18. LOS ALEDAÑOS DE LA MUERTE

OJALÁ FUERA POSIBLE

PODER CELEBRAR UNA CONFERENCIA DE DOS DÍAS CON LOS MUERTOS…

JOHN WEBSTER

Lyra se despertó antes del amanecer. Pantalaimon temblaba sobre su pecho. Se levantó para caminar y entrar en calor mientras la grisácea luz despuntaba en el cielo. Lyra nunca había conocido un silencio tan profundo, ni siquiera en el Ártico nevado de su mundo. No corría la menor brisa y el mar estaba tan en calma que ninguna ola rompía sobre la arena. El mundo parecía dormido.

Will estaba como un tronco, hecho un ovillo, con la cabeza apoyada en la mochila para proteger la daga. La capa le había resbalado del hombro y Lyra le arropó con cuidado, fingiendo que procuraba no despertar a su daimonion que ella imaginaba con forma de gato, ovillado como Will. «Ese daimonion debe de haberse escondido en alguna parte», pensó.

Llevando en brazos a Pantalaimon, que aún estaba adormilado, Lyra se alejó de Will y se sentó en la pendiente de una duna de arena, para no despertarlo al hablar.

—Esos dos pequeños —dijo Pantalaimon.

—No me gustan —declaró Lyra rotundamente—. Deberíamos perderlos de vista en cuanto podamos. Si los atrapamos en una red o algo parecido, Will podría abrir una ventana y cerrarla, y entonces seríamos libres.

—No tenemos ninguna red —objetó su daimonion— ni nada parecido. De todos modos, seguro que son más listos de lo que creemos. Ahora mismo él nos está vigilando.

Pantalaimon había asumido la forma de un halcón, cuya vista era más aguzada que la de ella. La oscuridad del cielo fue transformándose minuto a minuto en un palidísimo y etéreo azul. Mientras Lyra forzaba la vista, el primer rayo de sol se posó en la orilla del mar, deslumbrándola. Al hallarse sobre la duna, la luz la alcanzó unos instantes antes de posarse en la playa. Lyra observó cómo fluía en torno a ella y luego se desplazaba hacia Will, y de pronto vio la figura del caballero Tialys, que se erguía un palmo del suelo, de pie junto a la cabeza de Will, completamente despierto y sin quitarle ojo de encima.

—El caso es —dijo Lyra— que no pueden obligarnos a hacer lo que ellos quieran. Tienen que seguirnos. Seguro que están hartos.

Lyra pensó en ello. Recordaba con toda claridad el horrible grito de dolor que había lanzado la señora Coulter, las convulsiones con los ojos en blanco, al mono dorado babeando con la cabeza ladeada y la mirada extraviada cuando el veneno penetró en el torrente sanguíneo de ella. Y sólo había sido un rasguño Will tendría que claudicar y hacer lo que ellos les ordenaran.

—Supongamos que piensen que no lo haría, supongamos que crean que es tan despiadado que observaría tranquilamente mientras moríamos. Quizá convenga que les haga creer eso, si es que puede.

Lyra llevaba consigo el aletiómetro, y como había suficiente luz sacó su preciado instrumento y lo depositó en su regazo, sobre el paño de terciopelo negro en que iba envuelto. Poco a poco fue entrando en ese trance en el que se le hacían comprensibles los múltiples estratos de significado, en el que percibía las intrincadas redes de conexión que mantenían éstos entre sí. Al tiempo que sus dedos encontraron los símbolos, su mente halló las palabras: ¿cómo podemos librarnos de los espías?

La aguja comenzó a oscilar de un lado a otro, a una velocidad que casi le resultaba imposible seguirla, y una parte de la conciencia de Lyra contó las oscilaciones y las paradas y comprendió en el acto el significado que encerraba cada movimiento.

El instrumento le dijo: «No lo intentéis, porque vuestra vida depende de ellos».

Fue una sorpresa bastante desagradable, pero Lyra siguió preguntando:

—¿Cómo podemos llegar a la tierra de los muertos?

La respuesta no se hizo esperar.

