11. LAS LIBÉLULAS

UNA VERDAD

REFERIDA

CON MALA FE

ES PEOR QUE

TODAS LAS MENTIRAS.

WILLIAM BLAKE

Ama subió por el sendero de la cueva, cargada con una mochila con pan y leche, y un profundo desconcierto en su corazón. ¿Cómo conseguiría llegar hasta la niña dormida?

Ama llegó a la roca donde la mujer le había indicado que dejara la comida. La depositó allí pero no regresó directamente a casa, sino que subió un poco más por entre los frondosos rododendros, más arriba de la cueva, hasta un lugar donde los árboles empezaban a escasear y comenzaba el arco iris.

En aquel lugar ella y su daimonion jugaban a un juego: trepaban por los salientes de roca, rodeando las pequeñas cascadas de un verde blanco, pasaban frente a los remolinos y a través de la espuma teñida con los colores del espectro, hasta que el cabello y los párpados de Ama y la piel de ardilla de su daimonion quedaban recubiertos por un millón de diminutas perlas de humedad. El juego consistía en llegar a la cima sin enjugarse los ojos, pese a la tentación de hacerlo. El sol lucía y se fragmentaba en un color rojo, amarillo, verde y azul y todos los tonos intermedios, pero Ama se abstenía de pasarse la mano por la cara para ver mejor, hasta llegar a la cumbre, porque de otro modo perdía el juego.

Kulang, su daimonion, se posó de un salto sobre la roca más alta situada al borde de la pequeña cascada superior. Ama sabía que Kulang se volvería apresuradamente para cerciorarse de que ella no se quitaba las gotas de las pestañas… pero no lo hizo sino que se quedó quieto, mirando al frente.

Ama se enjugó los ojos, pues la sorpresa que experimentaba su daimonion había puesto fin al juego. Cuando Ama se asomó para mirar por el borde, lanzó una exclamación de asombro y se quedó helada pues jamás había visto un animal como aquél: un oso terrorífico, cuatro veces más grande que los osos pardos del bosque, de un color blanco marfileño, el morro y los ojos negros y unas garras largas como puñales. Estaba a pocos palmos de distancia, tan cerca que Ama distinguió cada pelo de su cabeza.

—¿Quién anda ahí? —preguntó una voz de niño.

Aunque Ama no comprendió las palabras, captó el significado.

Al cabo de un momento apareció el niño junto al oso: presentaba un aspecto agresivo, el entrecejo fruncido y la mandíbula prominente. ¿Era un daimonion aquel pájaro que tenía a su lado? Ama supuso que sí, aunque no se parecía a ninguno de los daimonions que había visto hasta entonces. El pájaro voló hasta Kulang y le habló con un breve gorjeo:

—Amigos. No os haremos daño.

El gigantesco oso blanco no se había movido lo más mínimo.

—Acércate —dijo el niño. Ama comprendió de nuevo el significado de lo que decía gracias a su daimonion.

Sin dejar de observar al oso con supersticioso temor, Ama trepó hasta lo alto de la pequeña cascada y se detuvo tímidamente sobre las rocas. Kulang, transformado en mariposa, se posó unos instantes sobre su mejilla, antes de revolotear en torno al otro daimonion, que permanecía inmóvil sobre la mano del niño.

—Will —dijo el niño, señalándose con la mano.

—Ama —respondió ella.

Ahora que lo veía con claridad, el niño le infundía casi tanto miedo como el oso. Tenía una herida horrible: le faltaban dos dedos. Al verla, Ama se sintió mareada.

El oso dio media vuelta, se alejó trotando junto al lechoso torrente y se tumbó en el agua para refrescarse. El daimonion del niño alzó el vuelo y revoloteó con Kulang entre el arco iris. Poco a poco ambos comenzaron a entenderse.

¿Y qué iban a estar buscando el niño y su daimonion sino una cueva en la que estaba dormida una niña?

