MUCHAS VECES
ME HE
ENAMORADO
DE LA PLACENTERA
MUERTE…
JOHN KEATS
Despierta, Marisa —dijo lord Asriel—. Vamos a aterrizar.
Un ventoso amanecer rompía sobre la fortaleza de basalto cuando el artefacto intencional se aproximaba a ella desde el sur. La señora Coulter, dolorida y mareada, abrió los ojos; no había dormido. Vio al ángel Xaphania deslizarse sobre la pista de aterrizaje y echarse a volar hacia la torre mientras el aparato se dirigía hacia los baluartes. Tan pronto como el aparato hubo aterrizado, lord Asriel descendió de él y corrió a reunirse con el rey Ogunwe en la atalaya occidental, sin hacer caso de la señora Coulter. Los técnicos que acudieron de inmediato para revisar la aeronave tampoco le prestaron atención; nadie le preguntó sobre la pérdida de la nave que ella había robado; era como si se hubiera vuelto invisible. La señora Coulter se dirigió cabizbaja hacia la habitación, en la torre inexpugnable, donde un ordenanza le preguntó si quería algo de comida y café.
—Tráigame lo que tenga —dijo la señora Coulter—. Se lo agradezco. A propósito —añadió cuando el hombre se disponía a marchar—: El aletiometrista de lord Asriel, el señor…
—¿El señor Basilides?
—Sí. ¿Podría venir un momento?
—En estos momentos está ocupado con sus libros, señora. Le diré que se acerque un momento cuando haya terminado.
La señora Coulter se lavó y se puso la única camisa limpia que le quedaba. El helado viento batía contra las ventanas, y la grisácea luz matutina le hizo estremecerse. Echó más carbones en la estufa de hierro, confiando en que con el fuego dejaría de tiritar, pero el frío le había calado los huesos.
Diez minutos más tarde sonaron unos golpes en la puerta. El aletiometrista, un hombre pálido y de ojos oscuros, entró con su daimonion ruiseñor posado en el hombro y saludó a la señora Coulter con una reverencia. Un momento después apareció un ordenanza con una bandeja con pan, queso y café.
—Le agradezco que haya venido, señor Basilides —dijo la señora Coulter—. ¿Le apetece tomar algo?
—Café, gracias.
—Tenga la bondad de decirme qué ha sido de mi hija —prosiguió la señora Coulter después de servir el café—, porque estoy segura de que está enterado de lo sucedido. ¿Vive todavía?
El aletiometrista dudó unos instantes. El mono dorado aferró el brazo de la señora Coulter.
—Sí, está viva —respondió el señor Basilides midiendo sus palabras—, pero…
—Continúe, se lo ruego. ¿Qué iba a decir?
—Se encuentra en el mundo de los muertos. Durante un tiempo no logré interpretar lo que me comunicaba el instrumento. Era del todo imposible. Pero no cabe la menor duda. Ella y el niño han ido al mundo de los muertos y han abierto una vía de salida para que los fantasmas lo abandonen. En cuanto los muertos salen al aire libre se disuelven como hicieron sus daimonions, lo cual no deja de ser el fin más dulce y deseable para ellos. El aletiómetro me ha indicado que la niña lo hizo porque oyó una profecía según la cual la muerte llegaría a su fin, y creyó que esa misión le correspondía a ella. En resumen, que ahora ya existe la forma de abandonar el mundo de los muertos.
La señora Coulter no podía articular palabra, y se acercó a la ventana para ocultar la emoción que reflejaba su rostro.
—¿Saldrá mi hija de allí con vida? No, ya sé que no puede predecir eso. Pero… ¿Cómo está?
—Sufre, tiene dolores, está asustada. Pero cuenta con la compañía del niño y de los dos espías gallivespianos. Siguen juntos.
—¿Y la bomba?
—La bomba no la hirió.
