MI ALMA SE
DESLIZA ENTRE LAS RAMAS, EN LAS QUE SE POSA COMO UN PÁJARO
Y CANTA, SE AFILA LAS UÑAS Y SE PEINA SUS ALAS PLATEADAS…
ANDREW MARVELL
Los mulefa empezaron a construir la plataforma para Mary trabajando con rapidez y eficacia. Ella disfrutaba observándolos, porque eran capaces de discutir sin pelearse y cooperar sin inmiscuirse en el trabajo de los otros, y porque sus técnicas de partir, cortar y ensamblar madera eran elegantes y hábiles.
A los dos días, la plataforma de observación estuvo diseñada, construida y colocada en su lugar. Era firme, espaciosa y cómoda, y cuando Mary se instaló en ella se sintió en cierto modo más dichosa de lo que jamás se había sentido, especialmente en el aspecto físico. La densa y verde vegetación, el intenso azul del cielo que asomaba entre las hojas, la brisa que refrescaba su piel y el suave perfume de las flores que la deleitaba cada vez que lo percibía, el murmullo de las hojas, el canto de centenares de pájaros y el lejano rumor de las olas en la playa… Todo ello arrullaba y halagaba sus sentidos, y si hubiera podido dejar de pensar, se habría sumido en un estado de absoluta dicha.
Pero se había instalado allí justamente para pensar.
Al principio, cuando Mary miró a través de su catalejo y vio el inexorable movimiento hacia fuera del sraf, las partículas de sombra, tuvo la sensación de que su felicidad y su esperanza se desvanecían con ellas. No hallaba explicación alguna para aquel fenómeno.
Los mulefa le habían dicho que los árboles llevaban cayéndose desde hacía trescientos años. Dado que las partículas de sombra pasaban a través de todos los mundos de forma semejante, Mary dedujo que lo mismo debía de suceder en su universo y en todos los demás. Hacía trescientos años que había sido fundada la Royal Society, la primera sociedad auténticamente científica que había sido inaugurada en su mundo. Newton comenzaba a hacer sus descubrimientos sobre la óptica y la gravitación. Hacía trescientos años, en el mundo de Lyra, alguien había inventado el aletiómetro.
Al mismo tiempo, en aquel extraño mundo a través del cual ella había llegado hasta allí, habían inventado la daga sutil.
Mary se recostó sobre los tablones, sintiendo que la plataforma se movía lentamente a medida que la brisa agitaba el gigantesco árbol en el que estaba instalada. Acercó el catalejo a su ojo y contempló la infinidad de diminutas chispas que se deslizaban a través de las hojas, pasando sobre las bocas abiertas de los capullos, a través de las gruesas ramas, desplazándose en el sentido contrario del viento, formando una lenta corriente que casi parecía moverse de modo consciente.
¿Qué había ocurrido hacía trescientos años? ¿Era la causa de la corriente de Polvo, o a la inversa? ¿Eran ambos los resultados de una causa totalmente distinta, o no tenía nada que ver una cosa con otra?
El movimiento de las partículas era fascinante. Mary pensó que sería fácil caer en un trance, dejando volar su imaginación junto con las partículas que se deslizaban a través del aire.
Antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, y debido a que tenía todos sus sentidos adormecidos, eso fue exactamente lo que ocurrió. Mary se despertó de pronto y se sintió presa del pánico al darse cuenta de que se hallaba fuera de su cuerpo. Se encontraba suspendida a escasos metros sobre la plataforma, entre las ramas. La corriente de Polvo había sufrido un cambio: en lugar del lento movimiento discurría a la velocidad de un caudaloso río. ¿Había adquirido velocidad, o simplemente el tiempo se movía a un ritmo distinto para ella desde que se encontraba fuera de su cuerpo? En cualquier caso, Mary se percató del terrible peligro que corría pues el inmenso torrente amenazaba con engullirla. Alargó los brazos para sujetarse a algo sólido, pero comprobó que no tenía brazos. No estaba conectada a nada. Se hallaba casi sobre aquel abominable precipicio, y su cuerpo se alejaba más y más, sumido en aquella perezosa modorra. Trató de gritar y despertarse, pero de su boca no salió sonido alguno. Su cuerpo seguía durmiendo mientras la parte de sí que observaba era arrastrada por la corriente a través de las frondosas copas de los árboles hacia el cielo abierto.