«Descended. Seguid a la daga. Continuad avanzando. Seguid a la daga».

Por fin, cohibida y vacilante, Lyra preguntó:

—¿Hacemos lo correcto?

«Sí», respondió el aletiómetro de inmediato.

Con un suspiro, Lyra salió del trance. Se remetió el pelo detrás de las orejas y sintió el calor de los primeros rayos de sol sobre su rostro y sus hombros. En el mundo aparecieron unos sonidos: los insectos se despertaban y una leve brisa agitaba las resecas hierbas que crecían en lo alto de la duna.

Lyra guardó el aletiómetro y regresó junto a Will, seguida por Pantalaimon, que había asumido la forma de león, su modalidad de mayor tamaño, para intimidar a los gallivespianos. El hombre estaba utilizando el aparato de magnetita.

—¿Has hablado con lord Asriel? —preguntó Lyra cuando éste hubo terminado.

—Con su representante —respondió Tialys.

—No vamos a ir.

—Eso es lo que le he dicho.

—¿Y qué ha contestado?

—Era un mensaje para mí, no para vosotros.

—Como quieras —replicó Lyra—. ¿Estás casado con esa señora?

—No. Somos colegas.

—¿Tienes hijos?

—No.

Tialys guardó el resonador de magnetita. Entretanto, lady Salmakia, situada cerca de él, despertó de su sueño y se levantó con gestos pausados y airosos del pequeño hoyo que había construido en la arena. Las libélulas seguían dormidas, atadas con unos cordeles tan finos como los hilos de las telarañas. Tenían las alas húmedas de rocío.

—¿Hay personas grandes en vuestro mundo, o todas son pequeñas como vosotros? —inquirió Lyra.

—Sabemos cómo tratar a las personas grandes —respondió Tialys, un tanto lacónicamente, antes de ponerse a hablar con Salmakia.

Hablaban en un tono tan quedo que Lyra no logró captar lo que decían, pero disfrutó observando cómo sorbían gotas de rocío adheridas a la hierba para refrescarse. El agua debía de ser distinta para ellos, pensó transmitiendo ese pensamiento a Pantalaimon: ¡imagina unas gotas del tamaño de tu puño! Sin duda costaría penetrar en ellas, porque debían de tener una envoltura elástica, como un globo.

Will comenzó a despabilarse lentamente. Lo primero que hizo fue echar una ojeada en busca de los gallivespianos, quienes lo observaron con detenimiento, pendiente de cada uno de sus movimientos.

Entonces Will descubrió a Lyra.

—Quiero decirte una cosa —dijo ésta—. Ven aquí, para que ellos no…

—Si os alejáis de nosotros —advirtió Tialys con su resonante voz—, debéis dejar la daga. Si no queréis dejar la daga, tenéis que hablar aquí.

—¿Es que no podemos tener un poco de intimidad? —protestó Lyra—. ¡No queremos que escuchéis lo que decimos!

—Entonces alejaos, pero dejad la daga.

A fin de cuentas, no había nadie en las inmediaciones y los gallivespianos no podían utilizar la daga. Will rebuscó en su mochila en busca de la cantimplora y un par de galletas. Le dio una a Lyra y subieron por la cuesta de la duna.

—He consultado al aletiómetro —dijo Lyra—. Ha dicho que no debemos intentar escapar de esos pequeños personajes, porque ellos nos salvarán la vida. Así que tenemos que aguantarlos.

—¿Les has dicho lo que vamos a hacer?

—No, ni pienso hacerlo, porque les faltaría tiempo para contárselo a lord Asriel a través de ese violín parlante que tienen, y él nos lo impediría. Así que iremos allí sin hablar de nuestro plan delante de ellos.

—No dejan de ser espías —apostilló Will—. Saben escuchar y ocultarse. Será mejor no decirles nada. Los dos sabemos adónde vamos, así que no hace falta que hablemos de ello. Y ellos tendrán que conformarse y seguirnos.

—Ahora no pueden oírnos. Están demasiado lejos. También pregunté al aletiómetro cómo llegar allí. Dijo que debíamos seguir a la daga, eso es todo.

