MIENTRAS VOLABA EN SILENCIO VOLVIÓ
LA VISTA ATRÁS,
COMO SI LE
PERSIGUIERA
SU MIEDO.
EDMUND SPENSER
Esta era la situación cuando comenzó a anochecer.
Lord Asriel se paseaba nervioso de un lado a otro en su torre inexpugnable, pendiente del diminuto personaje situado junto al resonador de magnetita. Había descartado todos los informes anteriores, y su mente estaba totalmente concentrada en la noticia que llegaba al pequeño bloque cuadrado de piedra situado bajo la luz de la lámpara.
El rey Ogunwe se hallaba en la cabina de su giróptero, elaborando un plan para contrarrestar las intenciones del Tribunal Consistorial, sobre las que acababa de informarle el gallivespiano que viajaba a bordo de su nave. El navegante anotó unos números en un papel, que entregó al piloto. Lo esencial era la velocidad: si conseguían depositar a sus tropas en tierra antes que el enemigo tendrían mucho ganado. Los girópteros eran más veloces que los zepelines, pero aún estaban algo rezagados.
En el zepelín del Tribunal Consistorial, la Guardia Suiza comprobaba el buen estado de su equipo. Sus ballestas eran mortales en un radio de más de quinientos metros, y un arquero podía cargar y disparar quince flechas en un minuto. Las aletas, de cuerno, conferían a la flecha un efecto que hacía que la ballesta fuera tan certera como un rifle. Por supuesto era además silenciosa, lo que en ocasiones como aquélla representaba una gran ventaja.
La señora Coulter permanecía despierta en la entrada de la cueva. El mono dorado se mostraba inquieto y frustrado: los murciélagos habían abandonado la cueva al oscurecer, y no tenía a quien atormentar. El mono merodeaba en torno al saco de dormir de la señora Coulter, aplastando con un dedillo calloso las moscas doradas que de vez en cuando se instalaban en la cueva, extendiendo su luminiscencia sobre la roca.
Lyra yacía sofocada y casi tan inquieta como el mono, pero sumida en un sueño profundo, atrapada en la inconsciencia que le producía el brebaje que su madre le había administrado hacía una hora. Volvía a estar bajo los efectos de un sueño que había sufrido durante mucho rato, que agitaba su pecho y hacía brotar de sus labios pequeños gemidos de dolor, rabia y determinación lyrática. Al oír quejarse a la niña, Pantalaimon rechinaba sus dientes de turón.
No lejos, bajo los pinos que sacudía el viento en el sendero del bosque, Will y Ama se dirigían a la cueva. Will había tratado de explicar a Ama lo que se proponía hacer, pero el daimonion de ésta no había entendido nada y cuando Will abrió una ventana con su daga y se la enseñó, Ama se asustó tanto que por poco se desmaya. Will había tenido que moverse pausadamente y hablar con voz queda para retenerla a su lado, pues Ama se negaba a dejar que él llevara los polvos e incluso a explicarle cómo utilizarlos.
—No hagas ruido y sígueme —le dijo por fin Will, confiando en que le hiciera caso.
Iorek se hallaba cerca, protegido con su armadura, esperando contener a los soldados de los zepelines el tiempo suficiente para que Will pudiera realizar su labor. Lo que ninguno de ellos sabía era que también se aproximaba la fuerza de lord Asriel: de vez en cuando el viento transportaba hasta oídos de Iorek un lejano fragor, pero aunque éste conocía el ruido de los motores de un zepelín, nunca había oído un giróptero y por tanto no podía identificarlo.
Balthamos podría habérselo dicho, pero Will estaba preocupado por él. Ahora que habían encontrado a Lyra, el ángel se había encerrado de nuevo en su dolor y se mostraba silencioso, distraído y taciturno, lo que por otra parte hacía que a Will le resultara más difícil hablar con Ama.
—¿Estás ahí, Balthamos? —preguntó Will en una pausa que hicieron en el camino.
—Sí —respondió el ángel con voz monocorde.
—Quédate a mi lado, por favor. No te alejes y avísame de cualquier peligro. Te necesito, Balthamos.
—Aún no te he abandonado —replicó el ángel.
Eso fue lo único que Will consiguió sonsacarle.