La respuesta brotó automáticamente de labios de Ama:

—¡Yo sé dónde está! La tiene dormida una mujer que dice ser su madre, pero ninguna madre sería tan cruel, ¿verdad? La obliga a beber una pócima que la mantiene dormida, pero yo tengo unas hierbas que la harán despertar. El problema es que no puedo llegar hasta ella.

Will meneó la cabeza y esperó a que Balthamos le tradujera las palabras de Ama, lo cual llevó más de un minuto.

—Iorek —dijo Will, y el oso se acercó torpemente por el cauce del torrente, relamiéndose el morro, pues acababa de engullir un pez—. Iorek —repitió Will—, esta niña dice que sabe dónde se encuentra Lyra. Yo iré con ella a comprobarlo, mientras tú te quedas vigilando aquí.

Iorek Byrnison, plantado en medio del torrente, asintió en silencio. Will escondió su mochila y se sujetó la daga en la cintura antes de emprender el descenso con Ama a través del arco iris. Tuvo que enjugarse los ojos con frecuencia y achicarlos para ver, a través del resplandor, dónde apoyaba los pies. La neblina que impregnaba el aire estaba helada.

Cuando llegaron al pie de la cascada, Ama indicó a Will que no hiciera ruido. El niño echó a andar ladera abajo detrás de ella, entre unas rocas cubiertas de musgo y unos grandes pinos retorcidos, donde la luz danzaba formando unas motas de un verde intenso y millones de diminutos insectos cantaban y chirriaban. Los niños continuaron descendiendo hacia el fondo del valle, seguidos por los rayos del sol, mientras las ramas de los árboles se agitaban sin cesar bajo un cielo luminoso.

De pronto Ama se paró en seco. Will se colocó detrás del recio tronco de un cedro y miró hacia donde ella señalaba.

—La señora Coulter —susurró Will, con el corazón latiéndole aceleradamente.

La mujer apareció por detrás de la roca, agitando una rama cargada de hojas antes de tirarla al suelo y restregarse las manos. ¿Había estado barriendo el suelo con ella? Iba arremangada y llevaba el pelo recogido con un pañuelo. Will no había imaginado que tuviera un aspecto tan hogareño.

De pronto advirtió un destello dorado y apareció el malvado mono, que se instaló de un salto sobre el hombro de la mujer. Ambos escrutaron a su alrededor, como si sospecharan algo. De repente la señora Coulter perdió su aspecto hogareño.

Ama susurró algo a Will: le daba miedo el dorado daimonion, que se divertía arrancándoles las alas a los murciélagos mientras aún estaban vivos.

—¿Hay alguien con ella? —preguntó Will—. ¿Hay soldados o gente por el estilo?

Ama no lo sabía. Ella nunca había visto soldados, pero todos hablaban de unos hombres extraños y terroríficos, o quizá fueran fantasmas, que aparecían por las noches en las laderas de las montañas… Claro que siempre había habido fantasmas en las montañas, todo el mundo lo sabía. Así que quizá no tuvieran nada que ver con la mujer.

«Bueno —pensó Will—, si Lyra está en esa cueva y la señora Coulter no la abandona, tendré que entrar a hacerles una visita».

—¿Qué es esa medicina que tienes? —preguntó a Ama—. ¿Qué hay que hacer con ella para despertarla?

Ama se lo explicó.

—¿Y dónde está?

—En su casa —respondió Ama—. Escondida.

—De acuerdo. Espera aquí y no te acerques. Cuando veas a la mujer, no le digas que me conoces. No me has visto nunca, ni al oso. ¿Cuándo volverás a traerle comida?

—Media hora antes del atardecer —respondió el daimonion de Ama.

—Trae la medicina —dijo Will—. Nos veremos aquí.

Ama lo observó inquieta mientras se alejaba por el sendero. Sin duda no había creído lo que ella le había contado sobre el daimonion mono, pues de lo contrario no se dirigiría tan resuelto hacia la cueva.

Pero lo cierto es que Will estaba muy nervioso. Tenía todos los sentidos aguzados, hasta el extremo de percibir el aleteo de los insectos más minúsculos que flotaban en los haces de sol, el rumor de cada hoja y el movimiento de las nubes en lo alto, aunque no apartaba los ojos de la entrada de la cueva.

