ESTABA
FURIOSO CON
MI AMIGO; SE LO DIJE A MI CÓLERA, Y MI CÓLERA SE DISIPÓ.
WILLIAM BLAKE
Aquí y allá se veían unas hogueras encendidas entre las ruinas. La ciudad era un caos, sin calles, plazas ni espacios abiertos salvo en los lugares donde se había derrumbado un edificio. Entre los restos se alzaban unas pocas iglesias y edificios públicos, aunque sus tejados estaban llenos de agujeros y sus muros agrietados; un pórtico entero se había desplomado sobre sus columnas. Entre los cascotes de los edificios de piedra habían construido un laberíntico amasijo de casuchas y chabolas con fragmentos de madera para techar, viejos barriles de gasolina o latas de galletas, láminas rotas de polietileno y pedazos de madera contrachapada y cartón.
Los fantasmas que habían ido con ellos se apresuraron hacia la población. Era tal la cantidad de fantasmas que acudían de todas direcciones que parecían granos de arena deslizándose hacia el orificio de un reloj de arena. Entraron con paso decidido en el sórdido caos de la ciudad como si supieran hacia dónde se dirigían. Cuando Lyra y Will se disponían a seguirlos, una figura salió de un desvencijado portal y los detuvo.
—Alto, alto —dijo.
A sus espaldas brillaba una luz tenue y no era fácil distinguir sus rasgos, pero no era un fantasma sino un ser vivo, como ellos. Era un hombre delgado, de una edad difícil de precisar, vestido con un traje de hombre de negocios, roto y deslucido. Sostenía un lápiz y un manojo de papeles sujetos con una enorme pinza. El edificio del que acababa de salir tenía el aspecto de la aduana de una frontera poco transitada.
—¿Qué lugar es éste? —preguntó Will—. ¿Por qué no podemos entrar?
—No estáis muertos —respondió el hombre con tono cansino—. Tenéis que aguardar en la zona de espera. Seguid por la carretera hasta llegar a una caseta situada a mano izquierda y entregad estos papeles al funcionario.
—Disculpe la pregunta, señor —dijo Lyra—, ¿pero cómo es que hemos llegado hasta aquí si no estamos muertos? Éste es el mundo de los muertos, ¿no es así?
—Son los aledaños del mundo de los muertos. A veces los vivos llegan aquí por error, pero tienen que aguardar en la zona de espera antes de proseguir.
—¿Durante cuánto tiempo?
—Hasta que mueren.
Will estaba hecho un lío. Vio que Lyra parecía dispuesta a discutir con el hombre, pero antes de que abriera la boca se apresuró a preguntar:
—¿Podría explicarnos qué sucede entonces? Me refiero a si estos fantasmas que vienen aquí se quedan en esta ciudad para siempre.
—No, no —contestó el funcionario—. Esto es sólo un puerto de tránsito. A partir de aquí toman un barco.
—¿Y adónde van? —inquirió Will.
—Eso no te lo puedo decir —replicó el hombre con una sonrisa de amargura—. Circulad, por favor, id a la zona de espera.
Will tomó los papeles que le entregó el hombre. Luego tomó a Lyra del brazo y se la llevó de allí.
Las libélulas volaban con movimientos torpes y Tialys les explicó que necesitaban descansar. Se posaron en la mochila de Will y Lyra dejó que los espías se instalaran sobre sus hombros. Pantalaimon, en versión leopardo, los miró celoso pero no dijo nada. Siguieron avanzando por el camino, sorteando las míseras chabolas y los charcos de porquería, observando la interminable hilera de fantasmas que llegaban y entraban sin mayores dificultades en la población.
—Tenemos que atravesar el lago, como todos los demás —dijo Will—. Espero que la gente que está en la zona de espera nos explique cómo hacerlo. De todos modos no parecen enfadados ni peligrosos. Es curioso. Y estos papeles…
Eran unas hojas arrancadas de un bloc, en las que había unas palabras garabateadas con lápiz y tachadas. Parecía como si aquella gente se divirtiera jugando a ver si los viajeros que pasaban por allí les plantaban cara o cedían y se echaban a reír. No obstante, todo parecía muy real.
