DEL INCLINADO TEJADO COLGABAN MÁGICAS HILERAS
DE LÁMPARAS
QUE REFULGÍAN
CUAL ESTRELLAS Y BRILLANTES
FAROLES DE ACEITE
QUE PROYECTABAN
LUZ…
JOHN MILTON
¡Mi niña! ¡Mi hija! ¿Dónde está? ¿Qué has hecho? Mi Lyra… Más valdría que me arrancaras a tiras el corazón… Ella estaba segura conmigo, a salvo, ¿y ahora dónde está?
Los gritos de la señora Coulter resonaban por la reducida estancia en lo alto de la torre inexpugnable. Estaba atada a una silla, desgreñada, con la ropa desgarrada y la mirada extraviada. Su daimonion mono se revolvía y forcejeaba en el suelo, sujeto con una cadena de plata.
Lord Asriel, sentado junto a ella, escribía algo en un papel, sin prestarle atención. A su lado había un ordenanza que miraba nervioso a la mujer. Cuando lord Asriel le hubo entregado el papel, el hombre saludó y salió apresuradamente con su daimonion terrier pegado a sus talones y la cola entre las piernas.
Lord Asriel se volvió hacia la señora Coulter.
—¿Lyra? Francamente, me importa un comino —dijo con voz queda y ronca—. Esa dichosa niña debió quedarse donde estaba y hacer lo que se le dijo. No puedo seguir desperdiciando tiempo y recursos con ella; si se niega a aceptar nuestra ayuda, debe arrostrar las consecuencias.
—No lo dices en serio, Asriel, o no habrías…
—Lo digo muy en serio. Esa cría ha provocado un conflicto desproporcionado en comparación con sus méritos. No es más que una niña inglesa como tantas, no muy inteligente…
—¡Sí es inteligente! —protestó la señora Coulter.
—Es lista pero no intelectual; impulsiva, embustera, avariciosa…
—Valiente, generosa, cariñosa.
—Una niña del montón, que no se distingue por…
—¿Del montón? ¿Lyra? ¡Es única! Piensa en todo lo que ha hecho. Si no la quieres es problema tuyo, Asriel, pero no menosprecies a tu hija. Conmigo estuvo a salvo hasta que…
—Tienes razón —replicó lord Asriel poniéndose en pie—. Es única. Si ha conseguido domesticarte y ablandarte… Es toda una hazaña. Te ha arrebatado el veneno, Marisa. Te ha arrancado los colmillos. Tu fuego ha quedado sofocado bajo un torrente de sentimentalismo. ¿Quién lo habría imaginado? La despiadada portavoz de la Iglesia, la fanática perseguidora de niños, la inventora de diabólicas máquinas destinadas a abrirlos en canal y buscar en sus aterrorizados cuerpecitos alguna prueba de pecado… Y de pronto aparece una mocosa deslenguada e ignorante con las uñas sucias y tú la arropas con tus plumas como una gallina clueca. Sí, reconozco que esa niña debe de tener un don que yo jamás he visto. Pero si de lo único que es capaz es de convertirte en una madre amorosa, es un don vulgar, insignificante, ridículo. He convocado a mis comandantes para una reunión de urgencia, y si no puedes controlar esos ruidos que sueltas por la boca, ordenaré que te amordacen.
La señora Coulter se parecía más a su hija de lo que suponía. Su respuesta fue escupirle a lord Asriel en la cara.
—Una mordaza acabaría también con esos modales —dijo lord Asriel sin inmutarse y secándose la cara.
—Corrígeme si me equivoco, Asriel —replicó la señora Coulter—. El que exhibe a sus subordinados una prisionera atada a una silla es sin duda un modelo de educación. Quítame estas ligaduras o te obligaré a amordazarme.
—Como quieras.
Lord Asriel sacó un pañuelo de seda del cajón, pero antes de que le diera tiempo a colocárselo sobre la boca, la señora Coulter meneó la cabeza.
—No, no —dijo—. No lo hagas, Asriel, te lo suplico, no me humilles.
De sus ojos brotaron lágrimas de rabia.
—Muy bien, te desataré, pero éste seguirá encadenado —declaró, guardando el pañuelo de nuevo en el cajón. Luego le cortó las ligaduras con una navaja.
La señora Coulter se frotó las muñecas, se levantó de la silla, flexionó los brazos para desentumecerlos y reparó en el estado de su ropa y su pelo. Estaba pálida y demacrada; en su cuerpo aún quedaban restos de veneno de los gallivespianos, que le causaba un dolor espantoso en las articulaciones, pero no estaba dispuesta a manifestarlo ante él.
—Puedes lavarte ahí —dijo lord Asriel, señalando una pequeña habitación apenas mayor que un armario.
La señora Coulter tomó en brazos a su daimonion encadenado, que fulminó a lord Asriel con la mirada y entró en ella para asearse.
En ese momento se presentó un ordenanza.
—Su majestad el rey Ogunwe y lord Roke —anunció.
Inmediatamente hicieron su aparición en la estancia el general africano y el gallivespiano. El primero lucía un uniforme impecable y un vendaje limpio que cubría una herida en la sien; lord Roke se deslizó rápidamente hacia la mesa a lomos de su halcón azul.
Lord Asriel los saludó efusivamente y les ofreció vino. El halcón se detuvo para que desmontara su jinete y acto seguido voló hasta el soporte contiguo a la puerta. Entonces el ordenanza anunció al tercero de los comandantes de lord Asriel, un ángel hembra que respondía al nombre de Xaphania. Pertenecía a una categoría muy superior a la de Baruch y Balthamos y era visible gracias a una trémula y desconcertante luz que parecía provenir de otro lugar.
