El Ejército Británico exige a sus soldados una subyugación de las necesidades y lazos individuales que es casi imposible de comprender por la mente de la población civil. Prácticamente, no reconoce aseveraciones más elevadas que las suyas y las impredecibles crisis de la vida humana —nacimientos y muertes, bodas, divorcios y enfermedades— no provocan generalmente más desvíos en los planes militares que los guijarros en la parte inferior de un tanque. De todos modos, existen circunstancias especiales y, a causa de ellas, el segundo periodo de servicio del teniente Jonah Agyeman en Afganistán fue interrumpido.
La Policía Metropolitana solicitó urgentemente su presencia en Gran Bretaña y, aunque generalmente el ejército no considera las solicitudes de la Policía Metropolitana más importantes que las suyas, en este caso se dispuso a mostrarse servicial. Las circunstancias que rodeaban la muerte de la hermana de Agyeman estaban atrayendo la atención internacional y la tormenta de los medios de comunicación alrededor de un hasta ahora desconocido zapador se consideraba de poca ayuda tanto para el individuo como para el ejército al que servía. Así pues, subieron a Jonah a un avión de vuelta a Gran Bretaña, donde el ejército hizo todo lo que pudo y más para protegerlo de la prensa voraz.
Un número considerable de los lectores de noticias suponían que el teniente Agyeman estaría encantado, en primer lugar, por volver a casa desde el escenario del combate y, en segundo, por haber regresado con la expectativa de una riqueza que quedaba más allá de su más loca imaginación. Sin embargo, el joven soldado con el que Cormoran se reunió en el pub Tottenham a la hora del almuerzo diez días después del arresto del asesino de su hermana se mostraba casi agresivo y parecía estar aún en un estado de conmoción.
Durante diferentes periodos de tiempo, dos hombres habían vivido la misma vida y se habían arriesgado a morir del mismo modo. Se trataba de un vínculo que ningún civil podría comprender, y durante media hora no hablaron de otra cosa que no fuera el ejército.
—Tú eras de los de Inteligencia, ¿verdad? —preguntó Agyeman—. Confía en uno de esos y te joderán la vida.
Strike sonrió. No veía ingratitud en el comportamiento de Agyeman, aunque los puntos de su brazo le tiraban y le dolían cada vez que levantaba su cerveza.
—Mi madre quiere que me vaya —dijo el soldado—. No para de decir que sería bueno que me alejara de este jaleo.
Era la primera referencia, aunque indirecta, al motivo por el que estaban allí y al hecho de que Jonah no se encontraba en el medio al que pertenecía, con su regimiento, con la vida que él había elegido.
Entonces, de repente, empezó a hablar, como si llevase meses esperando a Strike.
—Ella nunca supo que mi padre tenía otra hija. Nunca se lo dijo. Ni siquiera estaba seguro de que esa tal Marlene le estuviera diciendo la verdad sobre que estaba embarazada. Justo antes de morir, cuando supo que solo le quedaban días, me lo contó. «No preocupes a tu madre», me dijo. «Te lo cuento a ti porque me estoy muriendo y no sé si tienes algún hermanastro o hermanastra por ahí». Me dijo que la madre era blanca y que había desaparecido. Quizá había abortado. Joder, si hubieses conocido a mi padre… Nunca faltaba un domingo a la iglesia. Tomó la comunión en su lecho de muerte. Yo nunca me había esperado algo así. Nunca.
»Yo no le iba a contar a ella nada sobre papá y esa mujer. Pero de repente, saliendo de la nada, recibo una llamada. Gracias a Dios que yo estaba allí, de permiso. Aunque Lula —dijo su nombre vacilante, como si no estuviese seguro de que tenía derecho a pronunciarlo— me aseguró que habría colgado si hubiese contestado mi madre. Me dijo que no quería hacer daño a nadie. Parecía buena gente.
—Yo creo que lo era —convino Strike.
—Sí… pero… joder… fue raro. ¿Te lo creerías si una supermodelo te llama y te dice que es tu hermana?
Strike pensó en el historial de su propia y peculiar familia.
