HE SIDO
UN EXTRAÑO
EN TIERRA
EXTRAÑA.
ÉXODO
Balthamos sintió la muerte de Baruch en cuanto se produjo. Con gritos y sollozos, se elevó en el aire nocturno sobre la tundra, agitando las alas, y dio rienda suelta entre las nubes a su angustia. Al cabo de un rato consiguió tranquilizarse y regresó junto a Will, que permanecía despierto con la daga en la mano, escrutando la húmeda y gélida oscuridad.
—¿Qué ocurre? —preguntó cuando el ángel apareció temblando a su lado—. ¿Has captado algún peligro? Ponte detrás de mí…
—¡Baruch ha muerto! —exclamó Balthamos—. Mi amado Baruch ha muerto.
—¿Cuándo? ¿Dónde?
Balthamos no pudo responder; sólo sabía que la mitad de su corazón se había apagado. No podía permanecer quieto. Volvió a alzar el vuelo, llamando a Baruch, sollozando, llamándole de nuevo. Después le asaltaban los remordimientos porque debía proteger a Will y bajaba apresuradamente, tratando de convencerle de que se escondiera y no hiciera ruido, y prometiendo cuidar de él sin descanso. Luego la intensidad de su congoja le abatía contra el suelo y el ángel se ponía a rememorar todas las muestras de bondad y valor de que Baruch había hecho gala, que eran miles y que Balthamos no había olvidado. A continuación se lamentaba de que una naturaleza tan afable pudiera extinguirse y remontaba de nuevo el vuelo impetuosamente, mirando en una y otra dirección, enloquecido, destrozado por el dolor, maldiciendo el aire, las nubes y las estrellas.
—Ven aquí, Balthamos —dijo Will.
El ángel acudió a la llamada del niño, incapaz de resistirse. En la gélida oscuridad de la tundra, el niño se estremeció bajo su capa.
—Procura estarte quieto. Sabes que allá fuera hay unos seres que atacarán en cuanto perciban un ruido. Yo puedo protegerte con la daga si estás cerca, pero si te atacan mientras vuelas de un lado a otro no podré ayudarte. Y si tú mueres, yo también estaré acabado. Te necesito vivo, Balthamos, para que me ayudes a encontrar a Lyra. Tenlo presente, por favor. Baruch era fuerte… tú también debes serlo. Por mí.
Balthamos guardó silencio unos instantes.
—De acuerdo —respondió por fin—. Sí, por supuesto que sí. Ahora duerme, Will, que yo montaré guardia. No te fallaré.
A Will no le quedaba más alternativa que fiarse de él. Al poco volvió a quedarse dormido.
Cuando se despertó, empapado de rocío y helado hasta los huesos, vio al ángel de pie a su lado. El sol comenzaba a salir, cubriendo de oro los juncos y las plantas acuáticas.
—He decidido qué debo hacer —declaró Balthamos antes de que Will realizara movimiento alguno—. Permaneceré a tu lado día y noche, y si es necesario fingiré que soy tu daimonion. Lo haré de buen grado, con alegría, por Baruch. Te guiaré hasta Lyra, si puedo, y después os conduciré a los dos hasta lord Asriel. He vivido miles de años, y a menos que me maten viviré muchos miles más; pero nunca he conocido a un ser como Baruch que despertara en mí un deseo tan ardiente de hacer el bien y de ser bondadoso. En muchas ocasiones no estuve a la altura, pero siempre podía contar con su generosidad para redimirme. Quizá fracase a veces, porque ahora sólo tengo su recuerdo, pero no obstante lo intentaré.
—Baruch estará orgulloso de ti —dijo Will, tiritando.
—¿Quieres que me adelante volando para averiguar dónde estamos?
—Sí —contestó Will—, vuela alto y dime cómo es el terreno que se extiende más allá de donde nos encontramos. Caminando por estas tierras pantanosas no llegaremos nunca.