De pronto la señora Coulter se sintió agotada. Lo único que quería era acostarse y dormir durante meses, años. Oía los chasquidos de la cuerda de la bandera, sacudida por el viento, y los graznidos de los cuervos, que revoloteaban sobre los baluartes.
—Gracias, señor Basilides —dijo la señora Coulter volviéndose hacia el aletiometrista—. Le estoy muy agradecida. Tenga la bondad de informarme de cualquier novedad sobre mi hija, de dónde se encuentra y qué hace.
El hombre hizo una reverencia y se marchó. La señora Coulter se tendió en el camastro, pero por más que lo intentó no consiguió mantener los ojos cerrados.
—¿Qué le parece eso, majestad? —preguntó lord Asriel.
Miraba a través del telescopio de la atalaya una cosa que había aparecido en poniente. Tenía el aspecto de una montaña suspendida en el cielo, a un palmo del horizonte, cubierta por una nube. Estaba muy lejos, tanto que no era mayor que la uña del pulgar vista a la distancia de un brazo. Pero hacía poco que había aparecido y permanecía completamente inmóvil.
A través del telescopio, el misterioso objeto parecía más cercano, pero no más detallado: una nube sigue semejando una nube por más que un telescopio amplíe su tamaño.
—La montaña nublada —dijo Ogunwe—. O… ¿Cómo lo llaman? ¿La Carroza?
—Cuyas riendas empuña el Regente. Se ha ocultado bien, ese Metatron. Las escrituras apócrifas lo mencionan. Antiguamente era un hombre llamado Enoc, hijo de Yáred, separado de Adán por seis generaciones. Y ahora gobierna el Reino. Y se propone hacer más que eso, a juzgar por lo que dijo el ángel que hallaron junto al lago de azufre, el que penetró en la montaña nublada para espiar. Si Metatron gana esta batalla, intervendrá de forma directa en la vida de los humanos. Imagínese, Ogunwe, una Inquisición permanente, peor de lo que cualquier Tribunal Consistorial de Disciplina pudiera concebir, manejada por espías y traidores en todos los mundos y dirigida personalmente por la inteligencia que mantiene la montaña suspendida en el aire… Al menos la antigua Autoridad tuvo la elegancia de retirarse, dejando el trabajo sucio de quemar herejes y ahorcar a las brujas en manos de sus sacerdotes. La nueva Autoridad será infinitamente peor.
—Y ha empezado por invadir la república —comentó Ogunwe—. Fíjese en eso. ¿Es humo?
De la montaña nublada brotaba una columna grisácea que se fue extendiendo lentamente, tiznando el límpido cielo azul. Pero no podía ser humo pues se deslizaba contra el viento que agitaba las nubes.
El rey se acercó los prismáticos a los ojos para ver de qué se trataba.
—Son ángeles —dijo.
Lord Asriel se apartó del telescopio, enderezándose y escudándose los ojos con la mano. Las minúsculas figuras aparecían a centenares, a miles, a decenas de miles, surcando el aire hasta ensombrecer la mitad del cielo. Lord Asriel había visto las bandadas compuestas por billones de estorninos azules que revoloteaban al atardecer en torno al palacio del emperador K’ang-Po, pero jamás había visto semejante multitud. Los seres alados se agruparon y luego se alejaron muy lentamente hacia el norte y el sur.
—¡Ah! ¿Y eso qué es? —preguntó lord Asriel—. No es el viento.
La nube se arremolinó sobre el flanco meridional de la montaña y comenzó a soplar un poderoso viento del que brotaban unas largas serpentinas de vapor. Pero lord Asriel estaba en lo cierto: el movimiento procedía del interior, no del exterior. La turbulenta nube se deslizó a través del cielo, y luego se separó durante unos segundos.
Allí había algo más que una montaña, pero sólo pudieron verlo durante un instante, pues la nube se deslizó de nuevo hacia atrás, como si tirara de ella una mano invisible, y lo ocultó de nuevo.
El rey Ogunwe dejó los prismáticos.
