RELIQUIAS,
ROSARIOS,
INDULGENCIAS,
DISPENSAS,
PERDONES, BULAS, CAPRICHO DE LOS
VIENTOS…
JOHN MILTON
Y ahora, fray Pavel —dijo el inquisidor del Tribunal Consistorial de Disciplina—, quiero que reproduzca exactamente, a ser posible, las palabras que oyó decir a la bruja.
Los doce miembros del tribunal observaron a la tenue luz de la sala al clérigo que ocupaba el estrado, el último de los testigos. Tenía el aspecto de un hombre instruido y su daimonion presentaba la forma de una rana. El tribunal llevaba ya ocho días escuchando las pruebas del caso, en el antiguo colegio de altas torres de San Jerónimo.
—No puedo repetir las palabras exactas de la bruja —respondió fray Pavel con tono cansino—. Tal como dije ayer ante este tribunal, nunca había visto torturar a nadie, así que me mareé y tuve náuseas. Por tanto no puedo repetir exactamente lo que dijo la bruja, pero recuerdo su sentido. Dijo que los clanes del norte habían identificado a la niña Lyra como la protagonista de una profecía que conocían desde hace mucho tiempo. En sus manos tenía el poder para tomar una decisión capital, de la que dependía el futuro de todos los mundos. Además, dijo, había un nombre que evocaba un caso paralelo, que haría que la iglesia la odiara y temiera.
—¿Reveló la bruja ese nombre?
—No. Antes de que lo pronunciara, otra bruja, que había asistido al interrogatorio bajo un hechizo que la hacía invisible, consiguió matarla y escapar.
—Es decir que en aquella ocasión la señora Coulter no pudo haber oído el nombre.
—Así es.
—¿Y poco después la señora Coulter se marchó?
—En efecto.
—¿Qué descubrió usted más tarde?
—Averigüé que la niña se había trasladado a ese otro mundo que había abierto lord Asriel y que allí había conseguido la ayuda de un niño que posee, o sabe utilizar, una daga de extraordinarios poderes —dijo fray Pavel, y carraspeó nervioso antes de proseguir—: ¿Puedo hablar con entera libertad ante este tribunal?
—Con absoluta libertad, fray Pavel —respondió el presidente con voz áspera y enérgica—. No recibirá castigo alguno por decirnos lo que haya oído de labios de otros. Continúe, por favor.
—La daga que tiene en su poder ese niño —prosiguió el clérigo, ya más tranquilo— es capaz de practicar aberturas entre los mundos. Además posee un poder más portentoso aún… Discúlpenme, pero lo que digo me causa temor… Es capaz de matar a los ángeles de rangos superiores y a los entes que están por encima de ellos. No hay nada que esa daga no pueda destruir.
El clérigo sudaba y temblaba hasta tal punto que su daimonion rana se cayó por el borde de la barandilla de los testigos. Con una exclamación de dolor, fray Pavel se apresuró a recogerla y dejó que bebiera un sorbo del agua del vaso que había frente a él.
—¿Y siguió indagando sobre la niña? —preguntó el inquisidor—. ¿Descubrió el nombre al que se había referido la bruja?
—Sí. De nuevo solicito la autorización del tribunal para…
—La tiene —respondió al instante el presidente—. No tema. Usted no es un hereje. Informe de lo que ha averiguado y no pierda más tiempo.
—Les ruego que me disculpen. La niña se encuentra en la situación de Eva, la esposa de Adán, la madre de todos nosotros, y la causa de todos los pecados.
Las taquígrafas que tomaban nota de cuanto se decía eran monjas de la orden de san Filomel, que habían hecho voto de silencio. Pero al oír las palabras de fray Pavel una de ellas lanzó una breve exclamación, y todas se apresuraron a santiguarse. Fray Pavel hizo un gesto de disgusto y prosiguió:
—Tengan presente que el aletiómetro no realiza augurios. Dice que en caso de que la niña sea tentada, como lo fue Eva, es probable que sucumba. Todo depende de las consecuencias. Y si esa tentación se produce, y la niña cede ante ella, triunfarán el Polvo y el pecado.
En la sala se hizo un profundo silencio. El pálido sol que penetraba por las grandes vidrieras contenía en sus rayos oblicuos un millón de motas doradas, pero se trataba de polvo, no del Polvo, aunque más de uno de los miembros del tribunal había visto en ellas una imagen de aquel otro Polvo invisible que llegaba de todas partes y se posaba sobre todo ser humano, por muy escrupulosamente que éste respetara las leyes.
