DETESTO LAS COSAS INVENTADAS. SIEMPRE DEBE EXISTIR UN
FUNDAMENTO
REAL…
BYRON
Lyra y Will se despertaron con la sensación de que algo terrible iba a suceder, como unos condenados a muerte la mañana prevista para su ejecución. Tialys y Salmakia se ocupaban de sus libélulas, llevándoles unas polillas capturadas a lazo cerca de la lámpara ambárica que pendía sobre el barril de aceite situado fuera, unas moscas arrancadas de las telarañas y agua en un plato de hojalata. Cuando lady Salmakia observó la expresión del rostro de Lyra y a Pantalaimon, convertido en ratón, acurrucado en su pecho, la espía dejó lo que estaba haciendo y fue a hablar con ella. Entretanto, Will salió de la cabaña para dar una vuelta por los alrededores.
—Aún estáis a tiempo de cambiar de opinión —dijo Salmakia.
—No. Lo tenemos decidido —contestó Lyra, tan terca como asustada.
—¿Y si no regresamos?
—Nadie os obliga a venir —señaló Lyra.
—No vamos a abandonaros.
—Pero ¿y si vosotros no regresáis?
—Habremos perecido haciendo algo importante.
Lyra guardó silencio. Hasta entonces no había observado con detenimiento a lady Salmakia. Pero ahora la vio con toda claridad a la humeante luz de la lámpara de queroseno, de pie a un par de palmos de distancia. Su rostro mostraba una expresión serena y bondadosa; no era bello, pero era el tipo de rostro que uno querría ver junto a su lecho si estaba enfermo, triste o asustado. Tenía la voz grave y expresiva, con una corriente risueña y alegre discurriendo bajo la límpida superficie. Lyra no recordaba que alguien le hubiera leído alguna vez un cuento a la hora de acostarse; nadie le había relatado historias ni le había cantado nanas antes de darle un beso y apagar la luz. De pronto pensó que si existía una voz capaz de arrullarla, de hacerla sentir segura y querida, sería una voz como la de lady Salmakia. En aquellos momentos Lyra sintió el deseo de tener algún día un hijo, al que arrullaría y le cantaría nanas con una voz como la de la dama.
—Bueno… —dijo Lyra, pero se interrumpió porque tenía un nudo en la garganta y se encogió de hombros.
—Ya veremos —dijo lady Salmakia, y se volvió.
Después de comer las delgadas rebanadas de pan seco y de beber el amargo té, que era lo único que los habitantes de la cabaña pudieron ofrecerles, los niños dieron las gracias a sus anfitriones, tomaron sus mochilas y echaron a andar a través de la aldea hacia la orilla del lago. Lyra miró alrededor en busca de su muerte y comprobó que caminaba unos metros por delante de ellos; al parecer prefería guardar las distancias, aunque se volvió varias veces para comprobar si la seguían.
Hacía un día plomizo y nublado, como si hubiera anochecido. Unas guirnaldas y serpentinas de niebla brotaban de los charcos y se abrazaban como enamorados a los cables ambáricos tendidos sobre la carretera. No vieron a ningún ser humano, y pocas muertes, pero las libélulas revolotearon a través de la húmeda atmósfera como si la cosieran con unos hilos invisibles. Los niños se deleitaron contemplando el brillante colorido de los insectos que surcaban el aire.
Al poco rato llegaron a los límites del poblado y avanzaron junto a un río cuyas aguas discurrían perezosamente entre unos arbustos sin hojas.
De vez en cuando oían el áspero croar de las ranas o la protesta de un anfibio al que habían importunado, pero la única criatura que vieron fue un sapo del tamaño del pie de Will que estaba tumbado de costado, resollando de dolor, como si estuviera gravemente herido. Yacía atravesado en el camino, tratando de huir y mirándolos como si supiera que le iban a lastimar.
—Si lo matamos le haríamos un favor —dijo Tialys.
—¿Y tú qué sabes? —replicó Lyra—. Quizá quiera seguir vivo pese a su estado.
—Si lo matamos, lo llevaríamos con nosotros —terció Will—. He matado a muchos animales vivos y sé que éste quiere quedarse aquí. Hasta un inmundo charco de lodo es preferible a estar muerto.
—Pero ¿y si sufre? —insistió Tialys.