La señora Coulter hizo su aparición, muy aseada, y los tres comandantes se inclinaron ante ella. No dio muestras de que le sorprendiera su presencia, correspondió a su saludo con una inclinación de cabeza y se sentó con ademán sosegado, sosteniendo al mono encadenado en sus brazos.
—Cuénteme lo ocurrido, rey Ogunwe —dijo lord Asriel, entrando en materia sin pérdida de tiempo.
—Matamos a diecisiete guardias suizos —dijo el africano con voz grave y potente— y destruimos dos zepelines. Perdimos a cinco hombres y un giróptero. La niña y el niño lograron escapar. Capturamos a lady Coulter, pese a su valerosa resistencia, y la trajimos aquí. Confío en que considere correcto el trato que le dispensamos.
—Estoy satisfecha de la forma en que me trató usted, señor —respondió la señora Coulter haciendo un ligero hincapié en el término «usted».
—¿Han sufrido desperfectos los otros girópteros? ¿Hay heridos? —inquirió lord Asriel.
—Algunos desperfectos y algunos heridos, pero de escasa consideración.
—Bien. Gracias, rey. Su fuerza se portó dignamente. ¿Qué noticias me trae usted, lord Roke?
—Mis espías se encuentran con el niño y la niña en otro mundo —respondió el gallivespiano—. Los niños están bien, aunque la niña ha permanecido muchos días sumida en un sueño producido por una poción. El niño no pudo utilizar su daga durante los sucesos que tuvieron lugar en la cueva. La daga sufrió un accidente y se hizo pedazos. Ahora está de nuevo intacta, gracias a una criatura procedente del norte de su mundo, lord Asriel, un oso gigante muy ducho en trabajos con metales. En cuanto la daga estuvo reparada, el niño practicó una abertura a otro mundo, en el que ahora se encuentran. Mis espías están con ellos, desde luego, pero existe un problema: mientras el niño tenga la daga, no hay forma de obligarle a hacer nada, y si lo matan mientras duerme, nosotros no sabríamos cómo utilizar la daga. De momento el caballero Tialys y lady Salmakia irán con los niños adondequiera que éstos vayan, así por lo menos podremos seguirles la pista. Al parecer tienen un plan; en cualquier caso se niegan a venir aquí. Pero mis dos agentes no los perderán de vista.
—¿Están seguros en ese otro mundo en el que se encuentran? —preguntó lord Asriel.
—Se encuentran en una playa junto a un pequeño bosque. No hay señal de vida en las proximidades. En este momento duermen. He hablado con el caballero Tialys hace cinco minutos.
—Gracias —dijo lord Asriel—. Ahora que sus dos agentes siguen a los niños, no disponemos de unos espías en el Magisterium. Tendremos que depender del aletiómetro. Al menos…
—No sé cómo se las ingenian las otras ramas —terció de pronto la señora Coulter, sorprendiendo a sus interlocutores—, pero por lo que respecta al Tribunal Consistorial, el lector que utilizan es fray Pavel Rasek. Es concienzudo, pero lento. Hasta dentro de varias horas no averiguarán dónde se halla Lyra.
—Gracias, Marisa —dijo lord Asriel—. ¿Tienes idea de lo que Lyra y ese niño se proponen hacer?
—La verdad es que no —contestó la señora Coulter—. He hablado con el niño, que parece un chico muy tozudo, acostumbrado a guardar secretos. No puedo imaginar lo que hará. En cuanto a Lyra, es imposible adivinar sus intenciones.
—Milord —dijo el rey Ogunwe—, ¿puede decirnos si la señora forma parte de este consejo de mando? Y en tal caso, ¿qué función desempeña? De no ser así, creo que sería preferible trasladarla a otro lugar.
—Ella es nuestra prisionera y mi huésped, y en su calidad de antigua y distinguida agente de la Iglesia, puede que disponga de información útil para nosotros.
—¿Y accederá a revelarla, o será preciso torturarla? —preguntó lord Roke mirando directamente a los ojos de la señora Coulter, que se echó a reír.
—No imaginaba que los comandantes de lord Asriel pretendieran arrancar la verdad por medio de la tortura. Los creía más perspicaces —soltó.
Lord Asriel no pudo por menos de admirar aquella descarada muestra de insinceridad.
—Garantizo el comportamiento de la señora Coulter —dijo—. Sabe perfectamente lo que ocurrirá si nos traiciona; pero no tendrá ocasión de hacerlo. No obstante, si alguno de ustedes tiene alguna duda al respecto, puede expresarla sin temor.
—Yo sí tengo —respondió el rey Ogunwe—, pero de quien dudo es de usted, no de ella.
—¿Por qué? —inquirió lord Asriel.
—Si ella lo tentara, usted no resistiría. Fue un acierto capturarla, pero un error invitarla a asistir a este consejo. Trátela con cortesía, ofrézcale todas las comodidades, pero instálela en otro lugar y manténgase alejado de ella.
—Puesto que le he animado a hablar, debo aceptar el reproche —dijo lord Asriel—. Su presencia es más valiosa para mí que la de esta mujer, rey. Ordenaré que se la lleven.
