LOS HUESOS DEL
CABALLERO YA SON
POLVO, Y SU FIEL
ESPADA SE OXIDA;
OJALÁ SU ALMA
SE HALLE ENTRE
LOS SANTOS.
S. T. COLERIDGE
Serafina Pekkala, la reina del clan de las brujas del Lago Enara, no cesaba de llorar mientras volaba a través del turbulento cielo del Ártico. Lloraba de rabia, de temor y de remordimientos: de rabia contra esa mujer, la Coulter, a quien había jurado matar; de temor por la situación en la que se hallaba su amada tierra; y de remordimientos por… Ya se enfrentaría más tarde a sus remordimientos.
Entretanto bajó la vista y contempló el casquete glaciar que se derretía, los bosques inundados, el mar embravecido, y se sintió desolada.
Pero no se detuvo para visitar su tierra, ni para consolar o alentar a sus hermanas. Y siguió volando hacia el norte, hacia la niebla y los ventarrones que rodeaban a Svalbard, el reino de Iorek Byrnison, el oso acorazado.
Serafina apenas reconoció la isla principal. Las montañas se mostraban negras y desnudas, y sólo unos pocos valles ocultos en los que no brillaba el sol conservaban un poco de nieve en sus recoletos rincones. Pero ¿qué hacía allí el sol en esa época del año? Toda la naturaleza estaba trastornada.
Serafina tardó casi todo el día hallar al oso-rey. Lo vio entre las rocas frente al extremo septentrional de la isla, nadando a toda velocidad tras una morsa. A los osos les resultaba más difícil matar a su presa en el agua. Cuando la tierra estaba cubierta de hielo y los grandes mamíferos marinos subían a la superficie para respirar, los osos se aprovechaban de su camuflaje y de que su presa se hallaba fuera de su elemento. Así debía ser.
Pero Iorek Byrnison estaba hambriento, y ni los afilados colmillos de la poderosa morsa eran capaces de detenerlo. Serafina contempló los animales mientras luchaban y teñían de rojo la blanca espuma del mar. Vio a Iorek sacar los restos de la morsa de entre las olas y arrojarlos sobre una roca, observado a una distancia prudencial por tres zorros de raído pelaje que esperaban su turno para participar en el festín.
Cuando el oso-rey hubo terminado de comer, Serafina aterrizó a su lado para hablar con él. Había llegado el momento de enfrentarse a sus remordimientos.
—¿Me permites hablar contigo, rey Iorek Byrnison? —preguntó Serafina—. Depongo mis armas.
Tras estas palabras depositó su arco y sus flechas sobre una mojada roca que había entre ellos. Iorek observó las armas brevemente, y Serafina dedujo que si su cara fuera capaz de reflejar alguna emoción, sería sin duda de asombro.
—Habla, Serafina Pekkala —gruñó el oso—. Nunca hemos luchado entre nosotros, ¿no es cierto?
—Rey Iorek, le he fallado a tu camarada, Lee Scoresby.
Los ojillos negros y el morro manchado de sangre del oso no hicieron el menor movimiento. Serafina observó cómo el viento atusaba las puntas color crema del lomo de Iorek. Éste guardó silencio.
—El señor Scoresby ha muerto —prosiguió Serafina—. Antes de separarme de él le entregué una flor con la que podía llamarme en caso de necesidad. Oí su llamada y volé hacia él, pero llegué demasiado tarde. Murió luchando contra un contingente de moscovitas, pero no sé qué les llevó hasta allí, ni por qué el señor Scoresby decidió enfrentarse a ellos en lugar de huir. Los remordimientos no me dejan vivir, rey Iorek.
—¿Donde ocurrió eso? —preguntó Iorek Byrnison.
—En otro mundo. Me llevará un buen rato contártelo.
—Pues ya puedes empezar.
Serafina le explicó lo que Lee Scoresby se había propuesto hacer: encontrar al hombre conocido como Stanislaus Grumman. Le explicó cómo lord Asriel había destruido la barrera entre los mundos, y algunas de las consecuencias de esa acción, como por ejemplo el deshielo de los glaciares. Le habló de la persecución de la bruja Ruta Skadi tras los ángeles, y trató de describir al oso-rey a esos seres voladores tal como Ruta se los había descrito a ella: la luz que brillaba a través de sus cuerpos, la cristalina claridad de su aspecto, la riqueza de su sabiduría.
Luego le refirió lo que había encontrado ella cuando respondió a la llamada de Lee.
—Realicé un encantamiento para evitar que su cuerpo se corrompiera —le explicó—. El encantamiento durará hasta que tú lo veas, si es que deseas verlo. Pero esto me inquieta, rey Iorek. Todo me inquieta, pero sobre todo esto.
—¿Dónde está la niña?