—Si pudiera decírnoslo, lo sabríamos. Pero como no puede, no voy a matarlo. Eso sería anteponer nuestros sentimientos a los del sapo.
La comitiva continuó su camino. Al poco rato percibieron un cambio en el ruido de sus pasos que les indicó que se hallaban en un terreno pantanoso, aunque la niebla se había espesado. Pantalaimon, que había adoptado la forma de un lémur, con unos ojos tan grandes como pudo, se hallaba posado sobre el hombro de Lyra y se agarró a su pelo cubierto de gotitas de niebla, temblando y tiritando. Por más que miraba alrededor, apenas veía nada, como Lyra.
Oyeron entonces una ola al romper en la orilla. Era un ruido tenue, pero muy cercano. Las libélulas regresaron con sus jinetes junto a los niños. Pantalaimon se refugió en el pecho de Lyra y ésta y Will avanzaron muy juntos y con gran cautela por el embarrado sendero.
Unos instantes después alcanzaron la orilla. Las aguas aceitosas y cubiertas por una turbia espuma se extendían plácidamente ante ellos; de vez en cuando una pequeña ola rompía sobre las piedras.
El sendero dobló a la izquierda y al cabo de un rato vieron algo que en un principio parecía más un engrosamiento de la niebla que un objeto sólido, pero que resultó ser un espigón que asomaba de improviso a través del agua. Los pilotes estaban podridos y las tablas cubiertas de lodo y algas. Más allá no había nada: el sendero finalizaba donde comenzaba el espigón, y donde finalizaba el espigón comenzaba la niebla. La muerte de Lyra, tras haberles guiado hasta allí, se inclinó ante la niña, se sumergió en la niebla y desapareció antes de que ésta pudiera preguntarle qué debían hacer a continuación.
—Escucha —dijo Will.
A lo lejos, en la invisible superficie del agua, se oía un sonido pausado: un crujido de madera y un chapoteo quedo y sistemático. Will se llevó la mano a la daga que llevaba al cinto y avanzó con cautela sobre las precarias tablas, seguido de Lyra. Las libélulas se posaron sobre los pilotes cubiertos de algas, como dos guardianes heráldicos, y los niños se detuvieron al final del espigón, escrutando la niebla y enjugándose las gotas de humedad adheridas a las pestañas. El único ruido que se oía era aquel acompasado crujir y chapoteo, que percibían cada vez más cerca.
—¡No vayamos allí! —susurró Pantalaimon.
—Es preciso —dijo Lyra.
Ésta miró a Will, cuyo rostro reflejaba una expresión seria, decidida e impaciente: no estaba dispuesto a rendirse. Y los gallivespianos, Tialys posado en el hombro de Will y Salmakia en el de Lyra, se mostraban tranquilos y alertas. Las libélulas tenían las alas perladas de niebla, como telarañas; de vez en cuando las batían rápidamente para sacudirse las gotitas de humedad, que debían de pesarles, pensó Lyra. La niña confiaba que en la tierra de los muertos hubiera comida para las libélulas.
Entonces vieron la embarcación.
Era una vieja barca de remos, desvencijada, repleta de parches, con la madera podrida. La figura que remaba era tan anciana que resultaba imposible calcular su edad. Iba cubierta con una túnica de arpillera anudada a la cintura con una cuerda. Tenía la decrépita espalda encorvada; las manos huesudas empuñaban los remos; los ojos húmedos y pálidos, permanecían semiocultos entre los pliegues y las arrugas de su piel grisácea.
El hombre soltó un remo y alzó su mano deforme hacia la anilla de hierro sujeta al poste instalado en una esquina del espigón. Con la otra mano movió el remo para acercar la barca hasta la plataforma de madera.
No era necesario decir nada. Will subió a la barca y Lyra avanzó para subir también.
Pero el remero alzó la mano.
—Ése no —farfulló con voz áspera.
—¿Quién?
—Ése.
El anciano señaló con un dedo amarillo grisáceo a Pantalaimon, cuya forma de comadreja pardusca se transformó de inmediato en un armiño blanco.
—¡Pero ése soy yo! —protestó Lyra.
—Si tú vienes, él debe quedarse.
—¡Eso es imposible! ¡Moriríamos!
—¿No es eso lo que quieres?
Lyra comprendió por primera vez las consecuencias de lo que estaba haciendo. Se echó a temblar, aterrorizada, y abrazó a su querido daimonion con tal fuerza que lanzó un gemido de dolor.