—Para terminar, fray Pavel —dijo el inquisidor—, díganos lo que sepa sobre el paradero actual de la niña.
—La niña está en manos de la señora Coulter —respondió el clérigo—. Se encuentran en el Himalaya. Muy lejos, es cuanto puedo decirles. Ahora mismo iré a pedir una localización más precisa, y en cuanto la consiga se la comunicaré al tribunal, pero…
Fray Pavel se detuvo, encogido de miedo, y se llevó el vaso a los labios con mano trémula.
—¿Sí, fray Pavel? —dijo el padre MacPhail—. No debe ocultarnos nada.
—Creo, padre presidente, que la Sociedad de la Obra del Espíritu Santo sabe más sobre el asunto que yo.
Fray Pavel hablaba en voz tan baja que resultaba casi inaudible.
—¿De veras? —preguntó el presidente con feroz mirada.
El daimonion de fray Pavel lanzó un breve gemido de rana. El clérigo estaba al tanto de la rivalidad que existía entre las distintas ramas del Magisterium, y no ignoraba el peligro de verse atrapado en el fuego cruzado, aunque más peligroso aún era ocultar lo que sabía.
—Creo —continuó sin cesar de temblar— que tardarán mucho menos en averiguar el lugar exacto donde se encuentra la niña. Poseen unas fuentes de información que a mí me están vedadas.
—Es cierto —dijo el inquisidor—. ¿Le ha hablado de esto el aletiómetro?
—Sí.
—Muy bien. Fray Pavel, conviene que continúe con esta línea de indagación. Cualquier cosa que necesite en materia de asistencia clerical o secretarial, no tiene más que pedirla. Puede abandonar el estrado.
Fray Pavel hizo una reverencia, recogió sus notas y abandonó la sala con su daimonion rana posado en el hombro.
El padre MacPhail golpeó con un lápiz el banco de roble que tenía delante.
—Hermana Agnés, hermana Mónica, pueden marcharse. Tengan la bondad de hacer llegar las transcripciones a mi escritorio al final del día.
Las dos monjas hicieron una inclinación de cabeza y se fueron.
—Caballeros —dijo el presidente, utilizando la forma de tratamiento propia del Tribunal Consistorial—, se levanta la sesión.
Los dos miembros del tribunal, desde el más viejo (el padre Makepwe, renqueante y con los ojos acuosos) al más joven (el padre Gómez, pálido y tembloroso debido a su ferviente fanatismo), recogieron sus papeles y siguieron al presidente hasta la sala del consejo, donde podían instalarse unos frente a otros en torno a una mesa y hablar con total reserva.
El presidente del Tribunal Consistorial era un escocés llamado Hugh MacPhail. Lo habían elegido joven. El cargo de presidente era vitalicio, y puesto que el padre MacPhail tenía poco más de cuarenta años, era de prever que sería quien configurara el destino del Tribunal Consistorial y con ello el de la totalidad de la iglesia, durante muchos años. Era un hombre de aspecto sombrío, alto e imponente, con una espesa mata de pelo gris, y habría sido obeso de no ser por la brutal disciplina que imponía a su cuerpo: sólo bebía agua y comía únicamente pan y fruta, y todos los días realizaba una hora de ejercicios bajo la supervisión de un entrenador de campeones de atletismo. A consecuencia de todo ello estaba demacrado, arrugado y nervioso. Su daimonion era un lagarto.
—Ésta es pues la situación —dijo el padre MacPhail cuando todos se hubieron sentado—. Hay distintas cuestiones a considerar.
»En primer lugar, lord Asriel. Una bruja simpatizante de la iglesia informa de que el lord está reuniendo un gran ejército, en el que figuran fuerzas que podrían ser angélicas. Por lo que sabe la bruja, lord Asriel alberga malévolas intenciones con respecto a la iglesia y a la propia Autoridad.
»En segundo lugar, el Comité de Oblación. Su forma de actuar; instituyen el programa de investigación en Bolvangar y, financiando las actividades de la señora Coulter, inducen a pensar que abrigan esperanzas de sustituir al Tribunal Consistorial de Disciplina en su condición de brazo más poderoso y efectivo de la Santa Iglesia. Nos han dejado de lado, caballeros. Han obrado con habilidad y sin miramientos. Merecemos un castigo por nuestra negligencia al permitir que esto ocurra. Más adelante volveré sobre este punto, para analizar lo que puede hacerse sin dilación.