—La dejé con mis hermanas, porque tuve que responder a la llamada de Lee.
—¿En ese mismo mundo?
—Sí.
—¿Cómo puedo llegar a él desde aquí?
Serafina se lo explicó. Iorek la escuchó sin inmutarse y luego dijo:
—Iré a ver a Lee Scoresby. Luego debo partir hacia el sur.
—¿Hacia el sur?
—El hielo ha desaparecido de esas tierras. He estado pensando en ello, Serafina Pekkala. He fletado un barco.
Los tres zorros aguardaban con paciencia. Dos de ellos yacían en el suelo, con la cabeza apoyada sobre las patas, observando, mientras el otro permanecía sentado, escuchando la conversación entre Serafina y el rey-oso. Los zorros del Ártico, que eran unos animales carroñeros, comprendían algo de la lengua, pero su cerebro sólo era capaz de asimilar frases dichas en tiempo presente. La mayor parte de lo que decían Iorek y Serafina les resultaba incomprensible. Además, cuando hablaban, prácticamente todo lo que decían era mentira, de modo que daba lo mismo aunque repitieran lo que habían oído. Nadie podía adivinar qué cosas eran ciertas, aunque los crédulos fantasmas de acantilado solían tragárselo casi todo, pese a las muchas decepciones que se habían llevado. Los osos y las brujas estaban acostumbrados a que los carroñeros se apoderaran de sus conversaciones, como hacían con los restos de carne que dejaban.
—¿Y tú qué piensas hacer, Serafina Pekkala? —inquirió Iorek.
—Iré en busca de los giptanos —respondió ella—. Creo que vamos a necesitarlos.
—Ah, sí, lord Faa… —dijo el oso—. Son unos buenos luchadores. Ve en paz.
Iorek dio media vuelta, se zambulló en el agua sin hacer el menor ruido y comenzó a nadar en su constante e infatigable travesía hacia el nuevo mundo.
Al cabo de un rato, Iorek Byrnison atravesó los ennegrecidos matorrales y las piedras agrietadas por el ardiente calor en los límites de un bosque abrasado por el fuego. El sol brillaba a través de la humeante bruma, pero el oso hizo caso omiso del sofocante calor, de la carbonilla que tiznaba su blanco pelaje y de los mosquitos que trataban en vano de hallar un trocito de piel que morder.
Había recorrido un largo trecho, y en un momento dado, durante su viaje, comprobó que nadaba hacia ese otro mundo. Notó cierto cambio en el sabor del agua y la temperatura del aire, pero éste seguía siendo respirable y el agua mantenía su cuerpo a flote, de modo que siguió nadando. Había dejado el mar a sus espaldas y se aproximaba al lugar que Serafina Pekkala le había descrito. Iorek miró alrededor, escrutando con sus ojillos negros las rocas que resplandecían bajo el sol y los acantilados de piedra caliza que se alzaban frente a él.
Entre el límite del bosque abrasado y las montañas había una vertiente rocosa cubierta de pesados cantos rodados y guijarros, sembrada de fragmentos de metal retorcidos: unas vigas y unos puntales pertenecientes a una complicada máquina. Iorek Byrnison los examinó con ojos de herrero y de guerrero, pero aquellos fragmentos no le servían para nada. Trazó con su poderosa garra una raya sobre un puntal menos dañado que los otros, y al percatarse de la mala calidad del metal dio media vuelta y siguió escrutando la montaña.
Entonces vio lo que andaba buscando: un angosto desfiladero que discurría entre los escarpados muros de un acantilado; y a la entrada, una roca ancha y baja.
Iorek trepó hacia ella. En el silencio percibió el crujido de unos huesos bajo sus gigantescas patas, porque muchos hombres habían muerto en aquel lugar para que los coyotes, los buitres y otros animales inferiores devoraron sus restos; pero el imponente oso hizo caso omiso y continuó trepando con cautela hacia la roca. El terreno era resbaladizo y él muy pesado; en más de una ocasión los cantos rodados se desprendían y le arrastraban ladera abajo en un amasijo de polvo y guijarros. Pero tan pronto como resbalaba comenzaba a ascender de nuevo, implacable y sistemáticamente, hasta alcanzar la roca, donde pisó un terreno más firme.
La roca estaba cubierta de impactos de bala. Todo cuanto la bruja le había dicho era cierto. Y para confirmarlo, una florecilla del Ártico, una sorprendente saxífraga purpúrea, crecía en una grieta de la roca, donde la bruja la había plantado a modo de señal.
Iorek Byrnison se dirigió hacia la parte superior de la roca. Era un buen lugar donde refugiarse del enemigo de abajo, pero no lo suficientemente bueno pues entre la lluvia de balas que habían arrancado unos fragmentos de la roca algunas habían alcanzado su objetivo, alojándose en el cuerpo de un hombre que yacía yerto en la sombra.