—Parece fácil, pero apuesto a que no lo es. ¿Sabes qué me dijo Iorek?

—No. Cuando fui a despedirme de él dijo que iba a ser muy difícil para ti, pero que lo conseguirías. Pero no me explicó por qué…

—La daga se rompió porque pensé en mi madre —explicó Will—. Así que tengo que olvidarme de ella. Pero es como cuando alguien te dice que no pienses en un cocodrilo, y no haces más que pensar en él, no puedes remediarlo…

—Sin embargo anoche pudiste abrir una ventana —dijo Lyra.

—Sí, supongo que porque estaba cansado. Bueno, ya veremos. ¿Así que tenemos que seguir a la daga y ya está?

—Eso dijo el aletiómetro.

—Entonces será mejor que nos pongamos en marcha, aunque nos queda poca comida. Deberíamos llevarnos pan, fruta o alguna otra cosa. Primero localizaré un mundo donde haya comida, y luego nos pondremos a buscarla.

—De acuerdo —contestó Lyra, contenta de volver a ponerse en camino con Pan y Will, vivitos y coleando.

Regresaron junto a los espías, que permanecían sentados y alerta junto a la daga, con las mochilas a la espalda.

—Nos gustaría saber qué os proponéis —dijo Salmakia.

—No vamos a ir con lord Asriel —contestó Will—. Al menos de momento. Antes tenemos que hacer otra cosa.

—¿Vais a decirnos de qué se trata, puesto que no podemos impedíroslo?

—No —respondió Lyra—, porque se lo diríais a ellos. Tenéis que venir con nosotros sin saber adónde vamos. Claro que podríais desistir y regresar junto a vuestros compinches.

—De eso nada —contestó Tialys.

—Queremos alguna garantía —dijo Will—. Puesto que sois espías, no podéis ser honestos. Vuestro oficio es mentir. Necesitamos saber que podemos confiar en vosotros. Anoche estábamos muy cansados y no pensamos en ello, pero nada os impide esperar a que estemos dormidos para clavarnos vuestro aguijón, dejarnos inconscientes y llamar a lord Asriel con ese aparato de magnetita. Podríais hacerlo con toda facilidad. Por eso necesitamos que nos garanticéis que no vais a hacerlo. Una promesa no nos basta.

Los dos gallivespianos temblaban de rabia ante aquel ultraje a su honor.

—No aceptamos exigencias unilaterales —replicó Tialys, reprimiendo su ira—. Debéis concedernos algo a cambio. Debéis decirnos qué intenciones tenéis y entonces yo os entregaré el resonador de magnetita para que lo guardéis vosotros. Debéis permitir usarlo cuando queramos enviar un mensaje, pero siempre sabréis cuándo lo haremos y no podremos utilizarlo sin vuestro consentimiento. Ésa es nuestra garantía. Y ahora decidnos adónde vais y por qué.

Will y Lyra cambiaron una mirada para confirmar la respuesta.

—De acuerdo —dijo Lyra—, es justo. Nuestro plan es el siguiente: queremos ir al mundo de los muertos. No sabemos dónde está, pero la daga dará con él. Eso es lo que vamos a hacer.

Los dos espías la miraron boquiabiertos, sin dar crédito a lo que acababan de oír.

—Lo que dices no tiene sentido —dijo Salmakia tras recuperarse de su estupor—. Los muertos están muertos y se acabó. No existe el mundo de los muertos.

—Yo también creía eso —terció Will—, pero ahora no estoy seguro. Con la daga podremos averiguarlo.

—¿Pero por qué?

Lyra miró a Will y éste asintió.

—Bueno —respondió la niña—, antes de conocer a Will, mucho antes de los días que pasé dormida, llevé a un amigo mío a un sitio peligroso y lo mataron. Yo quería salvarlo, pero sólo conseguí empeorar la situación. Mientras dormía soñé con él y pensé que si iba allí podría rectificar y pedirle perdón. Will quiere buscar a su padre, que murió justo cuando él acababa de dar con su paradero. A lord Asriel no se le ocurriría eso. Ni a la señora Coulter. Si fuéramos con lord Asriel tendríamos que hacer lo que él quisiera. A él le tiene sin cuidado Roger, me refiero a mi amigo, el que murió, pero a mí sí me importa. Y a Will también. De modo que eso es lo que vamos a hacer.

