22. LOS SUSURRADORES

GRUESAS COMO LAS

HOJAS OTOÑALES

QUE FLOTAN EN

LOS ARROYOS

EN VALLOMBROSA, DONDE LAS SOMBRAS

ETRUSCAS SE

YERGUEN EN

ELEVADOS ARCOS

SOBRE IMBOWR…

JOHN MILTON

Lo primero que hizo Will fue obligar a Lyra a sentarse. Luego sacó el botecito de ungüento de sangre de musgo y examinó la herida que Lyra tenía en la cabeza. Sangraba profusamente, como todas las heridas del cuero cabelludo, pero no era profunda. Will desgarró una esquina de su camisa y limpió la herida. Después aplicó un poco de ungüento, procurando no pensar en las sucias garras que la habían producido.

Lyra tenía los ojos vidriosos y estaba pálida como la cera.

—¡Lyra! ¡Lyra! —exclamó Will, zarandeándola suavemente—. Ánimos, tenemos que movernos.

Lyra se estremeció, inspirando lenta y profundamente. Luego lo miró con desesperación.

—¡Ya no puedo hacerlo…, Will! ¡No puedo contar mentiras! Creí que sería fácil…, pero no ha dado resultado… ¡Es lo único que sé hacer, y no ha dado resultado!

—No es cierto que sea lo único que sabes hacer. ¿Acaso no sabes leer el aletiómetro? Echemos un vistazo a este lugar, a ver si encontramos a Roger.

Will ayudó a Lyra a levantarse y ambos miraron por primera vez alrededor para comprobar qué aspecto tenía la tierra de los fantasmas en la que se hallaban.

Se encontraban en una inmensa llanura que se prolongaba más allá de la niebla. La luz consistía en una tenue autoluminiscencia que mostraba la misma intensidad en todas partes, de forma que no existían unas zonas diferenciadas de sombra y de luz, y todo tenía el mismo color deslustrado.

De pie en el suelo de aquel gigantesco espacio había adultos y niños —fantasmas—, en un número tan inmenso que Lyra no pudo ni imaginar. Es decir, la mayoría estaba de pie, pero algunos se hallaban sentados y otros tumbados en el suelo, aletargados o dormidos. Ninguno se desplazaba de un lugar a otro, ni corría ni jugaba, aunque muchos se volvieron con una mezcla de temor y curiosidad reflejada en sus dilatadas pupilas para contemplar a los recién llegados.

—Fantasmas —musitó Lyra—. Aquí es donde están todos, todos los que mueren…

Lyra, que ya no tenía junto a ella a Pantalaimon, se aferró al brazo de Will, y se alegró de hacerlo. Los gallivespianos se habían adelantado y Will vio sus diminutas y relucientes formas revoloteando y planeando sobre las cabezas de los fantasmas, quienes alzaron la vista y los miraron atónitos. Pero el silencio era inmenso y opresivo, y la luz grisácea le aterrorizaba. La cálida presencia de Lyra junto a él era lo único que parecía tener vida.

A sus espaldas, al otro lado de la muralla, los alaridos de las arpías seguían reverberando por toda la orilla del lago. Algunos de los fantasmas miraron hacia lo alto con aprensión, pero la mayoría observaban a Will y a Lyra. Enseguida empezaron a avanzar hacia ellos. Lyra retrocedió; aún no tenía fuerzas para enfrentarse a ellos, como le habría gustado hacer, de modo que fue Will quien lo hizo.

—¿Habláis nuestra lengua? —preguntó—. ¿Podéis hablar?

Pese a que estaban temblando, asustados y heridos, Will y Lyra tenían más autoridad que toda aquella multitud de seres muertos. Los pobres fantasmas poseían escaso poder, y al oír la voz de Will, la primera voz que recordaban haber oído con claridad en aquel lugar, muchos de ellos avanzaron, deseosos de responder.

