13. TIALYS Y SALMAKIA

NOCHE QUE

CONTEMPLAS CEÑUDA ESTE

REFULGENTE

DESIERTO, DEJA

QUE SALGA TU LUNA MIENTRAS CIERRO LOS OJOS.

WILLIAM BLAKE

Will lanzó la mano que empuñaba la pesada pistola hacia un lado y derribó al mono dorado de la roca donde estaba posado. El mono quedó tan aturdido que aflojó la mano y la diminuta mujer pudo zafarse.

Ésta se encaramó de inmediato sobre la roca y el hombrecillo se apartó de la señora Coulter de un salto; ambos se movían tan rápidamente como saltamontes. Los tres niños ni siquiera tuvieron tiempo de asombrarse. El hombrecillo estaba preocupado: palpó con delicadeza el hombro y el brazo de su compañera y la abrazó brevemente antes de llamar a Will.

—¡Eh, chico! —dijo, y aunque su voz tenía poco volumen era grave como la de un hombre adulto—. ¿Tienes la daga?

—Por supuesto —respondió Will. Si ellos no sabían que estaba rota, él no iba a decírselo.

—Tú y la niña tenéis que seguirnos. ¿Quién es esa otra chica?

—Ama, es del pueblo —contestó Will.

—Dile que regrese allí. Anda, muévete antes de que lleguen los suizos.

Will no vaciló. Al margen de lo que aquellos dos pequeños seres se hubieran propuesto, él y Lyra podían huir a través de la ventana que él había abierto detrás del arbusto junto al camino.

De modo que la ayudó a levantarse y observó con curiosidad a las dos pequeñas figuras que saltaron sobre… ¿Qué eran? ¿Unos pájaros? No, unas libélulas, casi tan largas como su antebrazo, que habían estado aguardando en la oscuridad. Los insectos volaron hacia la boca de la cueva, donde yacía la señora Coulter. Estaba medio aturdida por el dolor y lo que le había inoculado el caballero con su aguijón. Cuando los dos niños pasaron junto a ella alzó el brazo y exclamó:

—¡Lyra! ¡Lyra, hija, tesoro! ¡No te vayas, Lyra! ¡No te vayas!

Lyra la miró angustiada y dio un paso, sorteando el cuerpo de su madre. Ésta la agarró débilmente por el tobillo, pero la niña consiguió soltarse. La mujer rompió a llorar; Will vio que le resbalaban unas lágrimas por las mejillas.

Agachados junto a la boca de la cueva, los tres niños esperaron hasta que se produjo una breve pausa en el tiroteo, que aprovecharon para seguir a las libélulas sendero abajo. La luz había cambiado: además del brillo ambárico de los focos de los zepelines, había el resplandor naranja de las oscilantes llamas.

Will se volvió una vez. Bajo la intensa luz, el rostro de la señora Coulter parecía una máscara de pasión trágica; su daimonion se aferraba a ella patéticamente mientras la mujer se incorporaba de rodillas, gritando:

—¡Lyra! ¡Cariño mío! ¡Tesoro de mi corazón! ¡Mi niña, mi única hija! ¡Ay, Lyra, Lyra, no te vayas, no me abandones! Me partes el corazón, hijita mía…

Lyra prorrumpió en violentos sollozos, pues al fin y al cabo la señora Coulter era la única madre que tenía en la vida. Will vio cómo una cascada de lágrimas rodaba por las mejillas de la niña.

Pero tenía que ser implacable. Tiró de la mano de Lyra, y mientras el jinete-libélula revoloteaba junto a su cabeza, conminándolos a apresurarse, Will la condujo a la carrera sendero abajo. En su mano izquierda, que había comenzado a sangrar debido al golpe que había asestado al mono, sostenía la pistola de la señora Coulter.

—Id a lo alto del risco —indicó el hombrecillo— y entregaos a los africanos. Con ellos estaréis seguros.

Will no rechistó, consciente del poder de aquellos afilados espolones, aunque no tenía la menor intención de obedecer. Sólo le interesaba ir a un sitio, a la ventana detrás del arbusto. De modo que mantuvo la cabeza gacha y siguió corriendo, seguido de Lyra y Ama.