—Probablemente —contestó.
—Sí, bueno, supongo que sí. ¿Por qué iba a mentir? En fin, eso es lo que pensé. Así que le di mi número del móvil y hablamos unas cuantas veces, cuando ella podía quedar con su amiga Rochelle. Lo había resuelto todo para que la prensa no lo descubriera. A mí me pareció bien. No quería que mi madre se molestara.
Agyeman había sacado un paquete de cigarrillos Lambert and Butler y le estaba dando vueltas a la cajetilla nerviosamente entre los dedos. Recordando con cierta nostalgia, Strike pensó que le habrían salido baratos en el economato del ejército.
—Así que me llama el día antes de que… sucediera —continuó Jonah— y me empieza a suplicar que vaya a su casa. Yo ya le había dicho que no podría verla durante ese permiso. Tío, aquella situación me estaba volviendo loco. Mi hermana, la supermodelo. Mi madre preocupada porque me voy a Helmand. No podía soltarle de pronto que mi padre había tenido otra hija. No en ese momento. Así que le dije a Lula que no podía verla.
»Me suplicó que fuera a verla antes de irme. Parecía enfadada. Le dije que quizá podría salir luego, ya sabes, después de que mi madre se acostara. Le diría que iba a salir a tomar una copa rápida con un amigo o algo así. Lula me pidió que fuera muy tarde, como a la una y media.
»Así que fui —dijo Jonah rascándose la nuca con incomodidad—. Estaba en la esquina de la calle… y vi cómo pasaba.
Se pasó la mano por la boca.
—Eché a correr. Simplemente corrí. No sabía qué narices pensar. No quería estar allí ni quería tener que dar explicaciones a nadie. Sabía que ella tenía problemas mentales y recordé lo alterada que había estado por teléfono. Así que pensé: ¿me ha traído hasta aquí para que viera cómo se tiraba?
»No podía dormir. Si te digo la verdad, me alegré de irme, de alejarme de toda aquella cobertura de la prensa.
El pub bullía alrededor de ellos, abarrotado con los clientes del almuerzo.
—Creo que la razón por la que deseaba tanto verte era por lo que su madre le acababa de contar —dijo Strike—. Lady Bristow había tomado mucho Valium. Supongo que quería que la chica se sintiera mal por dejarla, así que le contó a Lula lo que Tony había dicho de John tantos años atrás: que había empujado a Charlie, su hermano menor, por esa cantera y lo había matado.
»Por eso es por lo que Lula se encontraba en ese estado cuando salió de la casa de su madre y por eso trató de llamar a su tío, para saber si había algo de verdad en aquella historia. Y creo que estaba desesperada por verte porque quería a alguien, quien fuera, a quien poder querer y en quien poder confiar. Su madre era una mujer difícil y se estaba muriendo, odiaba a su tío y le acababan de contar que su hermano adoptivo era un asesino. Debía de estar desesperada. Y creo que tenía miedo. Bristow había intentado obligarla dos veces durante las veinticuatro horas anteriores a que le diera dinero. Se debía de estar preguntando de qué sería capaz después.
En el pub se oía el estrépito y el ruido de las conversaciones y del tintineo de los vasos, pero la voz de Jonah se escuchaba claramente por encima de todo aquello.
—Me alegro de que le partieras la mandíbula a ese cabrón.
—Y la nariz —añadió Strike con tono alegre—. Es una suerte que él me clavara el cuchillo, o quizá no habría podido alegar el criterio del uso proporcionado de la fuerza.
—Él iba armado —dijo Jonah pensativo.
—Claro que sí. Le dije a mi secretaria que le soplara en el funeral de Rochelle que yo estaba recibiendo amenazas de muerte de un loco que quería abrirme en canal. Eso plantó la semilla en su cabeza. Estaba desesperado. Pensó que, si conseguía hacerlo, intentaría que mi muerte cayera sobre el pobre Brian Mathers. Probablemente, luego se habría ido a casa, habría cambiado la hora del reloj de su madre y haría el mismo truco otra vez. No es ningún loco. Que es como decir que es un cabrón muy listo.