—Pero ellos… —dijo Lyra con aire desvalido, pero enseguida se contuvo pues no era justo señalar que los otros tres no tenían que renunciar a nada.
Will la observó inquieto. La niña miró alrededor, el lago, el espigón, el tosco sendero, los charcos de lodo, los arbustos muertos y anegados… ¿Cómo iba a sobrevivir allí su Pan sin ella? El daimonion temblaba dentro de la camisa de Lyra, sobre su piel desnuda, buscando ansioso su calor. ¡Era imposible! ¡Jamás lo dejaría!
—Si tú vienes, él debe quedarse aquí —repitió el remero.
Lady Salmakia sacudió las riendas y su libélula abandonó el hombro de Lyra y fue a aterrizar sobre la regala de la barca. Tialys se posó inmediatamente junto a ella. Ambos dijeron algo al remero. Lyra miraba la escena como un condenado a muerte observa el tumulto que se produce en la sala del tribunal cuando aparece un mensajero que podría ser portador del perdón para el reo.
El remero se inclinó para oír lo que decían los gallivespianos y luego meneó la cabeza.
—No —insistió—. Si ella viene, ése tiene que quedarse.
—Eso no es justo —protestó Will—. Los demás no tenemos que renunciar a una parte de nosotros mismos. ¿Por qué tiene que hacerlo Lyra?
—Vosotros también renunciáis a una parte de vuestro ser —replicó el remero—. Por desgracia para ella, puede ver y hablar con esa parte de sí misma que debe dejar atrás. Vosotros no os daréis cuenta hasta que estéis navegando, y entonces será demasiado tarde. Pero todos dejaréis aquí a esa parte de vuestro ser. Los daimonions no pueden viajar a la tierra de los muertos.
«No padecimos lo de Bolvangar para esto —pensaron al unísono Lyra y Pantalaimon—. ¿Cómo volveremos a encontrarnos?»
Lyra se giró para contemplar la desolada e inmunda orilla del lago, sombría e infestada de enfermedades y veneno, y al pensar en su querido Pan, su compañero del alma, allí solo, viendo cómo ella desaparecía entre la niebla, estalló en sollozos. La niebla sofocó el eco de su apasionado llanto, pero a lo largo de la orilla del lago, en los numerosos charcos y pantanos, en los retorcidos y grotescos tocones, las desdichadas criaturas que pululaban por aquel paraje percibieron sus amargos sollozos y corrieron a ocultarse, aterrorizadas ante aquel arrebato de pasión.
—Si él pudiera venir… —dijo Will, tratando desesperadamente de poner fin al sufrimiento de su amiga. Pero el remero denegó con la cabeza.
—Él puede subir a la barca, pero si lo hace la barca se queda aquí —declaró.
—¿Pero cómo volverá a encontrarse con él?
—Lo ignoro.
—Cuando nos marchemos de allí, ¿pasaremos de nuevo por este lugar?
—¿Marcharos de allí?
—Sí, iremos a la tierra de los muertos y luego regresaremos.
—Por aquí no regresaréis.
—Pues por otra ruta, pero regresaremos. ¡Ya lo creo!
—He transportado a millones, pero ninguno de ellos ha regresado nunca.
—Entonces seremos los primeros. Ya encontraremos la forma de salir de allí. Y puesto que vamos a regresar, te ruego buen hombre que seas benévolo y te compadezcas de ella. ¡Deja que se lleve a su daimonion!
—No —contestó el remero meneando su vetusta cabeza—. No es una regla que podáis romper. Es una ley como ésta… —El hombre se inclinó sobre la borda para tomar un puñado de agua, y a continuación colocó la mano boca abajo y dejó que ésta se deslizara entre sus dedos—. La ley que hace que el agua caiga de nuevo en el lago. No puedo poner la mano boca arriba y hacer que el agua vuele hacia lo alto. Como tampoco puedo llevar al daimonion de la niña a la tierra de los muertos. Tanto si ella viene como si no, él debe quedarse aquí.
Lyra no veía nada: tenía el rostro sepultado en el pelo de Pantalaimon. Pero Will vio que Tialys desmontaba de su libélula dispuesto a arrojarse sobre el remero. A Will no le pareció mal la intención del espía, pero el anciano advirtió la maniobra y volvió su vetusta cabeza.