Lord Asriel alargó la mano para pulsar el timbre, pero antes de que lo hiciera la señora Coulter se apresuró a decir:
—Por favor, escúchenme primero. Puedo serles útil. He estado más cerca del centro de poder del Magisterium que nadie de los que ustedes conocen. Sé cómo piensan y puedo prever lo que van a hacer. ¿Se preguntan quizá por qué deberían fiarse de mí, por qué abandoné a los otros? Es muy sencillo: van a matar a mi hija. No se atreven a dejarla vivir. En cuanto descubrí quién era… qué es… lo que las brujas profetizaron sobre ella… comprendí que debía abandonar la Iglesia. Comprendí que yo era su enemiga, y ellos mis enemigos. No sabía qué eran ustedes ni qué representaba yo para ustedes. Eso era un misterio. Pero sabía que tenía que situarme en contra de la Iglesia, de todo cuanto ellos creen, y en caso necesario, de la misma Autoridad. Yo…
La señora Coulter se detuvo. Los comandantes la escuchaban con atención. Luego miró a lord Asriel a la cara y siguió hablando como si se dirigiera tan sólo a él, con voz grave y apasionada y los ojos relucientes.
—He sido la peor madre del mundo. Dejé que me arrebataran a mi hija cuando era un bebé, porque no me interesaba. Sólo me importaba mi carrera. No pensé en ella durante años, y cuando lo hacía era para lamentar la vergüenza que supuso para mí su nacimiento.
»Pero luego la Iglesia comenzó a interesarse por el Polvo y los niños, y en mi corazón se produjo un cambio: recordé que era madre y que Lyra era… ¡mi hija!
»Y puesto que estaba amenazada, evité que le hicieran daño. En tres ocasiones intervine para salvarla de un peligro. La primera fue cuando el Comité de Oblación inició su tarea: fui al Colegio Jordan y me la llevé a vivir conmigo a Londres, donde estaba a salvo del Comité…, al menos eso creí. Pero ella se escapó.
»La segunda vez fue en Bolvangar, cuando la hallé justo a tiempo, bajo la… la hoja de… ¡Por poco se me para el corazón! Era lo que hacían… lo que hacíamos… Lo que yo misma había hecho a otros niños, pero Lyra era mi hija. ¡No pueden imaginar el horror que experimenté en aquel momento! Espero que nunca tengan que sufrir lo que yo sufrí entonces… Pero conseguí salvarla. La saqué de allí. La salvé por segunda vez.
»No obstante, seguía considerándome partícipe de la Iglesia, su leal y devota servidora, porque llevaba a cabo la obra de la Autoridad.
»Entonces me enteré de la profecía de las brujas. Lyra será tentada, como lo fue Eva. Eso es lo que dicen. Ignoro en qué consistirá esa tentación, pero la niña está creciendo y no es difícil imaginarlo. Y ahora que la Iglesia también lo sabe, la matarán. Si todo depende de ella, ¿cómo van a dejar que viva? ¿Cómo van a arriesgarse a que Lyra resista a esa tentación, sea la que sea?
»No, están obligados a matarla. Si pudieran, regresarían al jardín del Edén y matarían a Eva antes de que sucumbiera a la tentación. Matar no es difícil para ellos; el mismo Calvino ordenó la matanza de niños. La matarían con gran pompa y ceremonia y plegarias y lamentaciones y salmos e himnos, pero la matarían. Si Lyra cae en manos de ellos, podemos considerarla muerta.
»Por eso cuando me enteré de lo que había dicho la bruja, salvé a mi hija por tercera vez. La llevé a un lugar seguro, y pensaba permanecer allí con ella.
—Usted la drogó —dijo el rey Ogunwe—. La mantuvo inconsciente.
—Tuve que hacerlo —replicó la señora Coulter—, porque ella me odiaba. —Su voz cargada de emoción, que hasta entonces había controlado, se quebró en un sollozo—. Me temía y detestaba —continuó la mujer con voz trémula—. Habría escapado volando de mi presencia como un pájaro de un gato si no la hubiera drogado para que quedara inconsciente. ¿Saben lo que eso supone para una madre? Pero era el único medio de que Lyra estuviera a salvo. Todo ese tiempo en la cueva… dormida, con los ojos cerrados, indefensa, su daimonion enroscado sobre su cuello… ¡No pueden imaginar el amor que sentí por ella, la ternura, un sentimiento tan profundo…! ¡Mi propia hija! Era la primera vez que yo tenía la oportunidad de hacer algo por ella. ¡Mi pequeña! La lavé, le di de comer, la protegí del frío. Por las noches me acostaba a su lado, la mecía en mis brazos, lloraba con el rostro hundido en su pelo, besaba sus párpados cerrados, mi pequeña…
Su desvergüenza era increíble. Se expresaba en voz baja, sin declamar ni elevar el tono en ningún momento. Y cuando un sollozo le quebró la voz, fue tan tenue que casi parecía un hipido, como si reprimiera sus emociones por una cuestión de pura cortesía. Esto no hizo sino aumentar la eficacia de sus descaradas mentiras, según observó lord Asriel con disgusto. Era una consumada embustera.
La señora Coulter se dirigía principalmente al rey Ogunwe, aunque con disimulo, según observó también lord Asriel. No sólo era su principal acusador sino un ser humano, a diferencia del ángel y de lord Roke, y ella sabía cómo manipularlo.
Pero en realidad fue el gallivespiano quien quedó más impresionado por sus artes. Lord Roke intuía que la señora Coulter poseía una naturaleza muy parecida a la de un escorpión, y era consciente del poder que detectaba bajo su dulce tono. «Es preferible mantener a un escorpión en un lugar donde puedas verlo», pensó.