—Eso no es una montaña —dijo—. He visto emplazamientos de cañones…
—Yo también. Todo eso es muy complicado. Me pregunto si Metatron podrá ver a través de la montaña. En algunos mundos disponen de unos aparatos para hacerlo. Pero por lo que se refiere a su ejército, si sólo cuenta con esos ángeles…
El rey lanzó una exclamación de asombro y exasperación. Lord Asriel le sujetó del brazo con violencia.
—¡No tienen esto! —dijo zarandeando violentamente el brazo de Ogunwe—. ¡No tienen carne!
Luego apoyó la mano en la áspera mejilla de su amigo.
—Aunque seamos pocos —prosiguió—, y vivamos pocos años, y tengamos la vista débil en comparación con ellos, somos más fuertes. ¡Ellos nos envidian, Ogunwe! Eso es lo que alimenta su odio, estoy convencido de ello. ¡Ansían nuestros preciados cuerpos, sólidos y poderosos, perfectamente adaptados a la buena tierra! Y si les atacamos con empuje y determinación, lograremos eliminar esa infinita cantidad de seres como quien elimina un mosquito de un manotazo. ¡No son más poderosos que nosotros!
—Tienen aliados en miles de mundos, Asriel, unos seres vivos como nosotros.
—Los venceremos.
—¿Y si Metatron ha enviado a esos ángeles en busca de su hija?
—¡Mi hija! —exclamó Asriel exultante—. ¿No es maravilloso traer al mundo a una niña como ésa? No contenta con ir sola a entrevistarse con el rey de los osos acorazados y arrebatarle su reino de las patas, ha descendido al mundo de los muertos y ha liberado a todos los fantasmas. Y ese chico… Quiero conocerlo, estrecharle la mano. ¿Sabíamos lo que se nos venía encima cuando iniciamos esta rebelión? ¡No! ¿Pero acaso sabían ellos, la Autoridad y su Regente, Metatron, lo que se les venía encima cuando mi hija se incorporó a ella?
—Lord Asriel —dijo el rey—, ¿comprende usted la importancia del futuro de su hija?
—Francamente, no. Por eso quiero ver a Basilides. ¿Adónde ha ido?
—A hablar con la señora Coulter. Pero ese hombre está rendido, no puede hacer nada hasta que haya descansado.
—Debió descansar antes. Mande que venga, haga el favor. Y otra cosa: tenga la bondad de pedir a madame Oxentiel que acuda a la torre tan pronto como pueda. Deseo presentarle mis condolencias.
Madame Oxentiel había sido la subjefe de los gallivespianos. Ahora tendría que asumir las responsabilidades de lord Roke. El rey Ogunwe hizo una inclinación y se marchó, dejando a su comandante escrutando el horizonte gris.
El ejército se estuvo agrupando a lo largo de todo el día. Los ángeles de la fuerza de lord Asriel volaron sobre la montaña nublada, buscando una abertura, pero sin éxito. Nada cambió; ni salían ni entraban ángeles; las altas ventanas rozaban las nubes, y las nubes se renovaban continuamente, sin separarse ni un instante. El sol surcó el frío cielo azul y luego se desplazó hacia el suroeste, dorando las nubes y tiñendo el vapor que rodeaba la montaña de una tonalidad cremosa y escarlata, albaricoque y naranja. Cuando el sol se puso, del interior de las nubes surgió un leve resplandor.
Acudieron guerreros de todos los mundos en los que la rebelión de lord Asriel contaba con partidarios; mecánicos y artificieros llenaban los depósitos de combustible de las aeronaves, cargaban el armamento, calibraban miras y medidas. Al anochecer aparecieron unos oportunos refuerzos: desde el norte, avanzando en silencio sobre el gélido terreno, llegaron por separado numerosos osos acorazados, entre los que se encontraba su rey. Poco después llegó el primero de los clanes de brujas; el murmullo del aire a través de sus ramas de pino permaneció suspendido en el cielo nocturno durante largo tiempo.
