EL TRABAJO SIN ALEGRÍA ES RUIN; EL TRABAJO SIN DOLOR ES RUIN; EL DOLOR SIN TRABAJO ES RUIN; LA ALEGRÍA SIN TRABAJO ES RUIN.
JOHN RUSKIN
Will y Lyra durmieron toda la noche y se despertaron cuando el sol se posó en sus párpados. Lo hicieron casi simultáneamente, con el mismo pensamiento, pero cuando miraron a su alrededor vieron al caballero Tialys que montaba guardia a pocos pasos de distancia, con aire sosegado.
—La fuerza del Tribunal Consistorial se ha retirado —les comunicó—. La señora Coulter está en manos del rey Ogunwe, de camino hacia la fortaleza de lord Asriel.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Will, incorporándose no sin cierta rigidez—. ¿Has vuelto a pasar por la ventana?
—No. Hablamos a través del resonador de magnetita. He informado de nuestra conversación a mi jefe lord Roke —dijo Tialys a Lyra—, y ha accedido a que os acompañemos hasta donde se encuentra el oso, y que una vez que lo hayáis visto vengáis con nosotros. Somos aliados, y os ayudaremos en lo que podamos.
—Estupendo —dijo Will—. Entonces, comamos juntos. ¿Os gusta nuestra comida?
—Sí, gracias —respondió lady Salmakia.
Will sacó los últimos melocotones pasos y un pan seco de centeno, que era cuanto le quedaba, y lo compartieron entre los cuatro, aunque como es lógico los espías no comieron mucho.
—Por lo que respecta al agua, en este mundo parece que escasea —observó Will—. Hasta que no volvamos al otro no podremos beber.
—Entonces más vale que nos vayamos cuanto antes —apuntó Lyra.
Pero antes desenvolvió el aletiómetro y le preguntó si aún había peligro en el valle. El instrumento respondió que no, que todos los soldados se habían marchado y que los aldeanos estaban en sus casas. Así pues, se dispusieron a partir.
La ventana se veía extraña en el deslumbrante aire del desierto y contrastaba con el arbusto inmerso en una sombra. Parecía un recuadro de espesa vegetación suspendido en el aire como una pintura. Los gallivespianos quisieron verla y quedaron atónitos al comprobar que por atrás no se veía, que sólo aparecía cuando la rodeaban y se colocaban delante.
—Tendré que cerrarla cuando la hayamos atravesado —dijo Will.
Lyra trató de juntar los bordes, pero sus dedos no dieron con ellos; los espías tampoco lo lograron, pese a la finura de sus manos. Sólo Will era capaz de localizar los bordes con los dedos, cosa que hizo con precisión y rapidez.
—¿En cuántos mundos puedes penetrar con la daga? —inquirió Tialys.
—En todos los que existen —contestó Will—. Nadie tendría tiempo de averiguar cuántos son.
Se echó la mochila al hombro y abrió la marcha por el sendero del bosque. Las libélulas gozaban con el aire húmedo y atravesaban como agujas los haces de luz. El movimiento de las copas de los árboles era menos violento, y la atmósfera fresca y apacible. Esto hizo que se llevaran una impresión aún mayor al ver los hierros retorcidos de un giróptero suspendido entre las ramas, y el cadáver de un piloto africano, atrapado en el cinturón del asiento, colgando por la puerta, y al descubrir los restos calcinados del zepelín un poco más arriba: unos fragmentos renegridos de tela, montantes, tubos, vidrios rotos, y los cadáveres de tres hombres achicharrados, con las extremidades retorcidas y crispadas como si aún se dispusieran a luchar.
Y ésos eran sólo los que habían sido abatidos junto al camino. Había otros cadáveres y restos de aparatos sobre el risco y entre los árboles. Mudos e impresionados, los dos niños avanzaron entre aquella carnicería, mientras los espías montados en sus libélulas observaban la escena con más frialdad, acostumbrados a las batallas, para conocer lo ocurrido y calibrar qué bando había sufrido más pérdidas.