—¡Alto!

Will vio frente a él a tres hombres que le interceptaron el paso, unos hombres de uniforme con un aspecto tan feroz como unos daimonions lobos: la Guardia Suiza.

—¡Iorek! —gritó Will—. ¡Iorek Byrnison!

No lejos oyó los rugidos y las pisadas del oso, y los chillidos y gritos de los soldados que tenían la mala fortuna de toparse con él.

De pronto apareció alguien, como si se materializara del aire, para ayudarlos: Balthamos, que se precipitó desesperado entre los niños y los soldados. Los soldados retrocedieron estupefactos al contemplar aquella resplandeciente aparición.

Pero eran unos guerreros bien adiestrados, y sus daimonions se arrojaron al instante sobre el ángel, gruñendo con ferocidad y mostrando sus afilados dientes en la penumbra. Balthamos se asustó, lanzó un grito de miedo y vergüenza y levantó el vuelo, agitando vigorosamente las alas. Will vio desaparecer consternado la figura de su guía y amigo, como una centella, entre las copas de los árboles.

Lyra observó la escena con mirada aturdida. No duró más de dos o tres segundos, pero fue suficiente para que los suizos se reagruparan. Su cabecilla alzó la ballesta y Will se vio obligado a levantar la pistola y apretar el gatillo. La detonación le provocó una sacudida hasta la médula, pero la bala se alojó en el corazón del soldado, que cayó de espaldas como si hubiera recibido la coz de un caballo. Simultáneamente, los dos pequeños espías se precipitaron sobre los otros dos, saltando de las libélulas sin dar tiempo a Will a pestañear. La mujer localizó un cuello, el hombre una muñeca, y ambos clavaron sus espolones. Los dos guardias suizos lanzaron un grito entrecortado y cayeron muertos al suelo mientras sus daimonions se esfumaban con un breve aullido.

Will saltó sobre los cadáveres seguido de Lyra, corriendo a toda velocidad, con Pantalaimon en forma de gato montés pegado a sus talones. Cuando Will se estaba preguntando dónde se habría metido Ama, la vio desviarse por otro sendero. Así estará a salvo, se dijo Will, y unos segundos después vio el pálido brillo de la ventana situada detrás del rododendro. Will agarró a Lyra del brazo y la condujo hacia allí. Con las caras llenas de arañazos y la ropa desgarrada, los tobillos doloridos debido a las numerosas torceduras producidas por raíces y piedras, encontraron la ventana y pasaron a través de ella al otro mundo, a las rocas blancas iluminadas por el resplandor de la luna, donde sólo el chirrido de los insectos quebraba el inmenso silencio.

Lo primero que hizo Will fue llevarse las manos al estómago y vomitar, aquejado de unas violentas arcadas producidas por un horror mortal. ¡Había matado a dos hombres, sin contar al joven de la Torre de los ángeles! Will no quería que eso sucediera. Su cuerpo se rebelaba contra lo que su instinto le obligaba a hacer, y el resultado eran aquellas angustiosas náuseas que le hacían postrarse de rodillas y vomitar un agrio líquido hasta vaciar por completo el estómago.

Lyra lo miraba impotente, acunando a Pan contra su pecho.

Cuando se hubo recuperado un poco, Will miró a su alrededor y comprobó que no estaban solos en aquel mundo, pues los diminutos espías también estaban allí, junto a las mochilas que yacían en el suelo. Las libélulas revoloteaban sobre las rocas, atrapando a las polillas. El hombre le daba un masaje en el hombro a su compañera; ambos miraron a los niños con expresión seria. Tenían los ojos brillantes y los rasgos tan definidos que no cabía duda sobre sus sentimientos. Will tenía la certeza de que se trataba de una pareja de mucho cuidado.

—El aletiómetro está en mi mochila —dijo a Lyra.

—Oh, Will, confiaba en que lo encontraras… ¿Qué ocurrió? ¿Diste con el paradero de tu padre? Mi sueño, Will… ¡Es increíble lo que llegamos a hacer! ¡Ni siquiera me atrevo a pensar en ello…! ¡Y está intacto! ¡Me lo trajiste hasta la cueva, sin dejar que te lo arrebataran!

