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Strike había pasado el principio de la tarde en el edificio de la Universidad de la London Union donde, pasando con determinación junto a la recepción con el ceño fruncido, había llegado a las duchas sin que le dieran el alto ni le pidieran el carné de estudiante. Luego, se comió un bocadillo de jamón correoso y una chocolatina en la cafetería. Después, se puso a caminar, fumando, con los ojos en blanco por el cansancio, y se acercó a unas tiendas baratas para comprar, con el dinero de Bristow, algunos artículos de primera necesidad que tenía que adquirir ahora que su pensión completa se había acabado. Más tarde se vio encerrado en un restaurante italiano con varias cajas grandes en la parte de atrás, junto a la barra, estirando la cerveza hasta que casi olvidó por qué estaba haciendo tiempo.

Eran casi las ocho cuando regresó a la oficina. Aquella era la hora en que más le gustaba Londres. Con la jornada laboral terminada, los escaparates de los pubs se volvían cálidos, como si fuesen joyas, con sus calles palpitando y llenas de vida y la infatigable permanencia de sus edificios antiguos suavizada por las farolas, la ciudad se volvía curiosamente reconfortante. «Hemos visto a muchos como tú», parecen murmurar con tono tranquilizador mientras él cojea por Oxford Street acarreando una caja con una cama plegable. Siete millones y medio de corazones latiendo con gran cercanía en la abarrotada y vieja ciudad y, a pesar de todo, muchos de ellos estarían sufriendo muchísimo más que el suyo. Caminando cansinamente junto a tiendas a punto de cerrar, mientras el cielo se volvía añil por encima de su cabeza, Strike encontraba consuelo en la inmensidad y el anonimato de aquella ciudad.

Fue una proeza subir a cuestas la cama plegable por las escaleras metálicas hasta la segunda planta y cuando llegó a la puerta que tenía su nombre, el dolor en el extremo de su pierna derecha era insoportable. Por un momento, se inclinó para apoyar todo su peso en el pie izquierdo, jadeando sobre la puerta de cristal y viendo cómo se empañaba.

—Gordo cabrón —dijo en voz alta—. Viejo dinosaurio achacoso.

Se limpió el sudor de la frente, abrió la puerta con llave y arrojó sus diversas compras al suelo, junto a la puerta. Entró en el despacho, empujó a un lado su mesa y colocó la cama, desenrolló el saco de dormir y rellenó el hervidor barato en el lavabo que había junto a la puerta de la oficina.

Su cena seguía en el bote de pasta preparada que había escogido porque le recordaba a la comida que solía llevar en su bolsa de víveres: una asociación bien arraigada entre la comida calentada rápidamente y rehidratada y las viviendas improvisadas habían hecho que lo recordara de forma mecánica. Cuando la tetera hirvió, añadió el agua al bote y se comió la pasta rehidratada con un tenedor de plástico que había cogido en la cafetería de la universidad sentado en el sillón de su despacho y mirando hacia la calle casi desierta, mientras el tráfico pasaba retumbando bajo la luz del crepúsculo al final de la calle y escuchando el ruido sordo de un contrabajo dos plantas más abajo, en el 12 Bar Café.

Había dormido en lugares peores. Como en el suelo de piedra de un aparcamiento de varias plantas en Angola y en una fábrica de metales seriamente dañada donde habían colocado tiendas de campaña y se habían despertado tosiendo hollín negro por las mañanas; y, lo peor de todo, el frío y húmedo dormitorio de la comuna de Norfolk a la que su madre los había arrastrado a él y a una de sus hermanastras cuando tenían ocho y seis años, respectivamente. Recordó el incómodo reposo en camas de hospital en las que había estado tumbado algunos meses y varias casas ocupadas —también con su madre—, y los bosques helados donde había acampado durante las prácticas en el ejército. Por muy básica y poco acogedora que pareciera la cama plegable bajo una bombilla desnuda, era un lujo comparado con todo aquello.

El hecho de ir a comprar todo lo que necesitaba y de colocar esos artículos imprescindibles le había devuelto a la familiar condición marcial de hacer lo que se tiene que hacer sin preguntar ni quejarse. Tiró el bote de fideos, encendió la lámpara y se sentó en la mesa en la que Robin había pasado la mayor parte del día.

Mientras reunía los componentes básicos para un nuevo expediente —la carpeta de cartón, el papel en blanco y un clip, el cuaderno en el que había tomado nota de la entrevista con Bristow, el folleto del Tottenham y la tarjeta de Bristow—, se dio cuenta del nuevo orden de los cajones, la ausencia de polvo en el monitor del ordenador, la falta de tazas y restos y un ligero olor a producto de limpieza. Algo intrigado, abrió la lata de la calderilla y vio, con la letra redonda y limpia de Robin, la nota en la que informaba de su deuda: cuarenta y dos peniques cogidos para galletas de chocolate. Strike sacó de su cartera cuarenta libras de lo que Bristow le había dado y las dejó en la lata. Después, tras pensarlo bien, contó cuarenta y dos peniques en monedas y los puso encima.