Pero sólo fueron capaces de susurrar. El único sonido que lograron emitir fue tan tenue como una leve inspiración de aire. A medida que fueron avanzando, empujándose unos a otros en su afán de alcanzar a Will y a Lyra, los gallivespianos descendieron en picado y se pusieron a revolotear ante ellos para impedir que se acercaran demasiado. Los fantasmas de los niños alzaron la vista con apasionado anhelo y Lyra comprendió de inmediato el motivo: creían que las libélulas eran daimonions; deseaban fervientemente estrechar de nuevo a sus daimonions entre sus brazos.

—¡No son daimonions! —exclamó Lyra, compadeciéndose de ellos—. Si mi daimonion estuviera aquí, os prometo que dejaría que le tocarais y acariciarais…

Lyra alargó los brazos hacia los niños. Los fantasmas adultos permanecieron rezagados, por apatía o temor, pero los niños se precipitaron en tromba hacia delante. Poseían la sustancia de la niebla; las manos de Lyra y de Will pasaron a través de ellos. Los niños fueron avanzando, ingrávidos y sin vida, para calentarse con la sangre que fluía por las venas y los corazones palpitantes de los viajeros. Will y Lyra experimentaron unas sensaciones frías y delicadas, como un cosquilleo, a medida que los fantasmas atravesaron sus cuerpos para adquirir calor. Los dos niños vivos sintieron que poco a poco iban muriendo; no poseían una cantidad infinita de vida y calor que dar, y empezaban a tener frío. La multitud de niños que avanzaba hacia ellos parecía interminable.

Lyra tuvo que rogarles por fin que se detuvieran.

—Por favor —dijo alzando las manos—, nos gustaría tocaros a todos, pero hemos venido aquí en busca de alguien y necesito que me digáis dónde está y cómo podemos encontrarlo. ¡Ay, Will, ojalá supiera qué hacer! —exclamó Lyra, apoyando la cabeza en la de su amigo.

Los fantasmas contemplaban fascinados la sangre que Lyra tenía en la frente. Relucía como el fruto rojo del acebo en aquella penumbra. Algunos habían pasado a través de ella, ansiosos de tener contacto con algo tan palpitante y vivo. Una niña-fantasma, que debía de tener nueve o diez años cuando aún vivía, alzó la mano para tocarla, pero retrocedió temerosa.

—No tengas miedo —la tranquilizó Lyra—. No hemos venido aquí para haceros daño. ¡Háblanos si puedes hacerlo!

La voz de la niña-fantasma era tan débil que semejaba un susurro.

—¿Te hicieron eso las arpías? ¿Trataron de herirte?

—Sí —respondió Lyra—, pero si sólo pueden hacer eso, no me preocupan.

—No, no, pueden hacer cosas peores…

—¿Qué cosas? ¿Qué es lo que hacen?

Pero los fantasmas no querían decírselo. Menearon la cabeza y guardaron silencio, hasta que un niño dijo:

—Los que llevan aquí cientos de años no lo pasan tan mal, porque al final uno se cansa y ya no te asustan…

—Les gusta meter miedo a los nuevos —dijo la niña que había hablado en primer lugar—. Es que… Son odiosas. Ellas… no puedo decírtelo…

Sus voces tenían la potencia de unas hojas secas al caer del árbol. Sólo hablaban los niños; lo adultos parecían sumidos en un letargo tan antiguo que parecía que jamás volverían a moverse o a pronunciar palabra.

—Por favor, escuchad —dijo Lyra—. Mis amigos y yo hemos venido aquí en busca de un chico llamado Roger. Sólo lleva aquí unas semanas, así que no debe de conocer a mucha gente, pero si vosotros sabéis dónde está…

Pese a estas palabras, Lyra era consciente de que aunque permanecieran allí hasta hacerse viejos, buscando en todos los rincones y escrutando todos los rostros, sólo verían una pequeña fracción de los muertos. Sintió que la desesperación se abatía sobre ella como si la arpía se hubiera aposentado sobre su hombro.