Había oscurecido y refrescado, y era difícil calcular el tiempo. Lyra dedujo que llevaban caminando una hora, o quizá dos; en cualquier caso, el aspecto del lugar no había variado. Por fin llegaron a una caseta de madera semejante a la anterior, iluminada por la tenue luz de una bombilla que pendía de un cable sobre la puerta.
Al acercarse, un hombre vestido como el anterior salió sosteniendo en una mano una rebanada de pan untada con mantequilla. Sin decir palabra, examinó los papeles y asintió con la cabeza.
Luego les devolvió los papeles y dio media vuelta.
—Disculpe —dijo Will cuando el hombre se disponía a entrar de nuevo en la caseta—, ¿adónde tenemos que dirigirnos?
—Debéis buscar un lugar donde alojaros —respondió el hombre amablemente—. Preguntad y os informarán. Todos esperan, como vosotros.
El funcionario se volvió y cerró la puerta de la caseta para refugiarse del frío. Los viajeros se dirigieron al centro de aquel mísero suburbio donde tenían que hospedarse los vivos.
Era muy parecido al núcleo de la población: unas destartaladas casuchas, reparadas montones de veces con trozos de plástico o de plancha de hierro ondulado, que se alzaban apoyadas precariamente unas en otras a lo largo de embarrados callejones. En algunos lugares, un cable eléctrico colgaba de un soporte formando bucles y a lo largo de un grupo de chabolas, para procurar la mínima cantidad de energía necesaria para encender una o dos bombillas. Pero la mayor parte de la luz procedía de las hogueras. Su humeante y rojo resplandor iluminaba los pedazos y restos de material de construcción, como si fueran las últimas llamas que quedaban de una gran conflagración, que seguían vivas por pura maldad.
Pero cuando Will, Lyra y los gallivespianos se acercaron y contemplaron la escena con más detalle, distinguieron muchas figuras sentadas solas en la oscuridad, apoyadas en los muros o formando pequeños grupos, charlando en voz baja.
—¿Por qué no están esas personas en sus casas? —preguntó Lyra—. Hace frío.
—No son personas —contestó lady Salmakia—. Ni siquiera son fantasmas. Son otra cosa, aunque no sé exactamente qué.
Los viajeros llegaron al primer grupo de chabolas, iluminadas por una de aquellas débiles bombillas que pendían de un cable y que se balanceaban bajo el fuerte viento. Will apoyó la mano en la daga. Frente a ellas había un grupo de aquellos seres con forma de personas, jugando a los dados en cuclillas. Cuando los niños se acercaron, se pusieron de pie. Eran cinco hombres con los rostros en sombras y vestidos con ropas raídas, que los observaron en silencio.
—¿Cómo se llama esta ciudad? —preguntó Will.
Nadie respondió. Algunos hombres retrocedieron un paso y los cinco se agruparon como si fueran ellos los que estuvieran asustados. Lyra sintió que se le ponía la piel de gallina y se le erizaba el vello de los brazos, aunque no habría sabido decir por qué. Pantalaimon, oculto dentro de su camisa, no cesaba de temblar y susurrar:
—No, no, Lyra, déjalo estar. Vámonos, por favor, regresemos…
Las «personas» no se movieron.
—Bien, pues buenas noches —dijo Will encogiéndose de hombros y echando a andar.
Todas las figuras con las que toparon reaccionaron de forma parecida, lo cual no hizo sino aumentar la inquietud de los niños.
—¿Dónde están los espantos? —preguntó Lyra con tono quedo—. ¿Somos lo suficientemente mayores para ver a los espantos?
—No creo. Si lo fuéramos, ya nos habrían atacado. Supongo que deben de estar tan asustados como nosotros. No sé qué son.
En ese momento se abrió una puerta y un haz de luz se derramó sobre el suelo embarrado. En el umbral apareció un hombre —un ser humano de carne y hueso—, que los observó mientras se acercaban. El pequeño grupo de figuras arracimadas junto a la puerta retrocedió unos pasos, como en señal de respeto, y los niños vieron el rostro del hombre: recio, inofensivo y amable.
—¿Quiénes sois? —preguntó.
—Unos viajeros —contestó Will—. No sabemos dónde nos encontramos. ¿Qué población es ésta?
—Es una zona de espera —aclaró el hombre—. ¿Venís de muy lejos?