A continuación, con uno de los bolígrafos que Robin había dispuesto ordenadamente en el cajón de arriba, Strike empezó a escribir, con fluidez y rapidez, empezando por la fecha: las notas de la entrevista con Bristow que había arrancado y adjuntado al expediente, los pasos que había dado hasta ese momento, incluidas las llamadas a Anstis y a Wardle, sus números privados; pero los detalles de su otro amigo, el que le proporcionaba los nombres y direcciones útiles, no los incluyó en el expediente.

Finalmente, Strike le adjudicó al nuevo caso un número de serie, que escribió junto con la inscripción «Muerte repentina: Lula Landry» en el lomo, antes de guardar el expediente en su sitio, en el extremo derecho del estante.

Después, abrió por fin el sobre que, según Bristow, contenía las claves esenciales que la policía había pasado por alto. La letra del abogado, clara y fluida, se inclinaba hacia atrás con líneas densamente escritas. Tal y como Bristow había prometido, su contenido trataba sobre todo de los actos de un hombre a quien llamaba «el Corredor».

El Corredor era un hombre alto y negro cuyo rostro quedaba oculto bajo una bufanda y que aparecía en las grabaciones de una cámara en un autobús nocturno que iba desde Islington hacia el West End. Había subido al autobús unos cincuenta minutos antes de que Lula Landry muriera. Después, se le veía en la grabación del circuito cerrado de televisión que se había tomado en Mayfair, caminando en dirección a la casa de Landry a la 1:39 de la noche. Se había detenido ante la cámara y parecía consultar un papel —«¿posible dirección o instrucciones?», había añadido convenientemente Bristow en sus notas—, antes de salir del campo de visión.

La grabación tomada por la misma cámara del circuito cerrado de televisión mostraba poco después al Corredor corriendo de vuelta y pasando junto a la cámara a las 2:12 y saliendo del campo de visión. «Segundo hombre negro corriendo también… ¿posible centinela? ¿Interrumpido en el robo de un coche? Salta la alarma de un coche en ese momento a la vuelta de la esquina», había escrito Bristow.

Finalmente, estaba la grabación del circuito de televisión de «un hombre muy parecido al Corredor» caminando por una calle cerca de Gray’s Inn Square, a varios kilómetros de distancia, la mañana tras la muerte de Landry. «Rostro aún oculto», había escrito Bristow.

Strike hizo una pausa para frotarse los ojos, haciendo una mueca de dolor porque había olvidado que uno de ellos lo tenía amoratado. Se encontraba en ese estado delirante y nervioso que indicaba el verdadero agotamiento. Con un largo suspiro y un gruñido, pensó en las notas de Bristow, sosteniendo el bolígrafo en su puño lleno de pelos, listo para hacer sus propias anotaciones.

Bristow podía interpretar la ley con templanza y objetividad en el despacho que aparecía en su tarjeta de visita elegantemente impresa, pero el contenido de aquel sobre simplemente confirmaba la opinión de Strike de que la vida personal de su cliente estaba dominada por una obsesión injustificable. Cualquiera que fuese el origen de la obcecación de Bristow por aquel Corredor —ya fuera porque albergaba un miedo secreto por este hombre del saco urbano, el delincuente negro o por algún otro motivo más personal y profundo—, era impensable que la policía no hubiese investigado al Corredor y a su acompañante —posible centinela o posible ladrón de coches— y estaba seguro de que habían tenido un buen motivo para excluirlo de toda sospecha.

Bostezó con más fuerza y Strike pasó a la segunda página de las notas de Bristow.

«A la 1:45, Derrick Wilson, el guardia de seguridad que estaba trabajando en su garita esa noche, se sintió indispuesto y fue al baño de atrás, donde permaneció aproximadamente un cuarto de hora. Por lo tanto, durante quince minutos antes de la muerte de Lula, el vestíbulo del edificio estuvo vacío y podría haber entrado y salido cualquiera sin ser visto. Wilson no salió del baño hasta después de que Lula cayera, cuando oyó los gritos de Tansy Bestigui.

»Este margen de maniobra coincide exactamente con el momento en que el Corredor habría llegado al número 18 de Kentigern Gardens si pasó junto a la cámara de seguridad del cruce de Alderbrook con Bellamy Road a la 1:39».

—¿Y cómo? —murmuró Strike masajeándose la frente—. ¿Vio a través de la puerta de la calle que el guardia estaba en el retrete?

«He hablado con Derrick Wilson, que se muestra dispuesto a ser entrevistado».