—Balthamos —murmuró. El daimonion ángel voló hasta su hombro transformado en un pequeño pájaro de alas rojas y ojillos relucientes—. No te alejes de mí y vigila a ese mono.

—Entonces mira a tu derecha —replicó Balthamos secamente.

Will vio una mancha de luz dorada en la entrada de la cueva, con una cara y unos ojos que le observaban fijamente. Se hallaban a menos de veinte pasos de distancia. Will se detuvo en seco. El mono dorado volvió la cabeza hacia el interior de la cueva, dijo algo y lo miró de nuevo.

Will palpó la empuñadura de la daga y siguió avanzando.

Cuando alcanzó la cueva, la mujer lo estaba esperando.

Se hallaba sentada en la silla de lona, con un libro en el regazo, y lo observaba tranquilamente. Vestía prendas de viaje color caqui, pero estaban tan bien cortadas y su figura era tan airosa que parecía un modelo de última moda; el ramito de flores rojas que se había prendido en la pechera de la camisa lucía como la más elegante de las joyas. Su pelo resplandecía, sus ojos brillaban, y sus piernas desnudas mostraban un reflejo dorado bajo el sol.

La mujer sonrió. Will estuvo a punto de corresponder con una sonrisa, porque no estaba acostumbrado a la dulzura que puede emanar la sonrisa de una mujer, y a punto estuvo de perder el aplomo.

—Tú eres Will —dijo la mujer con voz grave y embriagadora.

—¿Cómo conoce mi nombre? —replicó él con extrañeza.

—Lyra lo pronuncia en sueños.

—¿Dónde está?

—A salvo.

—Quiero verla.

—Ven —dijo la mujer, levantándose y dejando el libro sobre la silla.

Por primera vez desde que se hallaba en presencia de la mujer, Will miró a su daimonion mono. Tenía el pelaje largo y lustroso; cada pelo parecía de oro puro, mucho más fino que el de los humanos, y su carita y sus manos eran negras. Will recordaba bien aquel rostro, desde la tarde en que él y Lyra robaron el aletiómetro de sir Charles Latron en la casa de Oxford. El mono había tratado de morderle hasta que Will blandió la daga, obligándolo a retroceder para poder cerrar la ventana y refugiarse en otro mundo. Will pensó que nada podría obligarle ahora a volverle la espalda al mono.

Balthamos, transformado en pájaro, vigilaba de cerca. Will avanzó con cautela a través de la cueva, siguiendo a la señora Coulter hasta la pequeña figura que yacía inmóvil en las sombras.

Allí estaba su querida amiga, dormida. ¡Qué menuda parecía! Le asombró que la fuerza y el fuego que poseía Lyra despierta parecieran tan apagados y suaves cuando dormía. Pantalaimon yacía enroscado sobre su cuello, convertido en turón, con su reluciente pelaje. Lyra tenía unos mechones húmedos pegados a la frente.

Will se arrodilló a su lado y le apartó el pelo del rostro, que estaba caliente. Por el rabillo del ojo Will vio al mono agazapado, como si se dispusiera a saltar, y se llevó la mano a la daga; pero la señora Coulter meneó la cabeza suavemente y el mono se relajó.

Will memorizó la disposición exacta de la cueva: la forma y el tamaño de cada roca, la inclinación del suelo, la altura del techo sobre la niña dormida. Más tarde tendría que ir allí a oscuras, y aquélla era la única oportunidad de que dispondría para examinarla.

—Como ves, está a salvo —comentó la señora Coulter.

—¿Por qué la retiene aquí? ¿Por qué no deja que despierte?

—Ven a sentarte.

La señora Coulter no se instaló en su silla, sino que se sentó junto a Will en las rocas cubiertas de musgo a la entrada de la cueva. Hablaba con voz tan dulce y sus ojos mostraban una sabiduría y una tristeza tan profundas, que Will sintió más desconfianza aún. Intuía que cada palabra que pronunciaba aquella mujer era mentira, que cada gesto ocultaba una amenaza y cada sonrisa enmascaraba una intención engañosa. Bueno, pues él también la engañaría, le haría creer que era totalmente inofensivo. Will había logrado engañar a todos sus maestros, a todos los agentes de policía, a todos los asistentes sociales y a todos los vecinos que habían mostrado interés en él y en su hogar; se diría que había estado preparándose toda su vida para este momento.

