25. SAINT-JEAN-LES-EAUX

UNA PULSERA DE

LUSTROSO PELO

ALREDEDOR DEL

HUESO…

JOHN DONNE

La catarata de Saint-Jean-les-Eaux se precipitaba entre unas cumbres rocosas en las estribaciones orientales de los Alpes, y la planta generadora se hallaba instalada en la ladera de la montaña que se alzaba sobre éstas. Era una región remota, desolada y degradada y a nadie se le habría ocurrido construir allí nada de no ser por la perspectiva de poner en funcionamiento unos inmensos generadores ambáricos accionados por la potencia de miles de toneladas de agua que discurrían a través del desfiladero.

Era la noche siguiente al arresto de la señora Coulter, y hacía un tiempo tormentoso. Un zepelín se detuvo cerca de la roca cortada a pico de la central generadora y permaneció suspendido en el aire, sacudido por el viento. Parecía como si estuviera posado sobre varias patas de luz, debido a los faros situados debajo del aparato, y que fuera descendiendo pausadamente para aterrizar.

Pero el piloto no estaba satisfecho; el viento formaba unos remolinos y unas contracorrientes en los bordes de la montaña. Los cables, los postes y los transformadores estaban además demasiado cerca, y tratar de pasar entre ellos, en un zepelín cargado de gas inflamable, habría sido mortal. El granizo, que caía sesgado, batía sobre la rígida carlinga del aparato, haciendo un ruido que casi lograba sofocar el estruendoso rugido de los potentes motores e impedía ver el suelo.

—¡Aquí es imposible! —gritó el piloto.

El padre MacPhail no quitó ojo al piloto mientras éste accionaba la palanca hacia delante y ajustaba la compensación de los motores. El zepelín remontó el vuelo bruscamente y se desplazó sobre la cima de la montaña. Las patas de luz se alargaron de repente, como tratando de alcanzar un lugar donde posarse, mientras sus extremos inferiores permanecían ocultos entre el remolino de lluvia y granizo.

—¿No puede aproximarse más a la planta generadora? —preguntó el presidente, inclinándose hacia delante para que el piloto pudiera oírle.

—No si quieren aterrizar —respondió el piloto.

—Sí, queremos aterrizar. De acuerdo, aterrice más abajo del cerro.

El piloto ordenó a la tripulación que se preparara para aterrizar. Puesto que el equipo que iban a descargar era tan pesado como delicado, era fundamental que la nave tomara tierra suavemente. El presidente apoyó la espalda en el asiento, tamborileando con los dedos sobre el brazo del mismo y mordiéndose los labios, pero sin decir palabra y dejando que el piloto realizara tranquilamente su trabajo.

Lord Roke observaba desde su escondite en los tabiques transversales situados al fondo de la cabina. Durante el vuelo, su diminuta y escurridiza forma había pasado varias veces detrás de la tela metálica, claramente visible para cualquiera que hubiera vuelto la cabeza en aquel momento. Pero para enterarse de lo que ocurría, había tenido que situarse en un lugar donde podían descubrir su presencia. Era un riesgo inevitable.

El pequeño espía avanzó un poco, aguzando el oído para escuchar entre el rugido de los motores, el estruendo del granizo y la lluvia, el penetrante aullido del viento que agitaba los cables y las pisadas sobre plataformas metálicas de pies calzados con pesadas botas. El ingeniero de vuelo gritó unas cifras al piloto, que las confirmó. Lord Roke se ocultó en la sombra, sujetándose a los montantes y costados del aparato cada vez que éste daba una sacudida al descender o inclinarse bruscamente.

Por fin, intuyendo por el movimiento de la nave que ésta se hallaba casi afianzada en tierra, el gallivespiano retrocedió a través del revestimiento metálico de la cabina hasta alcanzar los asientos situados a estribor.

A través de la cabina había un incesante desfile de gente en uno y otro sentido: miembros de la tripulación, técnicos, sacerdotes. Muchos de sus daimonions eran perros, como el suyo, rebosantes de curiosidad. La señora Coulter estaba sentada al otro lado del pasillo, despierta y en silencio, mientras su daimonion dorado lo observaba todo desde su regazo, rezumando malicia.