—Sí, de muy lejos —respondió Will—. ¿Podríamos comprar comida y pagar por nuestro alojamiento?
El hombre miró más allá de ellos, escrutando la oscuridad. Luego salió y echó una ojeada en derredor, como si faltara alguien. Por último se dirigió hacia las extrañas figuras que estaban a su lado.
—¿Habéis visto alguna muerte? —preguntó.
Las figuras movieron la cabeza en sentido negativo.
—No, no, ninguna —les oyeron murmurar los niños.
El hombre se volvió. A sus espaldas, en el umbral, aparecieron otros rostros: una mujer, dos niños de corta edad y otro hombre. Parecían nerviosos y asustados.
—¿Una muerte? —preguntó Will—. Nosotros no traemos ninguna muerte.
Pero eso era justamente lo que les inquietaba, porque cuando Will habló las personas vivas mostraron su asombro con breves exclamaciones y las figuras que estaban fuera retrocedieron unos pasos.
—Disculpen —intervino Lyra, adelantándose educadamente, como si se hallara en presencia de la gobernanta del Colegio Jordan—. No he podido por menos de fijarme en ellos, me refiero a esos caballeros que hay ahí. ¿Están muertos? Perdonen la pregunta si les parece grosera, pero en el lugar de donde yo vengo resulta bastante extraño. Allí nunca hemos visto a nadie como ellos. Les pido disculpas si les he ofendido sin querer, pero es que en mi mundo tenemos daimonions, todo el mundo tiene un daimonion, y nos chocaría ver a alguien que no lo tuviera, como imagino que a ustedes les choca nuestro aspecto. Desde que Will y yo viajamos (éste es Will y yo soy Lyra), he comprobado que algunas personas no tienen daimonions, como por ejemplo Will. Al principio eso me asustaba, hasta que me di cuenta de que eran personas normales y corrientes como yo. Supongo que ése es el motivo de que las gentes de su mundo se pongan nerviosas al vernos, porque piensan que somos diferentes.
—¿Lyra? ¿Will? —preguntó el hombre.
—Sí, señor —respondió Lyra con humildad.
—¿Y ésos son vuestros daimonions? —inquirió el hombre señalando a los espías posados en los hombros de la niña.
—No —contestó Lyra. Estuvo tentada de decir «son nuestros sirvientes», pero temió que a Will no le pareciera bien, de modo que aclaró—: Son nuestros amigos, el caballero Tialys y lady Salmakia, unas personas muy distinguidas que viajan con nosotros. Ah, y éste es mi daimonion —añadió, sacando del bolsillo a Pantalaimon-ratón—. Como ve, somos inofensivos y prometemos no hacerles daño. Necesitamos comida y cobijo. Mañana nos marcharemos. De veras.
Todos aguardaron. El tono humilde de Lyra había logrado apaciguar la inquietud del hombre, y los espías tuvieron la sensatez de adoptar una expresión modesta e inofensiva.
—Bueno, aunque es extraño —dijo el hombre al cabo de unos instantes—, lo cierto es que vivimos en unos tiempos muy extraños… Pasad, pues, sed bienvenidos…
Las figuras que estaban fuera asintieron, dos de ellas hicieron una breve reverencia y se apartaron respetuosamente para dejar pasar a Will y a Lyra, que entraron en la cabaña. El hombre cerró la puerta tras él y enganchó un alambre en un clavo para asegurarla.
Constaba de una sola habitación, iluminada por una lámpara de queroseno que reposaba en la mesa, limpia pero destartalada. Las paredes de madera contrachapada estaban decoradas con fotografías recortadas de revistas de cine, enmarcadas por huellas de dedos tiznados. Junto a la pared había una estufa de hierro, y frente a ésta un galán de noche con unas prendas puestas a secar. En la cómoda había una especie de altar formado por flores de plástico, conchas, frascos de perfume de colores y demás cachivaches, dispuestos alrededor de la fotografía de una garbosa calavera que lucía un sombrero de copa y unas gafas oscuras.