«A mí no me la das con queso», se dijo.

—¿Te apetece beber algo? —preguntó la mujer—. Yo tomaré también un poco… No hay peligro. Mira.

La mujer partió una fruta arrugada de color pardo y exprimió el turbio jugo verde en dos cubiletes. Tras beber un sorbo de uno de ellos ofreció el otro a Will, que también tomó un sorbo de aquel líquido fresco y dulce.

—¿Cómo has llegado hasta aquí? —preguntó la señora Coulter.

—No fue difícil seguirla.

—Claro. ¿Tienes el aletiómetro de Lyra?

—Sí —respondió Will, dejando que la mujer dedujera por sí sola si sabía leerlo o no.

—Y tengo entendido que posees una daga.

—Se lo dijo sir Charles, ¿no es así?

—¿Sir Charles? Ah, sí, Carlo… desde luego. Debe de ser fascinante. ¿Me la dejas ver?

—No, por supuesto que no —replicó Will—. ¿Por qué retiene a Lyra en esta cueva?

—Porque la quiero —contestó la mujer—. Soy su madre. Corre un gran peligro y no dejaré que le ocurra nada malo.

—¿Peligro de qué? —preguntó Will.

—Bien… —dijo la mujer, depositando su cubilete en el suelo e inclinándose hacia delante de forma que el cabello le cayó a ambos lados de la cara. Al incorporarse lo remetió detrás de las orejas con las manos. Al captar el aroma del perfume, mezclado con el fresco olor de su cuerpo, Will se sintió turbado.

La señora Coulter no dio muestras de notar su reacción.

—Mira, Will —prosiguió—, ignoro cómo conociste a mi hija, ignoro lo que sabes e ignoro si puedo confiar en ti. Pero estoy cansada de mentir. De modo que te contaré la verdad.

»Me enteré de que mi hija está amenazada por las mismas personas con quienes yo tenía estrecho contacto, personas de la iglesia. Sinceramente, creo que pretenden matarla. De manera que estoy en un dilema: obedecer a la iglesia o salvar a mi hija. Yo era una leal sirviente de la iglesia. La servía con absoluta entrega y pasión, le consagré mi vida.

»Pero tenía esta hija…

»Sé que no cuidé debidamente de ella cuando era pequeña. Me la arrebataron para que se criara con unos desconocidos. Tal vez por eso le cuesta confiar en mí. Pero a medida que crecía advertí que corría un grave peligro. He tratado de salvarla en tres ocasiones. He tenido que convertirme en una renegada y ocultarme en este remoto lugar, donde creí que estábamos a salvo. Pero al comprobar lo fácilmente que tú has dado con nuestro paradero, estoy preocupada, como comprenderás. La iglesia no debe de andar lejos. Y quieren matarla, Will.

—¿Pero por qué? ¿Por qué la odian tanto?

—Por lo que creen que va a hacer. No sé de qué se trata. Ojalá lo supiera, porque entonces podría protegerla mejor. Sólo sé que la odian y que no tienen un ápice de piedad. —La señora Coulter se inclinó hacia delante y continuó con tono ansioso y confidencial—: No sé por qué te cuento esto. Creo que no me queda más remedio que fiarme de ti. No puedo seguir huyendo. No tengo a dónde ir, y si eres amigo de Lyra, también podrías ser mi amigo. Necesito un amigo. Todo está en mi contra. La iglesia me destruirá también, al igual que a Lyra, si dan con nosotras. Estoy sola, Will, sola en una cueva con mi hija, mientras todas las fuerzas de todos los mundos tratan de encontrar nuestro paradero. Y tú estás aquí, demostrando lo fácil que resulta localizarnos. ¿Qué vas a hacer, Will? ¿Qué te propones?