No obstante, apretó la mandíbula y alzó el mentón en un gesto de desafío. «Hemos llegado aquí —pensó—, lo cual ya es algo».

La primera niña-fantasma dijo algo con su vocecita susurrante que se perdía entre la niebla.

—¿Que por qué queremos encontrarlo? —dijo Will—. Lyra quiere hablar con él. Yo también quiero encontrar a una persona. Busco a mi padre, John Parry. También está aquí, aunque no sé exactamente dónde. Quiero hablar con él antes de regresar al mundo. Así que os agradeceríamos que pidierais a Roger y a John Parry, si podéis hacerlo, que se acerquen para hablar con Lyra y con Will. Pedidles…

Pero de improviso todos los fantasmas dieron media vuelta y desaparecieron, incluso los adultos, como hojas secas dispersadas por una racha de viento. Poco después el espacio que rodeaba a los niños quedó vacío. No tardaron en comprender el motivo: en el aire, en lo alto, sonaron unos gritos, alaridos y chillidos, y de pronto las arpías se precipitaron sobre ellos exhalando unas ráfagas de pútrido hedor, batiendo las alas y profiriendo aquellos estentóreos alaridos, gritos sarcásticos, burlas, insultos, risotadas y demás expresiones de desprecio.

Lyra se echó enseguida al suelo, tapándose los oídos, y Will, empuñando la daga, se agachó sobre ella para protegerla. Will vio que Tialys y Salmakia surcaban el aire presurosos en su dirección, pero estaban a cierta distancia, y el niño tuvo un par de minutos para observar a las arpías mientras revoloteaban y caían en picado hacia ellos. Vio sus rostros humanos, sus fauces abiertas como si atraparan insectos, y oyó las palabras que proferían: unas palabras despectivas, obscenas, referentes a su madre, que se le clavaron en el corazón; pero una parte de su mente permanecía fría y distante, reflexionando, calculando, observando. Ninguna de las arpías se atrevió a aproximarse a la daga.

Will se levantó para comprobar qué ocurría. Una de ellas —quizá fuera Sin Nombre— tuvo que realizar un precipitado giro para no chocar con él. Había estado planeando sobre Will, tratando de rozarle la cabeza. Batía sus pesadas alas desmañadamente y consiguió zafarse a duras penas. Will pudo haberle cortado la cabeza con la daga, alargando la mano.

En aquellos momentos llegaron los gallivespianos, dispuestos a atacar a las arpías.

—¡Tialys! ¡Salmakia! —gritó Will—. ¡Venid aquí! ¡Posaos en mi mano!

Los dos espías aterrizaron sobre sus hombros.

—Observad —dijo Will—. Fijaos en lo que hacen. Sólo son capaces de revolotear sobre nosotros y chillar. Creo que esa arpía hirió a Lyra por error. No pretenden tocarnos. Podemos pasar de ellas tranquilamente.

Lyra alzó la cabeza, con los ojos como platos. Las criaturas volaron en torno a la cabeza de Will, a veces a un palmo de distancia, pero en el último instante siempre giraban hacia un lado o remontaban el vuelo. Will intuyó que los dos espías ardían en deseos de pelear, y las libélulas agitaban las alas ansiosas de surcar el aire transportando a sus mortíferos jinetes. Pero comprendieron que Will tenía razón y se contuvieron.

A los fantasmas les impresionó ver allí de pie a Will, plantándoles cara a las arpías e indemne, así que comenzaron a avanzar de nuevo hacia los viajeros. Aunque observaban a las arpías con cautela, les resultaba fascinante e irresistible la carne y la sangre caliente, aquellos potentes latidos.

Lyra se incorporó junto a Will. Se le había vuelto a abrir la herida y la sangre corría de nuevo por su mejilla, pero se la secó sin darle mayor importancia.

—Will —dijo—, me alegro de que hayamos venido los dos…

Will percibió cierto tono en su voz, y observó en su rostro una expresión que conocía bien y le gustaba más que ninguna otra cosa en el mundo: Lyra estaba pensando en algo temerario, aunque aún no estaba dispuesta a hablar de ello.