Seguía siendo un cuerpo, no un esqueleto, porque la bruja lo había hechizado para impedir que se pudriera. Iorek contempló el rostro de su viejo camarada, contraído en un rictus de dolor a causa de las heridas sufridas, y los orificios en su ropa por los que habían penetrado las balas.
El hechizo de la bruja no se extendía a la sangre que había manado de las heridas, pues los insectos y el viento la habían descompuesto por completo. Lee Scoresby no parecía dormido ni en paz sino como si hubiera muerto en combate, aunque sabiendo que su lucha había sido provechosa.
Y puesto que el aeronauta tejano era uno de los pocos humanos a quien Iorek estimaba, aceptó complacido su último regalo. Con unos hábiles movimientos de sus zarpas, desgarró las ropas del muerto, abrió su cuerpo con un solo corte y comenzó a devorar la carne y la sangre de su viejo amigo.
Era la primera comida que probaba desde hacía días, y estaba famélico.
Pero una compleja red de pensamientos comenzó a tejerse en la mente del oso-rey, formada por más hilos que simplemente el hambre y la satisfacción.
Entre ellos estaba el recuerdo de la niña, Lyra, a la que Iorek había puesto el nombre de Lenguadeplata y a quien había visto por última vez atravesando el frágil puente de nieve tendido sobre un precipicio en Svalbard, la isla donde él habitaba. Luego estaba la agitación entre las brujas, los rumores de pactos, alianzas y guerras; y el hecho de este nuevo mundo, por lo demás increíblemente extraño, y la insistencia de la bruja en que había muchos otros mundos semejantes a éste, y que la suerte de todos ellos dependía de alguna forma de la suerte que corriera la niña.
Por último estaba el asunto de la desaparición del hielo. Iorek y su pueblo vivían sobre el hielo; el hielo era su hogar, su ciudadela. A partir de los gigantescos disturbios registrados en el Ártico, el hielo había empezado a fundirse, y Iorek sabía que tenía que hallar una morada de hielo para su pueblo si no quería que todos perecieran. Lee le había informado de que en el sur había unas montañas tan altas que ni siquiera su globo podía volar sobre ellas, y que estaban coronadas de hielo durante todo el año.
Así pues, la próxima misión de Iorek consistiría en explorar esas montañas.
Pero de momento algo más simple se había adueñado de su corazón, algo brillante, duro e inquebrantable: el afán de venganza. Lee Scoresby, que había rescatado a Iorek del peligro en su globo y había luchado junto a él en el Ártico de su mundo, había muerto. Iorek le vengaría. La carne y los huesos de aquel buen hombre le alimentarían y animarían a seguir adelante hasta haber derramado la suficiente sangre para aplacar su sed de venganza.
Cuando Iorek terminó su festín, el sol comenzaba a declinar y el aire era más fresco.
Después de formar una pila con los restos, el oso se llevó la flor a los labios y la dejó caer sobre la pila, como hacían los humanos. El hechizo de la bruja se había roto; el resto del cuerpo de Lee estaba a disposición de quienquiera que se acercara. Pronto alimentaría a una docena de diferentes clases de animales.
A continuación Iorek echó a andar colina abajo hacia el mar, en dirección al sur.
Los espectros de acantilado eran muy aficionados a la carne de zorro, cuando lograban hacerse con ella. Eran unos animalejos taimados y difíciles de atrapar, pero su carne era tierna y sabrosa.
Antes de matar al zorro que acababa de apresar, el espectro de acantilado lo dejó hablar, riéndose de su estúpida cháchara.
—¡El oso ir al sur! ¡Juro! ¡Bruja preocupada! ¡Verdad! ¡Juro! ¡Prometo!
—¡Los osos no van al sur, zorro asqueroso!
—¡Juro que es verdad! ¡El rey debe ir al sur! Te mostraré una morsa gorda y suculenta…
—¿El rey-oso se dirige al sur?
—¡Y los seres voladores tienen el tesoro! ¡Los seres voladores, los ángeles, tienen el tesoro de cristal!
—¿Unos seres voladores… como los espectros de acantilado? ¿Un tesoro?
—Como la luz, no como espectros de acantilado. ¡Ricos! ¡Cris-tal! Y la bruja estar preocupada…, arrepentida…, Scoresby estar muerto…
—¿Muerto? ¿El hombre del globo está muerto? —Las carcajadas del espectro de acantilado resonaron a través de los secos riscos.
—Matarlo la bruja… Scoresby estar muerto, rey-oso ir al sur…
—¡Conque Scoresby está muerto! ¡Ja, ja, ja, Scoresby está muerto!
El espectro de acantilado arrancó de un bocado la cabeza del zorro y se disputó con sus hermanos las entrañas.