Las palabras brotaban de sus labios a borbotones, tan atropelladamente que no esperaba obtener respuestas. Examinó el aletiómetro una y otra vez, acariciando el recio oro, el liso cristal y las estriadas ruedas que tan bien conocía.

«El aletiómetro nos indicará cómo recomponer la daga», pensó Will, pero antes preguntó:

—¿Estás bien? ¿Tienes hambre o sed?

—No sé… sí. Pero no mucha. Aunque…

—Debemos alejarnos de esta ventana —observó Will— por si dan con ella y nos siguen.

—Sí, es verdad —convino Lyra.

Ambos comenzaron a trepar por la ladera; Will cargaba con la mochila y Lyra con la pequeña bolsa en la que guardaba el aletiómetro. Will vio por el rabillo del ojo que les seguían los dos pequeños espías, aunque a una distancia que no representaba ninguna amenaza.

En lo alto de la cuesta había un saliente de roca que ofrecía un estrecho cobijo. Will y Lyra se sentaron en él, tras comprobar que no había serpientes, y comieron unos frutos secos y bebieron agua de la cantimplora de Will.

—La daga se ha roto —dijo Will en voz baja—. No sé cómo ocurrió. La señora Coulter hizo algo o dijo algo, y yo pensé en mi madre y eso hizo que la daga se torciera o se… No sé qué pasó exactamente. No podemos hacer nada hasta conseguir que la reparen. No quise que lo supieran esos diminutos personajes, porque mientras crean que puedo utilizarla, tengo todas las de ganar. Se me ocurrió que podrías consultar al aletiómetro y quizá…

—¡Sí! —accedió Lyra al instante—. ¡Lo haré ahora mismo!

Acto seguido sacó el dorado instrumento y lo encaró a la luz de la luna, para ver la esfera con claridad. Tras recogerse el pelo detrás de las orejas, como había visto Will hacer a su madre, Lyra hizo girar las ruedas con su acostumbrada habilidad. Pantalaimon, convertido en ratón, se sentó en sus rodillas.

Apenas había comenzado cuando la niña lanzó una breve exclamación de gozo y miró a Will con ojos relucientes mientras giraba la rueda. Pero aún no había terminado de dar la respuesta y Lyra observó el instrumento con el ceño fruncido, hasta que éste se detuvo.

—¿Y Iorek? ¿Está cerca de aquí, Will? —preguntó la niña, guardando de nuevo el aletiómetro—. Me pareció oír que lo llamabas, pero pensé que eran imaginaciones mías. ¿Está de veras aquí?

—Sí. ¿Podría él reparar la daga? ¿Es eso lo que ha dicho el aletiómetro?

—Él es capaz de hacer cualquier cosa con metales. No sólo con armaduras… También sabe construir piezas pequeñas y delicadas… —Lyra contó a Will que Iorek había construido para ella una cajita de latón para que encerrara a la mosca espía—. Pero ¿dónde está?

—Cerca. Si no acudió cuando lo llamé es porque estaba luchando… ¡Y Balthamos! El pobre debe de estar aterrorizado.

—¿Quién?

Will explicó a Lyra brevemente quién era, sonrojándose al pensar en la vergüenza de debía de haber pasado el ángel.

—Pero ya te contaré después más cosas sobre él —añadió Will—. Es extraño… Me explicó muchas cosas, y creo que las entendí… —Will se pasó la mano por el pelo y se frotó los ojos.

—Quiero que me lo cuentes todo —dijo Lyra con vehemencia—. Todo lo que hiciste desde que ella me capturó. Oh, Will, pero si todavía te sangra la mano. ¡Pobre mano!

—No. Mi padre me la curó. La herida se ha abierto porque le propiné un golpe al mono dorado, pero ya está mejor. Mi padre me dio un ungüento que había preparado con…

—¿Hallaste a tu padre?