La cabaña estaba atestada de gente: aparte del hombre, la mujer y los dos niños, había un bebé en una cuna, un anciano y, en un rincón, postrada sobre un montón de mantas, una mujer muy vieja con la cara tan arrugada como las mantas, que observaba con ojillos relucientes sin perder detalle. Lyra se llevó un susto de muerte cuando las mantas se movieron y apareció un brazo, cubierto por una manga negra, y una cara de un hombre tan viejo que parecía una calavera. De hecho se parecía más a la calavera de la fotografía que a un ser humano vivo. Tanto Will como los demás viajeros se dieron cuenta de que era una de las figuras sombrías y correctas que estaban fuera. Y todos se sintieron tan desconcertados como le había sucedido al hombre al verlos por primera vez.
En realidad, todas las personas que se hallaban en la atestada cabaña no sabían qué decir. Fue Lyra quien rompió el silencio.
—Es muy amable por su parte —dijo—. Gracias y buenas tardes. Nos alegramos mucho de estar aquí. Ya he dicho que sentimos habernos presentado sin una muerte, si eso es lo normal aquí. Pero no les importunaremos más. Buscamos la tierra de los muertos, ése es el motivo de nuestra presencia aquí. Pero no sabemos dónde está, ni si esto forma parte de ella, ni cómo llegar allí. Así que si pudieran informarnos, les quedaríamos muy agradecidos.
Las gentes que habitaban en la cabaña seguían mirándolos con perplejidad, pero las palabras de Lyra aliviaron un poco la tensión. La mujer acercó un banco y les invitó a sentarse a la mesa. Will y Lyra posaron las libélulas, que estaban dormidas, sobre un estante en un rincón oscuro, donde Tialys dijo que reposarían hasta que amaneciera, y los gallivespianos se reunieron con ellos a la mesa.
La mujer había preparado un cocido y peló un par de patatas que partió en varios trozos para que las raciones de comida fueran más abundantes, instando a su marido a ofrecer a los viajeros unos refrescos mientras se cocían las patatas. El hombre sacó una botella de un licor transparente, cuyo potente olor recordó a Lyra el jengibre de los giptanos, y los espías aceptaron un vaso del que llenaron sus minúsculos cubiletes.
A Lyra le habría parecido más natural que aquellas gentes observaran intrigadas a los gallivespianos, pero por lo visto ella y Will despertaban tanta curiosidad como los otros. No tuvo que esperar mucho para enterarse del motivo.
—Sois las primeras personas que vemos sin una muerte —declaró el hombre, que según les había informado se llamaba Peter—. Al menos desde que estamos aquí. Nos ocurrió como a vosotros, llegamos aquí antes de morir, por azar o por accidente. Tenemos que esperar hasta que nos lo indique nuestra muerte.
—¿Que se lo indique su muerte? —preguntó Lyra.
—Sí. Lo averiguamos cuando llegamos aquí; de eso hace mucho tiempo, al menos en la mayoría de los casos. Averiguamos que habíamos traído a nuestra muerte. Lo averiguamos al llegar aquí. La llevábamos siempre encima, pero no lo sabíamos. Todos tenemos una muerte, ¿comprendéis? Nos acompaña a todas partes, durante toda la vida, sin alejarse de nuestro lado. Nuestras muertes están fuera, tomando el aire. Dentro de poco entrarán. La muerte de la abuela está ahí, a su lado, muy cerca de ella.
—¿No les impresiona tener a la muerte siempre junto a ustedes? —inquirió Lyra.
—¿Por qué había de impresionarnos? Si está cerca, podemos vigilarla. Me inquietaría mucho más no saber dónde está.
—¿Y todos tenemos nuestra propia muerte? —preguntó Will, maravillado.
—Pues sí, desde el momento en que nacemos, la muerte llega al mundo con nosotros y después nos saca de él.
—Ah, eso es lo que queríamos saber —dijo Lyra—, porque tratamos de encontrar la tierra de los muertos, y no sabemos cómo llegar allí. ¿Adónde vamos cuando morimos?
—Tu muerte te da unos golpecitos en el hombro, o te toma de la mano, y dice, ven conmigo, ha llegado el momento. Puede ocurrir cuando has contraído una fiebre, o cuando te ahogas con un trozo de pan seco, o cuando te caes de un edificio alto; en medio de tu dolor y de tu angustia, tu muerte se acerca y te dice amablemente, tranquilízate, criatura, ven conmigo. Te vas con ella en un barco que atraviesa el lago y se pierde en la neblina. Nadie sabe lo que ocurre allí, porque nadie ha regresado nunca de ese lugar.
