5

Strike miró a Robin, que había vuelto a sentarse delante del ordenador. Su café descansaba junto a montones de cartas clasificadas y alineadas encima de la mesa.

—Gracias —dijo dando un sorbo—. Y también por la nota. ¿Por qué eres trabajadora temporal?

—¿A qué se refiere? —preguntó ella con mirada recelosa.

—Sabes escribir y utilizar los signos de puntuación. Entiendes las cosas a la primera. Demuestras iniciativa… ¿De dónde han salido las tazas y la bandeja? ¿Y el café y las galletas?

—Se lo he pedido todo prestado al señor Crowdy. Le he dicho que se lo devolveríamos a la hora de comer.

—¿Al señor qué?

—Al señor Crowdy, el hombre de abajo. El diseñador gráfico.

—¿Y te lo ha dado sin más?

—Sí —contestó ella, un poco a la defensiva—. Pensé que tras ofrecerle café al cliente, deberíamos dárselo.

Su utilización del verbo en plural fue como una suave palmadita a su estado de ánimo.

—Pues ese tipo de eficiencia va mucho más allá de lo que han enviado antes de Soluciones Temporales, créeme. Siento haber estado llamándote Sandra. Era el nombre de la última chica. ¿Cuál es tu verdadero nombre?

—Robin.

—Robin —repitió él—. Será fácil recordarlo.

Se le ocurrió la idea de hacer una divertida alusión a Batman y a su formal compinche, pero aquel chiste malo murió en sus labios cuando el rostro de ella se volvió de un rosa brillante. Demasiado tarde, fue consciente de que sus inocentes palabras podrían ser entendidas de la forma más desafortunada. Robin giró su silla de nuevo hacia la pantalla del ordenador, de modo que lo único que Strike vio fue una mejilla encendida de refilón. Durante un momento de mutua humillación, la habitación pareció encogerse hasta adoptar el tamaño de una cabina telefónica.

—Voy a salir un rato —dijo Strike, dejando su café prácticamente sin tocar y caminando lateralmente hacia la puerta. Cogió el abrigo que colgaba al lado de esta—. Si llama alguien…

—Señor Strike, antes de que se vaya creo que debería ver esto.

Aún sonrojada, Robin cogió del montón de cartas abiertas que había junto a su ordenador una hoja de papel rosa fuerte y un sobre del mismo color, los cuales había metido en una carpeta de plástico transparente. Strike se fijó en su anillo de compromiso mientras ella sostenía las cosas en alto.

—Es una amenaza de muerte —dijo ella.

—Ah, sí —contestó Strike—. Nada de lo que preocuparse. Suelo recibir una casi todas las semanas.

—Pero…

—Es un antiguo cliente insatisfecho. Un poco trastornado. Cree que utilizando ese papel me va a despistar.

—Seguramente, pero… ¿no debería verlo la policía?

—¿Para que se rían, quieres decir?

—No es gracioso. ¡Es una amenaza de muerte! —exclamó ella. Y Strike se dio cuenta de por qué Robin lo había colocado, con el sobre, dentro de una carpeta de plástico. Se sintió ligeramente conmovido.

—Guárdala con las demás —dijo, apuntando a los archivadores del rincón—. Si fuese a matarme, ya lo habría hecho. Encontrarás por ahí dentro seis meses de cartas. ¿Estarás bien si te quedas al mando mientras estoy fuera?

—Me las arreglaré —respondió, y a él le hizo gracia el tono amargo de su voz y su evidente decepción al darse cuenta de que nadie tomaría las huellas digitales de la amenaza de muerte adornada con gatitos.

—Si me necesitas, el número de mi móvil está en las tarjetas del cajón de arriba.

—Muy bien —contestó ella sin mirar ni al cajón ni a él.

—Si quieres salir a comer, hazlo. Hay una llave de repuesto en algún sitio del escritorio.

—Vale.

—Hasta luego.

Se detuvo justo al cruzar la puerta de cristal, en el umbral del diminuto y frío baño. La presión en las tripas empezaba a doler, pero pensó que la eficacia de Robin y su preocupación desinteresada por su seguridad merecían cierta consideración. Tras decidir esperar hasta llegar al bar, Strike empezó a bajar las escaleras.

En la calle, encendió un cigarro, giró a la izquierda y pasó junto al 12 Bar Café, siguió por la estrecha pasarela de Denmark Place y pasó junto a un escaparate lleno de guitarras de colores y paredes cubiertas de folletos expuestos, lejos del incesante golpeteo de la taladradora neumática. Rodeó los escombros y restos de la calle al pie del edificio Centre Point. Una estatua dorada gigante de Freddie Mercury adornaba la entrada del Dominion Theatre al otro lado de la calle, con la cabeza agachada y un puño elevado en el aire, como un dios pagano del caos.