»En tercer lugar, el niño que ha citado fray Pavel en su declaración, el que tiene esa daga capaz de hacer cosas excepcionales. No hay duda de que debemos localizarlo y hacernos con ella lo antes posible.
»En cuarto lugar está el asunto del Polvo. He tomado medidas para averiguar qué ha descubierto el Comité de Oblación al respecto. Uno de los teólogos que trabajaba en Bolvangar ha accedido a explicárnoslo con todo detalle. Esta tarde hablaré con él abajo.
Dos de los sacerdotes se rebulleron incómodos en sus asientos, pues «abajo» significaba los sótanos: unas habitaciones de azulejos blancos con tomas de corriente ambárica, aisladas acústicamente y dotadas de un buen sistema de drenaje.
—Averigüemos lo que averigüemos sobre el Polvo —continuó el presidente—, debemos mantener nuestro propósito con firmeza. El Comité de Oblación trataba de comprender los efectos del Polvo: nosotros debemos destruirlo. Éste es ni más ni menos nuestro objetivo, y si para destruir el Polvo debemos destruir también el Comité de Oblación, el Sínodo de Obispos y todos los estamentos mediante los cuales la Santa Iglesia lleva a cabo la obra de la Autoridad… sea. Es posible, caballeros, que la misma Santa Iglesia cobrara vida con el fin de ejecutar esta tarea y perecer con ello. No obstante, es preferible un mundo sin iglesia y sin Polvo que un mundo donde todos los días tengamos que luchar bajo la pesada carga del pecado. Es preferible un mundo purificado de todo ello.
El padre Gómez asintió con gesto vehemente y los ojos ardientes como brasas.
—Finalmente —prosiguió el padre MacPhail— está la niña. Todavía es una criatura, según creo. Esta Eva, que va a ser tentada y que, si los precedentes sirven de guía, sucumbirá a la tentación y precipitará la ruina de todos con su caída. Caballeros, de todas las formas posibles de afrontar el problema que plantea esa niña, voy a proponer la más radical, y confío en que contará con vuestro beneplácito.
»Propongo enviar a un hombre en su busca para que la mate antes de que puedan tentarla.
—Padre presidente —intervino el padre Gómez—, he hecho una penitencia preventiva todos los días de mi vida adulta. He estudiado, me he formado…
El presidente alzó la mano para que guardara silencio. La penitencia y la absolución preventivas eran unas doctrinas que había investigado y desarrollado el Tribunal Consistorial, pero que resultaban desconocidas para el resto de los estamentos de la iglesia. Implicaban realizar penitencia por un pecado aún no cometido, una penitencia intensa y ferviente acompañada por castigos corporales y flagelación que tenía por objeto acumular una especie de cuenta de crédito. Cuando la penitencia había alcanzado el nivel adecuado en relación con un determinado pecado, al penitente se le concedía la absolución por adelantado, aunque tal vez nunca cometiera tal pecado. A veces era preciso matar a alguien, por poner un ejemplo, y esa acción resultaba mucho menos ingrata para el asesino si lo ejecutaba en estado de gracia.
—Precisamente había pensado en usted —dijo afablemente el padre MacPhail—. ¿Cuento con la aprobación del Tribunal? De acuerdo. Cuando el padre Gómez se marche, con nuestra bendición, estará completamente solo y no podremos ponernos en contacto con él. Ocurra lo que ocurra en otros frentes, él seguirá imperturbable su camino como la flecha de Dios, directo hasta la niña, y la abatirá. Será invisible; llegará de noche, como el ángel que destruyó a los asirios; se moverá en silencio. ¡A todos nos habría ido mucho mejor de haber dispuesto de un padre Gómez en el Jardín del Edén! En ese caso no habría tenido que abandonar el paraíso.
A punto estuvo el joven sacerdote de echarse a llorar de orgullo. El Tribunal le otorgó su bendición.
A todo eso, en el rincón más oscuro del techo, oculto entre las vigas de roble, un hombre que no llegaba a un palmo, con los talones armados de espolones, había estado escuchando todo lo que habían dicho.
En los sótanos, el investigador de Bolvangar, vestido tan sólo con unos holgados pantalones sin cinturón y una sucia camisa blanca, permaneció de pie bajo la cruda luz de la bombilla, sujetando los pantalones con una mano y su conejo daimonion con la otra, ante el presidente del Tribunal Consistorial de Disciplina, que estaba sentado en una silla.
—Siéntese, doctor Cooper —dijo el presidente.
El único mobiliario lo componían una silla, un camastro de madera y un cubo. La voz del presidente reverberaba con un desagradable eco en los azulejos blancos que cubrían las paredes y el techo.