La mujer le dijo al niño que llamara a las muertes, y el crío se dirigió presuroso hacia la puerta y habló con ellas. Will y Lyra observaron maravillados, y los gallivespianos se juntaron temerosos cuando las muertes —una por cada miembro de la familia— entraron por la puerta: unas figuras pálidas, de aspecto nada extraordinario, vestidas con unas prendas raídas. En definitiva, unos seres anodinos, silenciosos, lánguidos.
—¿Ésas son sus muertes? —preguntó Tialys.
—En efecto, señor —respondió Peter.
—¿Y ustedes saben cuándo les comunicarán que ha llegado la hora de irse?
—No, pero sabemos que están cerca de nosotros, lo cual es un consuelo.
Tialys no dijo nada, pero era evidente que no entendía cómo aquello podía representar un consuelo. Las muertes permanecieron respetuosamente junto a la pared. Era curioso constatar el poco espacio que ocupaban y el poco interés que despertaban. Lyra y Will no les prestaron la menor atención, aunque Will pensó: «Esos hombres que he matado… Sus muertes estaban junto a ellos todo el rato y ellos no lo sabían, y yo tampoco…»
La mujer, Martha, sirvió el cocido en unos platos de cerámica desportillados y echó un poco de comida en un cuenco para que las muertes se lo fueran pasando. No probaron bocado, pero les satisfacía aspirar el suculento cocido. Al cabo de unos instantes, la familia y sus huéspedes se pusieron a comer con apetito. Peter preguntó a los niños de dónde eran y cómo era su mundo.
—Yo se lo diré —repuso Lyra.
Mientras les hablaba de su mundo, dueña de la conversación, una parte de ella sintió un cosquilleo de placer, como el que producen las burbujas del champán. Sabía que Will no le quitaba ojo de encima, y Lyra se alegró de que la viera hacer algo en lo que ella destacaba, y hacerlo para él y para todos los demás.
Lyra empezó por hablarles de sus padres. Eran un duque y una duquesa, unas personas muy importantes y ricas, a quienes un enemigo político les había arrebatado sus propiedades y encerrado en prisión. Pero habían conseguido huir deslizándose por una cuerda, con Lyra en brazos, que a la sazón era un bebé, y habían recuperado la fortuna de la familia, pero poco después fueron atacados y asesinados por unos forajidos. Éstos habían estado a punto de matarla también a ella, a quien habrían devorado asada al espetón de no haberla rescatado Will en el último momento y haberla llevado al bosque, junto a los lobos, donde éstos lo criaban como si fuera un lobezno. Will se había caído de pequeño por la borda del barco de su padre y la corriente lo había arrastrado hasta una costa desierta, donde una loba lo había amamantado, manteniéndolo con vida.
Las gentes se tragaron aquellas mentiras con plácida credulidad; incluso las muertes escuchaban con atención sentadas en el banco o tumbadas en el suelo, observando a Lyra con sus amables y educadas expresiones mientras ella desgranaba la historia de su vida con Will en el bosque.
Tras permanecer un tiempo con los lobos, Will y Lyra habían ido a Oxford para trabajar en las cocinas del Colegio Jordan. Allí habían conocido a Roger, y cuando el colegio fue atacado por los hijos de los operarios de los hornos de cocer arcilla, habían tenido que escapar por pies. Will, Roger y ella habían capturado un navío perteneciente a los giptanos y habían huido por el Támesis. En Abingdon Lock estuvieron a punto de atraparles, y más tarde los piratas de Wapping habían hundido su barco y ellos habían escapado por los pelos dirigiéndose a nado hasta un clíper de tres palos, destinado al transporte de té, que se disponía a zarpar hacia Hang Chow, en Catay.
A bordo del clíper habían conocido a los gallivespianos, unos forasteros procedentes de la Luna, que habían sido arrojados a la Tierra por una feroz galerna que se había levantado en la Vía Láctea. Se habían refugiado en el nido del cuervo, y Will, Roger y ella se turnaban en ir a verlos, pero un día Roger había resbalado y había caído al mar en un lugar llamado Davy Jones’s Locker.
