ella le agarró del pelo para tranquilizarse.
Ante ellos aparecía un ser luminoso. A la señora Coulter le pareció que tenía la forma de un hombre, la estatura de un hombre, pero la luz la deslumbraba y no pudo verlo con claridad. El mono dorado ocultó el rostro en el hombro de su dueña, y ella alzó el brazo para escudarse los ojos.
—¿Dónde está la niña? —inquirió Metatron—. ¿Dónde está su hija?
—Eso es lo que he venido a explicaros, mi señor Regente —respondió ella.
—Si la tuviera en su poder, me la habría traído.
—En efecto, pero tengo a su daimonion.
—¿Cómo es posible?
—Os juro, Metatron, que tengo a su daimonion en mi poder. Ocultaos un poco, os lo ruego, estoy deslumbrada…
Metatron corrió un velo de nube ante él. Era como contemplar el sol a través de un cristal ahumado. Aunque la señora Coulter podía verlo con mayor nitidez, siguió fingiendo que su rostro le deslumbraba. Su aspecto era el de un hombre de mediana edad, alto, poderoso, autoritario. ¿Iba vestido? ¿Tenía alas? No lo sabía, pues estaba fascinada por la fuerza de sus ojos y no veía nada más.
—Escuchadme, Metatron, os lo suplico. Acabo de entrevistarme con lord Asriel. Tiene en su poder al daimonion de la niña, y sabe que ésta no tardará en ir en su busca.
—¿Qué pretende hacer con la niña?
—Impedir que caiga en vuestras manos hasta que cumpla la mayoría de edad. Asriel no sabe que he venido aquí, y tengo que regresar enseguida junto a él. Os juro que es cierto lo que os digo. Miradme, gran Regente, porque yo apenas os veo. Miradme con claridad y decidme lo que veis.
El príncipe de los ángeles la miró, sometiéndola al escrutinio más implacable que Marisa Coulter había soportado jamás. Sus ojos la despojaron de todos sus ropajes de artificio bajo los que se refugiaba y su cuerpo y su espíritu, junto con su daimonion, quedaron desnudos bajo la feroz mirada de Metatron.
Ella sabía que su naturaleza tendría que responder por ella, y le aterrorizaba que lo que él viera en ella no le satisficiera. Lyra había mentido a Iofur Raknison con sus palabras: su madre mentía ahora con toda su vida.
—Sí, ya veo —respondió Metatron.
—¿Qué veis?
—Corrupción, envidia, ambición de poder. Crueldad y frialdad. Una curiosidad malsana. Malicia pura, venenosa, tóxica. Jamás, desde que era niña, ha mostrado el menor rasgo de comprensión, misericordia o bondad sin calcular los beneficios que le reportaría. Ha torturado y matado sin vacilar y sin piedad; ha traicionado, intrigado y alardeado de sus fechorías. Es usted un pozo de corrupción moral.
Aquella voz, que había emitido un juicio tan implacable, conmocionó a la señora Coulter. Sabía lo que se le venía encima, y estaba asustada. Pero al mismo tiempo estaba impaciente por que ocurriera, y tras oír de labios de Metatron el juicio que le merecía, experimentó una sensación de triunfo.
—Como veis —dijo la señora Coulter aproximándose un poco—, soy capaz de traicionar con toda facilidad. Puedo conduciros al lugar donde Asriel ha ocultado al daimonion de mi hija, podréis destruir a Asriel y la niña caerá en vuestras manos.
La señora Coulter notó el movimiento del vapor en torno suyo, que confundió sus sentidos. Las siguientes palabras de Metatron se clavaron en su carne como dardos de hielo perfumado.
—Cuando era un hombre —dijo—, tuve muchas esposas, pero ninguna tan hermosa como usted.
—¿Cuándo fue usted un hombre?
—Cuando era un hombre me conocían como Enoc, hijo de Yáred, hijo de Mahalael, hijo de Kainam, hijo de Enós, hijo de Set, hijo de Adán. Viví en la Tierra durante sesenta y cinco años, hasta que la Autoridad me llevó a su Reino.
—Y tuvisteis muchas esposas.
—Y me deleitaba con su carne. No me sorprendió que los hijos del cielo se enamoraran de las hijas de la Tierra, e intercedí por ellos ante la Autoridad. Pero estaba decidido a destruirlos, y me obligó a profetizar su condenación.
—Y no habéis conocido esposa desde hace miles de años…
—He sido el Regente del Reino.
—¿No creéis que ha llegado el momento de que toméis una esposa?
En ese momento la señora Coulter se sintió muy vulnerable y expuesta al peligro. Pero confiaba en su carne y en la extraña revelación que había averiguado sobre los ángeles, sobre todo los ángeles que antiguamente habían sido humanos: como no poseían carne, la codiciaban y ansiaban tener contacto con ella. Metatron estaba muy cerca de ella, lo suficiente para percibir el perfume de su pelo y admirar la textura de su piel, para acariciarla con sus manos ardientes…
De pronto se oyó un extraño sonido, como el rumor y el crepitar que uno percibe antes de darse cuenta de que su casa se ha incendiado.
—Dígame qué hace lord Asriel y dónde se encuentra —dijo Metatron.
—Ahora mismo puedo llevaros a él —respondió la señora Coulter.