Así que no dudó en apoyar al rey Ogunwe cuando más tarde cambió de parecer y se mostró favorable a que la señora Coulter se quedara. Lord Asriel no logró sus propósitos pues había decidido trasladarla a otro sitio; pero se había comprometido a acatar los deseos de sus comandantes.
La señora Coulter lo miró con un leve y virtuoso gesto de preocupación. Lord Asriel estaba convencido de que nadie más que él se había percatado de la disimulada expresión de triunfo que brillaba en el fondo de sus hermosas pupilas.
—Bueno, quédate —dijo—. Pero ya has hablado bastante. Ahora guarda silencio. Quiero considerar la propuesta para instalar una guarnición en la frontera meridional. Ya han visto el informe. ¿Es viable? ¿Es conveniente? Luego quiero revisar el arsenal y por último deseo que Xaphania me detalle la disposición de las fuerzas angélicas. Hablemos primero de la guarnición. Tiene la palabra, rey Ogunwe.
El dirigente africano abrió el debate. Conversaron durante un rato, y la señora Coulter quedó impresionada por sus atinados conocimientos de las defensas de la Iglesia y su acertada valoración sobre los puntos fuertes de sus líderes.
Pero ahora que Tialys y Salmakia estaban con los niños, y lord Asriel ya no tenía un espía en el Magisterium, su información pronto quedaría desfasada. A la señora Coulter se le ocurrió entonces una idea, y ella y el daimonion mono cambiaron una mirada tan potente como un chispazo ambárico. Pero ella no dijo nada y se limitó a acariciar su dorado pelo y a escuchar a los comandantes.
—Ya es suficiente —dijo al cabo de un rato lord Asriel—. Más tarde nos ocuparemos de este problema. Ahora pasemos al arsenal. Tengo entendido que están a punto de probar el artefacto intencional. Vayamos a echarle un vistazo.
Sacó una llave de plata del bolsillo y abrió las argollas que llevaba el mono en los pies y las manos, procurando no rozar siquiera la punta de sus pelos dorados.
Lord Roke montó sobre su halcón y siguió a los demás, mientras lord Asriel bajaba la escalera de la torre para salir a las almenas.
Soplaba un viento helado que les daba en los ojos. El halcón de color azul eléctrico alzó el vuelo en medio de un fuerte remolino, deslizándose y chillando a través de las violentas corrientes. El rey Ogunwe se arrebujó en su abrigo y apoyó la mano en la cabeza de su daimonion guepardo.
—Disculpe, señora, ¿se llama usted Xaphania? —preguntó la señora Coulter humildemente al ángel hembra.
—Sí.
Su aspecto impresionó a la señora Coulter, de igual modo que sus congéneres habían impresionado a la bruja Ruta Skadi cuando los encontró en el cielo: no brillaba pero resplandecía aunque no había ninguna fuente de luz. Era alta, tenía alas, iba desnuda, y la señora Coulter jamás había visto un rostro tan viejo y arrugado como aquél.
—¿Es usted uno de los ángeles que se rebelaron hace tiempo?
—Sí, y desde entonces he estado vagando en unos mundos muy diversos. Ahora he ofrecido mi apoyo a lord Asriel, porque percibo en su noble empresa la esperanza más fundada de destruir la tiranía de una vez para siempre.
—Pero ¿y si fracasa?
—Entonces todos sucumbiremos, y la crueldad reinará para siempre.
Mientras hablaban seguían los pasos rápidos de lord Asriel a través de las almenas azotadas por el viento hacia una recia escalera que conducía a las profundidades del castillo, tan larga que ni siquiera las antorchas colocadas en unos soportes en los muros revelaban su final. El halcón azulado pasó sobre ellos como una flecha y se precipitó hacia abajo; las antorchas arrancaban unos reflejos a su plumaje hasta que el ave quedó reducida a una minúscula mota y desapareció.
El ángel se había situado al lado de lord Asriel, y la señora Coulter descendió la escalera junto al rey africano.
—Disculpe mi ignorancia, señor —dijo ella—, pero hasta la pelea que se libró ayer en la cueva nunca había visto ni había oído hablar de un hombre como el que monta el halcón azul… ¿De dónde proviene? ¿Puede decirme algo sobre esas gentes? Por nada en el mundo querría ofenderlo, pero si hablara sin saber nada de él, podría incurrir en una descortesía sin querer.
—Hace bien en preguntar —respondió el rey Ogunwe—. El suyo es un pueblo orgulloso. Su mundo tuvo un desarrollo distinto al nuestro. Allí existen dos clases de seres conscientes: los humanos y los gallivespianos. La mayor parte de los humanos sirven a la Autoridad, y han tratado de exterminar a los pequeños gallivespianos desde los tiempos más remotos. Los consideran diabólicos. Por eso los gallivespianos no confían en las personas de nuestro tamaño. En cualquier caso, son unos guerreros feroces y orgullosos, unos enemigos mortales y unos excelentes espías.
—¿Está todo su pueblo con ustedes, o se encuentran divididos al igual que los humanos?
—Algunos están con el enemigo, pero la mayoría están con nosotros.
—¿Y los ángeles? Le confieso que hasta hace poco creía que los ángeles eran un invento de la Edad Media, unos seres imaginarios… Resulta desconcertante encontrarse de pronto hablando con uno de ellos, ¿no le parece? ¿Cuántos están del lado de lord Asriel?
—Señora Coulter —respondió el rey—, ésta es una de esas preguntas a las que un espía le gustaría hallar respuesta.