Will y Lyra habían tratado de convencer al capitán para que virara y fuera en busca de Roger, pero era un hombre frío y cruel al que sólo le interesaba el dinero que iba a ganar si llegaba rápidamente a Catay. En resumen, que les había puesto unos grilletes. Pero los gallivespianos les habían entregado una lima y…
Lyra prosiguió su relato. De vez en cuando se volvía hacia Will o los espías para que confirmaran sus palabras, y Salmakia añadía uno o dos detalles, o Will asentía con la cabeza. La historia concluyó con el episodio en que los niños y sus amigos procedentes de la Luna habían partido hacia la tierra de los muertos para averiguar, de labios de los padres de Lyra, el lugar secreto donde había sido sepultada la fortuna de la familia.
—Si en nuestra tierra conociéramos a nuestras muertes —dijo Lyra—, como las conocen ustedes en este lugar, seguramente todo resultaría más fácil. De todos modos, creo que hemos tenido mucha suerte de haber llegado aquí y de haber recibido sus consejos. Les estamos muy agradecidos por su amabilidad, por habernos escuchado y por habernos ofrecido este cocido tan rico.
»Pero lo que necesitamos ahora, o en todo caso por la mañana, es encontrar la forma de atravesar el lago para dirigirnos hacia el lugar adonde van los muertos. ¿Podríamos alquilar una barca?
Los habitantes de la cabaña se miraron indecisos. Los niños, con las mejillas arreboladas de cansancio, observaron con ojos soñolientos al hombre y a la mujer, pero ninguno de ellos fue capaz de indicarles dónde podían alquilar una barca.
De entre las mantas del lecho instalado en un rincón brotó entonces una voz seca y nasal. No era la voz de una mujer, ni siquiera de un ser vivo: era la voz de la muerte de la abuela.
—La única forma en que podéis atravesar el lago y dirigiros a la tierra de los muertos —dijo, incorporándose sobre un codo y señalando a Lyra con un esquelético dedo— es acompañados por vuestras muertes. Debéis llamarlas. Sé que existen personas como vosotros que mantienen a sus muertes a raya. Vuestras muertes os dan dentera y ellas, por educación, permanecen invisibles. Pero no andan lejos. Cada vez que volvéis la cabeza, vuestras muertes se agachan para que no las veáis. Miréis hacia donde miréis, ellas se esconden. Pueden ocultarse en una taza de té. O en una gota de rocío. O en una ráfaga de viento. No son como yo y la vieja Magda que yace postrada aquí —agregó la muerte, pellizcando la arrugada mejilla de la anciana, quien la apartó de un manotazo—. Convivimos en un clima de amistad y cordialidad. Ésa es la respuesta, no hay vuelta de hoja, eso es lo que debéis hacer, mostraros amables y afectuosos, acogerlas con simpatía, invitar a vuestras muertes a acercarse a vosotros e intentar que accedan a vuestros deseos.
Las palabras de la muerte cayeron en la mente de Lyra como piedras; Will también sintió su tremendo peso.
—¿Cómo podemos conseguirlo? —preguntó Will.
—No tenéis más que desearlo.
—Un momento —terció Tialys.
Todas las miradas se centraron en él; las muertes que yacían en el suelo se incorporaron y volvieron sus semblantes amables e inexpresivos hacia su diminuto y apasionado rostro. El caballero estaba de pie junto a Salmakia, con la mano apoyada en su hombro. Lyra captó lo que estaba pensando: Tialys se disponía a decir que aquello había llegado demasiado lejos, que tenían que regresar, que estaban llevando aquella absurda bobada hasta extremos peligrosos.
De modo que Lyra se apresuró a intervenir.
—Disculpe —dijo al hombre llamado Peter—, pero nuestro amigo el caballero y yo debemos salir un momento, porque él tiene que consultar con sus amigos en la Luna a través de un aparato especial que yo tengo. Enseguida estaremos de vuelta.
Lyra tomó al caballero con delicadeza, evitando sus espolones, y lo llevó afuera. Había anochecido. El gélido viento sacudía un trozo de plancha ondulada que se había desprendido del tejado y que batía contra éste con un sonido melancólico.