Los ángeles que portaban el palanquín abandonaron la montaña nublada y echaron a volar hacia el sur. Metatron les había ordenado que condujeran a la Autoridad a un lugar seguro, lejos del campo de batalla, porque quería mantenerlo vivo durante un tiempo; pero en lugar de asignarle una guardia compuesta por soldados de varios regimientos, lo cual habría llamado la atención del enemigo, Metatron había confiado en la oscuridad de la tormenta, calculando que en estas circunstancias un reducido número de guardias sería más seguro que un grupo numeroso.
Y así habría sido de no ser porque el azar quiso que un espectro de acantilado que devoraba a un guerrero medio muerto alzara la vista en el preciso momento en que un reflector arrancó unos destellos al cristal del palanquín.
Aquello despertó un recuerdo en la memoria del espectro de acantilado. Éste se detuvo, sosteniendo en una mano el hígado caliente del guerrero, y cuando su hermano lo apartó de un empellón evocó la imagen de un zorro polar charlatán.
De inmediato desplegó sus correosas alas y alzó el vuelo, seguido por el resto de la tropa.
Xaphania y sus ángeles habían explorado diligentemente los alrededores durante toda la noche y parte de la mañana, hasta hallar por fin una minúscula grieta en la ladera al sur de la fortaleza que la víspera no estaba allí. La habían examinado y agrandado, y en aquellos momentos lord Asriel descendía a través de una serie de cavernas y túneles que discurrían bajo la fortaleza.
No estaba totalmente a oscuras, como él había pensado. Había una tenue fuente de luz, semejante a un riachuelo formado por billones de diminutas partículas que relucían débilmente y que fluían a través del túnel como un río de luz.
—Polvo —declaró lord Asriel a su daimonion.
Nunca lo había visto con sus propios ojos, y jamás había imaginado tal cúmulo de Polvo. Siguió avanzando hasta que de repente el túnel desembocó en un espacio abierto y se encontró sobre una gigantesca caverna: una cavidad lo bastante grande para contener una docena de catedrales. No había suelo, sino que los lados descendían vertiginosamente hacia el borde de un inmenso pozo situado varios metros más abajo, y más tenebroso que la propia oscuridad. El Polvo se derramaba de forma incesante en el pozo; sus billones de partículas semejaban estrellas de todas las galaxias del cielo, y cada una de ellas constituía un pequeño fragmento de pensamiento consciente. La luz era tan pobre que apenas se veía nada.
Lord Asriel descendió con su daimonion hacia el abismo. Mientras descendían vislumbraron lo que ocurría en el otro lado del tenebroso abismo, centenares de metros más abajo de donde se encontraban. Lord Asriel creyó detectar un movimiento, y al descender otro trecho lo vio con nitidez: un cortejo de pálidas figuras que avanzaba por una peligrosa pendiente formado por hombres, mujeres, niños, seres de todas las clases que él había visto, y muchas que ni siquiera conocía. Estaban tan preocupados en mantener el equilibrio que ni siquiera se fijaron en él. A lord Asriel se le pusieron los pelos de punta al percatarse de que eran fantasmas.
—Lyra ha estado aquí —dijo en voz baja a la onza.
—Ándate con cuidado —fue lo único que ésta le respondió.
Will y Lyra, empapados hasta los huesos, tiritando, padeciendo unos dolores indecibles, avanzaban a ciegas a través del lodo, las rocas y unas zanjas por las cuales fluían unos sanguinolentos arroyos alimentados por la tormenta. Lyra temía que lady Salmakia se estuviera muriendo: no había pronunciado una palabra desde hacía varios minutos y yacía postrada e inerte en la mano de la niña.
Cuando se refugiaron en el cauce de un río cuyas aguas al menos estaban limpias, se llevaron unos puñados a la boca para saciar la sed. Will observó que Tialys se reanimaba.
—Oigo los cascos de unos caballos que se acercan, Will —dijo—. Lord Asriel no tiene caballería, así que debe de ser el enemigo. Debemos atravesar el río y ocultarnos. He visto unos arbustos allí.
—Vamos —dijo Will a Lyra.
Atravesaron las gélidas aguas del arroyo y se encaramaron en la orilla opuesta de la zanja poco antes de que aparecieran los jinetes. Éstos bajaron precipitadamente la cuesta y se acercaron a beber: no parecía un regimiento de caballería, sino que se trataba de unos seres de carne cubiertos con un pelaje corto como sus monturas. No portaban ropas ni arneses, pero iban armados con tridentes, redes y cimitarras.
Will y Lyra no se detuvieron para contemplarlos. Continuaron avanzando agachados por el accidentado terreno, tratando de pasar inadvertidos.
Pero tenían que mantener los ojos fijos en el suelo para ver por dónde pisaban y evitar torcerse un tobillo o algo peor. De pronto estalló un trueno y los niños echaron a correr, por lo que no oyeron los alaridos y gruñidos de los espectros de acantilado hasta que se toparon con ellos.
Las criaturas estaban arracimadas alrededor de algo que yacía en el lodo: un objeto algo más alto que ellos, tumbado de costado, parecido a una enorme jaula con paredes de cristal.
Antes de que Will y Lyra pudieran detenerse y echar a correr en sentido contrario, aterrizaron en medio de la banda de espectros.