—Mala espía sería yo si se las hiciera de forma tan directa —respondió la mujer—. Soy una prisionera, señor. No podría huir aunque dispusiera de un lugar seguro donde esconderme. Le aseguro que a partir de ahora soy inofensiva.
—Si usted lo dice, la creo —dijo el rey—. Los ángeles son más difíciles de entender que cualquier ser humano. Para empezar, no pertenecen todos a la misma categoría. Algunos poseen mayor poder que otros. Existen complicadas alianzas entre ellos y viejas enemistades que nosotros desconocemos. La Autoridad ha ido suprimiéndolos desde que comenzó a existir.
La señora Coulter se detuvo, estupefacta. El rey africano se paró a su lado, creyendo que estaba indispuesta, pues el resplandor de las antorchas arrojaba unas sombras fantasmales sobre su rostro.
—Lo afirma usted con tanta naturalidad que parece dar por supuesto que yo también lo sé —dijo la señora Coulter—. ¿Pero cómo es posible? La Autoridad creó los mundos, ¿no es así? Existía antes que todo. ¿Cómo pudo «comenzar a existir»?
—Éstos son conocimientos angélicos —precisó Ogunwe—. A algunos de nosotros también nos impresionó enterarnos de que la Autoridad no es el creador. Quizás existiera un creador, o quizá no. Lo ignoramos. Lo único que sabemos es que en cierto momento la Autoridad tomó las riendas y desde entonces los ángeles se han rebelado y los seres humanos han luchado contra ese yugo. Ésta es la última rebelión. Hasta la fecha los humanos y los ángeles, y seres de todo el mundo, nunca habían hecho causa común. Ésta es la mayor fuerza que se ha reunido jamás. Aunque quizá no sea suficiente. Ya veremos.
—¿Pero qué se propone lord Asriel? ¿Qué mundo es éste, y por qué ha venido él aquí?
—Nos trajo aquí porque el mundo está vacío. Vacío de vida consciente. No somos colonialistas, señora Coulter. No hemos venido con ánimo de conquista sino para construir.
—¿Acaso piensa atacar lord Asriel el Reino de los Cielos?
Ogunwe se volvió y miró a la señora Coulter a los ojos.
—No vamos a invadir el Reino —respondió—, pero si el Reino nos invade, más vale que estén preparados para la guerra, porque nosotros sí lo estamos. Yo soy un rey, señora Coulter, pero mi mayor orgullo es participar en la tarea de lord Asriel de forjar un mundo donde no existan reinos, ni reyes, ni obispos, ni sacerdotes. El Reino de los Cielos se ha llamado así desde que la Autoridad se impuso sobre el resto de los ángeles. Nosotros lo rechazamos. Este mundo es distinto. Nuestro propósito es ser ciudadanos libres de la República del Cielo.
La señora Coulter deseaba añadir algo más, formular una docena de preguntas que afloraban a sus labios, pero el rey había apretado el paso para no hacer esperar a su comandante, y ella tuvo que seguirlo.
La escalera era tan larga que cuando llegaron abajo casi no veían el cielo que habían dejado a sus espaldas al comenzar a descender. La señora Coulter ya había comenzado a resollar antes de llegar a la mitad, pero no se quejó y siguió descendiendo hasta llegar a una gran sala iluminada por relucientes cristales fijados en los pilares que sostenían el techo. Escaleras, caballetes, vigas y pasarelas atravesaban la penumbra en lo alto, sobre las que se movían apresuradamente unas figuras.
Lord Asriel estaba hablando con sus comandantes cuando llegó la señora Coulter, y sin dejarla reposar unos instantes echó a andar a través de la espaciosa estancia, en la que de vez en cuando se veía una rutilante figura que se deslizaba por el aire o aterrizaba en el suelo para cambiar unas breves palabras con él. El aire era denso y caluroso. La señora Coulter observó que, seguramente por consideración a lord Roke, en todos los pilares había un soporte vacío situado a la altura de la cabeza de un humano para que su halcón pudiera posarse en él y el gallivespiano participara en la conversación.
No se quedaron mucho rato en aquella sala. En un extremo de la misma, un empleado abrió una recia puerta de doble hoja a través de la cual accedieron al andén de una vía férrea. Allí aguardaba un pequeño vagón, tirado por una locomotora ambárica.
El ingeniero hizo una reverencia y el mono pardo que tenía por daimonion se ocultó detrás de sus piernas al ver al mono dorado con las manos encadenadas. Lord Asriel habló brevemente con el hombre e invitó a todos a subir al vagón, que al igual que la sala estaba iluminado por unos relucientes cristales instalados en unos soportes de plata sobre unos paneles revestidos de caoba y espejos.
Tan pronto como lord Asriel se hubo reunido con los otros el tren se puso en marcha, alejándose suavemente del andén y penetrando en un túnel, donde aceleró. Sólo el ruido de las ruedas sobre los lisos raíles indicaba que había aumentado la velocidad.
—¿Adónde vamos? —inquirió la señora Coulter.
—Al arsenal —contestó lacónicamente lord Asriel, tras lo cual se volvió para hablar en voz baja con el ángel.
—¿Actúan siempre sus espías en parejas, milord? —preguntó la señora Coulter a lord Roke.
—¿Por qué lo pregunta?
—Por curiosidad. Mi daimonion y yo nos hallamos en pie de igualdad con ellos cuando los cuatro tuvimos un enfrentamiento en la cueva, y me chocó lo bien que luchaban.
