40. Variante

«Durante todo ese relato, Pepi apenas había permanecido quieta en su silla, su vivacidad era más grande que su tristeza, por muy grande que fuese ésta. Tal vez no fuese vivacidad, sino sólo la intranquilidad de la despedida. Mientras hablaba abrió la puerta que daba al pasillo y miró a través de ella para ver si venía alguien, luego se acercó al mostrador y, sirviendo en un plato lo que allí se encontraba por casualidad, le llevó algo de comer a K, lo que éste aceptó encantado —comió prácticamente durante todo el tiempo—, a continuación revolvió en un pequeño cajón, cogió distintos objetos, un cepillo, un peine, unas tenazas, un frasco de perfume, etc., lo empaquetó para llevárselo, pero entonces, llegada a un desesperado pasaje de su narración, cambió de opinión, lo desempaquetó todo y lo guardó en el cajón, pero para regresar al poco tiempo, intentar de nuevo empaquetarlo y, en medio del trabajo, dejarlo finalmente abierto en el mostrador. Entonces llegó un joven delgado y tímido, con las manos sobre el estómago, mirando a su alrededor con los ojos muy abiertos, con el cuello moviéndose continuamente hacia abajo y hacia arriba, lo que expresaba un continuo afán de mostrarse complaciente, y se sentó sobre un barril lo más lejos posible de K. Pepi, sin interrumpir su relato, se limitó a hacerle una señal de asentimiento con la cabeza, pero no como saludo, sino como si ella quisiera mostrarle así que se había percatado de él y como si él, sin ese signo, no hubiera osado creerlo. Allí estaba sentado, con el codo apoyado en un barril, la mano derecha en la boca, la izquierda sobre la rodilla, y escuchando con seriedad. Pepi siguió contando durante largo tiempo antes de llevarle una jarra de cerveza sin ni siquiera preguntarle qué deseaba, aunque esto lo hizo más para ceder a su intranquilidad que para servir al huésped. Luego se subió sobre un barril en su proximidad y, sentada sobre él a horcajadas, siguió hablando desde allí, esta vez más detalladamente, con comodidad, como acariciada por la mirada del joven. Cuando describió su efecto sobre los clientes y mencionó, sonriendo (como si captase casualmente y, sin embargo, con una intención superior, lo más ínfimo) al escribiente Bratmeier, el huésped —era Bratmeier— se tapó rápidamente los ojos con la mano como si le deslumbrase una luz; pudo ser una broma poco hábil o también vergüenza real. Cuando Pepi estaba terminando su relato y, para su enojo, entró lentamente y con pesadez Gerstäcker, alzando alternativamente los hombros, y llegó a molestar tanto con su tos que Pepi tuvo que interrumpirse un instante hasta que dejó de toser. Además, se sentó al lado de K y rozó frecuentemente su brazo con su mano, como si tuviera algo que decirle y apenas percibiese que por el momento la para él indiferente Pepi estaba contando algo. Pepi no pudo soportarlo, se acercó a K y se lo llevó al mostrador, allí le siguió hablando, pero siempre en voz alta, sin ningún secreteo, como si se tratase de cosas públicas, que todos sabían salvo K. Para finalizar se limpió, suspirando, algunas lágrimas de los ojos y de las mejillas y miró a K asintiendo con la cabeza, como si quisiese decir que en el fondo no se trataba de su desgracia, que ella la soportaría y para ello no necesitaría ni ayuda ni consuelo de nadie, y menos de K; ella, a pesar de su juventud, conocía la vida y su desgracia sólo era una confirmación de sus conocimientos, en realidad se trataba de la desgracia de K, había querido presentarle su propia imagen; después de la destrucción de todas sus esperanzas, ella había considerado necesario hacerlo así.