—Sí, en la montaña, aquella noche…

Will dejó que Lyra le limpiara la herida y le aplicara un poco de ungüento que llevaba en la cajita de cuerno mientras él le explicaba parte de lo ocurrido: la pelea con el extraño, la revelación que ambos tuvieron segundos antes de que la flecha de la bruja alcanzara su objetivo, su encuentro con los ángeles, su viaje hasta la cueva y su encuentro con Iorek.

—Y pensar que mientras ocurría todo eso yo estaba dormida… —se maravilló Lyra—. ¿Sabes una cosa? En el fondo ella se ha portado bien conmigo, de veras… No creo que quisiera hacerme daño. Aunque hizo cosas malas…

Lyra se frotó los ojos.

—Mi sueño, Will… ¡No te imaginas lo extraño que era! Fue como cuando leo el aletiómetro, todo era claro y la percepción tan profunda que aunque no alcanzaba a ver el fondo todo estaba clarísimo…

»¿Recuerdas que te hablé de mi amigo Roger y de que los Gobblers lo atraparon y yo traté de rescatarlo, pero que todo salió mal y lord Asriel lo mató?

»Pues eso fue lo que vi en mi sueño. Vi de nuevo a Roger, pero estaba muerto, era un fantasma y me hacía señas, como si me llamara, pero yo no le oía. Él no quería que yo estuviera muerta, quería hablar conmigo.

»Y… yo le llevé a Svalbard, y lo mataron allí. Fue por culpa mía. Y yo recordé cuando Roger y yo tocábamos en el Colegio Jordan, en el tejado, en toda la ciudad, en los mercados, junto al río y por los Claybeds… Roger y yo y todos los demás… Fui a Bolvangar para salvarlo, pero sólo conseguí empeorar las cosas, y si no le pido perdón todo será inútil. Tengo que hacerlo, Will. Tengo que bajar a la tierra de los muertos y buscarlo y… pedirle perdón. No me importa lo que ocurra después. Entonces tú y yo podremos… Yo podré… Lo demás no me preocupa.

—¿Esa tierra de los muertos es un mundo como éste, como el tuyo o el mío o los otros? —inquirió Will—. ¿Es un mundo al que yo podría acceder con la daga?

Lyra lo miró, sorprendida por la idea.

—¿Podrías consultarlo? —prosiguió Will—. Anda, hazlo. Pregunta dónde está y cómo podemos llegar a él.

Lyra se inclinó sobre el aletiómetro y movió los dedos con gran rapidez. Al cabo de unos instantes obtuvo la respuesta.

—Sí —dijo—, pero es un lugar extraño, Will… Muy extraño… ¿Crees que podríamos hacerlo? ¿Crees que podríamos trasladarnos a la tierra de los muertos? Pero… ¿qué parte de nosotros se trasladará allí? Porque los daimonions se desvanecen cuando nosotros morimos. Yo lo he visto… Y nuestros cuerpos permanecen enterrados en la sepultura y se pudren, ¿no es cierto?

—Debe de existir una tercera parte, una parte distinta.

—¡Creo que tienes razón! —dijo Lyra, alborozada—. Porque puedo pensar en mi cuerpo y en mi daimonion, de modo que debe de existir otra parte, la que se encarga de pensar.

—Sí, ése es el fantasma.

—Quizá podríamos sacar de allí al fantasma de Roger —propuso Lyra con los ojos brillantes de la excitación—. Quizá podríamos rescatarlo.

—Tal vez. Podríamos intentarlo.

—¡Vale! —exclamó Lyra—. ¡Iremos juntos! ¡Sí, eso es lo que haremos!

Pero Will pensó que si no conseguían reparar la daga no podrían hacer absolutamente nada.

En cuanto sintió la cabeza más despejada y el estómago más calmado, Will se incorporó y llamó a los pequeños espías, que estaban ocupados atendiendo un minúsculo aparato que llevaban.

—¿Quiénes sois? —les preguntó—. ¿De qué lado estáis?

El hombrecillo concluyó lo que estaba haciendo y cerró la caja de madera, semejante a un estuche de violín no mayor que una nuez.