Cuando llegaron a lo alto del valle, donde había menos árboles y comenzaban las cascadas y los arco iris, se detuvieron para beber la gélida agua.
—Espero que la niña esté bien —comentó Will—. No habríamos logrado escapar si ella no te hubiera despertado. Fue a ver a un santón que le dio esos polvos.
—Sé que está bien —respondió Lyra—, porque anoche se lo consulté al aletiómetro. Pero cree que somos unos demonios y nos tiene miedo. Seguramente se arrepiente de haberse metido en esto, pero el caso es que está a salvo.
Siguieron subiendo junto a las cascadas y llenaron la cantimplora de Will antes de echar a andar a través de la meseta hacia las cumbres, donde se encontraba Iorek, según había informado el aletiómetro a Lyra.
Entonces iniciaron una larga jornada de camino que para Will no supuso ningún problema pero que para Lyra fue un tormento debido al debilitamiento que su prolongado letargo le había producido en las piernas. No obstante, antes se habría dejado arrancar la lengua que confesar lo mal que se sentía. Así pues, cojeando y conteniendo el dolor, fue siguiendo el paso de Will sin rechistar. Sólo cuando se sentaron, al mediodía, se permitió exhalar un gemido, y únicamente porque Will se había ausentado para hacer sus necesidades.
—Descansa —le recomendó lady Salmakia—. No tienes por qué avergonzarte de estar cansada.
—¡Es que no quiero decepcionar a Will! No quiero que piense que soy una canija y que le obligo a ir más despacio.
—Seguro que no piensa eso.
—¡Y tú qué sabes! —protestó Lyra—. No lo conoces para nada, ni a mí tampoco.
—Pero reconozco una impertinencia en cuanto la oigo —replicó la pequeña espía sin perder la calma—. Haz lo que te digo y descansa. Reserva tus energías para caminar.
Lyra no tenía ganas de obedecer, pero los relucientes espolones de la dama brillaban bajo el sol, de modo que no dijo nada.
Su compañero, el caballero Tialys, abrió la caja del resonador de magnetita y Lyra, picada por la curiosidad, observó atentamente lo que hacía. El instrumento parecía un lápiz de piedra gris negruzca, apoyado en un soporte de madera. El caballero pasó un diminuto arco semejante al de un violín sobre el extremo al tiempo que presionaba con los dedos de la otra mano en distintos lugares de la superficie. Dichos lugares no estaban señalados y parecía que los tocaba al azar, pero por la intensa concentración que mostraba su rostro y la agilidad de sus movimientos, Lyra comprendió que se trataba de un proceso tan delicado y complejo como su lectura del aletiómetro.
Al cabo de unos minutos el espía guardó el arco y tomó unos auriculares pequeños como la uña del meñique de Lyra. Acto seguido enroscó el extremo del cable alrededor de una clavija situada en la punta de la piedra, llevó el resto del cable hasta otra clavija instalada en el otro extremo y la enroscó alrededor de ésta. Manipulando las dos clavijas y la tensión del cable que mediaba entre ellas, podía oír la respuesta a su mensaje.
—¿Cómo funciona? —preguntó Lyra cuando el caballero hubo concluido.
Antes de responder, Tialys la miró como para calibrar el interés de la niña en el aparato.
—Vuestros científicos, ¿cómo los llamáis, teólogos experimentales?, deben de conocer una cosa llamada vinculación cuántica. Significa que dos partículas pueden existir siempre y cuando tengan unas propiedades en común, de modo que lo que le ocurre a una le sucede al mismo tiempo a la otra, por alejadas que estén. Pues bien, en nuestro mundo existe el medio de tomar una magnetita común y corriente y vincular todas sus partículas para después dividirla en dos con el fin de que ambas partes resuenen al mismo tiempo. La parte correlativa a ésta la tiene lord Roke, nuestro comandante. Cuando yo toco ésta con mi arco, la otra reproduce exactamente los sonidos, y ello nos permite comunicarnos.