Balthamos alzó el vuelo. No había dicho a Will todo lo que le inquietaba, porque no quería preocuparle; pero sabía que el ángel Metatron, el Regente, de quien habían escapado por los pelos, tenía el rostro de Will grabado en su mente. Y no sólo su rostro, sino algunos detalles que los ángeles eran capaces de percibir y de los que ni el mismo Will era consciente, como el aspecto de su naturaleza, que Lyra habría denominado su daimonion. Will corría un gran peligro de caer en manos de Metatron. Balthamos sabía que tarde o temprano tendría que decírselo, pero aún no. Era demasiado complicado.
Considerando que entraría más rápidamente en calor caminando que recogiendo leña y esperando a que el fuego comenzara a arder, Will se colgó la mochila a la espalda, se arrebujó en su capa y echó a andar hacia el sur. Había un sendero, fangoso y lleno de hoyos y baches, que indicaba que en la zona vivían algunas personas; pero el horizonte estaba tan distante en aquel inhóspito paraje que Will tenía la impresión de no avanzar.
Al cabo de un rato, cuando comenzó a clarear, Will oyó la voz de Balthamos junto a él.
—Aproximadamente a media jornada de camino hay un río muy ancho y una población, con un muelle donde amarran los barcos de vapor que navegan por el río. He volado muy alto y he visto que el río se prolonga durante largo trecho por el norte y el sur. Si pudieras ir en barco, viajarías más deprisa.
—Ojalá —repuso Will con vehemencia—. ¿Has comprobado si este sendero conduce a la población?
—Atraviesa una aldea, con iglesia, caserío y huertos. Después continúa hasta la población.
—Me pregunto qué idioma hablarán. Espero que no me encierren por no saber su lengua.
—Yo fingiré que soy tu daimonion y te traduciré lo que dicen —replicó Balthamos—. Conozco muchas lenguas humanas; seguro que entenderé la que hablan en este país.
Will siguió caminando. Era un esfuerzo duro pero al menos se movía, y cada paso que daba le llevaba más cerca de Lyra.
La aldea era un amasijo de viviendas de madera provistas de rediles para renos y perros que ladraban a su paso. De las chimeneas de hojalata brotaba un humo que permanecía suspendido sobre los tejados de pizarra. El suelo era arcilloso y parecía que recientemente se hubiera producido una inundación: los muros estaban manchados de barro hasta la mitad de las puertas, y Will vio unas vigas rotas y unas planchas de hierro ondulado que pendían por todas partes y que habían pertenecido a cobertizos, verandas y casetas que se había llevado el agua.
Pero ése no era el rasgo más curioso del lugar. Al principio Will temió perder el equilibrio y tropezó en un par de ocasiones, pues los edificios no estaban verticales. Todos se inclinaban en la misma dirección, con una desviación de dos o tres grados. La cúpula de la pequeña iglesia se había resquebrajado. ¿Acaso se había producido también un terremoto?
Los perros ladraban con una furia histérica, pero no se atrevían a acercarse. Balthamos, en su papel de daimonion, había asumido la forma de un enorme perro de ojos negros, espesa pelambrera y cola enhiesta, y gruñía con tanta ferocidad que los perros de la aldea se mantenían a una distancia prudencial. Estaban flacos y sarnosos, y los pocos renos que vio Will estaban cubiertos de roña y ofrecían un aspecto lastimoso.
Will se detuvo en el centro de la aldea y miró alrededor, sin saber adónde ir. Aparecieron entonces dos o tres hombres que se plantaron ante él y lo observaron con cara de pocos amigos. Eran las primeras personas que Will veía en el mundo de Lyra. Llevaban gruesos abrigos de paño, botas manchadas de barro y gorros de piel, y tenían un aspecto nada amistoso.
El perro blanco se transformó en un gorrión, que se posó en el hombro de Will. Ninguno de los hombres dio muestras de extrañeza; cada uno tenía su propio daimonion, según advirtió Will, en su mayoría perros. Así era como funcionaban las cosas en ese mundo.
—Sigue adelante —murmuró Balthamos—. No les mires a los ojos y mantén la cabeza gacha. Aquí lo consideran una muestra de respeto.