A lo largo de la planicie, al sur de la fortaleza, relucían miles de luces que marcaban los campamentos de los que habían llegado de lejos. Más allá, en las cuatro esquinas del compás, unos grupos de ángeles-espías patrullaban infatigables, vigilantes.
A medianoche lord Asriel se hallaba reunido en la torre inexpugnable con el rey Ogunwe, el ángel Xaphania, la gallivespiana madame Oxentiel y Teukros Basilides. El aletiometrista acababa de hablar, y lord Asriel se levantó, se acercó a la ventana y contempló el lejano resplandor de la montaña nublada que se alzaba por poniente. Los demás guardaron silencio; acababan de enterarse de algo que había hecho palidecer y temblar a lord Asriel. Ninguno sabía cómo reaccionar ante la noticia.
Por fin lord Asriel rompió el silencio.
—Señor Basilides —dijo—, debe de estar muy fatigado. Le agradezco sus esfuerzos. Beba una copa de vino con nosotros.
—Gracias, milord —respondió el aletiometrista.
Las manos le temblaban. El rey Ogunwe sirvió el dorado Tokay y le entregó una copa.
—¿Qué repercusiones tendrá esto, lord Asriel? —inquirió madame Oxentiel con voz clara.
Lord Asriel se sentó de nuevo a la mesa.
—Cuando comience la batalla —contestó—, tendremos un nuevo objetivo. Mi hija y ese niño han sido separados de sus daimonions, pero han conseguido sobrevivir. Sus daimonions se encuentran en este mundo, en un lugar que desconocemos, corríjame si me equivoco, señor Basilides, sus daimonions se hallan en este mundo y Metatron está empeñado en capturarlos. Si atrapa a los daimonions de los niños, no tardará en capturarlos a ellos; y si consigue controlar a esos dos niños, mantendrá para siempre el futuro en sus manos. Nuestra misión es clara: debemos hallar a los daimonions antes de que lo haga él, y mantenerlos a buen recaudo hasta que la niña y el niño se reúnan con ellos.
—¿Qué aspecto tienen esos dos daimonions que se han perdido? —preguntó la jefe de los gallivespianos.
—Aún no poseen una forma fija, madame —respondió Teukros Basilides—. Pueden presentar cualquier forma.
—En resumidas cuentas —dijo lord Asriel—: nuestra república, el futuro de cada ser consciente, todos nosotros dependemos de que mi hija permanezca viva y de que su daimonion y el del niño no caigan en manos de Metatron, ¿no es así?
—En efecto.
Lord Asriel suspiró satisfecho; tenía la impresión de que había llegado al fin de un largo y complejo cálculo y de que había alcanzado una respuesta que, curiosamente, tenía sentido.
—Muy bien —dijo, extendiendo las manos sobre la mesa—. Esto es lo que haremos cuando comience la batalla. Rey Ogunwe, usted asumirá el mando de todos los ejércitos que defiendan la fortaleza. Usted, madame Oxentiel, enviará de inmediato a sus gentes a explorar todos los rincones en busca de la niña, el niño y los dos daimonions. Cuando los encuentren, deberán custodiarlos con sus vidas hasta que los niños y sus daimonions vuelvan a reunirse. A partir de entonces, según tengo entendido, el niño podrá escapar a otro mundo y ponerse a salvo.
La dama asintió con la cabeza. La luz de la lámpara arrancaba destellos a su pelo crespo y gris, que relucía como el acero inoxidable, y el halcón azul que ella había heredado de lord Roke, y que estaba posado en una percha junto a la puerta, extendió un instante las alas.
—Bien, Xaphania —continuó lord Asriel—. ¿Qué sabes de ese Metatron? Antiguamente era un hombre. ¿Aún posee la fuerza física de un ser humano?