—Criatura —dijo Tialys—, cuando morimos, todo termina. No existe otra vida. Habéis visto la muerte. Habéis visto cadáveres y habéis visto lo que le ocurre a un daimonion cuando muere. Desaparece. ¿Cómo va a seguir con vida un ser después de morir?

—Eso es que lo vamos a averiguar —contestó Lyra—. Ahora que os lo hemos dicho, me quedo con vuestro resonador de magnetita.

Acto seguido alargó la mano y Pantalaimon se irguió, en versión leopardo, y meneó la cola lentamente para respaldar su demanda. Tialys se descolgó la mochila de la espalda y depositó el aparato en la palma de la mano de Lyra. A ésta le sorprendió su peso; para Lyra, por supuesto, no representaba una carga, pero él debía de ser muy fuerte para poder transportarlo.

—¿Y cuánto tiempo prevéis que llevará esa expedición? —inquirió el caballero.

—No tenemos ni idea —respondió Lyra—. Sabemos sobre ello tanto como vosotros. Nos pondremos en marcha y ya veremos.

—Antes que nada —dijo Will—, tenemos que conseguir agua y comida, algo que podamos transportar fácilmente. Trataré de localizar un mundo donde conseguirlo, y luego nos pondremos en camino.

Tialys y Salmakia se montaron en sus libélulas y las retuvieron en el suelo. Los grandes insectos temblaban, ansiosos por echarse a volar, pero sus jinetes tenían un dominio absoluto sobre ellos. Al observarlos por primera vez a la luz del día, Lyra advirtió la extraordinaria finura de las riendas de seda gris, los estribos plateados y las diminutas sillas.

Will tomó la daga y un poderoso impulso le hizo tentar el aire para localizar su propio mundo. Aún conservaba la tarjeta de crédito; podía comprar comida a la que estaba acostumbrado; incluso podía telefonear a la señora Cooper y preguntarle por su madre…

La daga emitió un sonido chirriante, como una uña al rascar una tosca piedra, y a Will estuvo a punto de darle un síncope. Si volvía a romper la daga, la cosa no tendría solución.

Al cabo de unos instantes lo intentó de nuevo. Para no pensar en su madre, Will se dijo: «Sí, sé que está allí, pero mientras hago esto no pensaré en ella…»

Esta vez la cosa funcionó. Will localizó un nuevo mundo y deslizó la daga por los bordes para abrir una ventana. Al cabo de unos momentos se hallaron todos en el aseado patio de una próspera granja situada en un país nórdico como Holanda o Dinamarca. Las losas del suelo habían sido barridas y las puertas de los establos estaban abiertas. El sol lucía a través de un cielo nublado, y en el aire flotaba un olor a quemado y otro olor más desagradable. No se oía ninguna actividad humana, aunque de los establos salía un sonoro zumbido, tan persistente y enérgico que parecía el de una máquina.

Lyra fue a mirar y regresó en el acto, pálida como la cera.

—Ahí dentro hay… hay cuatro… —balbució llevándose la mano a la garganta, y tras recuperarse añadió—: cuatro caballos muertos.

—Mira —dijo Will tragando saliva—, no, más vale que no mires.

Señalaba hacia los frambuesos que bordeaban el huerto. Acababa de ver los pies de un hombre, uno calzado con un zapato y el otro descalzo, que asomaban por entre la parte más espesa de los arbustos.

Lyra no quiso mirar, pero Will fue a ver si el hombre aún estaba vivo y necesitaba ayuda. Volvió meneando la cabeza, con expresión preocupada.

Los dos espías ya se encontraban a la puerta de la casa, que estaba entornada.

Tialys retrocedió al instante.

—Aquí se percibe un olor más dulce —dijo, y acto seguido atravesó de nuevo el umbral mientras Salmakia exploraba las dependencias contiguas.