En lo alto, Tialys y Salmakia volaban a través de las turbulentas corrientes sobre el valle, impacientes por divisar la cueva. Las libélulas cumplían al pie de la letra lo que les ordenaban, pero sus cuerpos no soportaban bien el frío ni las violentas sacudidas del viento. Sus jinetes las dirigieron a un nivel inferior, al amparo de los árboles, y a partir de allí los insectos volaron de rama en rama, tratando de orientarse en la oscuridad.
Will y Ama treparon bajo el ventoso resplandor de la luna hasta el lugar más cercano a la cueva al que podían acceder sin ser vistos desde la entrada. El lugar se hallaba detrás de un arbusto de denso follaje a pocos pasos del sendero, y Will abrió allí una ventana en el aire.
El único mundo que halló con la misma configuración de terreno fue un lugar desolado y remoto, donde la luna resplandecía desde el cielo estrellado sobre una tierra de color blanco hueso en la que unos diminutos insectos reptaban y emitían sus chirridos en el vasto silencio.
Ama lo siguió, trazando sin cesar círculos con los pulgares para protegerse de los diablos que sin duda merodeaban por el fantasmagórico lugar. Su daimonion se había adaptado al instante, transformándose en un lagarto que se deslizaba rápidamente por las piedras.
Will previó enseguida un problema: el brillante resplandor de la luna sobre las piedras de color hueso destacaría como una linterna cuando él abriera la ventana en la cueva de la señora Coulter. Tendría que abrirla rápidamente, sacar a Lyra y cerrarla al instante. Luego la despertarían en aquel otro mundo, donde no corrieran tanto peligro.
Will se detuvo sobre la resplandeciente ladera.
—Debemos movernos con rapidez y en silencio —le susurró a Ama—, sin hacer el menor ruido, ni un murmullo.
Pese al miedo que la atenazaba, Ama se mostró conforme. El paquetito de polvos seguía en el bolsillo de su camisa; lo había comprobado una docena de veces. Ella y su daimonion habían ensayado repetidamente lo que debían hacer, hasta que Ama estuvo segura de poder llevar a cabo su tarea en la más absoluta oscuridad.
Siguieron trepando sobre las piedras blancas. Will se afanaba en medir la distancia hasta calcular que se hallaban a la altura del interior de la cueva.
Entonces sacó la daga y abrió una pequeña ventana por la que pudiera mirar, no mayor que un círculo que pudiera trazar con el índice y el pulgar.
Acto seguido aplicó el ojo a la ventana para tapar el resplandor de la luna y observó. Era allí: no se había equivocado en sus cálculos. Ante él vio la boca de la cueva, las rocas recortándose contra el cielo nocturno, la silueta de la señora Coulter, dormida, junto a su daimonion; incluso percibió la cola del mono, apoyada en el saco de dormir.
Tras modificar su ángulo de visión y aproximarse más, Will divisó la roca detrás de la que estaba acostada Lyra. Pero no la vio. ¿Estaría él demasiado cerca? Will cerró la ventana, retrocedió un par de pasos, y volvió a abrirla.
Pero la niña no estaba allí.
—Escucha —dijo Will a Ama—, la mujer ha trasladado a Lyra de lugar y no veo dónde está. Tengo que entrar y echar un vistazo por la cueva para dar con su paradero. Regresaré tan pronto lo haya conseguido. Tú retírate un poco, no sea que te corte cuando vuelva a entrar. Si por algún motivo me quedara atrapado en la cueva, regresa y espérame junto a la otra ventana, por la que entramos.
—Deberíamos entrar los dos —objetó Ama—. Yo sé cómo despertarla y tú no, y además conozco la cueva mejor que tú.
Lo miró con expresión obstinada, los labios apretados y los puños crispados. Entretanto su daimonion lagarto había conseguido un collarín de pelo que lucía en torno a su cuello.
—De acuerdo —accedió Will—. Pero debemos entrar muy deprisa, sin hacer ruido, y tienes que hacer lo que yo te diga, al momento. ¿De acuerdo?
Ama asintió con la cabeza y se palpó de nuevo el bolsillo para comprobar si llevaba la medicina.