—Se convirtió en un personaje importante mucho después de que me exiliaran —contestó el ángel—. Nunca le he visto de cerca. Pero él no habría conseguido dominar el Reino a menos que fuera muy fuerte, en todos los aspectos. Casi todos los ángeles evitan un enfrentamiento cuerpo a cuerpo con él; Metatron disfrutaría con el combate y ganaría.
Ogunwe intuyó que a lord Asriel se le había ocurrido una idea. Durante unos instantes parecía distraído, con la mirada ausente, pero enseguida reaccionó con vivacidad.
—Entiendo —dijo—. Xaphania, el señor Basilides nos ha dicho por fin que su bomba no sólo abrió un abismo debajo de los mundos, sino que quebró la estructura de las cosas tan profundamente que hay grietas y fisuras por doquier. Debe de existir algún camino cerca de allí para descender al borde de ese abismo. Quiero que lo localices.
—¿Y usted qué hará? —inquirió el rey Ogunwe con brusquedad.
—Destruir a Metatron. Pero mi papel prácticamente ha concluido. Es mi hija quien ha de vivir, y nuestro deber es mantener a todas las fuerzas del Reino alejadas de ella para que consiga trasladarse a un mundo más seguro, ella, ese niño y sus respectivos daimonions.
—¿Y la señora Coulter? —preguntó el rey.
Lord Asriel se pasó una mano por la frente.
—No quiero que la molesten —contestó—. Déjenla en paz, y protéjanla si pueden. Aunque… Quizá cometa una injusticia con ella. A pesar de lo que haya hecho, nunca ha dejado de sorprenderme. Pero todos sabemos lo que debemos hacer, y por qué: debemos proteger a Lyra hasta que encuentre a su daimonion y huya. Tal vez nuestra república se creó con el solo propósito de ayudarla a conseguirlo. Bien, pues nosotros haremos cuanto podamos en ese sentido.
La señora Coulter yacía en la cama de lord Asriel. Al oír voces en la habitación contigua, se despertó en el acto de su agitado sueño, inquieta y ansiosa de recuperar a su hija.
Su daimonion se incorporó junto a ella, pero la señora Coulter no quería acercarse a la puerta; más que lo que dijeran deseaba oír la voz de lord Asriel. Creía que ambos estaban condenados. Que todos ellos estaban condenados.
Al cabo de un rato oyó cerrarse la puerta en la otra habitación y se levantó de la cama.
—Asriel —dijo la señora Coulter al entrar en la estancia iluminada por la cálida luz de queroseno.
El daimonion de lord Asriel gruñó quedamente. El mono dorado agachó la cabeza para apuntar a la señora Coulter lo que debía decir. Lord Asriel estaba enrollando un enorme mapa, y no se volvió.
—¿Qué será de todos nosotros, Asriel? —preguntó ella, sentándose.
Lord Asriel se restregó los ojos con las manos. En su rostro se observaban huellas de cansancio. Se sentó y apoyó un codo en la mesa. Los daimonions estaban callados: el mono posado en el respaldo de la silla, la onza sentada muy tiesa y alerta junto a lord Asriel, observando a la señora Coulter sin pestañear.
—¿No lo has oído? —contestó él.
—No podía dormir, pero no estaba atenta. ¿Dónde está Lyra? ¿Lo sabe alguien?
—No.
Lord Asriel no había respondido a la primera pregunta de la señora Coulter, y ésta comprendió que no pensaba hacerlo.
—Debimos casarnos y criarla nosotros —dijo la señora Coulter.
El inesperado comentario hizo pestañear a lord Asriel. Su daimonion soltó un gruñido sofocado y casi inaudible y se sentó con las patas extendidas frente a él, como una esfinge, sin decir palabra.
—No soporto la idea de perder la conciencia, Asriel —continuó la señora Coulter—. Cualquier cosa es preferible antes que eso. Yo creía que el dolor era lo peor que podía existir, que te torturen continuamente… Pero mientras uno permanezca consciente es preferible, ¿no crees? Es preferible a no sentir nada, a desvanecerte en la oscuridad, a que todo se apague para siempre.