Will siguió al caballero hasta una gran cocina cuadrada de estilo antiguo, con un armario de madera que contenía una vajilla blanca de porcelana, una mesa de pino inmaculada y un enorme fogón en el que reposaba un cazo negro con agua fría. Junto a la cocina había una despensa, con dos estantes repletos de manzanas que exhalaban un delicado aroma. El silencio era opresivo.

—¿Es éste el mundo de los muertos, Will? —preguntó Lyra en voz baja.

—No lo creo —respondió éste, aunque también se le había ocurrido—. En éste no habíamos estado. Nos llevaremos toda la comida que podamos cargar. Hay pan de centeno, que nos irá bien porque pesa poco, y queso…

Cuando hubieron tomado todo lo que pudieron, Will depositó una moneda de oro en el cajón de la mesa de pino.

—¿Qué pasa? —preguntó Lyra al ver que Tialys enarcaba las cejas—. Hay que pagar siempre por lo que uno toma.

En aquel momento Salmakia entró por la puerta trasera a lomos de su libélula y aterrizó sobre la mesa en un remolino azul eléctrico.

—Se acercan unos hombres —dijo—, a pie y armados. Están a unos pocos minutos de aquí. Y pasados los campos hay una aldea incendiada.

En ese momento oyeron el ruido de pasos sobre la grava, una voz que impartía órdenes y el tintineo de metal.

—Será mejor que nos vayamos —dijo Will.

Tentó el aire con la punta de la daga y al instante percibió una sensación nueva. Era como si la hoja se deslizara sobre una superficie muy lisa, como un espejo, y después se hundiera lentamente hasta poder cortarla. Pero la superficie se resistía, como si se tratara de un paño recio, y cuando Will hizo una abertura, pestañeó sorprendido y alarmado porque el mundo al que había accedido era una réplica exacta de aquel en el que se encontraban.

—¿Qué ocurre? —preguntó Lyra.

Los espías parecían observar con desconcierto, aunque sentían algo más que desconcierto. Del mismo modo que el aire había presentado resistencia a la daga, en aquella abertura había algo que entorpecía su paso. Will tuvo que empujar para vencer un obstáculo invisible y luego tirar de Lyra. Los gallivespianos apenas lograban avanzar. Tuvieron que posar a las libélulas sobre las manos de los niños, e incluso de ese modo los insectos se vieron obligados a superar una presión en el aire, doblando y torciendo sus sutiles alas al tiempo que los jinetes les acariciaban la cabeza y les susurraban al oído para aplacar su temor.

Pero al cabo de unos segundos de duro forcejeo lograron pasar. Will halló el borde de la ventana (aunque era imposible verla) y la cerró, con lo que quedaron aislados del ruido de los soldados.

—Will —dijo Lyra.

Al volverse, el niño vio ante ellos a otra figura en la cocina.

El corazón le dio un vuelco. Era el hombre al que había visto degollado hacía apenas diez minutos, entre los arbustos.

Era de mediana edad, delgado, con aspecto de quien pasa mucho tiempo al aire libre. Pero en aquellos instantes parecía enloquecido, o paralizado de estupor. Tenía los ojos tan desorbitados que se le veía una franja blanca en torno a las pupilas, y se agarraba al borde de la mesa con mano temblorosa. Tenía el cuello intacto, según advirtió Will con alivio.

El hombre abrió la boca para decir algo, pero de ella no salió palabra alguna. Lo único que hizo fue señalar a Will y a Lyra.

—Discúlpenos por haber entrado en su casa —dijo Lyra—, pero teníamos que escapar de esos hombres que se acercaban. Sentimos haberle asustado. Yo soy Lyra y éste es Will, y éstos son nuestros amigos, el caballero Tialys y lady Salmakia. ¿Puede decirnos cómo se llama y dónde nos encontramos?

Esta pregunta tan normal formulada por Lyra hizo que el hombre se recobrara de su estupor, estremeciéndose como si se despertara de un sueño.

—Estoy muerto —dijo—. Estoy postrado ahí fuera, muerto, lo sé. Vosotros no estáis muertos. ¿Qué ocurre? ¡Dios bendito, me cortaron el cuello! ¿Qué es lo que sucede?