Will siguió caminando. Era capaz de pasar por donde fuera sin llamar la atención; ésa era su mayor habilidad. Cuando llegó a la altura de los hombres, éstos habían dejado de observarle con curiosidad. Pero entonces se abrió una puerta en la casa más grande junto al camino y alguien lo llamó con un potente vozarrón.
—El sacerdote —comentó Balthamos en voz baja—. Sé educado con él. Vuélvete e inclina la cabeza.
Will obedeció. El sacerdote era un fornido hombretón de barba canosa que lucía una sotana negra. Sobre su hombro reposaba un cuervo, que era su daimonion. El clérigo examinó a Will de pies a cabeza, sin perder detalle. Luego le invitó de nuevo a que se acercara.
Will se dirigió hacia él y le dedicó otra reverencia.
El sacerdote dijo algo.
—Pregunta de dónde eres —murmuró Balthamos—. Di lo que quieras.
—Hablo inglés —respondió Will con voz clara y pausada—. Es la única lengua que conozco.
—¡Ah, inglés! —exclamó alborozado el sacerdote en el mismo idioma—. ¡Mi querido jovencito! ¡Bienvenido a nuestro pueblo, nuestro Kholodnoye, que ha perdido su perpendicularidad! ¿Cómo te llamas y adónde te diriges?
—Me llamo Will; me dirijo al sur. Trato de encontrar a mi familia.
—Entonces pasa a tomar una colación —dijo el sacerdote, rodeando los hombros de Will con un brazo y atrayéndole hacia el interior de la vivienda.
El daimonion cuervo del sacerdote mostraba un vivo interés en Balthamos, pero el ángel supo estar a la altura de las circunstancias: se transformó en un ratón y se ocultó bajo la camisa de Will, como si estuviera atemorizado.
El sacerdote condujo a Will a un salón saturado de humo de tabaco, donde el agua hervía apaciblemente en un samovar de hierro forjado situado en una mesa auxiliar.
—¿Cómo te llamas? —preguntó el sacerdote—. Repíteme tu nombre.
—Will Parry. Pero no sé cómo llamarlo a usted.
—Otiets Semion —respondió el sacerdote, acariciando el brazo de Will mientras le conducía a una silla—. Otiets significa padre. Soy un sacerdote de la Santa Iglesia. Mi nombre de pila es Semion, y el de mi padre Boris, por eso me llamo Semion Borísovitch. ¿Cómo se llama tu padre?
—John Parry.
—John significa Iván. De modo que tú eres Will Ivánovitch y yo soy el padre Semion Borísovitch. ¿De dónde vienes, Will Ivánovitch, y adónde vas?
—Me he extraviado —contestó Will—. Viajaba con mi familia hacia el sur. Mi padre era soldado, pero estaba de exploración en el Ártico y ocurrió algo y nos perdimos. Por eso voy al sur, porque sé que nos dirigíamos hacia allí.
—¿Un soldado? —preguntó el sacerdote, extendiendo las manos—. ¿Un explorador inglés? Nadie ha transitado desde hace siglos por los embarrados caminos de Kholodnoye, pero en estos tiempos tan conflictivos, ¿quién sabe si no aparecerá mañana? En todo caso me alegro de que hayas venido, Will Ivánovitch. Quédate esta noche en mi casa. Comeremos juntos y charlaremos. ¡Lidia Alexándrovna!
Al cabo de un momento entró en silencio una anciana. El sacerdote le habló en inglés y la mujer asintió y llenó un vaso con té caliente en el samovar. Luego ofreció el vaso a Will, junto con un platito de compota y una cucharita de plata.
—Gracias —dijo Will.
—La compota es para endulzar el té —le explicó el sacerdote—. Lidia Alexándrovna la ha preparado con arándanos.
El té tenía un sabor repugnante además de amargo, pero Will se lo bebió. El sacerdote se inclinó hacia delante y lo observó fijamente al tiempo que le palpaba las manos para comprobar si estaban frías y le acariciaba la rodilla. Para distraerlo, Will le preguntó por qué los edificios de la aldea estaban inclinados.