—No sigas —advirtió Tialys a Lyra cuando ésta le depositó sobre un barril de aceite en posición invertida, bajo la tenue luz de una de las bombillas que pendían de un cable—. Has ido demasiado lejos. Basta.
—Pero hicimos un trato —replicó Lyra.
—No hasta esos extremos.
—De acuerdo. Vete. Puedes regresar volando. Will abrirá una ventana para que pases a tu mundo o al que quieras. Puedes marcharte, regresar sano y salvo, nosotros no te lo impediremos.
—¿Te das cuenta de lo que estás haciendo?
—Sí.
—No lo creo. Eres una niña tonta, irresponsable y embustera. Tienes una mente tan fantasiosa que desconoces la sinceridad; no reconoces la verdad ni cuando la tienes a un palmo de las narices. Bien, si tú no te das cuenta te lo diré sin rodeos: no puedes, no debes arriesgarte a morir. Debes regresar con nosotros ahora mismo. Llamaré a lord Asriel y dentro de unas horas estaremos a salvo en su fortaleza.
Lyra sintió que un sollozo de rabia le oprimía la garganta y pateó el suelo, incapaz de quedarse quieta.
—¡Tú no sabes nada! —exclamó—. ¡No sabes lo que tengo en la cabeza ni en el corazón! No sé si la gente como vosotros tenéis hijos, si ponéis huevos o algo así, cosa que no me sorprendería porque no sois buenos, ni generosos, ni amables… Ni siquiera sois crueles. Al menos eso significaría que nos tomáis en serio y que no accedéis a nuestros deseos por conveniencia… ¡No me fío de vosotros! Dijisteis que nos ayudaríais a hallar ese lugar, y ahora pretendes impedírnoslo. ¡El embustero eres tú, Tialys!
—Jamás permitiría que una hija mía me hablara en ese tono insolente y despectivo, Lyra. No sé cómo no te he castigado antes…
—¡Adelante, hazlo! ¡Castígame si puedes! ¡Clávame tus malditos espolones! ¡Aquí está mi mano! No tienes ni remota idea de lo que hay en mi corazón, eres egoísta y arrogante, no sabes lo triste y arrepentida que me siento, lo mucho que lamento la muerte de mi amigo Roger. ¡Tú te dedicas a matar a la gente sin más! —le espetó Lyra chascando los dedos—. Te importan un comino. Pero a mí me angustia y atormenta no haberme despedido de mi amigo Roger, deseo decirle que lo siento y reparar el daño en la medida de lo posible. Tú eres incapaz de entenderlo, pese a tu orgullo e inteligencia de adulto… Y si tengo que morir para hacer lo que debo, lo haré con gusto. He visto cosas peores que la muerte. Así que si quieres matarme con tus espolones venenosos, despreciable y vil caballero, ¡hazlo! De ese modo Roger y yo podremos jugar para siempre en la tierra de los muertos y burlarnos de ti, porque eres un ser grotesco.
No era difícil adivinar lo que habría hecho Tialys, que temblaba furioso de pies a cabeza, pero antes de que pudiera mover un dedo se oyó una voz detrás de Lyra. Un escalofrío les recorrió el cuerpo. Lyra se volvió rápidamente, sabiendo lo que iba a ver, y aterrorizada pese a sus bravatas.
La muerte se hallaba a pocos palmos de distancia, sonriendo amablemente. Tenía un rostro idéntico al de las otras muertes que Lyra había visto, pero esa muerte era la suya. Era su muerte. Pantalaimon, que en forma de armiño se había refugiado en su pecho, se enroscó en torno al cuello de la niña, tratando de alejarla de la muerte. Pero cuanto más trataba de alejarse más se aproximaba a ella, y al percatarse se pegó de nuevo a su cálido cuello y a su pecho, donde resonaban los potentes latidos de su corazón.
Lyra lo estrechó contra sí y se encaró con su muerte. No recordaba lo que había dicho. Por el rabillo del ojo vio que Tialys preparaba presuroso el resonador de magnetita.
—Tú eres mi muerte, ¿verdad? —preguntó.
—Sí, querida —respondió ésta.
—¿Vas a llevarme contigo?
—Tú me has invocado. Siempre estoy junto a ti.