La elaborada fachada del pub Tottenham se levantaba detrás de los escombros y las obras y Strike, con el agradable pensamiento de la gran cantidad de dinero que llevaba en el bolsillo, franqueó sus puertas y se sumergió en una tranquila atmósfera victoriana de resplandecientes volutas de madera oscura y accesorios de latón. Sus divisiones de cristal esmerilado, los viejos asientos de piel, los espejos de la barra cubiertos de oro, querubines y cuernos de la abundancia hablaban de un mundo seguro y ordenado que suponía un agradable contraste con el estado ruinoso de la calle. Strike pidió una pinta de Doom Bar y se la llevó hasta la parte de atrás del pub casi desierto. Dejó su vaso sobre una mesa alta y circular bajo la llamativa cúpula de cristal del techo y fue directo al servicio de caballeros, que desprendía un fuerte olor a pis.

Diez minutos después, y sintiéndose considerablemente más a gusto, Strike llevaba bebido un tercio de la bebida, lo cual intensificó el efecto anestésico de su agotamiento. La cerveza de Cornualles le sabía a hogar, a paz y a una seguridad no experimentada desde hacía mucho tiempo. Había un cuadro grande y borroso de una doncella victoriana bailando con unas rosas en la mano justo delante de él. Jugueteando coquetona mientras lo miraba a través de una lluvia de pétalos, con sus enormes pechos cubiertos de blanco, tenía un aspecto tan poco parecido al de una mujer real como la mesa sobre la que yacía su pinta o el hombre obeso con el pelo recogido en una coleta que estaba manejando los surtidores de la barra.

Y entonces, los pensamientos de Strike pulularon de nuevo hacia Charlotte, que era indudablemente real. Guapa, peligrosa como una víbora arrinconada, lista, a veces divertida y, según decía el amigo más antiguo de Strike, «pirada hasta la médula». ¿Habían terminado esta vez? ¿Terminado de verdad? Cobijado en su extenuación, Strike recordó las escenas de la noche anterior y de esa mañana. Por fin ella había hecho algo que él no podría perdonar y, sin duda, el dolor sería intenso una vez que la anestesia desapareciera. Pero, mientras tanto, había ciertos aspectos prácticos a los que había que enfrentarse. El piso en el que habían estado viviendo era de Charlotte: su elegante y lujosa casa de Holland Park Avenue. Eso significaba que, desde las dos de esa madrugada, él era un sin techo voluntario.

«Bluey, vente a vivir conmigo[3]. Por el amor de Dios, sabes que es lo más lógico. Puedes ahorrar dinero mientras montas tu negocio y yo cuidaré de ti. No deberías estar solo mientras te recuperas. Bluey, no seas tonto…».

Nadie más volvería a llamarle Bluey. Bluey había muerto.

Era la primera vez en su larga y turbulenta relación que él se había ido. En tres ocasiones anteriores había sido Charlotte la que había dicho basta. Siempre había existido entre ellos un acuerdo tácito de que si alguna vez se iba él, si decidía que no podía más, la separación sería completamente distinta a todas las que ella había iniciado, ninguna de las cuales, por muy dolorosa y turbulenta que fuera, había parecido definitiva.

Charlotte no descansaría hasta hacerle tanto daño como pudiera como represalia. La escena de aquella mañana, cuando lo siguió hasta su despacho, no había sido más que un simple anticipo de lo que podría ocurrir en los meses e incluso años venideros. Él no había conocido nunca a nadie con tal sed de venganza.

Strike fue renqueando a la barra, pidió una segunda pinta y volvió a la mesa para seguir con sus sombrías reflexiones. Haber abandonado a Charlotte le había dejado al borde de la total indigencia. Estaba tan ahogado por las deudas que lo único que se interponía entre él y un saco de dormir en un portal era John Bristow. De hecho, si Gillespie le pedía la devolución del préstamo que había sido el anticipo de su despacho, no tendría más remedio que dormir a la intemperie.

«Solo llamo para ver qué tal va todo, señor Strike, porque no nos ha llegado la cuota de este mes… ¿La recibiremos en los próximos días?».

Y por último, estaba su reciente aumento de peso. Ya que había empezado a considerar las deficiencias de su vida, ¿por qué no hacer una evaluación completa? Diez kilos. De modo que no solo se sentía gordo y en baja forma, sino que estaba ejerciendo más presión en la prótesis de la parte inferior de la pierna que ahora tenía apoyada sobre la barra metálica que había bajo la mesa. Strike estaba empezando a cojear simplemente porque el peso adicional le estaba causando rozaduras. La larga caminata por Londres a altas horas de la madrugada con la mochila al hombro no había ayudado. Consciente de que se dirigía hacia la pobreza, había decidido ir hasta allí de la forma más barata.

Volvió a la barra a pedir una tercera pinta. De vuelta en su mesa bajo la cúpula, sacó su móvil y llamó a un amigo de la Policía Metropolitana cuya amistad, aunque era solo de pocos años, se había forjado en circunstancias especiales.