K también le estaba agradecido, le acarició la mejilla, lo que Bratmeier toleró en la lejanía con los ojos caídos, e intentó consolarla. Con ello debilitó su fuerza; ella, entre sollozos, le puso algunos reparos, con frecuencia no con palabras, sino sólo con los gestos defensivos de sus manos. K habló en voz muy baja, nadie podía escucharle excepto Pepi. Su desgracia era, ciertamente, grande, eso lo reconocía K, él tampoco habría comprendido en otro caso cómo podía exagerar de esa manera. Todo eso no eran mas que espectros de la desesperación, pero en ello había poco que fuese verdad, de eso respondía él; ella no indicaba de dónde sabía todo eso, nadie podía confirmarlo. Pero, sí, sin embargo, lo contrario. Frieda no era ni una araña ni un demonio, sino una muchacha que luchaba por su existencia, como también lo hacía Pepi, sólo que mayor y más experimentada; lo que a Pepi le parecía maldad y perfidia, no era más que astucia y costumbres mundanas, de las que Pepi, en su ardor juvenil, aún no era capaz, una incapacidad que le provocaba al mismo tiempo envidia y orgullo. Frieda regresaba a la taberna, eso era cierto, las circunstancias, combinaciones incontrolables, así lo habían querido, pero dudaba mucho de que Frieda fuese especialmente feliz por ello. Más bien se podía decir que los tres habían sido desgraciados, con un corto periodo de felicidad en medio y, a ese respecto, se había producido una justa distribución. Y la culpa, era cierto, aunque no se podía percibir claramente, recaía sobre Frieda y K, pero Pepi tampoco carecía por completo de culpa. Le recordaba cómo, a causa de su ascenso, se embriagó de arrogancia, cómo se había comportado con K cuando Momus quería interrogarle, y cómo le había cerrado a Olga la puerta de la taberna y no había querido dejarla entrar. Quién sabe lo cruel que se podría haber vuelto, si hubiese podido seguir siendo camarera en la taberna, mucho más cruel que Frieda a la que ahora acusaba. Todo aquél que ocupa una posición elevada le parece al subordinado, por ese mero hecho, cruel, ésa era la crueldad de la que se quejaba Pepi de Frieda, pero aumentar esa crueldad, como Pepi había hecho, eso era realmente una injusticia. Pero ahora que Pepi estaba deprimida no quería mortificarla, sólo había querido mostrarle con un ejemplo que otros se podrían quejar aún más de ella que ella de Frieda y que la desgracia no había caído sobre ella de una forma tan incomprensiblemente injusta como ella creía. Ella, por ejemplo, había reconocido el error de la belleza y del vestido de Frieda, pero otros también podrían haber añadido algo sobre ella. Lo que, según su opinión, era muy bello en su vestido, no satisfacía a otros. La camarera de la taberna debía ser la camarera y no la amante de todos los clientes; si creía esto último —su narración así lo indicaba, así como su vestido— se trataba de un gran malentendido. Tal vez Frieda vestía de forma demasiado llamativa, pero el vestido de Pepi superaba todo lo permitido. Lo que ella llevaba puesto no era un vestido, sino una camisa abigarrada y su peinado era ridículo, indigno de su cabello. El hecho de que ese jovenzuelo se hubiese quedado prendido de todo eso no era más que una prueba en contra. De esa manera no podría prosperar nada. Ahora tenía que regresar, pero era absurdo decir que todo estaba perdido. Ahora, si surgía una nueva oportunidad, debería aprovecharla de otra forma. Era joven y estaba sana, con un vestido más simple se ganaría a todos. Pero tampoco tenía que hacerse