Will asintió con la cabeza para darle a entender que lo había captado.

—Venid con nosotros… —dijo la niña-fantasma—. Seguidnos… ¡Daremos con ellos!

Los dos niños experimentaron una sensación de lo más rara, como si unas manitas fantasmas se metieran en su pecho y tiraran de sus costillas para que les siguieran.

Echaron a andar a través de la inmensa y desolada llanura mientras las arpías volaban en círculos, elevándose cada vez más y lanzando sus incesantes chillidos. Pero guardaban las distancias, y los gallivespianos revoloteaban sobre Will y Lyra, vigilando.

Mientras caminaban, los fantasmas charlaron con ellos.

—Disculpad la pregunta —dijo una niña-fantasma—, ¿pero dónde están vuestros daimonions? Perdonad que os lo pregunte, pero es que…

Lyra no dejaba de pensar un solo segundo en su querido y abandonado Pantalaimon. Le costaba hablar de él, de modo que fue Will quien respondió:

—Hemos dejado a nuestros daimonions fuera —dijo—, en lugar seguro. Los recogeremos más tarde. ¿Tenías tú un daimonion?

—Sí —contestó la niña—. Se llamaba Sandling… Lo quería muchísimo…

—¿Había adquirido su forma definitiva? —preguntó Lyra.

—Todavía no. Estaba convencido de que sería un pájaro, pero yo no quería, porque al acostarme por las noches me gustaba sentir su pelo suave. Pero las más de las veces tomaba la forma de un pájaro. ¿Cómo se llama tu daimonion?

Lyra se lo dijo, y los fantasmas se arremolinaron de nuevo en torno a ellos. Todos, sin excepción, querían hablar de sus daimonions.

—El mío se llamaba Matapan…

—Yo jugaba al escondite con mi daimonion. Le gustaba transformarse en camaleón, y yo no conseguía verlo porque lo hacía tan bien…

—Una vez me herí en un ojo y no veía nada, y mi daimonion me guió hasta casa…

—Él no quería adoptar una forma definitiva, pero yo quería crecer, de modo que siempre andábamos a la greña…

—El mío se enroscaba en la palma de mi mano y se quedaba dormido…

—¿Creéis que están todavía en alguna parte, que volveremos a verlos algún día?

—No. Cuando uno muere, su daimonion se extingue como una llama. Yo lo he visto. Pero no a mi Castor… no pude despedirme de él…

—¡Es imposible que no estén en ninguna parte! ¡Tienen que estar en algún sitio! ¡Mi daimonion aún existe, estoy seguro!

Los fantasmas estaban ilusionados, con los ojos brillantes y las mejillas calientes, como si los viajeros les hubieran prestado vida.

—¿Hay alguien aquí de mi mundo, en el que no tenemos daimonions? —inquirió Will.

Un niño-fantasma, delgado y de su misma edad, asintió con la cabeza.

—Claro —respondió—. Nosotros no sabíamos qué eran los daimonions, pero sabíamos lo que suponía no tenerlos. Aquí hay gente de todos los mundos.

—Yo conocí a mi muerte —dijo una niña—. La vi y hablé con ella durante toda mi infancia. Cuando les oía hablar de daimonions, pensaba que se referían a unos seres parecidos a nuestras muertes. Ahora la echo de menos. No volveré a verla. Lo último que me dijo fue: «Éste es mi fin», y desapareció para siempre. Cuando estaba conmigo siempre tenía la sensación de que había alguien en quien podía confiar, ella sabía adónde iba y lo que debía hacer. Pero ya no la tengo a mi lado. Ahora ya no sé lo que va a pasar.

—¡No va a pasar nada! —exclamó alguien—. ¡Nunca pasará nada!

—¿Cómo lo sabes? —replicó otra niña-fantasma—. Ellos han venido, ¿no? Y ninguno de nosotros lo sabíamos.

Se refería a Will y a Lyra.