—¿Por qué la mantiene dormida? —insistió Will, eludiendo sus preguntas.

—¿Qué crees que ocurriría si dejara que se despertara? Pues que se escaparía en el acto. Y no duraría viva ni una semana.

—¿Pero por qué no se lo explica y deja que ella decida lo que desea hacer?

—¿Crees que me escucharía? Y suponiendo que me escuchara, ¿me creería? No confía en mí. Me odia, Will. Tú ya debes de saberlo. Me desprecia. Yo… no sé cómo expresarlo… la quiero tanto que he renunciado a todo cuanto tenía, una carrera, una vida feliz, una posición, riqueza, todo…, por venir a esta cueva en las montañas y subsistir a base de pan seco y frutas amargas, con tal de mantener a mi hija con vida. Y si para ello tengo que mantenerla dormida, no dudaré en hacerlo. Lo importante es que siga viva. ¿Acaso tu madre no haría lo mismo por ti?

A Will le dio rabia que la señora Coulter se atreviera a citar a su madre para reforzar sus argumentos. Pasada la conmoción inicial, los sentimientos de Will se complicaron al recordar que su madre no le había protegido, que había sido él quien la había protegido a ella. ¿Acaso la señora Coulter quería a su hija más de lo que Elaine Parry quería a su hijo? Era injusto pensar en ello: su madre no estaba bien.

O bien la señora Coulter ignoraba el cúmulo de emociones que sus palabras habían provocado o era monstruosamente astuta. Miró a Will con sus hermosos ojos llenos de tristeza y observó que el niño se sonrojaba y rebullía nervioso. Durante unos instantes la señora Coulter mostró un gran parecido con su hija.

—¿Qué piensas hacer? —volvió a preguntarle.

—Bueno, ya he visto a Lyra —contestó Will—. Está viva, de eso no hay duda, y supongo que se encuentra a salvo. Eso es lo que quería saber. Y puesto que ya lo he averiguado iré a ayudar a lord Asriel, como es mi obligación.

Aquello sorprendió un poco a la señora Coulter, pero enseguida se recuperó.

—No querrás decir que… Supuse que nos ayudarías —dijo con calma, con un tono más inquisitivo que implorante—. Con la daga. Vi lo que hiciste en casa de sir Charles. Podrías salvarnos, ¿verdad? ¿Podrías ayudarnos a huir?

—Ahora debo irme —repuso Will, levantándose.

La señora Coulter le tendió la mano. Esbozó una sonrisa triste, se encogió de hombros y asintió como reconociendo su derrota ante un adversario más diestro que ella ante el tablero de ajedrez: eso fue lo que expresó su cuerpo. A Will empezaba a caerle bien aquella mujer, porque era valiente y parecía más compleja, inteligente y profunda que Lyra. No podía por menos de experimentar cierta estima hacia ella.

Will le estrechó la mano, sintiendo la firmeza, frescura y suavidad de su tacto. Acto seguido ella se volvió hacia el mono dorado, que había permanecido todo el rato sentado a sus espaldas, y cruzaron una mirada que Will no pudo interpretar.

Luego la señora Coulter se volvió hacia él y sonrió.

—Adiós —dijo Will.

—Adiós, Will —respondió ella en voz baja.

Will abandonó la cueva, consciente de que ella le estaba observando, sin volverse una sola vez. Al salir no vio a Ama por ningún lado, de modo que regresó por donde había venido, siguiendo el sendero hasta que percibió el sonido de una cascada.

—Esa mujer miente —informó Will a Iorek Byrnison media hora más tarde—. Estoy convencido. Mentiría aunque supiera que ello le perjudica, porque le encanta mentir.

—¿Y qué piensas hacer? —preguntó el oso, que tomaba el sol tumbado boca abajo en un espacio entre las rocas cubierto de nieve.