Lord Roke esperó el momento indicado para echar a correr hacia el asiento de la señora Coulter, y unos instantes después se aposentó en su hombro, que estaba en sombras.

—¿Qué hacen? —murmuró ella.

—Aterrizar. Estamos cerca de la planta generadora.

—¿Va a quedarse junto a mí, o a trabajar por su cuenta? —inquirió la señora Coulter.

—Me quedaré junto a usted. Tendré que ocultarme debajo de su abrigo.

La señora Coulter lucía un grueso abrigo forrado de piel de cordero que le daba un calor espantoso en la caldeada cabina, pero como iba esposada no podía quitárselo.

—Apresúrese —dijo ella, echando un vistazo a su alrededor.

Lord Roke se ocultó en su pecho, concretamente en un bolsillo forrado de piel donde estaba a salvo. El mono dorado ajustó solícito el cuello de seda de la señora Coulter, como un avezado modisto atendiendo a su modelo favorita, al tiempo que se aseguraba de que lord Roke quedaba bien oculto entre los pliegues del abrigo.

Justo en ese momento, un soldado armado con un rifle apareció para ordenar a la señora Coulter que descendiera del aparato.

—¿Es preciso que lleve estas esposas? —preguntó ella.

—No me han indicado que se las quite —respondió el soldado—. Levántese, haga el favor.

—Me cuesta moverme si no puedo agarrarme a algún sitio —replicó la señora Coulter—. Tengo agujetas. Me he pasado todo el día sentada aquí sin moverme. Sabe muy bien que no llevo armas, porque ya me ha registrado. Vaya a preguntar al presidente si es necesario que siga esposada. ¿Es que piensan que voy a escaparme en este remoto y desolado lugar?

Lord Roke era inmune a los encantos de la señora Coulter, pero le fascinaba el efecto que les producía a otros. El soldado era joven: hubieran hecho bien en enviar a un viejo zorro.

—Bueno —dijo el soldado—, estoy seguro de que comprenderá que no puedo hacer lo que no me han ordenado que haga. Póngase en pie, por favor. No se preocupe, señora, si tropieza yo la sostendré.

La señora Coulter se levantó con dificultad y avanzó torpemente. Lord Roke supuso que su torpeza era fingida, pues era el ser humano más grácil que había conocido en su vida. Cuando llegaron a la pasarela, lord Roke observó que ella tropezaba y lanzaba una exclamación de temor. El soldado se apresuró a sostenerla del brazo. También percibió un cambio en los sonidos que les rodeaban: el aullido del viento, los motores girando para generar energía para las luces, unas voces cerca impartiendo órdenes.

Al bajar por la pasarela, la señora Coulter se apoyó en el soldado. Hablaba en voz baja y lord Roke apenas consiguió oír la respuesta del joven.

—El que tiene las llaves es el sargento, ese que está junto a aquella caja tan grande. Pero no me atrevo a pedírselas, señora. Lo lamento.

—¡Qué le vamos a hacer! —exclamó la señora Coulter con un seductor suspiro de resignación—. Gracias de todos modos.

Lord Roke oyó los pasos de unos pies calzados con botas que se alejaban sobre la roca.

—¿Ha oído lo de las llaves? —murmuró la señora Coulter.

—Dígame dónde está el sargento. Necesito saber el lugar y la distancia a la que se encuentra.

—A unos diez pasos. A la derecha. Es un hombre corpulento. Lleva un manojo de llaves colgado del cinturón.

—Necesito saber qué llave es. ¿Se fijó cuando le colocaron las esposas?

—Sí. Es una llave pequeña y gruesa, con una tira de cinta adhesiva negra en torno a ella.

Lord Roke descendió sujetándose al espeso pelo de cordero del abrigo hasta alcanzar el dobladillo, situado a la altura de las rodillas de la señora Coulter. Entonces, sin soltarse, miró en torno.

Habían instalado un reflector que proyectaba un potente haz luminoso sobre las húmedas rocas. Pero al mirar hacia abajo, buscando unas sombras, el gallivespiano observó que una ráfaga de viento inclinaba el reflector de costado. Luego oyó unas voces y la luz se apagó de repente.