—Se produjo una gran convulsión en la Tierra —contestó el sacerdote—. Todo está pronosticado en el Apocalipsis de San Juan. Los ríos fluirán al revés… El gran río que discurre a escasa distancia de aquí fluía hacia el norte para desembocar en el océano Ártico. Durante miles de años discurrió desde las montañas de Asia Central hacia el norte, desde que la Autoridad de Dios Todopoderoso creó la Tierra. Pero cuando tembló la Tierra y llegaron las nieblas y las inundaciones todo cambió, y el gran río fluyó hacia el sur durante más de una semana antes de dirigir de nuevo sus aguas hacia el norte. El mundo está trastocado. ¿Dónde estabas tú cuando se produjo la gran convulsión?
—Muy lejos de aquí —respondió Will—. No sabía qué ocurría. Cuando se despejó la niebla comprobé que había perdido a mi familia. Todavía no sé dónde me encuentro. Usted me ha dicho el nombre de este lugar, pero ¿dónde está? ¿Dónde estamos?
—Acércame ese libro grande que hay en el estante inferior —dijo Semion Borísovitch—. Te lo mostraré.
El sacerdote aproximó la silla a la mesa y se humedeció los dedos con saliva antes de empezar a pasar las páginas del enorme atlas.
—Aquí —dijo señalando con una sucia uña un punto en Siberia central, a gran distancia al este de los Urales. Junto a él fluía un río, tal como había afirmado el sacerdote, desde las vertientes septentrionales de las montañas en el Tíbet hasta el Ártico. Will examinó la región del Himalaya, pero no se parecía en nada al mapa que había trazado Baruch.
Semion Borísovitch no paraba de hablar, asediando a Will con preguntas sobre su vida, su familia y su hogar, a las que Will, con sus dotes de disimulo, fue respondiendo cumplidamente. Al cabo de un rato el ama de llaves les sirvió una sopa de remolacha y pan negro, que comieron después de que el sacerdote pronunciara una larga oración para bendecir los alimentos.
—¿Cómo quieres que pasemos el día, Will Ivánovitch? —inquirió el clérigo—. ¿Prefieres jugar a los naipes o conversar?
Luego sirvió a Will otro vaso de té, que éste aceptó sin muchas ganas.
—No sé jugar a los naipes —contestó Will—, y estoy impaciente por reanudar mi viaje. Si me dirigiera al río, por ejemplo, ¿cree que hallaría pasaje en un barco de vapor que hiciera la travesía al sur?
El sacerdote, con el orondo semblante ensombrecido, se santiguó con un delicado y rápido ademán.
—En la ciudad hay disturbios —respondió—. Lidia Alexándrovna tiene una hermana que vino aquí para decirle que había visto un barco con osos que navegaba río arriba. Unos osos acorazados. Vienen del Ártico. ¿No viste unos osos acorazados cuando estuviste en el norte?
El sacerdote observó a Will con recelo.
—Cuidado —le susurró Balthamos.
Will comprendió de inmediato lo que debía decir. El pulso se le había acelerado cuando Semion mencionó a los osos, debido a lo que Lyra le había contado sobre su relación con ellos. Tenía que disimular sus sentimientos.
—Nos hallábamos muy lejos de Svalbard —replicó Will—, y los osos estaban ocupados con sus asuntos.
—Sí, eso tengo entendido —dijo el sacerdote, para alivio de Will—. Pero han dejado su tierra y se dirigen hacia el sur. Tienen un barco, y la gente de la población no les permite repostar combustible. Les dan miedo los osos. Y llevan razón, porque los osos son hijos del diablo. Todo lo que procede del norte es diabólico. ¡Como las brujas, que son hijas del mal! La iglesia debió acabar con ellas hace mucho tiempo. Procura no tener tratos con las brujas, Will Ivánovitch, ¿me oyes? ¿Sabes lo que harán cuando cumplas la edad apropiada? Tratarán de seducirte. Utilizarán sus dulces y falsas artimañas, su carne, su piel suave, su dulce voz, y te arrebatarán tu simiente… Ya sabes a qué me refiero… Te dejarán seco y vacío. Te arrebatarán tu futuro, tus posibles hijos, y te dejarán sin nada. Deberían matarlas a todas.