—¿Cuántos siglos crees que llevo transportando a la gente a la tierra de los muertos? ¿No crees que si existiera algo capaz de lastimarme ya habría ocurrido hace mucho tiempo? Las personas que llevo allí no lo aceptan de buen grado. Se resisten y gritan como posesos, tratan de sobornarme, me amenazan y luchan desesperadamente; pero todo es inútil. No puedes herirme con tu espolón. Más vale que consoléis a la niña; ella vendrá con nosotros. No os ocupéis de mí.
Will apenas podía mirar a Lyra, que pasaba por los momentos más difíciles de su vida. Se odiaba a sí misma, odiaba la empresa en la que se habían embarcado, sufría por Pan, con Pan y debido a Pan, y trataba de depositarlo sobre el gélido sendero, desenganchando sus garras de gato de sus ropas, sin dejar de sollozar. Will se tapó los oídos: no soportaba aquellos horribles gemidos del daimonion, que se aferraba desesperadamente a la niña.
Nada impedía a Lyra volverse atrás.
Podía decir no, esto es una mala idea, no debemos seguir adelante.
Podía ser fiel al entrañable, profundo y perenne vínculo que la ligaba a Pantalaimon, podía anteponerlo a todo lo demás, podía olvidarse del resto…
Pero no podía.
—Pan, nadie ha hecho esto antes que nosotros —murmuró Lyra, temblando—, pero Will asegura que volveremos y yo te juro, Pan, mi querido Pan, te juro que volveremos… De veras… Cuídate, cariño… Aquí estarás seguro, volveremos… ¡Aunque tenga que pasar el resto de mi vida buscándote, no descansaré hasta…! ¡Ay, Pan…, mi querido Pan…, no tengo más remedio que…!
Lyra lo apartó, y el daimonion, temblando de frío y aterrorizado, se agazapó sobre el suelo cubierto de lodo.
Will no podía apreciar en qué animal se había convertido Pantalaimon. Parecía muy joven, un cachorro, desvalido y derrotado, una criatura tan sumida en la tristeza que era más tristeza que criatura. Sus ojos no se apartaban de Lyra. Will observó que ella se esforzaba en no volver la cara, en no rehuir su sentimiento de culpa, y admiró su honradez y su coraje al tiempo que sufría por que la niña tuviera que separarse de su daimonion. Entre ellos había una corriente tan fuerte de sentimiento que hasta la atmósfera estaba cargada de electricidad.
Pantalaimon no preguntó por qué, pues ya lo sabía; y no preguntó a Lyra si quería más a Roger que a él, ya que también sabía la respuesta. Y sabía que si él decía algo, Lyra no podría resistirlo; de modo que el daimonion guardó silencio para no disgustar al ser humano que le iba a abandonar, y ambos fingieron que la separación no les dolería, que muy pronto volverían a reunirse, que todo saldría bien. Pero Will sabía que la niña tenía el corazón destrozado.
Lyra subió a la barca. Pesaba tan poco que la embarcación apenas se movió. Se sentó junto a Will, sin apartar la vista de Pantalaimon, que permaneció temblando en el borde del espigón. Pero cuando el remero soltó la anilla de hierro y empuñó los remos para alejarse, el pequeño daimonion perro trotó por la plataforma hasta alcanzar el extremo; sus pezuñas resonaban suavemente sobre las tablas mientras el animalito observaba en silencio cómo se alejaba la barca. Al cabo de unos instantes el espigón se desvaneció en la niebla.
Entonces Lyra se puso a sollozar tan apasionadamente que incluso en aquel mundo donde los sonidos quedaban sofocados por la niebla produjo un eco, aunque por supuesto no era un eco sino la otra parte de su ser que sollozaba desde la tierra de los vivos mientras Lyra se alejaba hacia la tierra de los muertos.
—Mi corazón, Will… —gimió la niña, aferrándose a él con la cara contraída en un rictus de dolor.
Y así fue como se cumplió la profecía que el maestro del Colegio Jordan había hecho a la bibliotecaria, de que Lyra cometería una grave traición que le causaría un gran daño.
Pero Will sintió que en su corazón se acumulaba un gran dolor, y a través del dolor vio que los dos gallivespianos, abrazados al igual que Lyra y él, experimentaban la misma angustia.