—Somos gallivespianos —respondió la mujer—. Yo soy lady Salmakia y mi compañero es el caballero Tialys. Somos espías al servicio de lord Asriel.

La mujer se encontraba sobre una roca, a tres o cuatro pasos de Will y Lyra. El resplandor de la luna ponía de relieve sus rasgos. Su vocecilla sonaba muy clara y mostraba una expresión resuelta. Lucía una holgada falda de un material plateado y un corpiño verde sin mangas; sus pies, provistos de espolones al igual que los de su compañero, estaban desnudos. El traje del hombre era de un color parecido al de ella, pero tenía unas mangas largas y el holgado pantalón le llegaba a media pantorrilla. Los dos se veían fuertes, capaces, implacables y orgullosos.

—¿De qué mundo sois? —inquirió Lyra—. Nunca había visto personas como vosotros.

—Nuestro mundo padece el mismo problema que el vuestro —respondió Tialys—. Somos renegados. Nuestro jefe, lord Roke, oyó hablar de la revuelta de lord Asriel y le prometió que nosotros le apoyaríamos.

—¿Y qué queréis de mí?

—Llevarte con tu padre —explicó lady Salmakia—. Lord Asriel ha enviado a una fuerza capitaneada por el rey Ogunwe para rescatarte a ti y al niño y llevaros a su fortaleza. Estamos aquí para ayudar.

—¿Y si no quisiera ir con mi padre? ¿Y si no me fiara de él?

—Lo lamento —replicó lady Salmakia—, pero ésas son nuestras órdenes. Debemos llevarte con él.

Lyra soltó una sonora carcajada ante la idea de que aquellos personajillos pudieran obligarla a hacer algo contra su voluntad. Pero fue un error. La mujer agarró a Pantalaimon con la velocidad del rayo, sostuvo su cuerpo de ratón con firmeza y acercó un espolón a su pata. Lyra se quedó horrorizada: sintió la misma conmoción que había experimentando cuando lo agarraron los hombres en Bolvangar. Nadie tenía derecho a tocar el daimonion de otra persona. Era una violación.

Pero entonces observó que Will había aferrado al hombrecillo con la mano derecha, sujetándole por las piernas para que no pudiera utilizar sus espolones.

—Estamos de nuevo en igualdad de condiciones —dijo lady Salmakia sin perder la calma—. Deja al caballero en el suelo, chico.

—Suelta tú primero al daimonion de Lyra —replicó Will—. No estoy de humor para discutir.

Lyra vio con fría satisfacción que Will estaba más que dispuesto a aplastar la cabeza del gallivespiano contra la roca. Y los diminutos espías también lo sabían.

Salmakia apartó el pie de la pata de Pantalaimon, que tan pronto como se liberó de ella se transformó en un gato montés y comenzó a lanzar feroces bufidos y a agitar la cola con el pelo erizado. Pese a mostrar los dientes a un palmo del rostro de lady Salmakia, ésta no perdió la compostura. Unos instantes después el daimonion se refugió en el pecho de Lyra, transformado en armiño, y Will depositó con cuidado a Tialys en el suelo, junto a su compañera.

—Deberías ser más respetuosa —le reprochó el caballero a Lyra—. Eres una niña alocada e insolente. Muchos hombres valientes han muerto esta noche para ponerte a salvo. Más te valdría comportarte con educación.

—Sí —respondió Lyra humildemente—. Lo lamento. De veras.

—En cuanto a ti… —continuó el caballero dirigiéndose a Will.

—En cuanto a mí —le interrumpió éste—, no consentiré que me hables de ese modo, así que será mejor que no lo intentes. El respeto tiene que darse por ambas partes. Ahora escucha con atención. Vosotros no mandáis aquí; mandamos nosotros. Si queréis quedaros y echar una mano, tenéis que obedecernos. En caso contrario, volved inmediatamente con lord Asriel. El asunto no admite discusión.

Lyra se dio cuenta de que los dos espías estaban que trinaban, pero Tialys observó la mano de Will, que estaba apoyada en la funda en su cinto, y pensó que mientras Will tuviera la daga era más fuerte que ellos. Era imprescindible por tanto que no averiguaran que estaba rota.