Después de guardarlo todo, Tialys dijo algo a lady Salmakia y ambos se alejaron un poco. Hablaban en voz tan baja que Lyra no pudo oír lo que decían, pero Pantalaimon se transformó en un búho y volvió las orejas hacia ellos.
Al poco rato volvió Will y reemprendieron la marcha, más lentamente a medida que transcurría la jornada y el camino se hacía más empinado, cerca de las cimas nevadas. Al llegar a la cabecera de un rocoso valle hicieron otro alto en el camino, pues Will se percató de que Lyra cojeaba y tenía el rostro desencajado y consideró que estaba al borde del agotamiento.
—Enséñame los pies —le dijo—. Si los tienes llagados, te pondré un poco de ungüento.
Efectivamente, la niña tenía los pies cubiertos de llagas. Cerró los ojos, haciendo rechinar los dientes debido al dolor, y dejó que Will le aplicara el bálsamo de musgo de sangre.
Entretanto, el caballero estaba ocupado con su resonador de magnetita. Al cabo de unos minutos lo guardó y dijo:
—He comunicado nuestra posición a lord Roke. Enviarán un giróptero para trasladarnos a la fortaleza en cuanto hayáis hablado con vuestro amigo.
Will asintió. Lyra ni siquiera prestó atención. Se incorporó al instante, se puso los calcetines y los zapatos y reanudaron la marcha.
Transcurrió otra hora. Casi todo el valle estaba en sombras y Will se preguntó si hallarían un lugar donde refugiarse antes de que cayera la noche. De pronto, Lyra exclamó alborozada:
—¡Iorek! ¡Iorek!
Lo vio antes que Will. El oso rey se encontraba aún a cierta distancia, su blanca piel confundiéndose con la nieve. Al oír la voz de Lyra volvió la cabeza, la irguió olfateando el aire y descendió a grandes zancadas hacia ellos.
Sin saludar a Will, el oso dejó que Lyra se arrojara a su cuello y hundiera la cara en su pelaje, gruñendo tan intensamente que Will notó la vibración a través de sus pies. Pero Lyra acogió sus gruñidos con gozo, olvidándose momentáneamente de sus llagas y su cansancio.
—¡Ay, Iorek, cariño, cuánto me alegro de verte! ¡Pensé que nunca volvería a verte…, después del tiempo que pasamos en Svalbard y todo lo que ocurrió! ¿Qué tal está el señor Scoresby? ¿Cómo anda tu reino? ¿Has venido solo hasta aquí?
Los pequeños espías se habían esfumado. Todo indicaba que los tres se habían quedado solos en la oscura ladera: el niño, la niña y el descomunal oso blanco. Como si nunca hubiera deseado hallarse en otro lugar, Lyra se encaramó sobre Iorek y recorrió alegre y satisfecha a lomos de su querido amigo el último trecho que faltaba hasta su cueva.
Will, preocupado, no prestó atención a lo que Lyra decía a Iorek, aunque en cierto momento percibió un grito de consternación y la oyó decir:
—¿El señor Scoresby? ¡No me digas! ¡Qué desgracia! ¿De veras está muerto? ¿Estás seguro, Iorek?
—La bruja me contó que el señor Scoresby fue en busca de ese hombre llamado Grumman —respondió el oso.
Will aguzó entonces el oído, pues Baruch y Balthamos habían comentado algo al respecto.
—¿Qué pasó? ¿Quién lo mató? —preguntó Lyra con voz temblorosa.
—Murió luchando. Mantuvo a toda la fuerza de moscovitas a raya mientras ese hombre escapaba. Yo encontré su cadáver. Murió como un valiente. He jurado vengarlo.
Lyra rompió a llorar a lágrima viva. Will no sabía qué decir, porque aquel hombre había muerto precisamente para salvar la vida de su padre; Lyra y el oso conocían y querían a Lee Scoresby, pero él no.