Una parte de ese dolor era físico. Will sintió como si una mano de hierro le estrujara el corazón y se lo arrancara entre las costillas, y se oprimió el pecho con las manos en un vano intento de impedirlo. Era un dolor mucho más profundo y terrible que el que había sentido al perder los dedos. Pero al mismo tiempo era psicológico, como si alguien le arrancara en contra de su voluntad algo secreto e íntimo. Will se sintió abrumado por una mezcla de dolor, vergüenza, temor y rabia, porque él mismo había causado aquel angustioso dolor.
Pero aún había algo peor. Era como si él hubiera dicho: «No me mates a mí, tengo miedo; mata a mi madre, no me importa, no la quiero», y ella fingió no haberlo oído para no herirle, ofreciéndose a morir en su lugar por amor a su hijo. Will se sintió como el más vil de los canallas.
Sabía por tanto que esas cosas obedecían a que también él tenía un daimonion, y que al margen de lo que éste fuera, también lo había dejado atrás, con Pantalaimon, en aquel paraje envenenado y desolado. Will y Lyra pensaron lo mismo simultáneamente y cruzaron una mirada cargada de temor. Y por segunda y última vez en sus vidas, ambos hallaron sus propias expresiones en el rostro del otro.
Sólo el remero y las libélulas parecían indiferentes al viaje que habían emprendido. Los grandes insectos se mostraban pletóricos de vida y belleza incluso en aquella densa y pegajosa neblina, agitando suavemente sus sutiles alas para librarse de la humedad; y el anciano, vestido con su túnica de arpillera, se movía hacia delante y atrás, una y otra vez, con los pies en el suelo de la barca lleno de charcos de lodo.
El viaje duró más de lo que Lyra había imaginado. Aunque una parte de ella sufría debido a la angustia de pensar en Pantalaimon, abandonado en la orilla del lago, otra trataba de adaptarse al dolor, midiendo sus propias fuerzas, curiosa por ver qué ocurriría cuando desembarcaran en la tierra de los muertos.
Will rodeó los hombros de Lyra con su vigoroso brazo para darle ánimos, pero también él miraba al frente escrutando aquella plomiza y húmeda opacidad, y pendiente de un ruido distinto del chapoteo de los remos. De pronto apareció frente a ellos un farallón o una isla. Oyeron un sonido que parecía envolverles antes de observar que la niebla se había oscurecido.
El anciano maniobró con un remo para girar la barca ligeramente hacia la izquierda.
—¿Dónde estamos? —preguntó el caballero Tialys con voz un tanto ronca, como si también él sufriera algún dolor.
—Cerca de la isla —contestó el remero—. Dentro de cinco minutos llegaremos al desembarcadero.
—¿Qué isla? —inquirió Will. Su voz sonaba también ronca y tan tensa que casi no parecía la suya.
—La puerta de acceso a la tierra de los muertos se halla en esa isla —indicó el remero—. Todo el mundo acude aquí, reyes, reinas, asesinos, poetas, niños. Todo el mundo viene a parar aquí y nadie regresa jamás.
—Nosotros sí regresaremos —replicó Lyra con vehemencia.
El remero no dijo nada, pero sus viejos ojos estaban llenos de compasión.
Mientras se aproximaban contemplaron las ramas de los cipreses y tejos que pendían sobre el agua, de color verde oscuro, densas y lúgubres. La isla era muy escarpada y los árboles formaban una vegetación tan frondosa que ni un hurón habría podido deslizarse entre ellos. Lyra pensó entonces en Pan, que sin duda le habría enseñado lo bien que lo hacía. Pero ni entonces ni quizá nunca podría hacerle ninguna demostración.
—¿Estamos muertos? —preguntó Will al remero.