Will comenzó a pasearse arriba y abajo, planteándose si emplear el truco que tan buen resultado le había dado en Headington: utilizar la daga para trasladarse a otro mundo, pasar luego a un lugar situado justo al lado de donde se encontraba Lyra, volver a ese mundo, llevársela para dejarla a buen recaudo y cerrar la ventana que comunicaba con ese otro mundo. Sin duda era lo mejor que podía hacer. ¿Por qué dudaba entonces?

Balthamos lo sabía.

—Cometiste una imprudencia al ir a esa cueva —declaró, mostrando su forma habitual de ángel, resplandeciente como la calima bajo el sol—. Ahora sólo deseas volver a verla.

Iorek soltó un ronco gruñido. Al principio Will creyó que advertía a Balthamos de algún peligro, pero luego se dio cuenta, avergonzado, que el oso mostraba su asentimiento. Hasta ese momento ninguno de los dos había manifestado un gran interés hacia el otro, pues tenían una forma de ser muy distinta, pero por lo visto en ese tema estaban de acuerdo.

Will torció el gesto, pero era innegable que la señora Coulter lo había cautivado. Todos sus pensamientos giraban en torno a ella: cuando pensaba en Lyra, era para preguntarse qué parecido guardaría con su madre de mayor; cuando pensaba en la iglesia, era para preguntarse cuántos sacerdotes y cardenales habrían caído bajo su hechizo; cuando pensaba en su padre muerto, era para preguntarse si la habría admirado o detestado; y cuando pensaba en su madre…

Sintió que su corazón se encogía de repugnancia. Se alejó del oso y se encaramó en una roca desde la que divisaba todo el valle. En aquella atmósfera fresca y límpida oyó los lejanos hachazos de un leñador, el apagado repicar de la esquila de un cordero, el murmullo de las copas de los árboles. Sus ojos percibieron con toda nitidez las más diminutas grietas de las montañas en el horizonte, y los buitres que revoloteaban sobre un animal que agonizaba a muchos kilómetros de allí.

No cabía la menor duda: Balthamos estaba en lo cierto. La mujer lo había hechizado. De todas formas, era agradable y tentador pensar en aquellos hermosos ojos y en la dulzura de su voz, y evocar la forma en que levantaba los brazos para apartarse aquella lustrosa mata de pelo…

Tras no pocos esfuerzos, Will consiguió regresar a la realidad y percibió otro sonido distinto de los anteriores: un zumbido lejano.

Se volvió hacia uno y otro lado y comprobó que procedía del norte, la dirección por la que habían venido Iorek y él.

—Zepelines —dijo el oso.

Will se sobresaltó, pues no le había oído acercarse. Iorek se detuvo a su lado, mirando hacia el mismo punto. Luego alzó las patas delanteras, adquiriendo una estatura que doblaba la de Will, y escrutó el horizonte.

—¿Cuántos?

—Ocho —respondió Iorek casi al instante.

Entonces Will los vio también: unas pequeñas motas dispuestas en hilera.

—¿Cuánto crees tú que tardarán en llegar aquí? —inquirió Will.

—Llegarán poco después del anochecer.

—Entonces no dispondremos de mucho rato de oscuridad. Es una lástima —comentó Will.

—¿Qué plan tienes?

—Abrir una ventana y llevar a Lyra a otro mundo, y volver a cerrarla antes de que nos siga su madre. La niña tiene una medicina para despertar a Lyra, pero no supo explicarme bien cómo utilizarla, de modo que tendrá que entrar con nosotros en la cueva. Pero no quiero que corra peligro. Quizá tú podrías distraer a la señora Coulter mientras nosotros tratamos de despertar a Lyra.

El oso soltó un gruñido y cerró los ojos. Will miró a su alrededor en busca del ángel y vio su silueta resaltada por multitud de gotitas de agua que resplandecían bajo la luz crepuscular.

—Balthamos —le informó Will—, voy a regresar al bosque para localizar un lugar seguro donde practicar la primera abertura. Quiero que montes guardia y me avises en cuanto se acerque la niña… o su daimonion.

Balthamos manifestó su conformidad y alzó las alas para sacudirse la humedad. Luego se elevó a través del frío aire y se deslizó sobre el valle mientras Will iniciaba la búsqueda de un mundo donde Lyra pudiera estar a salvo.