Al igual que Charlotte era la única persona que lo podía llamar «Bluey», el inspector Richard Anstis era la única persona que le llamaba «Bob el místico», apodo que gritaba al oír la voz de su amigo.

—Necesito un favor —le dijo Strike a Anstis.

—Dime.

—¿Quién se encargó del caso de Lula Landry?

Mientras Anstis buscaba la información, le preguntó por su negocio, por su pierna derecha y por su prometida. Strike mintió sobre el estado de las tres cosas.

—Me alegra oírlo —contestó Anstis con tono animado—. Bien, aquí tienes el número de Wardle. Es buen tipo. Enamorado de sí mismo, pero te llevarás mejor con él que con Carver, que es un cabrón. Puedo interceder por ti con Wardle. Lo llamo ahora, si quieres.

Strike rompió un folleto turístico que había en un expositor de la pared y apuntó el número de Wardle en el espacio que había junto a una foto de la guardia montada.

—¿Cuándo vas a venir por casa? —preguntó Anstis—. Tráete a Charlotte alguna noche.

—Sí, eso sería estupendo. Te llamaré. Ahora tengo mucho lío.

Después de colgar, Strike se puso a cavilar durante un rato y, a continuación, llamó a un conocido muy anterior a Anstis y cuya vida había ido en una dirección diametralmente opuesta.

—Te llamo para pedirte un favor, amigo —dijo Strike—. Necesito información.

—¿Sobre qué?

—Dímelo tú. Necesito algo que pueda utilizar para conseguir algo de un madero.

La conversación se prolongó durante veinticinco minutos y tuvo muchas pausas, que se fueron haciendo más largas y elocuentes hasta que, por fin, Strike consiguió una dirección aproximada y dos nombres, que también apuntó junto a la guardia montada, y un aviso, que no anotó, pero que captó con la intención que sabía que pretendía tener. La conversación terminó con un tono amistoso y Strike, que ahora bostezaba enormemente, marcó el número de Wardle, que contestó casi de inmediato con una voz fuerte y cortante.

—Aquí Wardle.

—Sí, hola. Me llamo Cormoran Strike y…

—¿Quién es?

—Cormoran Strike —contestó—. Así me llamo.

—Ah, sí —dijo Wardle—. Anstis acaba de llamarme. ¿Es detective privado? Anstis me ha dicho que estaba interesado en hablar de Lula Landry.

—Sí, así es —confirmó Strike, conteniendo otro bostezo mientras examinaba los paneles pintados del techo. Bacanales que se convertían, según parecía, en fiestas de hadas: Sueño de una noche de verano, un hombre con cabeza de burro—. Pero lo que de verdad quisiera es el expediente.

Wardle se rio.

—Joder, ni que me hubiera salvado la vida, amigo.

—Tengo información que podría interesarle. He pensado que podríamos hacer un intercambio.

Hubo una breve pausa.

—¿Debo entender que no quiere hacerlo por teléfono?

—Exacto —contestó Strike—. ¿Hay algún lugar al que le gustaría ir para tomar una cerveza tras un duro día de trabajo?

Después de apuntar el nombre de un bar cerca de Scotland Yard y acordar que en el plazo de una semana —pues no podía ser antes— a él también le venía bien, Strike colgó.

No siempre había sido así. Un par de años antes podía contar con la sumisión de testigos y sospechosos. Había sido como Wardle, un hombre cuyo tiempo tenía más valor que el de la mayoría de aquellos con los que se juntaba, un hombre que podía decidir cuándo y dónde se entrevistaría y durante cuánto tiempo. Como Wardle, no había necesitado uniforme. Estaba constantemente embozado en burocracia y prestigio. Ahora era un hombre que cojeaba vestido con una camisa arrugada que se aprovechaba de los viejos conocidos, intentando hacer tratos con policías que antiguamente se alegraban de recibir sus llamadas.

—Gilipollas —dijo Strike en voz alta bajo el resonante cristal. La tercera cerveza le había entrado con tanta facilidad que apenas le quedaban un par de centímetros.

Sonó su móvil. Miró la pantalla y vio el número de su despacho. Era evidente que Robin estaba tratando de decirle que Peter Gillespie había ido en busca de dinero. Dejó que pasara al buzón de voz, vació el vaso y se fue.

La calle estaba luminosa y fría, la acera, mojada y los charcos, con intervalos plateados a medida que las nubes se desplazaban rápidamente atravesando el sol. Strike encendió otro cigarro al salir y se quedó fumando en la puerta del Tottenham, viendo cómo los obreros se movían por el foso de la calle. Terminado el cigarro, caminó sin prisa por Oxford Street para hacer tiempo hasta que la solución temporal se hubiese ido y así poder dormir en paz.