—Da lo mismo —respondió éste—. Algunos vienen aquí convencidos de que no están muertos. Durante todo el trayecto insisten en que están vivos, en que se trata de un error, que alguien pagará por él; pero da lo mismo. Otros anhelaban estar muertos cuando vivían, pobrecillos; unas vidas llenas de dolor y desgracias; algunos se matan para darse un respiro, y comprueban que nada ha cambiado salvo a peor, y que esta vez no hay escapatoria; no puedes regresar de la muerte a la vida. Otros son frágiles y enfermos, a veces meros bebés, que apenas han venido al mundo cuando bajan a la tierra de los muertos. Más de una vez he remado en esta barca sosteniendo en mis brazos a un bebé que no cesaba de lloriquear, que no llegó a conocer la diferencia entre allí arriba y aquí abajo. Y ancianos, los ricos son los peores, que gruñen y me maldicen, protestando y gritando que quién me creo que soy, que han ahorrado toda su vida y han acumulado una gran fortuna, de la que me ofrecen una parte sustanciosa si los llevo a la otra orilla del lago. Cuando esto falla me amenazan con hacer que caiga sobre mí todo el peso de la ley, porque tienen amigos influyentes y conocen al Papa, al rey de no sé qué y al duque de no sé cuántos, que gozan de una posición influyente y que harán que me juzguen y encarcelen… Pero en su fuero interno saben la verdad: que la única posición que ocupan es un espacio en mi barca que se dirige a la tierra de los muertos, y que por lo que se refiere a esos reyes y papas, todos ellos viajarán más pronto o más tarde en mi barca, cuando les toque el turno, seguramente antes de lo que imaginan. Yo les dejo que griten y protesten porque no pueden herirme. Y al final todos callan.
»De modo que si no sabes si estás vivo o muerto, y esa niña jura y perjura que regresará al mundo de los vivos, yo no voy a llevaros la contraria. No tardaréis en averiguar lo que sois.
Mientras hablaba, el anciano no había dejado de remar por la orilla, pero de pronto sacó los remos del agua, los dejó en el suelo de la barca y alargó la mano derecha para asir el primer poste que sobresalía del lago.
Luego condujo la barca a lo largo de un estrecho muelle y la mantuvo quieta para que pudieran desembarcar. Lyra no quería bajar. Mientras permaneciera cerca de la barca, Pantalaimon podría recordarla con claridad, porque así era como la había visto por última vez, pero cuando ella se alejara de la embarcación, él no podría evocar su imagen. Pero las libélulas alzaron el vuelo y Will desembarcó, pálido y oprimiéndose el pecho, de modo que ella no tuvo más remedio que abandonar también la barca.
—Gracias —le dijo al remero—. Cuando regrese, si ve a mi daimonion, dígale que le quiero más que a nadie en el mundo de los vivos y de los muertos, y que juro que regresaré a buscarlo, aunque nadie lo haya conseguido nunca. Juro que lo haré.
—Se lo diré —dijo el anciano remero.
Dicho esto se alejó, y el sonido lento y acompasado de sus remos se fue desvaneciendo en la niebla.
Los gallivespianos regresaron volando, tras haberse alejado un poco, y se posaron en los hombros de los niños, como antes: Salmakia sobre Lyra y Tialys sobre Will. Los viajeros se detuvieron en el borde de la tierra de los muertos. No veían más que niebla, aunque por el tono oscuro que ésta había adquirido dedujeron que una gran muralla se alzaba ante ellos.
Lyra se estremeció. Tenía la sensación de que su piel se había transformado en encaje, y por entre sus costillas salía un aire gélido y húmedo que le producía escozor en la herida que le había ocasionado Pantalaimon al separarse de ella. Pensó que eso mismo debió de sentir Roger al precipitarse por la ladera de la montaña, tratando de aferrarse desesperadamente a los dedos de ella.
Permanecieron inmóviles, aguzando el oído. El único sonido que percibían era el incesante repiqueteo de agua que caía de las hojas, y al alzar la vista les cayeron unas gotitas sobre las mejillas.
—No podemos quedarnos aquí —observó Lyra.
Se alejaron del muelle, caminando muy juntos, y se dirigieron hacia la muralla. Unos gigantescos bloques de piedra de color verdusco debido al lodo que se había ido acumulado sobre ellos a lo largo de los siglos, se alzaban a través de la niebla hasta el infinito. Al acercarse oyeron unos gritos, aunque era imposible adivinar si eran humanos: gritos agudos y lastimeros y alaridos que flotaban en el aire como filamentos de una medusa, causando dolor en todo cuanto tocaban.
—Mirad, una puerta —dijo Will con voz ronca y tensa.
Era una desvencijada y pequeña puerta de madera situada bajo un bloque de piedra. Antes de que Will pudiera alargar la mano para abrirla, oyeron muy cerca de ellos uno de aquellos agudos alaridos que les perforó los tímpanos y les sobrecogió.