Lord Asriel se limitaba a prestar oídos. La miraba fijamente, escuchando con profunda atención; no era necesario responder.
—El otro día —prosiguió—, cuando hablaste de ella con tanta amargura… Creí que la odiabas. Comprendo que me odies a mí. Yo no te he odiado nunca, pero puedo comprender que me odies. Pero no comprendo por qué odias a Lyra.
Lord Asriel volvió la cabeza lentamente y miró a sus espaldas.
—Recuerdo que dijiste algo extraño, en Svalbard, en la cima de la montaña, poco antes de abandonar nuestro mundo para siempre —prosiguió la señora Coulter—. Dijiste: ven conmigo y destruiremos para siempre al Polvo. ¿Lo recuerdas? Pero no fuiste sincero. Tu propósito era justamente lo contrario, ¿no es así? Ahora lo comprendo. ¿Por qué no me explicaste lo que pretendías en realidad? ¿Por qué no me dijiste que tratabas de preservar al Polvo? Pudiste decirme la verdad.
—Quería que vinieras conmigo y te unieras a esta empresa —respondió lord Asriel con voz ronca y queda—, y creí que preferirías que te mintiera.
—Sí, eso supuse —dijo ella.
No podía permanecer quieta, pero no tenía fuerzas para levantarse. Durante unos momentos se sintió mareada, la cabeza le daba vueltas, percibía los sonidos amortiguados, la luz mitigada, pero casi de inmediato recuperó los sentidos, incluso con mayor intensidad que antes. La situación no había cambiado en lo más mínimo.
—Asriel… —murmuró.
El mono dorado alargó una mano como para tocar la pata de la onza. El hombre observó sin decir palabra y Stelmaria no se movió; tenía los ojos fijos en la señora Coulter.
—¡Ay, Asriel! ¿Qué será de nosotros? —repitió la señora Coulter—. ¿Es éste el fin de todo?
Él no respondió.
La señora Coulter se levantó, y moviéndose como si estuviera en trance tomó la mochila que yacía en un rincón de la estancia y sacó la pistola. Imposible saber lo que hubiera hecho a continuación, porque en aquel preciso momento se oyeron unos pasos que subían apresuradamente la escalera.
El hombre, la mujer y los dos daimonions se volvieron para mirar al anciano ordenanza que acababa de entrar.
—Disculpad, milord —dijo resollando—. Los dos daimonions… Los han visto no lejos de la puerta oriental… en forma de gatos… El centinela trató de hablar con ellos, de hacerles entrar, pero ellos se negaron a acercarse. Acaba de ocurrir, hace tan sólo un minuto.
Lord Asriel se enderezó en la silla, como hipnotizado. Todas las señales de fatiga desaparecieron de su rostro. Se levantó de un salto. Se echó el abrigo sobre los hombros y dijo al ordenanza:
—Comunícaselo de inmediato a madame Oxentiel. Y transmite la orden siguiente: nadie debe amenazar, atemorizar ni coaccionar a los daimonions bajo ninguna circunstancia. Cualquiera que los vea, en primer lugar deberá…
La señora Coulter no oyó el resto de la frase, porque lord Asriel echó a correr escaleras abajo. Cuando sus precipitados pasos se desvanecieron, sólo se oyó el tenue silbido de la lámpara de queroseno y el ulular del furioso viento que soplaba fuera.
La señora Coulter cruzó una mirada con su daimonion. La expresión del mono dorado era más sutil y compleja de lo que había sido en los treinta y cinco años de existencia que llevaban juntos.
—De acuerdo —dijo la señora Coulter—. No veo otra solución. Creo… creo que nosotros…
El daimonion comprendió en el acto a qué se refería. Saltó sobre su pecho y ambos se abrazaron. Luego la señora Coulter tomó su abrigo forrado de piel, salió sigilosamente de la estancia y bajó por la oscura escalera.