Las libélulas eclosionaban en el doble tabique divisorio del zepelín que volaba en cabeza, entre los crujidos y las sacudidas de la nave. Inclinada sobre el capullo que acababa de abrirse de la libélula color azul celeste, lady Salmakia facilitaba la salida de las húmedas y sutiles alas, asegurándose de que su rostro fuera lo primero que quedara impreso en los ojos de múltiples facetas, al tiempo que templaba los nervios de la resplandeciente criatura susurrándole su nombre, explicándole quién era.

Al cabo de unos minutos, el caballero Tialys haría lo mismo con su libélula, que estaba a punto de nacer. Entre tanto, enviaba un mensaje a través del resonador de magnetita, absorto con el movimiento del arco y de sus dedos. El mensaje que transmitía era el siguiente:

A Lord Roke:

Faltan tres horas para la hora prevista de llegada al valle. El Tribunal Consistorial de Disciplina pretende enviar una patrulla a la cueva tan pronto como tomen tierra.

La patrulla se dividirá en dos unidades. La primera se abrirá camino hasta la cueva y matará a la niña, arrancándole la cabeza para demostrar que está muerta. En caso de que sea posible deben capturar también a la mujer, y si se resiste deberán matarla.

La segunda unidad debe capturar al niño, vivo.

El resto de la fuerza atacará a los girópteros del rey Ogunwe. Los girópteros llegarán poco después de los zepelines. De acuerdo con sus órdenes, lady Salmakia y yo abandonaremos dentro de poco el zepelín y volaremos directamente hasta la cueva, donde trataremos de defender a la niña contra la primera unidad, que mantendremos a raya hasta que lleguen los refuerzos.

Quedamos a la espera de su respuesta.

Ésta no se hizo esperar.

Al caballero Tialys:

Tras leer su informe, hemos decidido cambiar los planes.

A fin de impedir que el enemigo mate a la niña, lo cual sería el peor desenlace posible, usted y lady Salmakia deben cooperar con el niño. Mientras él tenga la daga tendrá la iniciativa, de modo que si abre una ventana a otro mundo para llevar a la niña a él deben dejar que lo haga y seguirlos. No se aparten de ellos en ningún momento.

El caballero Tialys contestó.

A lord Roke:

Hemos recibido y comprendido su mensaje. Lady Salmakia y yo partiremos de inmediato.

El diminuto espía cerró el resonador y recogió su equipo.

—Tialys —murmuró su colega en la oscuridad—, está saliendo del capullo. Creo que debes acercarte.

El caballero Tialys subió al montante donde su libélula se esforzaba por venir al mundo y la ayudó suavemente a desprenderse de la seda rota. Mientras acariciaba su enorme cabeza, alzó las pesadas antenas, todavía húmedas y curvadas, y dejó que la criatura saboreara el aroma de su piel hasta tenerla totalmente sometida a su voluntad.

Entre tanto, Salmakia colocó a su libélula el arnés que llevaba siempre consigo: unas riendas de seda tejida por una araña, unos estribos de titanio y una silla de piel de colibrí. Era todo tan liviano que prácticamente no pesaba nada. Tialys hizo otro tanto, ajustando las correas en torno al cuerpo del insecto, aflojándolas o tensándolas. La libélula llevaría el arnés hasta que muriera.

Acto seguido el caballero Tialys se colgó la mochila del hombro y abrió una brecha en la tela impermeabilizada de la piel del zepelín. A su lado, lady Salmakia montó en su libélula y la ayudó a pasar por la estrecha abertura. Las largas y frágiles alas temblaron cuando el insecto pasó a través del agujero, pero enseguida sintió el afán de volar y se precipitó alborozado entre las fuertes ráfagas de viento. Al cabo de unos segundos Tialys se reunió con su colega, a lomos de una montura no menos ansiosa de desafiar a la oscuridad, que ya comenzaba a caer.

Ambos se elevaron a través de las heladas corrientes y, tras detenerse unos instantes para orientarse, partieron hacia el valle.