Los gallivespianos alzaron el vuelo a lomos de sus libélulas, que parecían unos diminutos caballos de batalla prestos a entrar en acción. Pero sobre ellos cayó en picado una extraña criatura que les derribó de un golpe brutal con el ala, tras lo cual se posó sobre un saliente situado sobre las cabezas de los niños. Tialys y Salmakia se incorporaron y apaciguaron a sus aterrorizadas monturas.
La extraña criatura era una inmensa ave del tamaño de un buitre, con cara y senos de mujer. Will había visto dibujos de criaturas como aquélla, y cuando la vio con claridad comprendió que se trataba de una arpía. Tenía el rostro liso y sin una arruga, pero era más vieja incluso que las brujas: había visto transcurrir miles de años, y la crueldad y miseria de todos ellos había formado una odiosa expresión sobre sus rasgos. Pero cuando los viajeros la observaron más de cerca, la criatura les pareció aún más repulsiva. Tenía las cuencas de los ojos llenas de unas pústulas asquerosas y los labios cubiertos por una costra roja y reseca, como si llevara siglos vomitando sangre. El pelo, negro, sucio y apelmazado, le llegaba a los hombros. Las afiladas garras se asían a la piedra con ferocidad. Tenía unas alas negras y poderosas dobladas en la espalda, y cada vez que se movía desprendía pútrido hedor.
Pese a las náuseas y el intenso dolor que sentían, Will y Lyra se enderezaron para encararse con la criatura.
—¡Pero si estáis vivos! —les espetó la arpía.
Will jamás había experimentado un odio y un terror tan intensos hacia un ser humano como el que sentía por aquella arpía.
—¿Quién eres? —inquirió Lyra, a quien la arpía le causaba igual repulsión.
La respuesta fue un alarido. Abrió la boca y les lanzó un chorro de ruido a la cara con tal fuerza que a los niños les retumbó la cabeza y a punto estuvieron de caer de espaldas. Will y Lyra se abrazaron al tiempo que el alarido daba paso a unas burlonas carcajadas que fueron coreadas por las voces de otras arpías que resonaban a través de la niebla en la orilla del lago. Aquel griterío cargado de odio y desprecio recordó a Will la despiadada crueldad de los niños en el patio de la escuela, pero allí no había maestros para poner orden, nadie a quien acudir en busca de ayuda ni ningún sitio donde refugiarse.
Will se llevó la mano a la daga que llevaba al cinto y miró a la arpía a los ojos, aunque estaba totalmente aturdido por la potencia del alarido que había lanzado.
—Si pretendes detenernos —dijo—, además de gritar prepárate para luchar, porque vamos a atravesar esa puerta.
La arpía movió de nuevo su nauseabunda boca roja, pero esta vez fue para fruncir los labios en un simulacro de beso.
—Tu madre está sola —dijo—. Le causaremos pesadillas. ¡Gritaremos para aterrorizarla mientras duerme!
Will no se movió, porque por el rabillo del ojo vio que lady Salmakia se deslizaba con cautela sobre la rama en la que estaba posada la arpía. Tialys retenía en el suelo a la libélula de su compañera, que no cesaba de agitar las alas. De pronto la dama se abalanzó sobre la arpía y le clavó el espolón en la pata cubierta de costras, al tiempo que Tialys lanzaba a la libélula hacia arriba. En menos de un segundo Salmakia saltó de la rama, aterrizó sobre el lomo de su montura color azul eléctrico y se elevó por los aires.
El veneno surtió efecto al instante. Otro alarido, mucho más potente que el anterior, quebró el silencio al tiempo que la arpía batía las alas con tal fuerza que Will y Lyra se tambalearon por la violenta racha de aire. Pero la arpía siguió aferrada a la piedra con las garras, el rostro teñido de rojo por la ira y el pelo erizado como una cresta de serpientes.
Will tomó a Lyra de la mano y echaron a correr hacia la puerta, pero la arpía se precipitó sobre ellos y les habría abatido sin duda de no haber sido por Will, que se volvió al tiempo que tiraba de Lyra y amenazó a la grotesca criatura con la daga, obligándola a remontar el vuelo.
Los gallivespianos se lanzaron en el acto sobre ella, rozándole la cara, pero se alejaron presurosos, incapaces de asestarle un golpe contundente. En cualquier caso lograron desconcertar a la arpía, que comenzó a aletear con tal torpeza que estuvo a punto de caer al suelo.