—Es la primera vez que aquí ocurre algo —dijo un niño-fantasma—. Quizás a partir de ahora cambien las cosas.

—¿Qué haríais si pudierais? —preguntó Lyra.

—¡Subir de nuevo al mundo!

—¿Aunque sólo pudierais verlo una vez?

—¡Sí, sí, sí!

—Bueno, yo tengo que buscar a Roger —dijo Lyra, entusiasmada con la idea que se le había ocurrido; pero ante todo debía decírselo a Will.

En el suelo de la infinita llanura se produjo un vasto y lento movimiento entre los innumerables fantasmas. Los niños no lo advirtieron, pero Tialys y Salmakia, que revoloteaban sobre ellos, observaron que al moverse las pequeñas y pálidas figuras generaban un efecto semejante a la migración de inmensas bandadas de aves o rebaños de ciervos. En el centro del movimiento estaban los dos niños que no eran fantasmas, los cuales avanzaban con paso decidido; no guiaban a los otros ni los seguían, pero lograban concentrar el movimiento en una intención de todos los muertos.

Los espías, cuyos pensamientos eran aún más ágiles que sus veloces monturas, cambiaron una mirada y frenaron a las libélulas, que se posaron una junto a otra sobre una rama seca.

—¿Nosotros tenemos daimonions, Tialys? —preguntó lady Salmakia.

—Desde que nos subimos a esa barca me siento como si me hubieran arrancado el corazón y lo hubieran arrojado aún palpitante a la otra orilla del lago —respondió el caballero—. Pero no es verdad, aún late dentro de mi pecho. Una parte de mí se ha quedado allí con el daimonion de la niña, y también una parte de ti, Salmakia, porque estás demacrada y tienes las manos pálidas y tensas. Sí, tenemos daimonions, aunque no los conozcamos. Puede que las gentes del mundo de Lyra sean los únicos seres vivos que saben que poseen daimonions. Quizá por eso uno de ellos inició la revuelta.

Tras desmontar y asegurar la libélula a la rama, Tialys sacó el resonador de magnetita. Pero apenas había comenzado a componer su mensaje cuando se detuvo.

—No hay respuesta —dijo.

—De modo que estamos completamente aislados…

—No podemos recibir ayuda. En cualquier caso, sabíamos que veníamos al mundo de los muertos.

—El niño estaría dispuesto a ir con ella al fin del mundo.

—¿Crees que su daga será capaz de abrir una ventana de regreso al mundo de los vivos?

—Al menos él está convencido de ello. ¡Ay, Tialys, no sé qué va a ser de nosotros!

—El niño es muy joven. Los dos lo son. Si ella no sobrevive a esto, ni siquiera se planteará la cuestión de que elija acertadamente cuando la tienten. Todo dará lo mismo.

—¿Crees que ya lo eligió cuando decidió dejar a su daimonion en la otra orilla? ¿Sería ésa la elección de debía hacer?

El caballero bajó la vista y contempló los millones de seres que se desplazaban lentamente por la tierra de los muertos, siguiendo a aquella incandescente chispa llamada Lyra Lenguadeplata. Tialys distinguió su cabello rubio, que destacaba en la penumbra, junto a la cabeza de pelo negro del niño, sólida y fuerte.

—No —respondió—, todavía no. Aún tiene que hacer esa elección.

—Entonces debemos conducirla hasta ella sana y salva.

—A los dos. Ambos están metidos en esta empresa.

Lady Salmakia sacudió la rienda ligera como una telaraña y su libélula despegó en el acto de la rama para ir a reunirse con los niños vivos, seguida a corta distancia por el caballero.

Pero no trataron de detenerles. Tras haber descendido en picado para asegurarse de que los niños no habían sufrido daño alguno, continuaron volando, en parte porque las libélulas estaban inquietas y en parte porque ellos querían comprobar hasta dónde se extendía aquel desolado lugar.