El sacerdote alargó la mano hacia un estante contiguo a su silla y tomó una botella y dos vasitos.
—Voy a ofrecerte una bebida, Will Ivánovitch —anunció—. Como eres joven, no te conviene beber muchos vasos. Pero estás creciendo y tienes que empezar a conocer ciertas cosas, como el sabor del vodka. Lidia Alexándrovna recolectó las bayas el año pasado y yo destilé el licor. El resultado está en esta botella, el único lugar donde yacen juntos Otiets Semion Borísovitch y Lidia Alexándrovna.
El sacerdote destapó la botella con una carcajada y llenó los vasitos hasta el borde. Will se sentía tremendamente incómodo. ¿Qué podía hacer? ¿Cómo iba a rechazar la bebida sin mostrarse descortés?
—Otiets Semion —dijo poniéndose en pie—, ha sido muy amable y lamento no poder quedarme para probar su vodka y escuchar sus relatos, que sin duda serán muy interesantes. Pero comprenderá que estoy inquieto por mi familia e impaciente por dar con ellos, así que me tengo que poner en marcha aunque me gustaría quedarme.
El sacerdote frunció los labios que asomaban entre su espesa barba y arrugó el entrecejo, pero al fin se encogió de hombros.
Tras apurar el vaso en un santiamén, el clérigo se irguió en toda su corpulencia para situarse junto a Will. El vaso que sostenía entre sus dedos sucios y grasientos parecía minúsculo, pero rebosaba de un licor transparente. Al percibir su penetrante aroma junto con el olor rancio del sudor y de las manchas de comida en la sotana del sacerdote, Will se sintió mareado antes de beber siquiera un sorbo.
—¡Bebe, Will Ivánovitch! —gritó el hombre con una vehemencia que atemorizó al chico.
Will levantó el vaso e ingirió sin pestañear el potente líquido, reprimiendo las náuseas.
Pero aún debía superar otra prueba. Semion Borísovitch se inclinó desde su gran estatura y lo agarró por los hombros.
—Hijo mío —declaró.
Acto seguido cerró los ojos y se puso a entonar una oración o un salmo. El clérigo emanaba un fuerte hedor a tabaco, alcohol y sudor, y al moverse rozaba la cara de Will con su espesa barba. Will contuvo la respiración.
Semion Borísovitch enlazó las manos detrás de los hombros de Will, le abrazó con fuerza y le besó en las mejillas, derecha, izquierda y de nuevo en la derecha. Will notó que Balthamos le clavaba las patitas en sus hombros y permaneció inmóvil. La cabeza le daba vueltas y tenía el estómago revuelto, pero no movió ni un músculo.
Por fin el sacerdote retrocedió y se separó de él, propinándole un empellón.
—Vete, pues —dijo—, vete al sur, Will Ivánovitch. Anda, vete.
Will tomó la capa y la mochila y trató de caminar derecho mientras abandonaba la casa y enfilaba el sendero que le conduciría fuera de la aldea.
Durante las dos horas que Will estuvo andando, las náuseas fueron remitiendo lentamente para dar paso a un martilleo en las sienes. En cierto momento Balthamos le pidió que se detuviera y posó sus frescas manos en su cuello y en su frente, consiguiendo aliviar un poco su dolor. De todos modos, Will se prometió no volver a beber vodka en su vida.
A media tarde se ensanchó el sendero y dejó atrás los juncos. Will vio frente a él una población y tras ella una extensión de agua tan grande que parecía un mar.
Incluso a aquella distancia, Will se percató de que había problemas. De los tejados brotaban unas bocanadas de humo seguidas unos segundos después por ruidos de disparos de rifles.
—Balthamos, tendrás que hacerte pasar de nuevo por mi daimonion —dijo—. Mantente a mi lado y vigila por si hay peligro.