Parecía que quedaba poco más que decir. Cuando salieron del bar, Agyeman, que había pagado las bebidas con nerviosa insistencia, hizo lo que podría haber sido una tentadora oferta de dinero a Strike, cuya condición de indigente había ocupado buena parte de la cobertura de los medios de comunicación. Strike rechazó la oferta de inmediato, pero no se sintió ofendido. Podía imaginarse que aquel joven soldado estaba aún tratando de asumir la idea de su enorme y nueva riqueza, que estaba cediendo bajo la responsabilidad que acarreaba, sus obligaciones, el atractivo que provocaba, las decisiones que conllevaba, que estaba más intimidado que contento. Strike supuso que los pensamientos de Jonah Agyeman pasaban rápidamente de sus compañeros de Afganistán a las imágenes de coches deportivos y las de su hermanastra muerta sobre la nieve. ¿Quién podía ser más consciente que ese soldado de los caprichos de la fortuna, de las aleatorias vueltas de los dados?
—No se va a librar, ¿verdad? —preguntó de repente Agyeman cuando estaba a punto de despedirse.
—No, claro que no —contestó Strike—. Los periódicos no lo saben aún, pero la policía ha encontrado el teléfono móvil de Rochelle en la caja fuerte de su madre. No se atrevió a deshacerse de él. Había puesto otro código a la caja para que nadie pudiera abrirla aparte de él: 030483. El domingo de Pascua de 1983. El día en que mató a mi amigo Charlie.
Era el último día de Robin. Strike la había invitado a ir con él para verse con Jonah Agyeman, al que ella había ayudado tanto a encontrar, pero dijo que no. Strike tenía la sensación de que ella se estaba retirando deliberadamente del caso, del trabajo y de él. Strike tenía una cita en el Centro de Amputados del hospital Queen Mary esa tarde. Para cuando él regresara de Roehampton ella ya no estaría. Matthew la iba a llevar a Yorkshire a pasar el fin de semana.
Mientras Strike volvía cojeando al despacho a través del continuo caos de las obras del edificio, se preguntó si alguna vez volvería a ver a su secretaria temporal después de ese día y lo dudó. No hacía mucho tiempo que la condición de no permanente de su acuerdo había sido lo único que le hacía aceptar la presencia de ella, pero ahora sabía que la iba a echar de menos. Había ido con él en el taxi hasta el hospital y le había envuelto el brazo ensangrentado con su gabardina.
La explosión de la publicidad en torno al arresto de Bristow no había causado al negocio de Strike ningún daño en absoluto. Incluso era posible que necesitara una secretaria antes de lo previsto. Y de hecho, mientras subía dolorosamente las escaleras hacia su despacho, oyó la voz de Robin al teléfono.
—… una cita para el martes, me temo, porque el señor Strike va a estar ocupado todo el lunes… Sí… Desde luego… Entonces, le doy cita para las once. Si. Gracias. Adiós.
Se dio la vuelta en la silla giratoria cuando Strike entró.
—¿Qué tal es Jonah? —preguntó.
—Un buen tipo —contestó Strike dejándose caer en el sofá hundido—. Esta situación le está volviendo loco. Pero la alternativa es que Bristow termine con diez millones, así que va a tener que lidiar con ello.
—Han llamado tres posibles clientes mientras estaba fuera, pero me preocupa un poco el último. Podría ser otro periodista. Estaba mucho más interesado en hablar con usted que en su propio problema.
Habían recibido varias llamadas así. La prensa había recibido con alegría una historia que tenía montones de ángulos y todo aquello que más les gustaba. El mismo Strike había aparecido muchas veces en portada. La fotografía que más habían utilizado, y eso le gustaba, era de diez años atrás —se la habían hecho cuando aún era policía militar—, pero también habían sacado la fotografía de la estrella del rock, su mujer y la supergrupi.