Al poco rato Iorek dobló un recodo y se encaminó hacia la entrada de una cueva, que parecía muy oscura en contraste con la nieve. Will no sabía dónde estaban los espías, pero tenía la seguridad de que se encontraban cerca. Deseaba hablar en privado con Lyra, pero no hasta que localizara a los gallivespianos y supiera que no espiaban su conversación.
Will depositó la mochila en la entrada de la cueva y se sentó, cansado de la caminata. A sus espaldas, el oso encendió un fuego mientras Lyra lo observaba con curiosidad a pesar de su tristeza. Iorek tomó con la garra izquierda una pequeña piedra, una especie de mineral de hierro, y la restregó tres o cuatro veces contra otra piedra semejante que había en el suelo. Al cabo de unos momentos brotaron unas chispas, que fueron a parar exactamente adonde las dirigió el oso: un montón de ramitas y hierba seca. El montón no tardó en arder, y Iorek fue añadiendo un tronco tras otro hasta obtener una buena fogata.
Los niños agradecieron el calor del fuego, porque hacía mucho frío. Luego vino algo aún mejor: la pierna de un animal, de una cabra tal vez. Iorek se comió su porción de carne cruda, por supuesto, pero ensartó la pieza en una afilada estaca y la puso a asar en el fuego para Will y Lyra.
—¿Es fácil cazar en estas montañas, Iorek? —preguntó Lyra.
—No. Mi pueblo no puede vivir aquí. Yo me equivoqué, pero ha sido una suerte, porque así os he encontrado. ¿Qué planes tenéis?
Will echó un vistazo alrededor de la cueva. Estaban sentados cerca del fuego, cuyo resplandor arrancaba unos reflejos amarillos y anaranjados al pelaje del oso. El niño no vio ni rastro de los espías, pero en cualquier caso tenía que preguntarlo.
—Rey Iorek —empezó a decir—, se me ha roto la daga… —Will miró más allá de donde estaba sentado el oso y se apresuró a añadir—: Un momento. Si estáis escuchando —dijo señalando la pared—, salid y hacedlo a cara descubierta. No nos espiéis.
Lyra y Iorek Byrnison se volvieron para ver con quién hablaba. El hombrecillo salió de entre las sombras y se plantó tranquilamente bajo la luz, en un saliente situado sobre las cabezas de los niños. Iorek soltó un gruñido.
—No has pedido permiso a Iorek Byrnison antes de entrar en su cueva —dijo Will—. Él es un rey, y tú no eres más que un espía. Deberías ser más respetuoso.
A Lyra le encantó oír eso. Miró a Will con satisfacción y observó su ira y desprecio.
Pero la expresión del caballero, al mirar a Will, era de reproche.
—Nosotros fuimos sinceros con vosotros —replicó—. Ha sido una bajeza engañarnos.
Will se levantó. Su daimonion se habría presentado en forma de tigresa, pensó Lyra estremeciéndose al imaginar la ferocidad que mostraría la bestia.
—Os engañamos porque era necesario —contestó Will—. ¿Acaso habrías accedido a venir aquí de haber sabido que la daga estaba rota? ¡Pues claro que no! Habríais utilizado vuestro veneno para dejarnos inconscientes, y después de pedir refuerzos nos habríais secuestrado y trasladado a la fortaleza de lord Asriel. No tuvimos más remedio que engañaros, Tialys, y tenéis que conformaros, lo queráis o no.
—¿Quiénes son ésos? —preguntó Iorek Byrnison.
—Unos espías —respondió Will—. Enviados por lord Asriel. Ayer nos ayudaron a escapar, pero si están de nuestro lado no tienen por qué espiarnos. Y si lo hacen, son los menos indicados para hablar de bajezas.
El espía mostraba una expresión tan feroz que parecía dispuesto a lanzarse no sólo sobre el indefenso Will sino incluso sobre Iorek. Pero Tialys no llevaba la razón y él lo sabía. De modo que no tuvo más remedio que inclinarse y pedir disculpas.