Por más que lo intentó no consiguió detener aquella fuerza que la arrastraba, suave y poderosa como el agua que se derrama de una presa. Las partículas de Polvo se deslizaban también como si cayeran desde un borde invisible. Arrastrando consigo su cuerpo.
Mary lanzó un salvavidas mental a su ser físico, tratando de evocar lo que sentía al hallarse dentro de él: todas las sensaciones que comportaba el hecho de estar viva. El tacto preciso de la suave trompa de su amiga Atal al acariciarle el cuello. El sabor de unos huevos con beicon. La triunfal tensión de sus músculos al escalar una empinada roca. El delicado baile de sus dedos sobre el teclado del ordenador. El aroma de café recién hecho. El calor de su lecho en una noche invernal. Poco a poco dejó de moverse. El salvavidas mental surtió efecto y sintió el peso y la fuerza de la corriente golpeándola mientras permanecía suspendida en el cielo.
De improviso ocurrió algo de lo más extraño. Poco a poco (a medida que reforzaba aquellas sensaciones-recuerdos añadiendo otras, saboreando un Margarita helado en California, sentada bajo unos limoneros en un restaurante de Lisboa, eliminando la escarcha del parabrisas de su coche), Mary sintió que el viento de Polvo remitía. La presión había cedido. Pero sólo sobre ella: a su alrededor, arriba y abajo, la gigantesca corriente seguía desplazándose a gran velocidad. De alguna forma se había producido en torno a Mary un pequeño espacio de quietud en el que las partículas se resistían a la corriente.
¡Eran conscientes! Sentían su ansiedad y respondían a ella. De pronto las partículas comenzaron a transportarla hacia su cuerpo, y cuando Mary estuvo lo bastante cerca para verlo de nuevo, sólido, cálido, seguro, un silencioso sollozo estremeció su corazón.
Seguidamente se introdujo de nuevo en su cuerpo y se despertó.
Mary exhaló un suspiro entrecortado y oprimió las manos y las piernas contra las toscas tablas de la plataforma. Tras haber perdido casi la razón, hacía escasos minutos, sintió que se apoderaba lentamente de ella una profunda sensación de dicha al tomar de nuevo contacto con su cuerpo, la tierra, la materia.
Por fin se incorporó, tratando de poner en orden sus pensamientos. Palpó las tablas hasta dar con el catalejo y se lo acercó al ojo, sosteniendo su temblorosa mano con la otra. No cabía la menor duda: el lento movimiento de la corriente a través del cielo había dado paso a un agitado torrente. No había nada que oír ni nada que sentir, y nada que ver sin el catalejo, pero después de apartarlo de su ojo, la sensación de aquella veloz y silenciosa inundación permaneció grabada en su mente, junto con algo de lo que no se había percatado debido al terror que había sentido al hallarse fuera de su cuerpo: la profunda e impotente insatisfacción que flotaba en el aire.
Las partículas de sombra sabían lo que ocurría, y se lamentaban de ello. Y ella misma era en parte materia de sombra. Un parte de sí estaba sometida a esa corriente que se movía a través del cosmos. Al igual que los mulefa, que todos los seres humanos en todos los mundos, y que todas las criaturas conscientes que existían.
Y a menos que ella descubriera lo que estaba ocurriendo, todos los seres, sin excepción, corrían el riesgo de ser arrastrados por aquella corriente hacia la nada.
De pronto Mary sintió unos enormes deseos de hallarse de nuevo sobre tierra firme. Guardó el catalejo en el bolsillo y emprendió el largo descenso hacia el suelo.
El padre Gómez traspuso la ventana cuando la luz crepuscular comenzaba a alargarse y hacerse más suave. Vio los gigantescos árboles de cápsulas-ruedas y las carreteras que serpenteaban a través de la pradera, como los había divisado Mary desde ese punto hacía un tiempo. Pero la atmósfera no estaba empañada por la niebla pues había llovido hacía poco y el sacerdote pudo ver más allá que Mary, concretamente el espejeo de un lejano mar y unas oscilantes siluetas blancas que podían ser velas.