Lord Roke saltó al suelo y echó a correr a través de la torrencial lluvia hacia el sargento, quien se precipitó hacia delante para impedir que el reflector cayera al suelo.

En la confusión, lord Roke se arrojó sobre la pierna del corpulento sargento cuando éste pasó junto a él, agarró el tejido de algodón con estampado de camuflaje de la pernera —empapada debido a la lluvia— y le clavó el espolón en la carne, justo encima de la bota.

El sargento lanzó un gemido y cayó torpemente, agarrándose la pierna, resollando y gritando para pedir socorro. Lord Roke se alejó de un salto para no ser aplastado por el cuerpo del hombretón al desplomarse.

Nadie había advertido nada: el ruido del viento, de los motores y el granizo habían sofocado los gritos del hombre, y en la oscuridad no vieron su cuerpo. Pero había otros hombres cerca, y lord Roke tenía que actuar con rapidez. Se colocó de un salto junto al sargento postrado en el suelo. El manojo de llaves yacía en un charco de agua helada, y fue separando los grandes pedazos de acero, gruesos como su brazo y la mitad de largos que él, hasta dar con la llave rodeada por una cinta adhesiva negra. Luego tuvo que vérselas con el cierre del llavero y el constante riesgo del granizo, que para un gallivespiano era mortal pues caían unos bloques de hielo grandes como sus dos puños.

—¿Está usted bien, sargento? —preguntó de pronto una voz junto a él.

El daimonion del soldado soltó un gruñido y husmeó el del sargento, que no salía de su estupor. Sin perder tiempo, lord Roke dio un salto y asestó una patada al soldado, que cayó junto al sargento.

Tras no pocos esfuerzos, tirando, resoplando y peleándose con el llavero, lord Roke consiguió abrirlo. Luego tuvo que retirar las otras seis llaves para desprender la que estaba rodeada por cinta adhesiva negra. Enseguida volverían a instalar el reflector, pero incluso en la penumbra descubrirían a aquellos dos hombres tendidos en el suelo, inconscientes…

Justo cuando lord Roke logró extraer la llave, se oyó una sonora exclamación. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, el pequeño espía arrastró como pudo el macizo pedazo de acero y logró ocultarse junto a una pequeña piedra en el preciso instante en que aparecieron unos pies enormes y unas voces pidieron luz a gritos.

—¿Les han disparado?

—Yo no he oído nada…

—¿Aún respiran?

El reflector, que habían conseguido enderezar y afianzar en el suelo, volvió a encenderse. Lord Roke quedó al descubierto, como un zorro iluminado por los faros de un coche. El gallivespiano se quedó inmóvil, mirando en todas direcciones, y cuando tuvo la certeza de que todo el mundo tenía concentrada la atención en los dos hombres que habían sido abatidos tan misteriosamente, cargó la llave sobre su hombro y echó a correr, sorteando los charcos y los cantos rodados hasta alcanzar a la señora Coulter.

Un segundo más tarde la señora Coulter abrió las esposas y las depositó en el suelo sin hacer ruido. Lord Roke saltó al dobladillo de su abrigo y trepó hasta su hombro.

—¿Dónde está la bomba? —susurró al oído de la señora Coulter.

—La están descargando. Está en aquella caja grande que hay allí en el suelo. Yo no puedo hacer nada hasta que la saquen, y luego ya veremos…

—De acuerdo —respondió lord Roke—. Corra. Ocúltese. Yo me quedaré aquí para vigilar. ¡Corra!

Seguidamente descendió por la manga de la señora Coulter y saltó al suelo. Ella se alejó sigilosamente de la luz, al principio despacio para no llamar la atención del guarda. Luego se agachó y echó a correr ladera arriba, a través de la lluvia y envuelta en la densa oscuridad. El mono dorado se adelantó para explorar el terreno.

La señora Coulter oyó a sus espaldas el continuo zumbido de los motores, los gritos confusos, la potente voz del presidente tratando de imponer un poco de orden en la escena. Recordó la larga y angustiosa alucinación que había sufrido al clavarle el caballero Tialys su espolón; no envidiaba el despertar que iban a tener aquellos dos hombres.