una idea exagerada de las personas a quienes tenía que ganarse y, en función de esa exageración, exagerarlo todo y, finalmente, como no podía ser de otra manera, fracasar. El puesto de camarera en la taberna era tan bueno como cualquier otro, cierto, era mejor estar en la taberna que abajo, en las habitaciones de los secretarios, y si en el mundo no hubiese más que esos dos empleos, uno podría perder la razón por pasar del primero al segundo, pero como no era así, sino que, más bien, el mundo disponía de innumerables puestos y, desde ese punto de vista, la diferencia entre esos dos empleos no era tan grande, incluso eran tan similares que se podían confundir, había que reconocer, sin embargo, que ser camarera en la taberna no era algo inaudito, una aventura, y que para conquistar el puesto no había que acicalarse desesperadamente como una belleza de Circo. Más bien para perderlo habría que hacerlo así. Cierto, dijo finalmente K, él comprendía muy bien el error de Pepi. En primer lugar, se trataba de un error de juventud. Pepi no debería haber sido tan impulsiva, aún no estaba a la altura de ese puesto; joven como era, creía que un puesto como ése debería hacer realidad todos los sueños de la juventud, pero eso no era así, ningún empleo lo conseguía, y quien ocupaba un puesto semejante con esas esperanzas no era apto para desempeñarlo. Además, era muy improbable que hubiese sido Frieda quien la hubiese expulsado, dio la casualidad de que Frieda se había vuelto a quedar libre y por eso el posadero la ha reintegrado en su puesto, pero incluso en el caso de que Frieda no hubiese venido, Pepi no habría podido mantenerse en él. Pero no sólo había sido un error de juventud, también era un error que K, probablemente, había cometido y él ya no era demasiado joven para lanzarse al mundo. En sus respectivos errores tenían algo en común, él y Pepi, y por eso también se asombraba de que ella le hiciese esos reproches a causa de sus supuestos peregrinajes y de sus inútiles entrevistas, sí, incluso que le insultase por esa razón. Era verdad, de eso se había dado cuenta, él quería lograr un puesto determinado y todo lo que hacía estaba dirigido a lograr ese objetivo. Pero también era probable que se hiciese una idea exagerada de lo que quería lograr y precisamente por eso fracasasen sus esfuerzos. Él mismo tendría que aprender como Pepi. Aunque su situación era peor que la de ella. Al menos ella había alcanzado durante cuatro días lo que se proponía; allí pudo mirar un poco a su alrededor y para el próximo intento ya estaba avisada. Él, sin embargo, K, fuera cual fuese la distancia a la que se encontraba, ésta no había variado ni un ápice. Sí, comparado con Pepi, él ni siquiera era una criada, pues había llegado como agrimensor, aunque no había recibido el empleo correspondiente, así que ni siquiera había conseguido ese puesto, que lo deseaba tan poco como ella el de criada, sí, que incluso lo deseaba aún menos que ella, pero incluso por ese puesto se veía obligado a luchar y se trataba de una lucha difícil y, por el momento, sin esperanzas de éxito. No sólo Pepi tenía motivos para quejarse. Sólo había querido secar las lágrimas de Pepi, que también le dolían a él. Pero él no se quejaba. La justicia de su pretensión estaba tan clara que a veces creía que podría acostarse sin preocupaciones —primero, es cierto, tendría que conquistar la cama y dejar que su pretensión luchase sola por sí misma, eso bastaría. Pero eran otra vez sueños, sueños dañinos e inútiles.