Cuando el hombre dijo «estoy muerto» Lyra se acercó a Will, y Pantalaimon se refugió en su pecho, transformado en mosca. Por su parte los gallivespianos trataban de controlar a sus libélulas, pues los grandes insectos parecían sentir aversión por aquel hombre y no paraban de revolotear de un lado a otro de la cocina en busca de una salida.

Pero el hombre no les prestó atención. Seguía tratando de descifrar lo ocurrido.

—¿Es usted un fantasma? —preguntó Will con cautela.

El hombre alargó la mano y Will trató de estrecharla, pero sus dedos sólo aferraron aire. Lo único que sintió fue un frío cosquilleo.

Al reparar en ello, el hombre se miró la mano, horrorizado. La conmoción inicial empezaba a remitir, permitiéndole hacerse cargo de su lastimoso estado.

—No hay duda —declaró—, estoy muerto… ¡Estoy muerto e iré al infierno!

—Cálmese —dijo Lyra—, iremos juntos. ¿Cómo se llama?

—Me llamaba Dirk Jansen —respondió el hombre—, pero yo… no sé qué hacer… No sé adónde ir…

Will abrió la puerta. El patio ofrecía el mismo aspecto, al igual que el huerto, y el sol que lucía a través de las nubes. Y allí yacía el cadáver del hombre, tal como lo había visto Will.

De los labios de Dirk Jansen brotó un sofocado gemido, como si ya no pudiera negar la evidencia. Las libélulas salieron volando por la puerta, revolotearon unos instantes a ras del suelo y se elevaron en el aire, raudas como pájaros. El hombre miró en derredor con expresión de impotencia, gesticulando y sollozando entrecortadamente.

—No puedo quedarme aquí… Es imposible —repetía sin cesar—. Ésta no es la granja que yo conocí. Hay algo que no encaja. ¡Debo irme!

—¿Adónde va a ir, señor Jansen? —inquirió Lyra.

—Por la carretera. No sé. Debo irme. No puedo quedarme aquí…

Salmakia descendió y se posó en la mano de Lyra. Las diminutas garras de la libélula se clavaron en la piel de la niña.

—Algunas gentes abandonan la aldea… —dijo Salmakia—, unas gentes como este hombre. Todos se encaminan en la misma dirección.

—Entonces iremos con ellos —declaró Will, echándose la mochila al hombro.

Dirk Jansen pasó por encima de su propio cadáver, procurando no mirarlo. Parecía como si estuviera borracho, deteniéndose, avanzando, oscilando de un lado a otro, tambaleándose en los baches y tropezando en las piedras del camino que sus pies habían conocido en vida.

Lyra echó a andar detrás de Will y Pantalaimon, convertido en un cernícalo, se elevó tan alto por los aires que Lyra se sobresaltó.

—Tienen razón —dijo cuando descendió de nuevo—. He visto a mucha gente que abandona el pueblo. Gente muerta…

Al poco rato también ellos los vieron: una veintena de hombres, mujeres y niños que avanzaban de la misma forma que Dirk Jansen, tambaleantes y aturdidos. La aldea se hallaba a medio kilómetro y la gente avanzaba hacia ellos, arracimada en medio de la carretera. Cuando Dirk Jansen vio a los otros fantasmas, echó a correr con paso vacilante y ellos tendieron las manos para recibirlo.

—Aunque no sepan adónde se dirigen, van juntos —observó Lyra—. Será mejor que vayamos con ellos.

—¿Crees que tenían daimonions en este mundo? —preguntó Will.

—No lo sé. Si vieras a uno de ellos en tu mundo, ¿sabrías que era un fantasma?

—Es difícil precisarlo. No es que tengan un aspecto muy normal… En mi pueblo había un hombre con una vieja bolsa de plástico que solía rondar frente a las tiendas. Nunca hablaba con nadie ni entraba en las tiendas, y nadie se fijaba en él. Yo estaba convencido de que era un fantasma. Esa gente se parece un poco a él. Puede que mi mundo estuviera lleno de fantasmas y yo no me diera cuenta.