—Majestad —dijo dirigiéndose a Iorek, quien respondió en el acto con un gruñido.
Los ojos del caballero transmitían un intenso odio hacia Will, una expresión de desafío y advertencia hacia Lyra y un frío y despectivo respeto hacia Iorek. La nitidez de sus rasgos resaltaban esa expresión, como si le iluminara una brillante luz. Lady Salmakia salió de la sombra y se situó junto a él. Hizo una reverencia al oso, pasando de los niños.
—Disculpadnos —dijo a Iorek—. La costumbre de esconderse es difícil de abandonar. Mi compañero el caballero Tialys y yo, lady Salmakia, hemos permanecido tanto tiempo entre nuestros enemigos que por puro hábito hemos omitido presentaros nuestros respetos. Acompañamos a este niño y a esta niña para asegurarnos de que lleguen sanos y salvos a la fortaleza de lord Asriel. No nos guía otro fin, y por supuesto no tenemos la menor intención de lastimaros, rey Iorek Byrnison.
Iorek no dio muestras de preguntarse cómo era posible que unas criaturas tan diminutas pudieran lastimarlo. No sólo su expresión era de por sí inescrutable, sino que también él poseía unos modales exquisitos y, a la fin y a la postre, la dama se había expresado con elegancia.
—Acérquense al fuego —les invitó—. Hay comida de sobra si tienen hambre. Will, ¿qué estabas diciendo sobre la daga?
—Jamás imaginé que pudiera pasar —respondió Will—, pero el caso es que se ha roto. El aletiómetro le dijo a Lyra que tú podrías repararla. Pensaba pedírtelo más educadamente, pero te lo pregunto sin rodeos: ¿puedes arreglarla, Iorek?
—Enséñamela.
Will vació el contenido de la funda sobre el suelo rocoso, colocando las piezas de la daga en su lugar correspondiente hasta comprobar que no faltaba ninguna. A la luz de una rama encendida que acercó Lyra, Iorek se agachó para contemplar cada fragmento, tocándolo delicadamente con sus gigantescas garras y examinándolo desde todos los ángulos. Will se maravilló de la destreza de aquellos inmensos garfios negros.
Después Iorek se volvió a enderezar, alzando la cabeza hacia las sombras del techo de la cueva.
—Sí —dijo, respondiendo escuetamente a la pregunta.
—¿Entonces lo harás, Iorek? —preguntó Lyra, comprendiendo a qué se refería—. No imaginas lo importante que es para nosotros… Si no conseguimos repararla estaremos en una situación desesperada y no sólo nosotros…
—No me gusta esa daga —declaró Iorek—. Temo lo que es capaz de hacer. Nunca he visto nada tan peligroso. Hasta los artilugios de guerra más mortíferos son unos juguetes en comparación con ella. El daño que puede causar es incalculable. Habría sido infinitamente mejor que no hubiera sido forjada.
—Pero con ella… —empezó a decir Will.
Iorek no dejó que terminara la frase.
—Con la daga puedes hacer unas cosas muy extrañas. Lo que no sabes es lo que hace por su cuenta. Puede que tus intenciones sean buenas, pero la daga también tiene sus intenciones.
—¿Cómo es posible? —inquirió Will.
—Las intenciones de una herramienta son lo que ésta hace. Un martillo pretende golpear, un tornillo pretende sujetar, una palanca pretende levantar. Son el propósito para el que fueron fabricados. Pero a veces una herramienta puede tener otras aplicaciones que desconocemos. A veces, al hacer lo que uno pretende, al mismo tiempo hace lo que pretende la daga, sin saberlo. ¿Puedes ver el filo más acerado de esa daga?
—No —reconoció Will.
Era cierto: el filo disminuía progresivamente hasta culminar en un borde tan fino que el ojo no era capaz de apreciarlo.
—Entonces ¿cómo puedes saber todo lo que hace?
—No puedo. Pero así y todo debo utilizarla, y hacer cuanto pueda para que sucedan cosas buenas. Si no hiciera nada, sería un inútil. Peor que eso, me sentiría culpable.