—¿Por qué le chocó? ¿Acaso creía que las personas de nuestro tamaño no éramos buenos luchadores?
La señora Coulter lo miró con frialdad, consciente del exacerbado orgullo de lord Roke.
—No —respondió—. Pensaba que los derrotaríamos con facilidad y por poco nos ganan ustedes. No me duele reconocer mi error. ¿Siempre luchan en parejas?
—Usted forma una pareja con su daimonion, ¿no es así, señora Coulter? ¿Creía que íbamos a concederles ventaja? —replicó lord Roke clavando en ella su altiva mirada, que relucía bajo la tenue luz de los cristales, como si la retara a hacer más preguntas.
La señora Coulter bajó la vista con humildad y calló.
Al cabo de unos minutos notó que el tren iniciaba el descenso hacia las entrañas de la montaña. No sabía cuánta distancia habían recorrido, pero cuando hubieron transcurrido unos quince minutos el tren comenzó a aminorar la marcha, hasta que se detuvo en un andén cuyas luces ambáricas brillaban con fuerza en contraste con la oscuridad del túnel.
Lord Asriel abrió las puertas y salieron al andén, envuelto en una atmósfera tan caliente y cargada de azufre que la señora Coulter contuvo la respiración. Sonaba el incesante estrépito de unos potentes martillazos y el chirriante impacto del hierro sobre la piedra.
Un encargado abrió las puertas de salida y al instante el fragor se hizo más intenso y se abatió sobre ellos una intensa oleada de calor. Una luz cegadora les obligó a protegerse los ojos; sólo Xaphania parecía no sentirse afectada por aquel torrente de sonido, luz y calor. Cuando hubo recobrado la compostura, la señora Coulter miró con curiosidad en derredor.
Había visto forjas, fundiciones y fábricas siderúrgicas en su mundo, pero hasta las más grandes parecían una herrería de pueblo comparadas con aquello. Unos martillos grandes como casas se alzaban raudos hasta el techo para luego caer sobre unas vigas de hierro grandes como troncos de árboles, que aplastaban en una fracción de segundo con un estruendo que hacía temblar la montaña. Por una abertura en el rocoso muro fluía un río de metal sulfuroso hasta que una puerta increíblemente resistente detenía su curso; luego el brillante y borboteante líquido se desparramaba a través de diversos canales para acabar desembocando en un sinfín de moldes, donde se enfriaba envuelto en una horrible nube de humo. Unas gigantescas máquinas de cortar y unos rodillos separaban, plegaban y comprimían unas láminas de hierro de más de dos centímetros de grosor como si se tratara de papel, tras lo cual los monstruosos martillos volvían a aplastarlas, depositando una lámina sobre otra con tal fuerza que las distintas capas de metal se convertían en una sola, más resistente, en un proceso mecánico que se repetía sin solución de continuidad.
Si Iorek Byrnison hubiera visto aquel arsenal, habría tenido que reconocer que aquellas gentes sabían trabajar los metales. La señora Coulter estaba maravillada. Era imposible hablar y hacerse oír con aquel estruendo, así que nadie lo intentó. Lord Asriel indicó al pequeño grupo que le siguiera por una pasarela metálica suspendida sobre un gigantesco socavón, donde los mineros se afanaban con picos y palas en arrancar los relucientes metales incrustados en la roca.
Atravesaron la pasarela y bajaron por un largo y rocoso corredor, donde unas estalactitas mostraban unos rutilantes y extraños matices, y el fragor de los martillos, rodillos y demás máquinas se fue difuminando. La señora Coulter notó una fresca brisa en la cara. Los cristales que proporcionaban luz no estaban montados en soportes ni instalados en relucientes pilares, sino diseminados por el suelo; y no había antorchas que intensificaran la sensación de calor. Al poco rato lord Asriel y sus acompañantes empezaron a sentir frío de nuevo, hasta que de improviso se hallaron en el exterior, donde reinaba un frío polar.
Se encontraban en un espacio donde había sido eliminada una parte de la montaña, creando una vasta explanada en la que podía haber desfilado un ejército. Más allá divisaron, débilmente iluminadas, unas imponentes puertas de hierro construidas en la ladera, algunas abiertas y otras cerradas; y a través de uno de los gigantescos portales vieron salir a unos hombres que acarreaban un objeto envuelto en una lona.
—¿Qué es eso? —preguntó la señora Coulter al rey africano.
—El artefacto intencional —respondió éste.
La señora Coulter, que no tenía ni remota idea de lo que aquello significaba, observó con curiosidad mientras los hombres se disponían a retirar la lona.
—¿Cómo funciona? ¿Para qué sirve?
—Ahora lo veremos —contestó el rey.
Parecía una complicada máquina taladradora, o la cabina de un giróptero, o una gigantesca grúa. Estaba equipado con una cubierta de cristal sobre un asiento, ante el que había una docena de palancas y manivelas. Se afianzaba sobre seis patas, todas ellas articuladas e inclinadas en distintos ángulos con respecto al cuerpo principal, presentando un aspecto potente y al mismo tiempo desgarbado. El cuerpo propiamente dicho lo componía un amasijo de tubos, cilindros, pistones, cables enrollados, interruptores e indicadores. Era difícil adivinar qué parte del mismo era estructura y qué parte no lo era, pues estaba iluminado por detrás y la mayor parte del artilugio se hallaba oculto en la penumbra.