—No creo que mi mundo esté lleno de fantasmas —dijo Lyra, sin mucho convencimiento.

—De todas formas, éste debe de ser el mundo de los muertos. Esas gentes acaban de morir… seguramente a manos de los soldados…, y ahí están, y este mundo es casi idéntico al mundo en el que vivían. Yo creí que sería muy diferente.

—Pero se está difuminando —replicó Lyra—. ¡Fíjate!

La niña asió del brazo a Will. Éste se detuvo y comprobó que estaba en lo cierto. Poco antes de haber localizado la ventana en Oxford y haberse trasladado al otro mundo de Cittàgazze se había producido un eclipse solar. Al igual que millones de personas, Will había salido al mediodía y había observado cómo la luz del sol se iba desvaneciendo hasta que una fantasmagórica luz crepuscular cubrió las casas, los árboles y el parque. Todo se veía con la misma nitidez que a plena luz del día, pero había menos luz, como si el sol agonizante perdiera toda su energía.

Lo que ocurría ahora era un fenómeno parecido pero más extraño, porque los bordes de las cosas habían perdido nitidez y se difuminaban.

—No es como volverse ciego —dijo Lyra, asustada—, porque vemos las cosas, pero difuminadas…

El mundo había empezado a perder lentamente su colorido: un tenue verde grisáceo reemplazaba el verde intenso de los árboles y la hierba, un tono arena grisáceo el amarillo vivo de los campos de maíz, un sombrío gris sangre el rojo de los ladrillos de las casas…

Las gentes que avanzaban por el camino, que se hallaban a escasa distancia, habían reparado también en ello y señalaban y se agarraban mutuamente del brazo para tranquilizarse.

Los colores brillantes que se veían en el paisaje eran los rutilantes tonos rojo, amarillo y azul eléctrico de las libélulas, y los colores de sus diminutos jinetes, y de Will y Lyra, y de Pantalaimon, que revoloteaba sobre ellos en forma de cernícalo.

Al aproximarse a la gente que encabezaba el grupo se disiparon todas sus dudas: eran fantasmas. Will y Lyra se acercaron mutuamente, pero no había nada que temer pues los fantasmas estaban más asustados que ellos por su presencia y se detuvieron, remisos a aproximarse.

—No teman. No vamos a hacerles daño. ¿Adónde se dirigen?

Los dos niños miraron al más anciano del grupo, como si éste fuera el guía.

—Vamos adonde van todos los demás —respondió el anciano—. Parece como si lo supiera, aunque no recuerdo haberlo averiguado. Creo que se encuentra en la carretera. Lo sabremos cuando lleguemos.

—Mamá, ¿por qué se pone oscuro de día? —preguntó un niño.

—Chisss, cariño, no te preocupes —respondió la madre—. No conseguirás nada preocupándote. Creo que estamos muertos.

—¿Pero adónde vamos? —insistió el niño—. ¡Yo no quiero estar muerto, mamá!

—Vamos a ver al abuelo —contestó la madre, exasperada.

Sus palabras no lograron calmar al niño, que rompió a llorar con desconsuelo. Otras personas del grupo observaron a la madre con simpatía o irritación, pero no podían ayudarla. De modo que siguieron avanzando desconsolados a través de aquel paraje que se difuminaba, mientras continuaba el incesante y sofocado llanto del niño.

El caballero Tialys cruzó unas palabras con Salmakia antes de adelantarse para explorar el terreno. Will y Lyra observaron ansiosos a la libélula, temerosos de perder de vista su espléndido colorido y vigor, a medida que ésta se hacía cada vez más pequeña. Salmakia descendió en picado y posó a su insecto sobre la mano de Will.

—El caballero se ha adelantado para echar un vistazo —explicó Salmakia—. Creemos que el paisaje se difumina porque esta gente se está olvidando de él. Cuanto más se alejen de sus casas, más se oscurecerá.

—¿Pero por qué creéis que se van? —preguntó Lyra—. Si yo fuera un fantasma, querría quedarme en los sitios que conocí y no andar por lugares donde correría el riesgo de perderme.