—Iorek —intervino Lyra—, tú sabes lo malas que son esas gentes de Bolvangar. Si no conseguimos ganar seguirán cometiendo esas atrocidades para siempre. Además, si no tenemos la daga es posible que caiga en manos de ellos. No conocía su existencia cuando te conocí, Iorek, ni yo ni nadie, pero ahora que lo sabemos, tenemos que utilizarla. Es nuestro deber. Sería una cobardía no hacerlo. Sería como entregársela a los otros y decir: «Usadla, no os lo impediremos». De acuerdo, no sabemos lo que es capaz de hacer, pero puedo preguntárselo al aletiómetro, ¿no? Y podríamos pensar en ello con fundamento en lugar de andar con conjeturas y temores.
Will se abstuvo de mencionar su motivo más apremiante: si Iorek no reparaba la daga, nunca volvería a su casa ni vería de nuevo a su madre; ella nunca sabría qué había ocurrido y pensaría que Will la había abandonado, como había hecho su padre. La daga había sido la causa directa de ambas deserciones. Tenía que utilizarla para regresar junto a ella, de lo contrario nunca se lo perdonaría.
Iorek Byrnison guardó silencio durante largo rato, pero volvió la cabeza para escrutar la oscuridad. Luego se levantó despacio y se dirigió hacia la entrada de la cueva para contemplar las estrellas: algunas eran iguales a las que él había visto en el norte, y otras no las conocía.
A sus espaldas, Lyra dio la vuelta a la carne en el fuego. Will examinó sus heridas para ver si cicatrizaban bien. Tialys y Salmakia permanecieron sentados en silencio en el saliente.
Al cabo de un rato Iorek se volvió.
—De acuerdo, lo haré pero con una condición —dijo—. Aunque creo que es un error. Mi pueblo no tiene dioses ni daimonions. Vivimos y morimos, y ahí se acaba todo. Los asuntos humanos no nos traen sino sufrimientos y complicaciones, pero poseemos un lenguaje, peleamos y utilizamos herramientas; quizá deberíamos comprometernos en un bando. De todos modos es mejor estar bien informado que a medias. Consulta a tu instrumento, Lyra. Averigua la respuesta que buscas. Si después sigues queriendo utilizar esa daga, la repararé.
Lyra sacó enseguida el aletiómetro y lo acercó al fuego para examinar la esfera. La lectura fue más larga de lo habitual. Y cuando salió del trance, tras pestañear y suspirar repetidas veces, su rostro mostraba preocupación.
—Nunca había sido tan confuso —afirmó la niña—. Dijo muchas cosas. Creo que las entendí con claridad. Primero se refirió al equilibrio. Dijo que la daga podía ser perjudicial o servir para algo bueno, pero era un equilibrio tan delicado que el menor pensamiento o deseo podía hacer que se decantara en un sentido o en otro… Se refería a ti, Will, a lo que desearas o pensaras, aunque no especificó qué era un pensamiento bueno o malo.
»Luego ha dicho que sí —prosiguió Lyra, dirigiendo una mirada centelleante a los espías—. Ha dicho sí, reparad la daga.
Iorek la miró fijamente, y luego asintió con la cabeza.
Tialys y Salmakia descendieron del saliente para observar la escena más de cerca.
—¿Necesitas más leña, Iorek? —preguntó Lyra—. Will y yo podemos ir a buscarla.
Will comprendió lo que se proponía: que se alejaran de los espías para hablar tranquilamente.
—Pasado el primer recodo del camino veréis un arbusto de madera resinosa —dijo Iorek—. Traedme tantas ramas como podáis cargar.
Lyra se levantó de un salto y Will la siguió.
La luna resplandecía, el sendero era un amasijo de huellas difuminadas en la nieve y el aire tan frío que cortaba el aliento. Los dos niños se sentían llenos de energía, esperanza y vida. No cruzaron una palabra hasta que se hubieron alejado de la cueva.