Lord Roke, montado en su halcón, describía unos círculos a su alrededor, y lo examinaba desde todos los ángulos. Lord Asriel y el ángel estaban enfrascados en una conversación con los ingenieros. Dos hombres descendían del aparato, uno con un bloc y el otro con un cable.
La señora Coulter observó con ojos codiciosos el aparato, memorizando cada una de sus partes, tratando de descifrar aquel complejo artilugio. Mientras lo contemplaba, lord Asriel subió al asiento, se ciñó las correas en torno a la cintura y los hombros y se colocó un casco en la cabeza. Su daimonion, convertido en onza, se instaló de un salto a su lado y se volvió para ajustar algo junto a él. El ingeniero gritó unas palabras y lord Asriel le respondió. Acto seguido los hombres se retiraron hacia la zona de la entrada.
El artefacto intencional se movió, aunque la señora Coulter no estaba segura de cómo se produjo el movimiento. Fue casi como si se hubiera estremecido, pese a que seguía allí, inmóvil, posado sobre aquellas seis patas de insecto y emanando una extraña energía. Entonces volvió a moverse, y la señora Coulter comprendió lo que ocurría: varias partes del aparato giraban, encarándose en un sentido y otro, escrutando el sombrío cielo. Lord Asriel tan pronto movía una palanca, como revisaba un indicador o ajustaba un control; y de pronto el artefacto intencional se desvaneció.
De algún modo, se había elevado en el aire. En ese momento estaba suspendido sobre ellos, a la altura de las copas de los árboles, mientras giraba lentamente hacia la izquierda. No se percibía el ruido de ningún motor ni el mecanismo que le permitía desafiar la ley de la gravedad. Sencillamente, permanecía suspendido en el aire.
—Escuche —dijo el rey Ogunwe—. Por el sur.
La señora Coulter se volvió y aguzó el oído. El viento aullaba en torno al borde de la montaña, sonaban los tremendos martillazos de las prensas, cuya vibración sintió en las plantas de los pies, y unas voces procedentes de la puerta iluminada, pero a una misteriosa señal las voces enmudecieron y las luces se apagaron. Y en el silencio, la señora Coulter oyó, muy quedo, el rumor de los motores de unos girópteros entre las rachas de viento.
—¿Quiénes son? —preguntó en voz baja.
—Señuelos —contestó el rey—. Mis pilotos, que vuelan en una misión destinada a tentar al enemigo para que los sigan. Observe.
La señora Coulter aguzó los ojos, tratando de ver algo en la densa oscuridad tachonada con unas pocas estrellas. El artefacto intencional flotaba sobre ellos con igual firmeza que si estuviera anclado allí, de forma que las rachas de viento no incidían lo más mínimo en él. De la cabina no salía ninguna luz, porque era difícil verlo, y la figura de lord Asriel resultaba completamente invisible.
De pronto la señora Coulter divisó un grupo de luces bajas en el cielo, en el mismo momento en que el ruido de los motores aumentaba de volumen: seis girópteros, que volaban a toda velocidad. Uno de ellos parecía tener problemas, pues despedía una estela de humo y volaba más bajo que los otros. Se dirigían a la montaña, pero seguían una trayectoria que los llevaría más lejos.
Y detrás de ellos, pisándoles los talones, apareció una abigarrada colección de aparatos y seres voladores. No era fácil distinguir qué eran, pero la señora Coulter vio una especie de giróptero de grandes proporciones, dos aviones de alas rectas, un voluminoso pájaro que se deslizaba con increíble velocidad transportando a dos jinetes armados, y tres o cuatro ángeles.
—Una partida de ataque —dijo el rey Ogunwe.
Ésta se aproximaba a los girópteros. En ese momento de uno de los aparatos de alas rectas brotó una línea de luz, seguido unos segundos después por una detonación. Pero el proyectil no alcanzó su blanco, el giróptero averiado, porque en el mismo instante en que percibieron la luz, y antes de oír la detonación, los observadores apostados en la montaña vieron surgir del artefacto intencional un fogonazo, tras lo cual estalló un proyectil en el aire.
La señora Coulter apenas tuvo tiempo de entender aquella secuencia casi instantánea de luz y sonido antes de que se iniciara la refriega. Tampoco fue fácil seguir el desarrollo de la misma, porque el cielo estaba muy oscuro y todos se desplazaban a gran velocidad. Una serie de fogonazos iluminaron la ladera, acompañados por unos breves siseos semejantes a un escape de vapor. Cada fogonazo alcanzó a un determinado atacante; el avión se incendió o explotó, el pájaro gigante soltó un chillido semejante al desgarro de una cortina gigante y se desplomó sobre las rocas. Los ángeles desaparecieron en estelas de aire relucientes compuestas por infinidad de rutilantes partículas que fueron perdiendo brillo hasta apagarse como un fuego de artificio.
Luego se produjo un silencio. El viento se llevó el ruido de los girópteros señuelo, que acababan de desaparecer por el flanco de la montaña, y ninguno de los espectadores dijo nada. El resplandor de unas lejanas llamas se reflejaba en un costado del artefacto intencional, que misteriosamente seguía suspendido en el aire y giraba despacio como si observara a su alrededor. La destrucción del grupo atacante había sido tan contundente que la señora Coulter, que había visto muchas cosas en su vida y no se impresionaba fácilmente, quedó asombrada. Mientras observaba al artefacto intencional, éste pareció emitir un trémulo resplandor o desplazarse, y al cabo de unos instantes se posó con firmeza en el suelo.