La señora Coulter siguió trepando sobre las húmedas rocas, y poco después lo único que vio tras ella fue el oscilante resplandor del reflector que se reflejaba en la abultada panza del zepelín. El reflector se apagó entonces de nuevo y la señora Coulter sólo percibió el ruido de los motores, que en vano trataba de sofocar el rugido del viento y el estruendo de la catarata que se precipitaba por la ladera.

Los ingenieros de la central hidroambárica, situados precariamente sobre el desfiladero, se esforzaban en llevar un cable de energía hasta la bomba.

El problema para la señora Coulter no era cómo salir viva de aquella situación sino cómo sacar el pelo de Lyra de la bomba antes de que la detonaran. Lord Roke había quemado el rizo extraído del medallón después de que la señora Coulter fuera arrestada, dejando que el viento transportara las cenizas hacia el cielo nocturno. Luego se había dirigido hacia el laboratorio y había observado cómo colocaban el resto del pequeño mechón dorado oscuro de la niña en la cámara de resonancia antes de preparar la bomba. Lord Roke sabía con exactitud dónde se encontraba el rizo, y cómo abrir la cámara, pero la intensa luz y las relucientes superficies del laboratorio, así como el constante ir y venir de los técnicos, le habían impedido pasar a la acción.

Por consiguiente tendría que retirar el mechón después de que prepararan la bomba para ser detonada.

Esto era mucho más complicado, debido a lo que el presidente se proponía hacer con la señora Coulter. La energía de la bomba partía del corte del vínculo entre el humano y el daimonion, lo cual implicaba el terrible proceso de escisión: las jaulas de alambre, la guillotina plateada.

El presidente iba a cortar el vínculo vital entre la señora Coulter y el mono dorado, y utilizar la energía liberada por ese proceso para destruir a la hija de la señora Coulter. Ella y Lyra perecerían por el medio que ella misma había inventado. La señora Coulter pensó que aquello no dejaba de ser una ironía.

Su única esperanza era lord Roke. Pero en la conversación en voz baja que habían mantenido a bordo del zepelín, lord Roke le había explicado que no podía seguir utilizando continuamente sus espolones envenenados, pues cada vez que los clavaba en un enemigo la potencia del veneno disminuía y tardaba un día entero en volver a acumularse. Dentro de poco su arma principal perdería toda su fuerza, y entonces contarían sólo con su ingenio para salir de aquella situación.

La señora Coulter se instaló bajo el saliente de una roca, junto a las raíces de un abeto que crecía en la ladera, y echó un vistazo alrededor.

La central generadora se alzaba más arriba, a sus espaldas, en el borde del desfiladero, expuesta al ímpetu del vendaval. Los ingenieros estaban instalando unos reflectores que les facilitarían la tarea de llevar el cable hasta la bomba.

La señora Coulter oyó sus voces no lejos de donde ella se encontraba, impartiendo órdenes, y vio entre los árboles la oscilante luz de los reflectores. El cable, grueso como el brazo de un hombre, era arrastrado desde un gigantesco rollo instalado en un camión en la cima de la ladera, y a juzgar por la velocidad con que descendían a través de las rocas, tardarían menos de cinco minutos en alcanzar la bomba.

El padre MacPhail había reunido a los soldados junto al zepelín. Varios hombres montaban guardia, empuñando sus rifles y escrutando la oscuridad empañada de granizo, mientras otros abrían la caja de madera que contenía la bomba y la preparaban para recibir el cable. La señora Coulter la vio con claridad a la luz de los reflectores, empapada de lluvia, un espeluznante amasijo de mecanismos y cables, ligeramente ladeada sobre el pedregoso terreno. Oyó el chisporroteo y el zumbido de alta tensión de los reflectores, cuyos cables se balanceaban agitados por el viento, dispersando la lluvia y arrojando unas sombras que trepaban sobre las rocas y brincaban por la ladera, como un esperpéntico juego de saltar a la comba.

La señora Coulter conocía de sobra una parte de la estructura: las jaulas de alambre y la cuchilla plateada que se alzaba sobre ellas, las cuales estaban instaladas en un extremo del aparato.

El resto lo desconocía por completo: no entendía el principio que accionaba los cables, las válvulas, los aisladores, los complicados tubos. No obstante, en algún lugar de aquel complejo artilugio se hallaba el pequeño mechón de pelo del que dependía el éxito de la operación.