Pepi no había comprendido todo lo que K había dicho, ni siquiera lo había escuchado todo, en algunas cosas, como en lo referente a su vestido, se había quedado prendida de sus propias reflexiones y lo siguiente se le había escapado. Pero todo lo dicho la había puesto triste, quizá antes se había sentido desgraciada, ahora se sentía triste y en su indefensión, para la cual, según el juicio de K, Bratmeier no bastaba, se inclinó hacia la mano de K, la presionó contra sus ojos y lloró.

Y luego volvió al mostrador, al principio vacilante, después con exagerada rapidez, allí empaquetó sus cosas, hizo una seña a Bratmeier, que en dos saltos se plantó a su lado, se estremeció, como si creyese haber oído a alguien acercándose por el pasillo, y salió apresuradamente, seguida por Bratmeier, no sin antes arreglarse algo la parte trasera de su peinado.

En ese momento creyó Gerstäcker que había llegado su momento. Aunque durante todo el tiempo había intentado conseguir que K le escuchase, comenzó, no podía hacerlo de otra manera, de forma bastante grosera:

—¿Tienes un empleo?

—Sí —dijo K—, uno muy bueno.

—¿Dónde?

—En la escuela.

—Pero tú eres agrimensor, ¿no?

—Sí, pero es un puesto provisional, permaneceré allí hasta que reciba el contrato como agrimensor, ¿comprendes?

—Sí, y eso ¿durará mucho?

—No, no, puede llegar en cualquier momento, ayer hablé al respecto con Erlanger.

—¿Con Erlanger?

—Ya lo sabes, no me aburras. Vete, déjame.

—Bueno, muy bien, has hablado con Erlanger, pensaba que eso era un secreto.

—Contigo no compartiré mis secretos. Tú eres quien me insultó cuando me quedé inmovilizado en la nieve ante tu puerta.

—Pero luego te llevé a la posada del puente.

—Eso es cierto, y no te he pagado el viaje. ¿Cuánto quieres?

—¿Te sobra el dinero? ¿Te pagan bien en la escuela?

—Lo suficiente.

—Conozco un empleo donde te pagarían mejor.

—¿Acaso contigo, con los caballos?

—¿Quién te lo ha dicho?

—Me acechas desde ayer por la noche para atraparme.

—Ahí te equivocas.

—Si me equivoco, mejor.

Ahora que te veo en una situación tan desesperada, a ti, a un agrimensor, a un hombre instruido, con ese traje raído, sin abrigo, venido a menos, despertando la compasión de cualquiera, en consonancia con los harapos de Pepi, quien probablemente te apoya, ahora me acuerdo de lo que una vez dijo mi madre: «No se debería dejar que ese hombre se deprave tanto».

—Un buen consejo, por eso no voy a tu casa.

K se desembarazó de Gerstäcker, pues la posadera entró en ese momento, ella llevaba, como por consuelo, el mismo vestido que la noche anterior, pero todo estaba cuidadosamente planchado, lo que tendría que haber costado un gran esfuerzo, pues el vestido tenía muchos pliegues, especialmente en lugares donde no parecían ir bien, por ejemplo en los laterales hasta las axilas, de tal manera que los brazos no se podían pegar completamente al cuerpo. Además, influían en los movimientos de la posadera, adoptando cierta solemnidad y orgullo, mientras que ella en realidad tenía que ser grácil y ligera. Primero preguntó por Pepi, parecía visiblemente enojoso para ella que ya se hubiese ido. K disculpó a Pepi diciendo que ella había creído que Frieda vendría en seguida, pero por la posadera supo que eso no era seguro, que Frieda estaba encerrada en su habitación y al parecer no se sentía bien. K preguntó si debía traer a Pepi. No, dijo la posadera, Frieda tiene que venir aunque esté enferma. Pero entonces pareció tomar conciencia de con quién estaba hablando y preguntó asombrada qué hacía K allí, por qué no se había ido ya hacía tiempo. K dijo:

—He estado esperando a la señora posadera.

—¿Sí? —dijo ella sonriendo con cansancio—. Entonces ven.

Gerstäcker quiso salir detrás de la posadera y de K, deslizándose por la puerta, pero K se lo impidió.

—Tú te quedas aquí —dijo él—. Eres muy pesado.

—¿Viene contigo? —dijo la posadera.

—No —dijo K—, sólo lo pretende.

Fueron por el pasillo hasta llegar a una puerta de la que K ya había visto salir con anterioridad al posadero. Era la oficina privada del posadero: también estaba escrito sobre la puerta, como K advirtió en ese momento. Era una habitación pequeña y demasiado caldeada. Un pupitre de pie y una caja fuerte estaban adosados a dos paredes, en las otras dos paredes había una estantería con libros de contabilidad y una otomana. La posadera señaló la otomana e invitó a que K se sentase, ella se sentó en una silla giratoria al lado del pupitre.

Ayer fuiste grosero —dijo la posadera—, eso no es conveniente.

—Estaba muy cansado —dijo K—, no había dormido durante varias noches y luego tuve ese susto en el corredor. Además, no fui grosero.

—Fuiste grosero, no lo niegues, es horrible que ahora lo niegues. Si eres cobarde, no tengo nada más que hablar contigo. Entonces vete otra vez. <<