Will practicó una pequeña abertura, bastante baja, y tras mirar por ella la ensanchó un poco para introducirse por ella a gatas. Ama lo siguió rápidamente, de modo que la ventana no estuvo abierta más de diez segundos.
Permanecieron agachados en el suelo de la cueva, detrás de una voluminosa roca, junto a Balthamos, para que sus ojos se adaptaran del intenso resplandor de la luna a la penumbra de la cueva. Pese a la oscuridad estaba llena de ruidos, sobre todo el del viento en los árboles. Pero percibieron el rugido del motor de un zepelín, que no sonaba lejos.
Will se asomó con cautela, empuñando la daga en la mano derecha, y echó un vistazo a su alrededor.
Ama hizo lo propio, y su daimonion de ojos de lechuza miró también a un lado y a otro; pero Lyra no se encontraba en aquella parte de la cueva. No había duda alguna.
Will asomó la cabeza por encima de la roca y contempló la entrada de la cueva, donde dormían la señora Coulter y su daimonion.
De pronto sintió que el corazón le daba un vuelco. Allí estaba Lyra, sumida en un profundo sueño, justo al lado de la señora Coulter. Sus siluetas se confundían en la oscuridad y por eso no la había visto.
Will tocó la mano de Ama y señaló.
—Tenemos que hacerlo con mucho cuidado —susurró Will.
En el exterior, el rugido de los zepelines era más intenso que el estruendo del viento al agitar los árboles. Y se movían unas luces, que iluminaban las ramas. Convenía sacar a Lyra cuanto antes; ello significaba dirigirse a la entrada de la cueva inmediatamente, antes de que la señora Coulter se despertara, abrir una ventana, llevar a la niña al otro lado y cerrarla de nuevo.
Will susurró su plan a Ama, que asintió con la cabeza.
Pero cuando Will estaba a punto de entrar en acción, la señora Coulter se despertó.
Se movió un poco y dijo algo, y al instante el mono dorado se levantó como un resorte.
Will percibió su silueta en la boca de la cueva, agazapado, atento. Entonces la señora Coulter se incorporó, protegiéndose los ojos de la luz procedente del exterior.
Will alargó la mano izquierda y sujetó con fuerza la muñeca de Ama. La señora Coulter se levantó, completamente vestida, ágil y alerta, como si no acabara de despertarse. Quizá no había estado dormida. Ella y el mono dorado se agazaparon junto a la entrada de la cueva, aguzando la vista y el oído, mientras las luces de los zepelines barrían las copas de los árboles y los motores rugían entre los gritos de unas voces masculinas que hacían advertencias e impartían órdenes, conminando a sus subalternos a actuar con la máxima rapidez.
Will apretó la muñeca de Ama y avanzó precipitadamente, observando el suelo para no tropezar.
Enseguida llegó junto a Lyra, que estaba profundamente dormida, con Pantalaimon enroscado en su cuello.
Will alzó los ojos y miró a la señora Coulter. Ésta se había vuelto en silencio y el resplandor del cielo, que se reflejaba en la pared de la húmeda cueva, le daba de lleno en la cara; durante unos instantes su rostro se transformó en el de la madre de Will, que lo observaba con expresión de reproche.
Will sintió que se le encogía el corazón de dolor. De pronto, al alargar la daga, su mente se quedó en blanco, y con un tirón y un crujido, la daga cayó al suelo hecha pedazos.
Estaba rota.
Will ya no podía practicar una abertura de salida.
—Despiértala —dijo Will a Ama—. Ahora mismo.
Luego se levantó, listo para luchar. En primer lugar estrangularía al mono. Will se puso con todos los músculos en tensión, preparado para repelerlo cuando se abalanzara sobre él, y comprobó que sostenía la daga en la mano: al menos podía utilizarla para golpear.
Pero ni el mono ni la señora Coulter lo atacaron. Ella se limitó a apartarse un poco, dejando que la luz del exterior mostrara la pistola que empuñaba. Al mismo tiempo la luz que se filtró en la cueva iluminó a Ama, que en aquellos momentos vertía unos pocos polvos sobre el labio superior de Lyra, atenta a cómo respiraba, y la ayudaba a aspirarlo por la nariz utilizando la cola de su daimonion a modo de pincel.