A su izquierda, la ladera se sumía en la oscuridad, y más abajo se percibía el resplandor blanco y el sonido atronador de la catarata de Saint-Jean-les-Eaux.

De pronto se oyó una sonora exclamación. Un soldado dejó caer el rifle y avanzó unos pasos trastabillando, hasta caer de bruces en el suelo, pataleando y gimiendo de dolor.

El presidente alzó la vista al cielo, se llevó las manos a la boca y lanzó un grito penetrante.

¿Pero qué hacía?

La señora Coulter no tardó en averiguarlo. Vio llena de estupefacción cómo una bruja descendía por los aires y aterrizaba junto al presidente.

—¡Busca por los alrededores! —gritó éste para hacerse oír entre el rugido del viento—. Hay una extraña criatura que ayuda a esa mujer. Ha atacado a varios de mis hombres. Tú puedes ver a través de la oscuridad. ¡Mátalo cuando lo encuentres!

—Se aproxima algo —dijo la bruja, y la señora Coulter percibió sus palabras con toda claridad desde su refugio—. Lo veo en el norte.

—No te preocupes de eso. Busca a esa criatura y mátala —repitió el presidente—. No puede andar muy lejos. Y busca también a la mujer. ¡Date prisa!

La bruja se elevó de nuevo por los aires.

De pronto el mono agarró la mano de la señora Coulter y señaló algo.

Allí estaba lord Roke, postrado en el suelo, en una zona cubierta de musgo, a la intemperie. ¿Cómo no lo había visto ella? Algo malo debía de haberle sucedido, porque no se movía.

—Ve y tráelo aquí —dijo la señora Coulter.

El mono echó a correr hacia la zona musgosa donde yacía el pequeño espía, ocultándose detrás de las rocas para no ser visto. Al cabo de unos segundos tenía el pelo empapado y pegado al cuerpo. Esto hacía que pareciera más pequeño y lo convertía en un blanco menos fácil de detectar, aunque seguía expuesto a ser descubierto.

Entretanto, el padre MacPhail se hallaba absorto con los preparativos de la bomba. Los ingenieros de la central generadora habían llevado el cable hasta ella y los técnicos se afanaban en asegurar las abrazaderas y preparar los terminales.

La señora Coulter se preguntó qué haría el presidente ahora que su víctima había escapado. De pronto éste se volvió y ella vio su expresión. Era tan concentrada e intensa que parecía más una máscara que un hombre. Movía los labios como si rezara en silencio y tenía los ojos desmesuradamente abiertos y sin pestañear, pese a la lluvia que caía. Parecía la sombría pintura española de un santo sumido en el éxtasis del martirio.

La señora Coulter se estremeció de miedo al darse cuenta de lo que se proponía hacer: iba a sacrificarse. La bomba estallaría tanto si formaba parte de ella como si no.

El mono dorado siguió corriendo de roca en roca hasta llegar al lugar donde se encontraba lord Roke.

—Tengo la pierna izquierda rota —dijo el gallivespiano—. El último hombre me pisó. Escucha con atención…

Mientras el mono le apartaba de la luz de los reflectores, lord Roke le explicó dónde se encontraba la cámara de resonancia y cómo abrirla. Se hallaban prácticamente ante los ojos de los soldados, pero el daimonion se alejó paso a paso, ocultándose entre las sombras, llevando en brazos al pequeño espía.

La señora Coulter, que observaba la escena mordiéndose los labios, notó una ráfaga de aire y un impacto, no en su cuerpo sino en el abeto. Una flecha se clavó en el tronco, a menos de un palmo de su brazo izquierdo. Ella se apartó inmediatamente, antes de que la bruja disparara otra flecha, y rodó ladera abajo hacia donde se encontraba el mono.

A partir de entonces los acontecimientos se sucedieron a un ritmo vertiginoso: se oyeron unos disparos y sobre la ladera se alzó una acre nube de humo, aunque la señora Coulter no vio ninguna llama. El mono dorado, al observar que atacaban a la señora Coulter, dejó a lord Roke en el suelo y corrió a defenderla en el preciso instante en que la bruja se precipitaba sobre ella cuchillo en ristre. Lord Roke se refugió junto a la roca más cercana mientras la señora Coulter trataba de librarse de la bruja. Ambas pelearon con furia entre las rocas, al tiempo que el mono dorado se dedicaba a arrancar todas las agujas de la rama de pino-nube de la bruja.