Se había escrito mucho sobre la incompetencia de la policía. A Carver le habían sacado caminando deprisa por la calle, con su chaqueta al vuelo y con manchas de sudor en la camisa. Pero a Wardle, el atractivo Wardle, que había ayudado a Strike a detener a Bristow, lo habían tratado hasta ahora con indulgencia, sobre todo las periodistas. Sin embargo, en general, los medios de comunicación se habían regodeado otra vez con el cadáver de Lula Landry. Cada versión de la historia iba salpicada de imágenes del inmaculado rostro de la modelo muerta y de su cuerpo ágil y esculpido.
Robin seguía hablando. Strike no la escuchaba, distraído por el dolor punzante de su brazo y de su pierna.
—… una nota de todos los expedientes y de su diario. Porque ahora vas a necesitar a alguien, ¿sabes? No vas a poder ocuparte de todo esto solo.
—No —convino él mientras trataba de ponerse de pie. Había tenido la intención de hacer aquello más tarde, en el momento en que ella se fuera, pero ahora era tan buen momento como cualquier otro y suponía una excusa para levantarse del sofá, que era tremendamente incómodo—. Oye, Robin, aún no te he dado las gracias como es debido…
—Sí que lo has hecho —se apresuró a decir ella—. En el taxi, de camino al hospital. Y de todos modos, no es necesario. Lo he pasado bien. La verdad es que me ha encantado.
Él iba renqueando hacia el despacho de dentro y no notó el tono de indirecta de su voz. El regalo estaba escondido en el fondo de su macuto. Estaba muy mal envuelto.
—Toma —dijo él—. Es para ti. No podría haberlo conseguido sin ti.
—Ah —Robin ahogó un grito y Strike se sintió tan conmovido como ligeramente preocupado al ver lágrimas cayendo por las mejillas de ella—. No tenías por qué…
—Ábrelo en casa —dijo él, pero demasiado tarde. El paquete se estaba deshaciendo literalmente en las manos de ella. Algo de un llamativo color verde se escurrió entre el papel y cayó sobre la mesa delante de ella. Robin se quedó boquiabierta.
—Eres… Oh, Dios mío. Cormoran…
Levantó el vestido que se había probado en Vashti y que tanto le había gustado y se quedó mirando a Strike por encima de él, con la cara sonrojada y los ojos centelleantes.
—¡No puedes permitirte esto!
—Sí que puedo —dijo él apoyándose en la pared entre las dos habitaciones, pues aquello era algo más cómodo que sentarse en el sofá—. El trabajo va bien ahora. Tú has estado increíble. Tus nuevos jefes tienen suerte de contar contigo.
Ella se estaba limpiando los ojos frenéticamente con las mangas de la blusa. De su boca salió un sollozo y algunas palabras incomprensibles. Buscó a ciegas los pañuelos que había comprado con el dinero de la caja de la calderilla, por si había más clientes como la señora Hook, se secó los ojos y habló con el vestido verde muerto y olvidado en su regazo.
—No quiero irme.
—Yo no puedo permitirme pagarte, Robin —dijo él con rotundidad.
No es que no lo hubiera pensado. La noche anterior se había quedado despierto en su cama plegable haciendo cálculos mentales, tratando de conseguir pensar en una oferta que no pareciera insultante comparada con el salario que le habían ofrecido en la consultora de medios de comunicación. No era posible. Ya no podía aplazar el pago del mayor de sus préstamos, se enfrentaba a un aumento del alquiler y tenía que encontrar algún lugar donde vivir que no fuese su despacho. Aunque el futuro a corto plazo había mejorado increíblemente, las perspectivas seguían siendo inseguras.
—No espero que iguales lo que me han ofrecido —dijo Robin con voz emocionada.
—No podría ni acercarme.
Pero ella conocía el estado de las cuentas de Strike casi tan bien como él y ya había pensado qué era lo máximo que podría esperar. La noche anterior, cuando Matthew la encontró llorado por su inminente marcha, ella le había dicho lo que suponía que podría ser la mejor oferta de Strike.
—Pero no te ha ofrecido nada. ¿O sí?
—No, pero si lo hiciera…
—Bueno, eso es cosa tuya —dijo Matthew con frialdad—. Sería tu decisión. Tendrías que elegir.
