La agitación en la calle era como el zumbido de las moscas. Los fotógrafos se apiñaban tras las vallas vigiladas por la policía, con sus grandes cámaras preparadas y el aliento elevándose como el vapor. La nieve caía ininterrumpidamente sobre gorros y hombros; los dedos enguantados limpiaban las lentes. De vez en cuando, se oían arranques de esporádicos chasquidos: los observadores ocupaban el tiempo de espera sacando fotos a la carpa de lona blanca que estaba en medio de la calle, a la entrada del alto edificio de apartamentos de ladrillo rojo que había detrás y al balcón del piso superior desde donde había caído el cuerpo.

Tras los apretujados paparazzi había furgonetas blancas con enormes antenas parabólicas sobre el techo y periodistas hablando, algunos en idiomas extranjeros, mientras alrededor merodeaban técnicos de sonido con los auriculares puestos. En los descansos de las grabaciones, los reporteros pateaban el suelo y se calentaban las manos con tazas de café caliente de la rebosante cafetería que estaba a pocas calles de distancia. Para matar el tiempo, los cámaras, cubiertos con gorros de lana, grababan las espaldas de los fotógrafos, el balcón, la carpa donde se ocultaba el cuerpo y, después, buscaban otra ubicación para planos generales que abarcaran el caos que se había desatado en aquella tranquila calle de Mayfair cubierta de nieve, con sus filas de brillantes puertas negras enmarcadas en portales de piedra blanca flanqueados por arbustos podados de forma ornamental. La entrada del número 18 estaba acordonada. Se entreveía a oficiales de la policía, algunos de ellos expertos forenses vestidos de blanco, en el vestíbulo.

Los canales de televisión llevaban dando la noticia desde hacía varias horas. Había espectadores que se agolpaban en cada extremo de la calle, retenidos por más policías. Algunos habían llegado a propósito, para mirar, otros se habían detenido de camino al trabajo. Muchos sostenían en alto sus teléfonos móviles para sacar fotografías antes de seguir su camino. Un joven, que no sabía cuál era el balcón en concreto, hizo fotografías de cada uno de ellos, pese a que el de en medio estaba lleno de arbustos ornamentales, tres perfectas y frondosas esferas que apenas dejaban espacio para un ser humano.

Un grupo de chicas había llevado flores y las habían grabado mientras se las entregaban a la policía, que aún no había decidido dónde colocarlas. Las dejaron en la parte trasera de la furgoneta de la policía, conscientes de que las cámaras seguían cada uno de sus movimientos.

Los corresponsales enviados por los canales de noticias de veinticuatro horas mantenían un flujo continuo de comentarios y especulaciones sobre los pocos datos sensacionalistas que conocían.

—… desde su ático alrededor de las dos de la mañana. El guardia de seguridad del edificio alertó a la policía…

—… aún no hay indicios de que se hayan llevado el cuerpo, lo cual ha dado lugar a especulaciones…

—… no se sabe si estaba sola cuando cayó…

—… varios equipos han entrado en el edificio para llevar a cabo una investigación meticulosa.

Una fría luz invadía el interior de la carpa. Había dos hombres agachados junto al cadáver, listos para meterlo, por fin, dentro de un saco para transportarlo. La cabeza había sangrado un poco en la nieve. El rostro estaba destrozado e hinchado, un ojo reducido a una arruga y el otro mostrando una línea blanca grisácea entre los párpados dilatados. Cuando la camisa de lentejuelas que llevaba puesta relucía con los ligeros cambios de luz, provocaba una inquietante impresión de movimiento, como si volviera a respirar o estuviese tensando los músculos, dispuesta a levantarse. La nieve caía con un ruido seco sobre la lona.

—¿Dónde está la maldita ambulancia?

El mal genio del inspector de policía Roy Carver iba en aumento. Era un hombre barrigudo, con el rostro del color de la carne en salmuera, cuyas camisas estaban normalmente manchadas de sudor alrededor de las axilas y cuya poca paciencia se había agotado horas antes. Llevaba allí casi tanto tiempo como el cadáver. Tenía los pies tan fríos que ya no los sentía y sufría mareos provocados por el hambre.

—La ambulancia está a dos minutos —dijo el oficial de policía Eric Wardle, respondiendo sin querer a la pregunta de su superior cuando entró en la carpa con el móvil apretado contra su oído—. Acabo de dejar libre un espacio para que pase.

Carver refunfuñó. Su mal humor se agravaba por la convicción de que a Wardle le emocionaba la presencia de los fotógrafos. De aspecto juvenil y atractivo, con pelo abundante y ondulado de color castaño ahora cubierto de nieve, Wardle había estado, según la opinión de Carver, perdiendo el tiempo en sus pocas incursiones fuera de la carpa.

—Al menos, todos esos se irán cuando se lleven el cuerpo —dijo Wardle todavía mirando hacia los fotógrafos.

—No se van a ir mientras sigamos tratando este lugar como una jodida escena de un crimen —espetó Carver.

Wardle no respondió a aquel desafío tácito. Carver explotó de todos modos.

—La pobre estúpida saltó. No había nadie más allí. Tu supuesta testigo estaba puesta de cocaína.

—Ya viene —anunció Wardle y, para disgusto de Carver, salió de la carpa para esperar a la ambulancia a la vista de las cámaras.

Aquella historia dejó a un lado las noticias de política, guerras y desastres y todas sus versiones centelleaban con imágenes del rostro perfecto de la mujer muerta y su cuerpo ágil y escultural. En pocas horas, los escasos datos que se conocían se habían extendido como un virus a millones de personas. La discusión en público con su famoso novio, el trayecto a casa sola, los gritos que se oyeron y, finalmente, la fatídica caída.

El novio entró rápidamente en un centro de rehabilitación, pero la policía seguía mostrándose hermética. Se había perseguido a todos los que habían estado con ella la noche de su muerte. Se habían dedicado miles de columnas en la prensa y horas en las noticias de la televisión, y la mujer que juraba haber oído una segunda discusión momentos antes de que el cuerpo cayera se hizo también famosa en poco tiempo y fue recompensada con fotografías de menor tamaño junto a las imágenes de la hermosa chica muerta.

Pero entonces, ante un apenas audible gemido de decepción, se demostró que la testigo había mentido y esta se retiró a un centro de rehabilitación, saliendo a la palestra a continuación el famoso sospechoso principal, igual que el hombre y la mujer de una casita meteorológica, que nunca pueden salir al mismo tiempo.

Así que, al final, había sido un suicidio, y tras una breve interrupción de sorpresa, la historia adquirió una segunda y débil versión. Se escribió que la joven estaba desequilibrada, que era inestable, que no llevaba bien el enorme estrellato que habían alcanzado su extravagancia y su belleza; que había ingresado en una clase inmoral y adinerada que la había corrompido; que la decadencia de su nueva vida había trastornado una personalidad ya de por sí frágil. Se había convertido en una dura moralina cargada de regocijo en el mal ajeno y hubo tantos columnistas que hicieron alusión a Ícaro que la revista Private Eye le dedicó una columna especial.

Y después, por fin, el histerismo se fue pasando y ni siquiera a los periodistas les quedó nada que decir, salvo que ya se había dicho demasiado.