«Y apuesto a que le has pagado para que lo haga», pensó Strike, viendo también el número de teléfono del guardia de seguridad bajo estas últimas palabras.

Dejó el bolígrafo con el que había tenido la intención de añadir sus propias notas y adjuntó las de Bristow al expediente. Después, apagó la lámpara del escritorio y fue renqueando a hacer pis en el frío baño del rellano. Tras cepillarse los dientes sobre el lavabo agrietado, cerró con llave la puerta de cristal, puso la alarma del reloj y se desnudó.

Bajo el resplandor del neón de la farola de la calle, Strike desató las correas de la prótesis de su pierna y la separó del dolorido muñón, quitándose el revestimiento de gel que se había convertido en un protector poco efectivo contra el dolor. Dejó la falsa pierna junto al móvil, que se estaba cargando, se metió en el saco de dormir y se tumbó con las manos por detrás de la cabeza mirando al techo. Entonces, tal y como había temido, la pesada fatiga de su cuerpo no fue suficiente para calmar su mente encasquillada. La vieja infección se había vuelto a activar, atormentándole, arrastrándole.

¿Qué estaría haciendo ella ahora?

El día anterior por la noche, en un universo paralelo, había vivido en un bonito apartamento de la parte más deseada de Londres con una mujer que hacía que cualquier hombre que posase los ojos sobre ella tratara a Strike con una especie de envidia incrédula.

«¿Por qué no te vienes a vivir conmigo? Por el amor de Dios, Bluey, ¿no es lo más lógico? ¿Por qué no?».

Había sabido desde el principio que aquello era un error. Lo habían intentado antes y cada vez había sido más desastrosa que la anterior.

—Estamos comprometidos, por el amor de Dios, ¿por qué no te vienes a vivir conmigo?

Había dicho cosas que se suponía que demostraban que, durante el tiempo en que casi le había perdido, ella había cambiado de forma tan irrevocable como él, con su pierna y media.

—No necesito ningún anillo. No seas ridículo, Bluey. Necesitas todo el dinero para el nuevo negocio.

Cerró los ojos. Puede que no hubiese vuelta atrás desde esa mañana. Ella le había mentido en demasiadas ocasiones con cosas demasiado serias. Pero él volvió a repasarlo todo de nuevo, como una suma que había resuelto desde hacía tiempo, temeroso de haber cometido algún error básico. Combinó meticulosamente los cambios de fechas, la negativa a consultar a un farmacéutico o al médico, la rabia con la que ella había rebatido cualquier petición de aclaración y, después, el repentino anuncio de que se había acabado sin la más mínima prueba de que había sido real. Junto a cualquier otra sospecha, estaba el conocimiento que Strike había adquirido con mucho esfuerzo sobre la mitomanía de ella, su necesidad de provocar, de burlarse, de ponerle a prueba.

—¡No te atrevas a investigarme, joder! No te atrevas a tratarme como a una recluta drogadicta. No soy un jodido caso que tengas que resolver. Se supone que me quieres y no me crees ni siquiera en esto.

Pero las mentiras que ella le había contado se entrelazaban en lo más hondo de su ser, de su vida, de tal modo que vivir con ella y amarla significaba quedar enredado poco a poco en esas mentiras, enfrentarse a ella en busca de la verdad, luchar por mantener un punto de apoyo con la realidad. ¿Cómo podía haber ocurrido que él, que desde su más extrema juventud había necesitado investigar, estar seguro, extraer la verdad de los enigmas más pequeños, se hubiese enamorado tan intensamente y durante tanto tiempo de una chica que soltaba mentiras con la misma facilidad con que otras mujeres respiraban?

—Se ha terminado —se dijo a sí mismo—. Tenía que ocurrir.

Pero no había querido decírselo a Anstis y no podía soportar decírselo a nadie más; todavía no. Había amigos por todo Londres que le darían gustosos la bienvenida a sus casas, que abrirían de par en par sus dormitorios de invitados y sus frigoríficos, deseosos de compadecerle y ayudarle. El precio de todas aquellas confortables camas y comidas caseras, sin embargo, sería sentarse en mesas de cocina una vez que los niños vestidos con sus limpios pijamas se hubiesen acostado y revivir la horrenda batalla final con Charlotte, entregándose a la indignada compasión y pena de las novias y esposas de sus amigos. Antes que eso, prefería la triste soledad, un bote de pasta recalentado y un saco de dormir.

Aún podía sentir el pie que le faltaba, arrancado de su pierna dos años antes. Estaba ahí, bajo el saco. Podía doblar los dedos ya desaparecidos si quería. De lo agotado que estaba, Strike tardó un rato en dormirse y, cuando lo hizo, Charlotte entró y salió de cada sueño, preciosa, injuriosa y obsesionada.