—Aquí se sienten desgraciados —aventuró Will—. Es el lugar donde acaban de morir. Les da miedo.

—No, su marcha obedece a otro motivo.

Lo cierto es que desde que habían perdido de vista la aldea, los fantasmas caminaban con paso más rápido y decidido. El cielo estaba muy oscuro, como si se avecinara una fuerte tormenta, pero no se percibía la tensión eléctrica que suele precederlas. Los fantasmas avanzaban sin detenerse por la carretera que discurría recta a través de un paisaje monótono.

De vez en cuando uno de ellos lanzaba una mirada a Will o a Lyra, o a la reluciente libélula y a su jinete, como si se sintieran intrigados. Por fin el hombre más anciano dijo:

—Eh, vosotros, el niño y la niña. Vosotros no estáis muertos. No sois fantasmas. ¿Por qué venís con nosotros?

—Llegamos aquí por accidente —respondió Lyra sin dar tiempo a Will a abrir la boca—. No sé qué pasó. Tratábamos de escapar de esos hombres, y de repente nos encontramos aquí.

—¿Cómo sabrán cuándo han llegado al sitio al que tienen que ir? —inquirió Will.

—Supongo que nos los dirán —contestó resueltamente el fantasma—. Me imagino que separarán a los virtuosos de los pecadores. De nada vale ponerse a rezar ahora. Es demasiado tarde para eso. Deberíais haberlo hecho cuando estabais vivos. Ahora es inútil.

Estaba claro en qué grupo preveía que iba a estar incluido, y no menos claro que no creía que fuera muy numeroso. Los otros fantasmas le escucharon con inquietud, pero él era su guía, de modo que lo siguieron sin rechistar.

Continuaron avanzando en silencio bajo un cielo que se había ido ensombreciendo hasta adquirir un color gris plomizo. Los seres vivos miraron a diestro y siniestro, hacia arriba y hacia abajo, en busca de algo luminoso, animado, hasta que por fin en el sombrío horizonte apareció una minúscula chispa que surcó veloz el aire hacia ellos. Era el caballero. Salmakia lanzó una exclamación de gozo y espoleó la libélula para ir a su encuentro.

Tras conversar unos minutos, regresaron junto a los niños.

—Más adelante hay una población —dijo Tialys—. Parece un campo de refugiados, pero es evidente que lleva allí varios siglos. Y creo que hay un lago más allá, pero está cubierto de bruma. Oí los gritos de las aves acuáticas. Y constantemente van llegando centenares de fantasmas de todas direcciones, gentes como éstas, fantasmas…

Los fantasmas escucharon al caballero, aunque sin gran interés. Era como si se hubieran sumido en un trance hipnótico. Lyra sintió deseos de zarandearlos, de conminarlos a luchar, a despertar y buscar una salida.

—¿Cómo vamos a ayudar a esta gente? —preguntó Will.

No tenía ni la más remota idea. Mientras avanzaban, vieron en el horizonte un movimiento de izquierda a derecha y una sucia columna de humo que se elevaba despacio para sumar su oscuridad a la lúgubre atmósfera. Lo que se movía eran personas, o fantasmas: en hileras, en parejas, en grupos o solos, todos con las manos vacías, centenares y miles de hombres, mujeres y niños que avanzaban por toda la llanura hacia el lugar de donde emanaba el humo.

El terreno comenzó a descender, adquiriendo el aspecto de un vertedero de basura. El aire era opresivo y estaba impregnado de humo y de otros olores: a sustancias químicas rancias, a materia vegetal en descomposición, a cloaca. Cuanto más avanzaban, más se intensificaba el hedor. No había un palmo de terreno que no estuviera sembrado de basura; unos hierbajos grisáceos era toda la vegetación que crecía en aquel lugar.

Ante ellos, sobre el agua, vieron una densa bruma. Se alzaba como un farallón para confundirse con el sombrío cielo, y de su interior brotaban los gritos de aves a los que se había referido Tialys.

Entre los montones de desperdicios y la bruma se hallaba la primera ciudad de los muertos.