El doctor Cooper se sentó en el camastro, sin apartar la vista del demacrado y canoso presidente del tribunal, y se lamió los labios resecos, a la espera de la nueva penalidad que se le venía encima.
—De modo que casi lograron separar a la niña de su daimonion —dijo el padre MacPhail.
—Entendimos que de nada servía aguardar —aclaró con voz entrecortada el doctor Cooper—, dado que de todas formas se iba a llevar a cabo el experimento, así que instalamos a la niña en la sala experimental, aunque nos impidieron completar el proceso. La señora Coulter intervino y se llevó a la niña a sus habitaciones.
El daimonion conejo abrió sus redondos ojos para mirar unos instantes al presidente, volvió a cerrarlos y ocultó la cara.
—Debió de ser una gran contrariedad —comentó el padre MacPhail.
—Todo el programa estuvo plagado de dificultades —abundó el doctor Cooper.
—Me asombra que no recabaran la ayuda del Tribunal Consistorial, habida cuenta que aquí tenemos los nervios bien templados.
—Nosotros… yo… todos teníamos entendido que el programa había sido autorizado por… Aunque el asunto competía al Comité de Oblación, nos aseguraron que contaba con la aprobación del Tribunal Consistorial de Disciplina. De lo contrario nunca habríamos participado en él. ¡Nunca!
—No, por supuesto. Pasemos a otra cuestión. ¿Tenía usted alguna idea —inquirió el padre MacPhail, abordando el tema que había motivado su visita a los sótanos— del objeto de las indagaciones de lord Asriel, de cuál pudo ser el origen de la colosal energía que utilizó en Svalbard?
El doctor Cooper tragó saliva. En el intenso silencio que se produjo, ambos hombres percibieron cómo caía una gota de sudor de su barbilla al suelo de cemento.
—Bueno… —respondió el doctor—. Un miembro de nuestro equipo observó que durante el proceso de separar a la niña de su daimonion se produjo una liberación de energía. Para controlarlo sería preciso utilizar unas fuerzas inmensas, pero al igual que una explosión atómica es detonada mediante unos explosivos convencionales, eso podía hacerse utilizando una potente corriente ambárica… No obstante, ninguno lo tomamos en serio. Yo no presté atención a sus ideas —añadió—, porque sabía que sin la debida confirmación podían ser heréticas.
—Muy prudente por su parte. ¿Y en estos momentos dónde se encuentra ese colega suyo?
—Fue uno de los que murió en el ataque.
El presidente sonrió. Su expresión era tan afable que el daimonion del doctor Cooper se desvaneció sobre su pecho.
—Ánimo, doctor Cooper —dijo el padre MacPhail—. ¡Necesitamos que sea fuerte y valeroso! Debemos realizar una importante tarea, librar una gran batalla. Debe granjearse usted el perdón de la Autoridad cooperando plenamente con nosotros, compartiendo todo cuanto ha averiguado, sin omitir nada, ni las más desaforadas suposiciones y conjeturas, ni siquiera habladurías. Ahora quiero que haga un esfuerzo por recordar lo que dijo su colega. ¿Realizó algún experimento? ¿Dejó algunas notas? ¿Confió sus hallazgos a otra persona? ¿Qué instrumento utilizó? Trate de recordarlo todo, doctor Cooper. Dispondrá de papel y pluma y del tiempo necesario.
»Esta habitación no es muy cómoda. Haré que le trasladen a un lugar más adecuado. ¿Necesita algún mueble en concreto? ¿Quiere escribir en una mesa o en un escritorio? ¿Desea utilizar una máquina de escribir o prefiere dictar sus palabras a una dactilógrafa?
»Hágaselo saber a los guardias y le facilitaremos lo que desee. Pero quiero que piense en todo momento en su colega y en su teoría, doctor Cooper. Su gran labor consiste en recordar, y si fuera necesario redescubrir, lo que éste sabía. En cuanto sepa qué instrumentos va a necesitar, también dispondrá de ellos. ¡Se trata de una gran misión, doctor Cooper! ¡Puede sentirse agradecido de que la Autoridad se la haya confiado! ¡Dé gracias a la Autoridad!
—¡Así lo hago, padre presidente!
Sujetándose la amplia pretina del pantalón, el filósofo se levantó y casi sin darse cuenta efectuó una reverencia tras otra, mientras el presidente del Tribunal Consistorial de Disciplina abandonaba la celda.