Will se adentró en la mugrienta población, cuyos edificios se inclinaban en un ángulo aún más precario que los de la aldea. Las manchas de barro a causa de la inundación alcanzaban una altura superior a la de Will. Las inmediaciones de la población estaban desiertas, pero a medida que Will se fue aproximando al río, el ruido de voces, gritos y disparos de rifle se intensificaron.
Por fin vio gente: algunas personas miraban desde las ventanas del piso superior de sus casas, otras asomaban la cabeza por las esquinas de los edificios para observar el malecón, donde los dedos metálicos de las grúas y los mástiles de los grandes barcos se erguían sobre los tejados.
De pronto se produjo una explosión que hizo temblar los muros y reventó los cristales de las ventanas. La gente retrocedió espantada, pero enseguida volvieron a asomarse mientras el humo enturbiaba el aire y sonaban gritos por doquier.
Will llegó a la esquina de la calle y observó el malecón. Cuando el polvo y el humo se despejaron un poco, vio un barco herrumbroso detenido frente a la ribera y que se mantenía firme contra la corriente del río. En el muelle distinguió una muchedumbre armada con rifles y pistolas en torno a un enorme cañón, que instantes después volvió a disparar un proyectil. Se produjo un fogonazo, un brusco retroceso y una gran salpicadura en el agua, junto al barco.
Will se protegió los ojos del resplandor del sol. En el barco había unas figuras, pero… Se frotó los ojos, aunque ya sabía que no eran humanas. Eran unos colosales seres de metal, o que iban cubiertos con pesadas armaduras. En la cubierta del barco apareció de improviso una llama, como una flor abriendo sus pétalos, que provocó gritos de alarma entre la multitud. La llama surcó el aire, elevándose cada vez más, derramando chispas y humo, y cayó con gran estrépito cerca del cañón. Los hombres se dispersaron dando gritos; algunos se lanzaron al agua, pues se había prendido fuego en sus ropas, y desaparecieron arrastrados por la corriente.
Will vio a un hombre junto a él con pinta de maestro.
—¿Habla inglés? —le preguntó.
—Sí, sí, en efecto…
—¿Qué ocurre?
—Los osos nos atacan y nosotros tratamos de repelerles, pero es difícil porque sólo disponemos de un cañón.
Desde el barco lanzaron otra bola de brea ardiente, que en esta ocasión aterrizó aún más cerca del cañón. Las tres violentas explosiones que se produjeron de inmediato indicaban que la brea había alcanzado la munición. Los artilleros se apartaron de un salto, dejando que el cañón se inclinara hacia abajo.
—Ah —se lamentó el hombre—, es inútil, no pueden disparar.
El comandante del barco giró la cabeza y se dirigió hacia la orilla. Mucha gente comenzó a gritar despavorida, sobre todo cuando otra gran bola de fuego apareció en cubierta. Algunos de los que empuñaban rifles dispararon un par de veces antes de echar a correr. Sin embargo en aquella ocasión los osos no lanzaron el fuego, y al cabo de unos instantes el barco avanzó hacia el muelle con los motores a pleno rendimiento para contrarrestar la corriente del río.
Dos marineros (humanos, no osos) saltaron a tierra para amarrar los cabos en los norays al tiempo que la multitud lanzaba gritos de protesta porque unos humanos ayudaban a los osos. Impertérritos, los marineros se apresuraron a colocar una pasarela.
Luego, cuando se volvieron para regresar a bordo, alguien situado cerca de Will disparó un arma y uno de los marineros fue abatido. Su daimonion, una gaviota, desapareció con la rapidez con que se extingue la llama de una vela.
Los osos reaccionaron con auténtica furia. De inmediato encararon el barco hacia la orilla y su artillería lanzó cientos de bolas de fuego que se derramaron sobre los tejados. En la pasarela apareció entonces un oso más grande que los otros, una representación de aquel férreo poderío. Las balas que llovieron sobre él rebotaron con un débil chasquido y cayeron al suelo, incapaces de causar mella alguna en su imponente armadura.
—¿Por qué atacan la población? —preguntó Will al hombre que estaba a su lado.