Lyra los vio surcando los aires sobre ellos y sintió un gran alivio al constatar que aún existían unos seres que se movían animadamente y emanaban belleza. Luego, incapaz de seguir guardándose su idea para sus adentros, se volvió hacia Will. Pero tenía que decírselo en voz baja, de modo que Lyra acercó la boca al oído de Will y le dijo entre un ruidoso y cálido chorro de aliento:

—Will, quiero que nos llevemos a estos pobres niños fantasmas fuera, y a los adultos también. ¡Podríamos liberarlos! Cuando hayamos encontrado a Roger y a tu padre abriremos una ventana al mundo de los vivos ¡y los liberaremos a todos!

Will se volvió y le dirigió una sonrisa tan radiante, tan cálida y alborozada que Lyra sintió que el corazón le daba un brinco. Al menos ésa fue la sensación que tuvo, pero al no tener a Pantalaimon a su lado no estaba segura de lo que significaba. Quizá su corazón latía ahora de una forma distinta. Lyra se esforzó en caminar recta y no marearse.

Siguieron avanzando. El susurro «Roger» se propagaba a mayor velocidad de la que ellos se movían. «Roger, ha venido Lyra; Roger, Lyra está aquí» fue pasando de un fantasma a otro como el mensaje eléctrico que transmite una célula del cuerpo a otra.

Tialys y Salmakia, que se deslizaban por los aires a lomos de sus infatigables libélulas sin perder detalle de cuanto acontecía, observaron no lejos de donde se encontraban un nuevo foco de movimiento. Al aproximarse comprobaron que por primera vez los fantasmas no reparaban en ellos, porque había otra cosa infinitamente más interesante que captaba su atención. Los fantasmas parloteaban excitados con aquellos susurros casi silenciosos, conminando a uno de ellos a que se dirigiera hacia el punto que señalaban.

Salmakia descendió en picado, pero no pudo aterrizar. Se había formado un gentío inmenso, y ninguno de los fantasmas les habría prestado sus manos ni sus hombros para que se posaron en ellos en el caso de que lo hubieran intentado. Entonces la dama vio a un joven niño-fantasma de rostro noble y acongojado, perplejo y aturdido por lo que le decían.

—¿Roger? ¿Eres tú, Roger? —preguntó Salmakia.

Él se volvió, intrigado y nervioso, y asintió con la cabeza.

Salmakia regresó volando junto a su compañero y ambos se dirigieron a toda velocidad hacia Lyra. Aunque se encontraba un tanto lejos y era difícil llegar hasta ella, consiguieron alcanzarla tras una atenta observación del movimiento de la masa.

—¡Allí está! —gritó Tialys—. ¡Lyra! ¡Lyra! ¡Tu amigo está allí!

Lyra alzó la vista y tendió la mano para que la libélula se posara en ella. El enorme insecto aterrizó de inmediato sobre la palma de su mano; sus colores rojos y amarillos brillaban como el esmalte y sus sutiles alas se detuvieron simultáneamente, rígidas, una junto a la otra. Tialys mantuvo el equilibrio sobre su montura mientras Lyra alzaba la mano a nivel de los ojos.

—¿Dónde está? —preguntó la niña muy excitada—. ¿Está lejos de aquí?

—A una hora a pie —respondió el caballero—. Sabe que irás a su encuentro. Se lo han dicho los otros; nos cercioramos de que era Roger. Sigue avanzando y no tardarás en dar con él.

Tialys observó que Will se esforzaba en enderezarse y hacer acopio de las fuerzas que le quedaban. Lyra estaba exultante ante la perspectiva de hallar a su amigo y asediaba a los gallivespianos a preguntas. ¿Les había visto Roger? ¿Había hablado con ellos? No, claro que no, pero ¿parecía contento? ¿Estaban los otros niños al tanto de lo que ocurría? ¿Les habían ayudado o más bien habían estorbado?

Tialys trató de responder a todas las preguntas con sinceridad y paciencia, y paso a paso la niña, rebosante de vida, se fue aproximando al niño a quien había conducido a su muerte.