El rey Ogunwe se acercó presuroso, al igual que los otros comandantes e ingenieros, que habían abierto las puertas para dejar que la luz inundara el terreno de pruebas. La señora Coulter se quedó plantada donde estaba, tratando de descifrar el funcionamiento del artefacto intencional.
—¿Por qué nos lo ha mostrado? —preguntó su daimonion en voz baja.
—Es imposible que nos haya adivinado el pensamiento —respondió la señora Coulter en el mismo tono.
Recordaban aquel momento en la torre inexpugnable cuando a ambos se les había ocurrido simultáneamente una idea genial. Habían pensado en formularle a lord Asriel una propuesta: ofrecerse para ir al Tribunal Consistorial de Disciplina y espiar para él. La señora Coulter conocía los entresijos del poder y era capaz de manipularlos a todos. Al principio le costaría convencerlos de su buena fe, pero lo conseguiría. Y ahora que los espías gallivespianos se habían marchado para vigilar a Will y a Lyra, Asriel no podría resistirse a una propuesta semejante.
Pero en aquellos momentos, mientras observaban aquella extraña máquina voladora, se impuso una idea aún más brillante. La señora Coulter, alborozada, abrazó al mono dorado.
—Asriel, ¿podría ver cómo funciona el aparato? —preguntó con voz inocente.
Lord Asriel la miró con expresión distraída e impaciente, pero a la vez pletórica de emocionada satisfacción. Estaba entusiasmado con el artefacto intencional. Ella sabía que no se resistiría a exhibirlo.
El rey Ogunwe se hizo a un lado y lord Asriel tendió la mano a la señora Coulter para ayudarle a subirse a la nave. Luego la hizo acomodarse en el asiento y observó mientras ella examinaba los controles.
—¿Cómo funciona? ¿Qué energía lo propulsa? —inquirió la señora Coulter.
—Las intenciones de uno —respondió él—. De ahí su nombre. Si tienes la intención de desplazarte hacia delante, el aparato se desplaza hacia delante.
—Ésa no es la respuesta. Vamos, dímelo. ¿Qué tipo de motor tiene? ¿Cómo vuela? No he observado ningún elemento aerodinámico. Pero estos controles… Visto desde dentro parece un giróptero.
A lord Asriel le costaba no revelárselo, y puesto que ella estaba en su poder, se lo dijo. Le enseñó un cable en cuyo extremo había un asa de cuero que mostraba las huellas de la dentadura de su daimonion.
—El daimonion tiene que aferrar esta asa —le explicó—, con los dientes o las manos. Y tienes que ponerte ese casco. Entre ambos fluye una corriente de energía, que amplifica un condensador… En realidad es más complicado que eso, pero es un aparato sencillo de tripular. Hemos instalado unos controles parecidos a los de un giróptero para facilitar las cosas, pero con el tiempo prescindiremos de todo tipo de controles. Como es lógico, sólo puede tripular el aparato un humano con su daimonion.
—Comprendo —repuso la señora Coulter.
Acto seguido propinó a lord Asriel un empujón tan brutal que lo derribó del aparato.
La señora Coulter se colocó el casco en la cabeza y el mono dorado tomó el asa de cuero. Luego ella accionó el control que en un giróptero servía para inclinar la superficie sustentadora, accionó el acelerador y el artefacto intencional despegó al instante.
Pero a la señora Coulter aún no le había dado tiempo de familiarizarse con el aparato, que permaneció suspendido en el aire unos momentos, ligeramente inclinado, antes de que ella encontrara los controles que lo hacían avanzar. Durante aquellos segundos, lord Asriel se levantó de un salto, alzó la mano para impedir que el rey Ogunwe ordenara a sus soldados que abrieran fuego contra el artefacto intencional y dijo:
—Vaya con ella, lord Roke, se lo ruego.
El gallivespiano azuzó a su halcón azul y el ave alzó el vuelo y se dirigió hacia la puerta de la cabina de mandos, que aún estaba abierta. Los que observaban desde el suelo vieron a la mujer volver la cabeza y mirar a un lado y a otro, como hizo también el mono dorado, pero ninguno de los dos reparó en la diminuta figura de lord Roke, que saltó de su halcón y se introdujo en la cabina.
Unos instantes después el artefacto intencional empezó a moverse y el halcón se alejó un poco para que éste no chocara con él, y luego aterrizó en la muñeca de lord Asriel. Unos segundos más tarde, el aparato desapareció en la húmeda noche cuajada de estrellas.
Lord Asriel contempló la escena con una mezcla de disgusto y admiración.
—Tenía usted razón, majestad —dijo—. Debí hacerle caso. A fin de cuentas, es la madre de Lyra. Debí imaginar que haría algo así.
—¿No va a perseguirla? —preguntó el rey Ogunwe.
—¿Y destruir un flamante aparato? Ni pensarlo.
—¿Adónde supone que irá? ¿En busca de la niña?
—Por ahora no, porque no sabe dónde está. Yo sé exactamente qué hará: ir al Tribunal Consistorial y cederles el artefacto intencional como prueba de su buena fe. Luego los espiará a favor nuestro. Esa mujer ha probado todas las estratagemas habidas y por haber; ésta será una experiencia novedosa. En cuanto averigüe dónde se encuentra la niña, se dirigirá allí y nosotros la seguiremos.
—¿Y cuándo le revelará lord Roke su presencia a bordo de la nave?
—Yo diría que reserva una buena sorpresa, ¿no cree?
Ambos se echaron a reír y regresaron a los talleres, donde el último y más avanzado modelo de artefacto intencional aguardaba su inspección.