—Quieren combustible. Pero nosotros no queremos trato alguno con los osos. Han abandonado su reino y viajan río arriba. ¿Quién sabe lo que se proponen? Nosotros lucharemos contra ellos. Son piratas… ladrones…
El gigantesco oso bajó por la pasarela. Tras él se agolpaban otros osos, tan pesados que hicieron que el barco se ladeara. Will vio que los artilleros que estaban en el muelle casi habían logrado hacer girar el cañón y cargaban un proyectil.
Entonces se le ocurrió una idea y se dirigió a la carrera hacia el río para situarse en el espacio que mediaba entre los artilleros y el oso.
—¡Alto! —gritó—. ¡Basta de pelear! ¡Dejadme que hable con el oso!
De improviso todos guardaron silencio, atónitos ante el descabellado comportamiento de aquel niño. Hasta el oso, que había hecho acopio de todas sus fuerzas para cargar contra los artilleros, se quedó allí plantado, inmóvil, temblando de furia. No cesaba de arañar el suelo con sus grandes garras, y sus ojos negros relampagueaban de rabia bajo el yelmo de hierro.
—¿Qué eres? ¿Quién eres? —tronó en inglés, puesto que Will se había expresado en esa lengua.
La gente se miraba desconcertada, y los que entendían inglés tradujeron a los otros lo que habían dicho Will y el oso.
—Me enfrentaré a ti en un combate cuerpo a cuerpo —replicó Will—, y si tú te retiras cesará la pelea.
El oso no reaccionó. Cuando los espectadores comprendieron lo que Will había propuesto, comenzaron a gritar y a mofarse de él. Pero Will se volvió hacia ellos y los miró con frialdad, sin perder la compostura, inmóvil, hasta que dejaron de reír. Notó que el cuervo Balthamos temblaba, posado en su hombro.
—Si logro que el oso se retire —dijo Will cuando la multitud hubo enmudecido— deberéis acceder a venderles combustible. Entonces se irán río arriba y os dejarán tranquilos. Deberéis acceder. En caso contrario, os destruirán a todos.
Will sabía que el descomunal oso estaba a sus espaldas, a pocos pasos, pero no se volvió; observó cómo la gente se consultaba, gesticulando y discutiendo.
—¡Chico! ¡Haz que el oso acepte!
Will se volvió. Tragó saliva, respiró hondo y dijo:
—Debes aceptar, oso. Si te retiras, cesará la lucha y podréis comprar combustible y continuar pacíficamente río arriba.
—¡Imposible! —rugió el oso—. Sería deshonroso pelear contigo. Eres tan débil como una ostra sin su caparazón. No puedo combatir contigo.
—Estoy de acuerdo contigo —reconoció Will—. No sería un combate justo. Tú dispones de esa imponente armadura y yo no tengo nada. Podrías arrancarme la cabeza de un zarpazo. Te propongo que me des una pieza de tu armadura para equilibrar la situación. Tu yelmo, por ejemplo. De ese modo estaremos en condiciones parecidas y no te resultará deshonroso luchar conmigo.
Con un gruñido de odio, rabia y desprecio, el oso alzó su gigantesca zarpa y desprendió la cadena que sujetaba su yelmo.
En el malecón se hizo un silencio absoluto. Nadie dijo una palabra, nadie se movió. Todos intuían que estaba ocurriendo algo que jamás habían presenciado, aunque no sabían precisar qué era. Sólo se oía el chapoteo del río contra los pilotes de madera, el rumor del motor del barco y los incesantes graznidos de las gaviotas en el cielo. De pronto el yelmo aterrizó a los pies de Will con un fuerte estruendo.
Will depositó la mochila en el suelo y se colocó el yelmo. Apenas podía levantarlo. Constaba de una sola lámina de hierro, oscura y mellada, provista de unos orificios para ver a través de ella, y de una maciza cadena que pendía de la parte inferior. Era larga como el antebrazo de Will y gruesa como su pulgar.