—¿Qué más dijo el aletiómetro? —preguntó Will.
—Dijo unas cosas que no comprendí entonces y que sigo sin comprender ahora. Dijo que la daga sería la muerte del Polvo, pero luego dijo que era el único medio de mantener al Polvo con vida. No lo entiendo, Will. Pero volvió a decir que era peligrosa, lo repitió una y otra vez. Dijo que si nosotros… ya sabes…, lo que yo pensaba…
—¿Si vamos al mundo de los muertos?
—Sí, dijo que si hacemos eso quizá no regresemos nunca, Will. Quizá no logremos sobrevivir.
Will no hizo ningún comentario. Los niños siguieron caminando más serios, en busca del arbusto que les había indicado Iorek y silenciosos ante la idea del riesgo que correrían.
—Pero tenemos que hacerlo, ¿no? —dijo finalmente Will, interrumpiendo el silencio.
—No lo sé.
—Quiero decir ahora que ya lo sabemos. Tienes que hablar con Roger, y yo con mi padre. No nos queda más remedio que hacerlo.
—Tengo miedo —dijo Lyra.
Will comprendió que jamás se lo habría confesado a nadie.
—¿Te dijo lo que ocurriría si no lo hacemos? —preguntó.
—Vacío, oscuridad… En realidad no lo entendí, Will. Pero creo que se refería a que, pese al peligro, debemos tratar de rescatar a Roger. Desde luego no será como cuando le rescaté de Bolvangar. Yo entonces no sabía muy bien lo que hacía; simplemente fui en su busca y tuve suerte. Quiero decir que hubo mucha gente que me ayudó, como los giptanos y las brujas. Donde ahora tenemos que ir no encontraremos ninguna ayuda. Veo… en mi sueño vi… Ese sitio era… peor que Bolvangar. Por eso tengo miedo.
—Pues lo que a mí me da miedo —dijo Will sin atreverse a mirar a Lyra— es quedarme atrapado en algún lugar y no volver a ver a mi madre.
De pronto evocó una escena que había olvidado: ocurrió cuando era muy pequeño, antes de que su madre empezara a padecer una desgracia tras otra, y estaba enfermo. Su madre había pasado toda la noche sentada a la cabecera de su cama, en la oscuridad, cantando canciones de cuna y contándole cuentos. Y Will sabía que mientras tuviera cerca la querida voz de su madre, estaría a salvo. No podía abandonarla ahora. ¡De ninguna manera! Si era necesario, cuidaría de su madre toda la vida.
—Sí, tienes razón, sería horrible —dijo Lyra con ternura, como si hubiera adivinado sus pensamientos—. En lo tocante a mi madre no me di cuenta, ¿sabes? Me crié sola. No recuerdo que nadie me acunara ni me hiciera mimos de pequeña. ¡Que yo recuerde, sólo estábamos Pan y yo! No recuerdo que la señora Lonsdale se comportara así conmigo; era la gobernanta del Colegio Jordan, y lo único que le importaba era que yo fuera limpia, y los modales… Pero en la cueva, Will, sentí que mi madre me amaba y cuidaba de mí… Debí de pillar alguna enfermedad, pero ella no dejó de cuidarme. Y recuerdo que en un par de ocasiones me desperté y ella me tenía abrazada… Lo recuerdo con toda claridad, estoy segura… Eso es lo que yo haría si tuviera una hija.
De modo que Lyra no sabía por qué había permanecido dormida durante tanto tiempo. Will se preguntó si debía decírselo él y traicionar ese recuerdo, aunque fuera falso. Y se respondió que no, que decididamente no.
—¿Es ése el arbusto? —preguntó Lyra.
El resplandor de la luna era lo bastante intenso como para poner de relieve cada hoja. Will arrancó una rama, y el fuerte olor a resina quedó adherido a sus dedos.
—Y a esos espías no les diremos una palabra —añadió Lyra.
Los dos niños confeccionaron unos buenos fajos de ramas y los transportaron a la cueva.