Will notó un cambio en el ruido procedente del exterior: aparte del rugido del zepelín, percibió otra nota que le resultaba familiar, como una intromisión de su propio mundo. Enseguida reconoció el estruendo de un helicóptero. Luego oyó otro ruido, y otro más, y luces que iluminaban los árboles sacudidos por el viento como un mar de verdor.
Al percibir el nuevo ruido la señora Coulter se volvió, pero sólo un instante, lo que impidió a Will precipitarse sobre ella y tratar de arrebatarle la pistola. En cuanto al daimonion mono, miró a Will sin pestañear, agazapado y dispuesto a saltar sobre él.
Lyra no cesaba de moverse y murmurar en sueños. Will se agachó y le estrechó la mano mientras el otro daimonion daba unos golpecitos a Pantalaimon, alzando su pesada cabeza y susurrándole al oído para despertarle.
De pronto se oyó un grito fuera y un hombre cayó del cielo y se estrelló contra el suelo a menos de cinco metros de la entrada de la cueva. La señora Coulter lo miró con frialdad, sin inmutarse, y luego se volvió de nuevo hacia Will. Unos instantes después sonó un disparo de rifle desde lo alto, y unos segundos más tarde se desencadenó una lluvia de disparos. El cielo se llenó de explosiones, crepitar de llamas y detonaciones de armas de fuego.
Entretanto, Lyra pugnaba por recobrar la conciencia. Se incorporó un poco, entre suspiros y gemidos, pero enseguida volvió a desplomarse. Pantalaimon comenzó a bostezar, a desperezarse y a tratar de morder al otro daimonion, pero sus músculos no lo sostuvieron y cayó torpemente de costado.
Will escudriñaba el suelo de la cueva en busca de los fragmentos de la daga que se había roto. No había tiempo para averiguar cómo había sucedido ni si podía recomponerse. Pero en cualquier caso, como portador de la daga, Will tenía la obligación de hallar los trozos y ponerlos a buen recaudo. A medida que localizaba cada fragmento lo iba recogiendo con cuidado —cada nervio de su cuerpo tenso debido a los dedos que había perdido—, y lo guardaba en la funda. No le costó localizarlos porque el metal reflejaba la luz del exterior. Eran siete, y el más pequeño correspondía a la punta de la daga. Tras recogerlos todos, se volvió para averiguar cómo se desarrollaba el combate fuera.
Los zepelines se mantenían suspendidos sobre las copas de los árboles, y unos hombres descendían con ayuda de cuerdas, pero el viento impedía a los pilotos mantener las naves estables. Entretanto, los primeros girópteros habían llegado a la cima del risco. Sólo había espacio para que aterrizaran de uno en uno. Después, los fusileros africanos tenían que descender por la pared de roca. Era uno de ellos el que había caído abatido por un certero disparo efectuado desde los oscilantes zepelines.
Para entonces ya habían conseguido aterrizar algunos hombres de ambos bandos. Unos habían perecido antes de llegar al suelo y otros yacían heridos sobre el risco o entre los árboles. Ni unos ni otros habían alcanzado aún la cueva, por lo que la señora Coulter seguía ejerciendo su dominio en el interior de la misma.
—¿Qué piensa hacer? —preguntó Will, procurando hacerse oír sobre el ruido.
—Manteneros cautivos.
—¿Como rehenes? ¿Cree que eso les importará a los otros? De todos modos quieren matarnos.
—Un bando sin duda —replicó la señora Coulter—, pero el otro no estoy tan segura. Esperemos que ganen los africanos.
Parecía contenta. Bajo el resplandor que penetraba en la cueva, Will observó que su rostro irradiaba satisfacción, vitalidad y energía.
—Usted ha roto la daga —dijo Will.
—No, no he sido yo. A mí me interesaba recuperarla entera, para poder salir de aquí. La has roto tú.
De pronto se oyó la voz de Lyra.
—¿Will? —musitó inquieta—. ¿Eres tú, Will?
—¡Lyra! —exclamó éste arrodillándose junto a la niña mientras Ama la ayudaba a incorporarse.