—De modo que ésta es tu armadura —observó—. Pues a mí no me parece muy resistente. No sé si fiarme de ella. Veamos.
Will sacó la daga de la mochila, apoyó la punta en la parte delantera del yelmo y rebanó un pedazo como si se tratara de mantequilla.
—Lo que había imaginado —dijo, y comenzó a cortar un pedazo tras otro hasta reducir el yelmo a un montón de fragmentos en menos de un minuto. Luego se incorporó y sostuvo en alto un puñado de trocitos de metal.
—Ésta era tu armadura —dijo, dejando caer los pedazos al suelo—, y ésta es mi daga. Puesto que tu yelmo no me sirve, tendré que pelear sin él. ¿Estás listo, oso? Creo que ahora estamos en igualdad de condiciones. Podría rebanarte la cabeza con mi daga.
El silencio era total. Los ojos negros del oso relucían como el azabache. Will sintió una gota de sudor que le corría por la espalda.
Entonces el oso meneó la cabeza y retrocedió un paso.
—Es un arma demasiado poderosa —dijo—. No puedo luchar contra ella. Has ganado tú, chico.
Intuyendo que la multitud estaba a punto de lanzarse a dar alaridos, a vitorear y a aplaudirle, antes de que el oso hubiera terminado de pronunciar la palabra «ganado» se volvió apresuradamente y alzó la mano para imponer silencio.
—Tenéis que cumplir el trato. Atended a los heridos y comenzad a reparar los edificios. Después dejad que el barco atraque en el muelle y que reposte combustible.
Sabía que llevaría un minuto traducir sus palabras, así que esperó a que éstas se propagaran entre los lugareños. Sabía además que esa demora impediría que la gente diera rienda suelta a su satisfacción y su rabia, al igual que una barrera de sacos de arena detiene y desbarata la corriente de un río. El oso le observó, consciente de lo que hacía y por qué, sabiendo mejor que Will lo que éste había conseguido.
Después de guardar la daga en la mochila, el niño y el oso cambiaron una mirada, pero esta vez era distinta. Se acercaron el uno al otro, mientras a sus espaldas los osos comenzaban a desmantelar la catapulta de fuego y los otros dos barcos iniciaban la maniobra de aproximación al muelle.
Algunas personas comenzaron a desperdigarse en la orilla, pero muchas otras se arremolinaron en torno a Will, curiosas por ver a aquel niño que tenía el poder de dominar al oso. Había llegado el momento de pasar nuevamente inadvertido, de modo que Will recurrió a la magia que había utilizado su madre para desviar la atención de ella y su familia, manteniéndoles a salvo durante muchos años. No se trataba de magia, por supuesto, sino de una forma de comportarse. Adoptó una actitud taciturna y una mirada apagada, y la gente pronto dejó de mostrar interés por aquel niño hosco y aburrido y se olvidaron de él.
Pero el oso observó atentamente lo que Will hacía y al notar la reacción de la gente comprendió que el niño poseía otra habilidad extraordinaria. Se acercó a él y le habló con voz queda aunque profunda y resonante, como los motores del barco.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Will Parry. ¿Puedes fabricar otro yelmo?
—Sí. ¿Qué te propones?
—Quiero navegar con vosotros río arriba. Me dirijo a las montañas, y ésa es la ruta más rápida. ¿Me llevaréis?
—Sí. Quiero ver esa daga.
—Sólo se la enseñaré a un oso del que pueda fiarme. He oído decir que hay uno digno de confianza. Es el rey de los osos, un buen amigo de la niña a la que voy a buscar en las montañas. Se llama Lyra Lenguadeplata, y el oso Iorek Byrnison.
—Yo soy Iorek Byrnison —declaró el oso.
—Lo sabía —repuso Will.
El barco repostaba combustible. Los osos habían remolcado las vagonetas y las inclinaban para verter el carbón por los conductos de la bodega, lo que levantaba una espesa nube de polvo negro. Sin que los lugareños se percataran de ello, ocupados como estaban en barrer cristales y regatear sobre el precio del combustible, Will siguió al rey de los osos por la pasarela y subió al barco.