—¡Tialys! ¡Salmakia! ¡Deteneos!
Los espías tiraron de las riendas de sus libélulas y se elevaron por los aires sobre las cabezas de los niños. Otras figuras sombrías se arremolinaron en la niebla al tiempo que se dejaban oír los gritos y las carcajadas burlonas de un centenar de arpías situadas a orillas del lago. La primera batió las alas, sacudió su pelambrera, estiró las patas y flexionó las garras. Lyra reparó en que estaba indemne.
Tras unos instantes de incertidumbre los gallivespianos regresaron junto a Lyra, que extendió ambas manos para que se posaran en ellas.
—La niña tiene razón —comentó Salmakia a Tialys al darse cuenta de lo que Lyra había pretendido darles a entender—. Por algún motivo, no podemos lastimarla.
—¿Cómo se llama, señora? —preguntó Lyra.
La arpía extendió las alas y los viajeros estuvieron a punto de desmayarse debido al espantoso olor de descomposición y podredumbre que emanaba.
—¡Sin Nombre! —replicó.
—¿Qué quiere de nosotros? —pregunto Lyra.
—¿Qué podéis darme?
—Podríamos decirle dónde hemos estado. Tal vez eso le interese, no sé. Cuando nos dirigíamos hacia aquí hemos visto muchas cosas extrañas.
—Ah, ¿o sea que me ofreces contarme una historia?
—Si eso le complace.
—Quizás. ¿Y luego qué?
—Confío en que nos permita atravesar esa puerta para encontrar al fantasma que venimos buscando, si es usted tan amable.
—Bueno, pues adelante. Intentadlo —dijo Sin Nombre.
Pese a las náuseas y al dolor, Lyra sintió que tenía el triunfo al alcance de la mano.
—Ten cuidado —le susurró Salmakia. Pero Lyra había comenzado a dar mentalmente los oportunos retoques a la historia que había relatado la víspera, dándole forma, recortando, perfeccionando y añadiendo: «padres muertos», «tesoro de familia», «naufragio»; «huida…».
—Bueno —dijo, metiéndose en su papel de narradora de historias—, todo comenzó cuando yo era un bebé. Mis padres, el duque y la duquesa de Abingdon, eran riquísimos. Mi padre era uno de los consejeros del Rey, el cual se alojaba en nuestra casa con frecuencia. Mi padre y él cazaban en nuestro bosque. La casa que teníamos allí, donde yo nací, era la mansión más grande de todo el sur de Inglaterra. Se llamaba…
Sin lanzar siquiera un grito de advertencia, la arpía se arrojó sobre Lyra con las garras extendidas. Afortunadamente Lyra consiguió zafarse, pero una de las garras le arañó el cuero cabelludo y le arrancó un mechón de pelo.
—¡Mentirosa! ¡Mentirosa! —chilló la arpía—. ¡Mentirosa!
Tras describir un círculo en el aire, la arpía se lanzó de nuevo sobre Lyra tratando de herirle en el rostro; pero Will sacó la daga y se interpuso en su camino. Sin Nombre varió su trayectoria justo a tiempo para eludir el filo de la daga. Will empujó a Lyra hacia la puerta, pues la niña estaba aturdida y medio cegada por la sangre que le corría por el rostro. Will no tenía ni idea de dónde se habían metido los gallivespianos, pero la arpía se había precipitado de nuevo contra ellos, gritando de rabia y odio:
—¡Mentirosa! ¡Mentirosa! ¡Mentirosa!
Parecía como si su voz viniera de todas partes. El eco de la palabra rebotaba amortiguada y distinta en la gigantesca muralla que se alzaba entre la niebla, de forma que no se sabía bien si la arpía gritaba «mentirosa» o «asquerosa».
Will estrechó a la niña contra su pecho, alzando el hombro para protegerla, y sintió cómo temblaba entre sollozos. Luego hundió la daga sin dilación en la desvencijada puerta de madera y arrancó la cerradura con un golpe certero de la hoja.
Acto seguido él y Lyra, junto con los espías montados en sus veloces libélulas, se precipitaron en los dominios de los fantasmas mientras a sus espaldas los gritos de la arpía eran coreados y amplificados por las demás en la brumosa orilla del lago.