Mientras tanto, el presidente trataba de meter en la jaula de alambre más pequeña a su daimonion, que no dejaba de revolverse, gritar y propinarle patadas y mordiscos. Pero al fin consiguió quitárselo de encima de un manotazo y cerró rápidamente la puerta de la jaula. Entretanto, los técnicos ultimaban los preparativos, comprobando los cronómetros e indicadores.

De improviso apareció una gaviota, que se lanzó con un agudo chillido sobre el gallivespiano y lo aferró con sus patas. Por más que lord Roke se debatió furiosamente, el ave lo sujetó con fuerza. Al cabo de unos instantes la bruja consiguió soltarse de manos de la señora Coulter, agarró la maltrecha rama de pino y alzó el vuelo para reunirse con su daimonion.

La señora Coulter se precipitó hacia la bomba, con el humo atacándole la nariz y la garganta como zarpazos. ¡Era gas lacrimógeno! Casi todos los soldados habían caído o se habían alejado a rastras y medio asfixiados (la señora Coulter se preguntó de dónde vendría aquel gas), pero a medida que el viento lo dispersó, los hombres empezaron a recobrarse. La abultada panza nervada del zepelín se erguía sobre la bomba; sus cables oscilaban sacudidos por el viento y sus costados plateados aparecían empañados de humedad.

De pronto sonó un ruido en lo alto que perforó los tímpanos de la señora Coulter: un grito tan agudo y angustioso que incluso el mono dorado se abrazó a ella aterrorizado. Unos segundos más tarde la bruja, un amasijo de piernas y brazos blancos, seda negra y ramas verdes, cayó a los pies del padre MacPhail, rompiéndose los huesos al chocar contra el suelo pedregoso.

La señora Coulter se acercó corriendo para comprobar si lord Roke había sobrevivido a la caída. Pero el gallivespiano estaba muerto. Su espolón derecho se hallaba clavado en el cuello de la bruja. Ésta, a quien apenas le quedaba un soplo de vida, movió los labios de forma espasmódica.

—Se aproxima… algo… otra cosa… —farfulló.

No tenía sentido. El presidente pasó sobre el cadáver de la bruja y se dirigió hacia la jaula más grande. Su daimonion no cesaba de corretear alrededor de la otra, arañando con sus pequeñas garras el alambre plateado e implorando misericordia.

El mono dorado se precipitó sobre el padre MacPhail, pero no para atacarlo, sino para encaramarse sobre sus hombros y alcanzar el centro neurálgico de los cables y tubos: la cámara de resonancia. El presidente trató de impedírselo, pero la señora Coulter le agarró del brazo y lo contuvo. La mujer no veía nada debido a la lluvia torrencial y a la atmósfera impregnada de gas lacrimógeno.

Los disparos no cesaban. ¿Qué demonios pasaba?

Los reflectores oscilaban tan violentamente bajo el viento que nada parecía estable, ni siquiera las rocas negras de la ladera. El presidente y la señora Coulter estaban enzarzados en una pelea feroz a base de arañazos, puñetazos, mordiscos y tirones del pelo. Ella estaba cansada y él era más fuerte, pero se sentía tan desesperada como él y a punto estuvo de derribarlo. Sin embargo una parte de su mente estaba concentrada en lo que hacía su daimonion, que accionaba furiosamente con sus patas negras los mecanismos, tirando de las palancas en un sentido y en otro, haciéndolas girar, manipulando…

De pronto la señora Coulter sintió un golpe en la sien y cayó al suelo, aturdida. El presidente echó a correr sangrando hacia la jaula y se metió en ella, cerrando la puerta tras de sí.