Ella sabía que Matthew no quería que se quedara. Había estado sentado durante horas en Urgencias mientras le ponían los puntos a Strike, esperando para llevarse a Robin a casa. Le había dicho, en un tono bastante formal, que lo había hecho muy bien demostrando tanta iniciativa, pero se había mostrado distante y algo reprobador desde entonces, sobre todo cuando sus amigos pidieron saber los detalles ocultos de todo lo que había aparecido en la prensa.
Pero estaba segura de que a Matthew le gustaría Strike, si se conocieran. Y el mismo Matthew había dicho que era ella la que tenía que decidir qué hacer…
Robin se recompuso un poco, volvió a sonarse la nariz y le dijo a Strike, con una tranquilidad ligeramente socavada por un pequeño hipo, la cifra por la que estaría dispuesta a quedarse.
Strike tardó unos segundos en responder. Podía permitirse pagarle lo que ella había sugerido. Estaba dentro de las quinientas libras que él mismo había calculado que podría pagar. En todos los aspectos, Robin era un activo que sería imposible de sustituir por ese precio. Solo había un inconveniente…
—Eso me lo podría permitir —dijo—. Sí, podría pagártelo.
El teléfono sonó. Sonriendo, ella respondió y la felicidad de su voz fue tal que parecía como si hubiese estado días deseando recibir esa llamada.
—¡Ah, hola, señor Gillespie! ¿Cómo está? El señor Strike acaba de enviarle un cheque, yo misma lo he llevado al buzón esta mañana… Todos los atrasos, sí, y un poco más. No, el señor Strike insiste en que quiere devolver el préstamo… Bueno, es muy amable por parte del señor Rokeby, pero el señor Strike prefiere pagar. Espera poder devolver el importe íntegro en los próximos meses…
Una hora después, mientras Strike estaba sentado en una silla de plástico del Centro de Amputados con su pierna herida extendida delante de él, pensó que si hubiese sabido que Robin se iba a quedar no le habría regalado el vestido verde. Estaba seguro de que aquel regalo no sería del agrado de Matthew, sobre todo cuando la viera con él puesto y supiera que se lo había probado antes delante de Strike.
Con un suspiro, cogió un ejemplar del Private Eye que estaba sobre la mesa a su lado. Cuando el especialista lo llamó, Strike no respondió. Estaba inmerso en la página que llevaba el título de «Las meteduras de pata en el caso Landry», lleno de los excesos periodísticos relativos al caso que él y Robin acababan de resolver. Habían sido tantos los periodistas que habían mencionado a Caín y Abel que la revista publicaba una columna especial.
—¿Señor Strick? —gritó el especialista por segunda vez—. ¿El señor Cameron Strick?
Él levantó los ojos, sonriendo.
—Strike —respondió él—. Me llamo Cormoran Strike.
—Ah, discúlpeme… Por aquí…
Mientras Strike avanzaba renqueando tras el médico, una frase apareció en su subconsciente, una frase que había leído mucho tiempo antes de ver por primera vez un cadáver, de haberse maravillado ante una catarata en la ladera de una montaña africana o de haber visto el rostro de un asesino derrumbándose mientras se daba cuenta de que le habían dado.
«Me he hecho un nombre».
—Sobre la mesa, por favor. Y quítese la prótesis.
¿De dónde venía aquella frase? Strike se tumbó boca arriba en la mesa y miró hacia el techo con el ceño fruncido, sin hacer caso al especialista que ahora se inclinaba sobre lo que antes era su pierna, murmurando mientras miraba y recibía pequeños pinchazos.
Tardó unos minutos en conseguir desenterrar los versos que tanto tiempo atrás había aprendido.
No puedo dejar de viajar; quiero beber
la vida hasta la última gota. He disfrutado
mucho, he sufrido mucho, tanto con quienes
me amaron como en soledad; en tierra y cuando
con veloces ráfagas las Híades de la lluvia
irritaban al mar oscuro. Me he hecho un nombre[7]…