—¿Qué ocurre? —preguntó Lyra—. ¿Dónde estamos? Ay, Will, he tenido un sueño…
—Estamos en una cueva. No te muevas mucho, porque te marearás. Debes tomártelo con calma y recuperar las fuerzas. Has estado dormida durante muchos días.
A Lyra le seguían pesando los párpados y no cesaba de bostezar sonoramente, pero luchaba con todas sus fuerzas por mantenerse despierta. Will la ayudó a levantarse, colocando el brazo de la niña sobre sus hombros y sosteniendo buena parte de su peso. Ama los observaba tímidamente pues la extraña niña se había despertado y le producía cierto nerviosismo. Will aspiró con alegría el aroma del cuerpo amodorrado de Lyra, pues significaba que estaba allí, que era real.
Se sentaron en una roca. Lyra le tomó de la mano y se frotó los ojos.
—¿Qué ocurre, Will? —preguntó con voz tenue.
—Ama tiene unos polvos para despertarte —respondió él. Lyra se volvió hacia la muchacha, viéndola por primera vez, y apoyó la mano en su hombro en un gesto de gratitud—. Yo he venido tan pronto como he podido —prosiguió Will—, pero también han llegado unos soldados. No sé quiénes son. Nos iremos en cuanto podamos.
El estruendo y la confusión en el exterior habían llegado a su punto álgido. Uno de los girópteros había sido alcanzado por una andanada de metralla lanzada por un zepelín mientras los fusileros descendían de él. El aparato se había incendiado, ocasionando la muerte de sus ocupantes e impidiendo que pudieran aterrizar los otros girópteros.
Entretanto, otro zepelín había hallado un claro más abajo en el valle, y los ballesteros que habían desembarcado de él subían a la carrera por el sendero para apoyar a sus compañeros. La señora Coulter, que seguía el desarrollo del combate desde la entrada de la cueva, sostuvo la pistola con ambas manos y apuntó con cuidado antes de disparar. Will vio el fogonazo que surgió del cañón del arma, pero no pudo oír nada debido a las explosiones y los disparos que se sucedían fuera.
«Si vuelve a hacerlo —pensó Will—, me arrojaré sobre ella y la derribaré al suelo». Luego se volvió para comunicárselo en voz baja a Balthamos, pero el ángel no estaba a su lado. Will descubrió con asombro que estaba agazapado junto al muro de la cueva, temblando y gimiendo.
—¡Balthamos! —exclamó Will irritado—. ¡Vamos, no pueden hacerte daño! ¡Tienes que ayudarnos! Tú puedes pelear, lo sabes muy bien. No eres un cobarde, y nosotros te necesitamos…
Antes de que el ángel pudiera responder, la señora Coulter lanzó un grito y se tocó el tobillo, y simultáneamente el mono dorado atrapó algo en el aire con una exclamación de regocijo.
De la criatura que el mono había apresado surgió la voz de una mujer, pero increíblemente débil.
—¡Tialys! ¡Tialys!
Era una mujer no mayor que la mano de Lyra. El mono empezó a tirar de uno de sus brazos, y la minúscula mujer lanzó un grito de dolor. Ama sabía que el mono no cejaría hasta arrancarle el brazo, pero Will se precipitó como una flecha al ver que la señora Coulter dejaba caer la pistola.
Consiguió agarrarla…, pero de pronto la señora Coulter se quedó completamente inmóvil. Tenía la cara desencajada en una mueca de dolor y rabia, pero no se atrevía a moverse porque junto a su hombro había un diminuto hombrecillo con el talón apoyado en su cuello y las manos enredadas en su cabello. Will vio con asombro que en el talón relucía un espolón córneo y dedujo que eso era lo que había hecho soltar el grito a la señora Coulter. Posiblemente el hombrecillo le había clavado el espolón en el tobillo.
Pero el hombrecillo no podía hacerle daño a la señora Coulter debido al peligro que corría su compañera en manos del mono; y el mono no podía hacer daño a su presa por temor a que el hombrecillo clavara su espolón envenenado en la yugular de la señora Coulter. Así pues, ninguno de ellos se atrevía a moverse.
Tras respirar hondo y tragar saliva para dominar su dolor, la señora Coulter se volvió hacia Will con los ojos anegados en lágrimas y dijo con calma:
—Bueno, jovencito, ¿qué propones que hagamos?