El mono consiguió abrir por fin la cámara —una puerta de cristal que se movía sobre unos pesados goznes— y alargó la mano para apoderarse del mechón de pelo, sujeto por una grapa provista de unas almohadillas de goma. ¡Otro artilugio que debía abrir! Tras incorporarse con manos temblorosas, la señora Coulter comenzó a sacudir la jaula de alambre plateada con todas sus fuerzas sin apartar la vista de la cuchilla que se cernía sobre ella, de los relucientes terminales, del hombre encerrado en el interior de la misma… Mientras el mono intentaba con todas sus fuerzas aflojar la grapa metálica, el presidente —su rostro una máscara de sombría satisfacción— unía y torcía un puñado de cables.

Se produjo un intenso destello blanco, se oyó un tremendo catacrac y el mono saltó por los aires. Junto con él se elevó una nubecilla dorada. ¿El mechón de Lyra? ¿El pelo del animal? Fuera lo que fuere, no tardó en desaparecer engullido por la oscuridad. La mano derecha de la señora Coulter, aferrada al alambre de la jaula, se movía convulsivamente al tiempo que ella permanecía semipostrada, con el corazón y las sienes latiéndole con violencia.

Pero su vista había experimentado un asombroso cambio. Sus ojos eran capaces de apreciar hasta los más ínfimos pormenores y estaban concentrados en el detalle más importante del universo: un solo pelo dorado adherido a una de las almohadillas de goma de la grapa instalada en la cámara de resonancia.

La señora Coulter lanzó un alarido de angustia y sacudió la jaula, intentando desprender el pelo con las pocas fuerzas que le quedaban. El presidente se pasó las manos por la cara para enjugarse las gotas de lluvia. Movía la boca como si hablara, pero ella no oyó una palabra de lo que decía. Desesperada e impotente, la señora Coulter trató en vano de desgarrar el alambre de la jaula y se arrojó contra el artilugio, al tiempo que el presidente unía dos cables y se producía la fatídica chispa. La resplandeciente cuchilla plateada cayó silenciosamente.

Se produjo un estallido, pero la señora Coulter no sintió nada.

Luego notó que la alzaban unas manos, las de lord Asriel. Ya nada podía asombrarla. El artefacto intencional se hallaba junto a él, sobre la ladera, en perfecto estado. Lord Asriel la tomó en brazos y la trasladó hasta el aparato, haciendo caso omiso de las detonaciones, de la densa humareda, de los gritos de alarma y de la confusión.

—¿Está muerto? ¿Ha estallado la bomba? —inquirió la señora Coulter.

Lord Asriel se sentó junto a ella, seguido por la onza, que sostenía en la boca al mono dorado, semiinconsciente. Lord Asriel empuñó los controles y el aparato despegó de inmediato. La señora Coulter contempló la ladera con los ojos nublados por el dolor. Los hombres corrían de un lado para otro como hormigas; algunos yacían muertos, otros se arrastraban como podían sobre las rocas. El gigantesco cable de la central generadora, el único objeto útil que quedaba, se extendía a través del caos hasta la bomba, donde el cadáver del presidente yacía como un pelele dentro de la jaula.

—¿Lord Roke? —preguntó lord Asriel.

—Ha muerto —dijo la señora Coulter con voz débil.

Lord Asriel pulsó un botón y lanzó una llamarada hacia el zepelín, que oscilaba sacudido por el viento. Unos instantes después el aparato se transformó en una rosa blanca de fuego que envolvió al artefacto intencional, el cual permaneció suspendido, inmóvil e intacto, en el centro de la misma. Lord Asriel accionó los mandos de la nave y ésta se alejó despacio mientras él y la señora Coulter observaban cómo el zepelín en llamas se desplomaba lentamente sobre la escena: la bomba, los cables, los soldados. El caótico amasijo de llamas y humo comenzó a rodar ladera abajo a gran velocidad, incendiando los árboles resinosos a su paso, hasta precipitarse en las límpidas aguas de la catarata y desaparecer en un oscuro remolino.

Lord Asriel accionó de nuevo los mandos y el artefacto intencional empezó a deslizarse hacia el norte. Pero la señora Coulter no podía apartar los ojos de la escena. Durante un buen rato contempló con los ojos inundados de lágrimas el fuego, hasta que quedó reducido a una línea vertical de color naranja que arañaba la oscuridad, envuelta en humo y vapor, y luego se desvaneció por completo.