Esa tarde el caballero Tialys, el espía gallivespiano, se dirigió a través de las calles y callejuelas de Ginebra para reunirse con su colega, lady Salmakia. Era un recorrido peligroso para cualquiera que les desafiara, pero a la vez lleno de peligros para los diminutos gallivespianos. Más de un gato que había pretendido cazarlos había hallado la muerte en sus espolones, pero no hacía ni una semana el caballero había estado a punto de perder un brazo a consecuencia de la dentellada de un perro sarnoso, y sólo la rápida intervención de lady Salmakia lo había salvado.
Se reunieron en el séptimo de los lugares de encuentro convenidos, entre las raíces de un plátano de una sucia plazoleta, para intercambiar noticias. El contacto de lady Salmakia en la Sociedad le había comunicado que esa tarde habían recibido una amable invitación del presidente del Tribunal Consistorial para que acudieran a tratar un asunto que interesaba a ambas partes.
—No pierde el tiempo —observó el caballero—. Apuesto cien contra uno a que no les habla de su asesino.
A continuación el caballero Tialys relató a su colega el plan para matar a Lyra. Lady Salmakia no se sorprendió en absoluto.
—Es la solución más lógica —comentó—. Son personas muy lógicas, Tialys. ¿Crees que algún día veremos a la niña?
—No lo sé, pero me gustaría. Que te vaya bien, Salmakia. Nos veremos mañana en la fuente.
En aquel breve diálogo había surgido de forma implícita la única cuestión de la que jamás hablaban: la brevedad de sus vidas en comparación con las de los humanos. Los gallivespianos vivían nueve o diez años, rara vez más, y Tialys y Salmakia habían cumplido siete. No temían la vejez, pues los miembros de su especie morían con todo el vigor de la madurez, de repente, y su infancia era corta; pero en comparación con ellos, la vida de una niña como Lyra se prolongaba en el futuro, del mismo modo que la duración de las vidas de las brujas superaba con mucho la de Lyra.
El caballero regresó al Colegio de San Jerónimo y comenzó a redactar el mensaje que iba a enviar a lord Roke a través del resonador de magnetita.
Pero mientras él acudía a la cita con Salmakia, el presidente mandó llamar al padre Gómez. Ambos rezaron durante una hora en su despacho, tras lo cual el padre MacPhail concedió al joven sacerdote la absolución preventiva que neutralizaría su culpabilidad en el asesinato de Lyra. El padre Gómez estaba como transfigurado; la certidumbre que corría por sus venas daba un brillo incandescente a sus ojos.
Después de tratar asuntos prácticos, como el dinero, el presidente dijo:
—En cuanto se haya marchado de aquí, padre Gómez, quedará desconectado para siempre de cualquier ayuda que pudiéramos prestarle. No podrá regresar jamás; no volverá a tener noticias nuestras. No puedo ofrecerle mejor consejo que éste: no busque a la niña. Eso le delatará. En vez de eso, busque a la tentadora. Siga a la tentadora y ésta le conducirá hasta a la niña.
—¿La tentadora? —inquirió perplejo el padre Gómez.
—Sí, es un ente femenino —respondió el padre MacPhail—. Nos lo ha confirmado el aletiómetro. El mundo del que proviene la tentadora es muy extraño. Verá muchas cosas que lo llenarán de asombro, padre Gómez. No deje que su singularidad le impida llevar a cabo su sagrada misión. Yo confío —añadió con tono afable— en el poder de su fe. Esa mujer es conducida por las fuerzas del mal hacia un lugar donde quizás encuentre a la niña a tiempo para tentarla. Siempre y cuando, claro está, nosotros no consigamos sacar a la niña de ese lugar. Ése sigue siendo nuestro principal objetivo. Padre Gómez, usted es nuestra garantía de que si éste fracasa, los poderes infernales no se alcen con la victoria.
El padre Gómez asintió. Su daimonion, un voluminoso e iridiscente escarabajo con el lomo de color verde, agitó el caparazón y las alas.
El presidente abrió un cajón y entregó al joven sacerdote un paquete de papeles doblados.
—Aquí está todo cuanto sabemos sobre esa mujer, sobre el mundo del que procede —dijo—, y el último lugar donde fue vista. Léalo con detenimiento, mi querido Luis, y vaya con mi bendición.
Era la primera vez que el padre MacPhail utilizaba el nombre de pila del joven sacerdote, a quien se le llenaron los ojos de lágrimas al despedirse con un beso del presidente.
Y el caballero Tialys no sabía una palabra de aquello.