—Muy bien —dijo el caballero—. Os ayudaremos y protegeremos, porque ésta es la misión que nos han encomendado. Pero debéis ponernos al corriente de lo que os proponéis hacer.

—Eso está mejor —dijo Will—. Os lo voy a decir. En cuanto hayamos descansado regresaremos al mundo de Lyra para buscar a un amigo nuestro, un oso. No anda lejos.

—¿El oso de la armadura? De acuerdo —terció lady Salmakia—. Lo hemos visto luchar. Os ayudaremos a encontrarlo. Pero luego debéis acompañarnos a la fortaleza de lord Asriel.

—Sí —contestó Lyra, mintiendo con toda seriedad—. Desde luego.

Como Pantalaimon se había calmado y demostraba una gran curiosidad, ella dejó que se subiera a su hombro y se transformara en una libélula, tan grande como las dos que revoloteaban por el aire durante aquella conversación. Al cabo de unos segundos se elevó por el aire para reunirse con ellas.

—¿Ese veneno que tenéis en los talones es mortal? —preguntó Lyra a los gallivespianos—. Porque habéis picado a mi madre, la señora Coulter, ¿no es cierto? ¿Se va a morir?

—Sólo fue una picadura ligera —le aseguró Tialys—. Una dosis completa la habría matado sin duda, pero ese rasguño sólo hará que se sienta débil y somnolienta durante unas horas.

El caballero omitió decir que además se sentiría atormentada por un dolor lacerante.

—Quiero hablar con Lyra en privado —dijo Will—. Nos alejaremos unos instantes.

—Con esa daga puedes abrir una comunicación de un mundo a otro, ¿no es así? —preguntó el caballero.

—¿Acaso no os fiáis de mí?

—No.

—De acuerdo, dejaré aquí la daga. Si no la tengo, no puedo utilizarla.

Will se desabrochó el cinturón, extrajo la funda y la depositó sobre una piedra. Luego él y Lyra se alejaron unos metros y se sentaron en un lugar desde el que podían ver a los gallivespianos. Tialys no quitaba ojo a la empuñadura de la daga, pero no la tocó.

—De momento tenemos que aguantarlos —dijo Will—. En cuanto esté reparada la daga, escaparemos.

—Son rapidísimos, Will —le advirtió Lyra—. Y te matarían sin más contemplaciones.

—Espero que Iorek sea capaz de repararla. Ahora me doy cuenta de lo mucho que la necesitamos.

—Seguro que la arreglará —afirmó Lyra.

La niña observó a Pantalaimon, que revoloteaba y planeaba a ras de suelo capturando diminutas polillas como hacían las otras libélulas. No podía alejarse tanto como ellas, pero era igual de rápido y presentaba un colorido más espectacular. Lyra levantó la mano y él se posó en ella, haciendo vibrar sus largas alas transparentes.

—¿Crees que podemos fiarnos de ellos mientras dormimos? —preguntó Will.

—Sí. Son feroces pero me parecen sinceros.

Los niños regresaron a la roca.

—Voy a dormir un rato —dijo Will a los gallivespianos—. Partiremos por la mañana.

El caballero asintió con la cabeza, y Will se acostó hecho un ovillo y se quedó dormido en el acto.

Lyra se sentó junto a él, con Pantalaimon enroscado en su regazo en la modalidad de gato. Qué suerte tenía Will de que ella estuviera despierta y pudiera velar su sueño. Will no tenía miedo de nada, y ella sentía una admiración sin límites hacia él. Pero a él no se le daba bien mentir, engañar ni traicionar, lo cual a ella le resultaba tan natural como respirar. Al pensar en ello, Lyra se sintió reconfortada al pensar que lo hacía por Will, jamás por ella misma.

Aunque había pensado consultar de nuevo el aletiómetro, comprobó sorprendida que estaba tan cansada como si no hubiera permanecido dormida durante tanto tiempo, de modo que se acostó junto a Will y cerró los ojos, sólo para descabezar un sueñecito, se dijo antes de caer dormida.