El padre Gómez se echó la mochila a la espalda y se volvió hacia aquellas siluetas para ver si podía descubrir algo. Era agradable caminar en el largo y apacible atardecer por aquella carretera lisa, acompañado por el sonido que hacían entre la alta hierba unas criaturas semejantes a cigarras, y la caricia del sol de poniente en el rostro. El aire era fresco, límpido y dulce, desprovisto de aquellos nefastos humos de queroseno o de lo que fuera que impregnaban el aire de uno de los mundos por los que había atravesado: el mundo al que pertenecía su objetivo, la tentadora.
Al ponerse el sol, el sacerdote llegó a un pequeño promontorio junto a una bahía poco profunda. Si en aquel mar existían mareas debía de ser pleamar, porque sobre el agua sólo se veía una estrecha franja de arena blanca y suave.
En las mansas aguas de la bahía flotaba una docena o más de… El padre Gómez se detuvo para reflexionar. Una docena o más de inmensas aves blancas como la nieve, del tamaño de una barca de remos, provistas de unas alas largas y rectas que arrastraban sobre el agua: unas alas larguísimas, de dos metros de largo como mínimo. ¿Pero eran aves? Tenían unas plumas, una cabeza y un pico parecidos a los de los cisnes, pero sus alas estaban situadas una frente a otra, y todo parecía indicar… De pronto lo vieron. Volvieron la cabeza bruscamente y todas aquellas alas se alzaron simultáneamente, como las velas de un yate, y henchidas por el viento pusieron rumbo a la playa.
El padre Gómez se sintió impresionado por la belleza de aquellas alas-velas, por su flexibilidad, su perfecto diseño, y por la velocidad de aquellas aves. De pronto reparó en que avanzaban moviendo también las patas bajo el agua, unas patas larguísimas que no estaban situadas una frente a otra, como las alas, sino de lado, y al moverlas al mismo tiempo que las alas conseguían avanzar a través del agua con extraordinaria elegancia y velocidad.
Cuando la primera ave llegó a la orilla se dirigió directamente por la arena hacia el sacerdote. Mientras avanzaba por la orilla no cesaba de lanzar un perverso silbido y de mover la cabeza bruscamente hacia delante, abriendo y cerrando el pico. El pico tenía unos dientes parecidos a unos afilados garfios curvados hacia adentro.
El padre Gómez se hallaba a unos cuatrocientos metros de la orilla del mar, sobre un promontorio bajo cubierto de hierba, por lo que tuvo tiempo sobrado de depositar la mochila en el suelo, sacar el rifle, cargarlo, apuntar y disparar.
La cabeza del ave estalló en medio de una humareda roja y blanca y el animal avanzó unos pasos trastabillando antes de desplomarse. Tardó un par de minutos en morir. Agitaba sin cesar las patas en el aire, alzaba y bajaba las alas; toda la inmensa ave giraba sobre sí misma describiendo un círculo sangriento, soltando patadas a la áspera hierba, hasta que sus pulmones exhalaron una prolongada y burbujeante expiración rematada por un chorro rojo de tos. Luego se quedó inmóvil.
Las otras aves se pararon en cuanto vieron caer a su compañera, observando en silencio a ella y al hombre. Sus ojos traslucían una ágil y feroz inteligencia. Tras contemplar unos instantes a su compañera muerta, fijaron la vista en el rifle y luego en el rostro del padre Gómez.
Cuando éste se echó de nuevo el rifle al hombro, las aves retrocedieron con torpeza, agrupándose. Habían captado su intención.
Eran unas criaturas hermosas y fuertes, grandes, con el lomo amplio; parecían unas barcas vivientes. Si sabían lo que significaba la muerte, pensó el padre Gómez, y comprendían la relación entre la muerte y él, existía la base para un provechoso entendimiento entre ambos. Cuando hubieran aprendido realmente a temerlo, harían exactamente lo que él les ordenara.