—Sí, pero… Te he invocado, sí, pero… Quiero ir a la tierra de los muertos, es verdad, pero no quiero morir. Me encanta estar viva, quiero mucho a mi daimonion y… Los daimonions no van allí, ¿verdad? He visto que cuando las personas mueren, los daimonions se desvanecen y extinguen como la llama de una vela. ¿En la tierra de los muertos hay daimonions?
—No —contestó la muerte—. Tu daimonion se esfumará en el aire y tú desaparecerás bajo tierra.
—Entonces quiero llevarme a mi daimonion a la tierra de los muertos —declaró Lyra con firmeza—. Y quiero regresar al mundo. ¿Se han dado casos de personas que han regresado al mundo?
—No desde hace muchos siglos, niña. Cuando llegue el momento oportuno te trasladarás a la tierra de los muertos sin esfuerzo, sin riesgo, emprenderás un viaje seguro y apacible, en compañía de tu muerte, tu amiga íntima y fiel, que ha permanecido a tu lado desde el momento en que naciste, que te conoce mejor que tú misma…
—¡Pero Pantalaimon es mi mejor y más fiel amigo! ¡Yo no te conozco, muerte! Conozco a Pan y quiero a Pan y si él… si nosotros…
La muerte asintió con la cabeza. Parecía amable e interesada en lo que decía Lyra, pero ésta no podía olvidar en ningún momento lo que era: su muerte, y la tenía al lado.
—Sé que será duro y peligroso seguir adelante —dijo Lyra más serenamente—, pero quiero hacerlo, muerte, de veras. Y Will también. Ambos hemos perdido de forma prematura a personas a las queríamos mucho, y nos proponemos remediarlo, al menos yo.
—Todo el mundo desea hablar de nuevo con quienes han ido a la tierra de los muertos. ¿Por qué ibas a ser tú una excepción?
—Porque tengo que hacer algo allí —dijo Lyra, mintiendo—, no sólo ver a mi amigo Roger, sino otra cosa. Una tarea que me encomendó mi ángel y que nadie salvo yo puede hacer. Es muy importante y no puedo esperar a morir de forma natural, tengo que hacerlo ahora. El ángel me encargó que lo hiciera, ¿comprendes? Por eso Will y yo vinimos aquí. Tenemos que ir a la tierra de los muertos.
Tialys, que estaba a sus espaldas, guardó su aparato y se sentó a observar cómo la niña le rogaba a su muerte que la llevara donde nadie deseaba poner nunca los pies.
La muerte se rascó la cabeza y alzó las manos, pero nada podía detener el torrente de palabras de Lyra ni disuadirla de su propósito, ni siquiera el temor; había afirmado que había visto cosas peores que la muerte, y era cierto.
—Si nada es capaz de disuadirte —dijo por fin la muerte—, entonces ven conmigo, yo te llevaré allí, a la tierra de los muertos. Seré tu guía, te mostraré la forma de entrar, pero para salir tendrás que arreglártelas tú sola.
—A mí y a mis amigos —replicó Lyra—. Mi amigo Will y los otros…
—Lyra —dijo Tialys—, pese a que mi intuición me lo desaconseja, te acompañaremos. Hace un minuto me enfadé contigo. Pero es difícil resistirse…
Lyra comprendió que había llegado el momento de la reconciliación, cosa que aceptó de buen grado tras haberse salido con la suya.
—Tienes razón —dijo—, lo siento, Tialys, pero si no te hubieras enfadado conmigo no habríamos hallado a esta dama para que nos guíe. Me alegro de que Salmakia y tú estéis aquí, os agradezco que nos hayáis acompañado.
De modo que Lyra convenció a su muerte para que la guiara a ella y a los otros a la tierra adonde había ido Roger, el padre de Will, Tony Makarios y tantas otras personas. Y su muerte le indicó que bajara al malecón, dispuesta a partir, cuando las primeras luces despuntaran en el cielo.
Pero Pantalaimon no dejaba de estremecerse y temblar. Por más que Lyra lo intentó no logró apaciguarlo, ni que se estuviera quieto ni reprimir los pequeños y entrecortados gemidos que el daimonion no conseguía contener.
Lyra durmió poco y mal, acostada con los otros en el suelo de la cabaña, mientras su muerte velaba junto a ella.