—Creía que habría preferido enseñarle primero esto a su cliente —dijo Eric Wardle hablando despacio y mirando aquel testamento en su bolsa de plástico.
—Lo habría hecho, pero está en Rye y es urgente —respondió Strike—. Se lo he dicho. Estoy tratando de evitar dos asesinatos más. Nos estamos enfrentando a un maniaco, Wardle.
Estaba sudando por el dolor. Incluso estando allí sentado, en la soleada ventana del Feathers, instando al policía a que entrara en acción, Strike se preguntó si se habría dislocado la rodilla o se habría fracturado lo poco de tibia que le quedaba al caer por las escaleras de Yvette Bristow. No había querido hurgarse la pierna en el taxi, que ahora le esperaba fuera, junto a la acera. El taxímetro seguía consumiendo el dinero que Bristow le había adelantado; ya no recibiría más pagos, pues hoy habría un arresto, si es que Wardle se ponía en marcha.
—Lo admito. Esto podría ser un motivo…
—¿Podría? —repitió Strike—. ¿Podría? ¿Diez millones de libras podrían constituir un motivo? Joder…
—Pero necesito pruebas que se puedan mantener en un juicio y usted no me ha traído nada de eso.
—¡Le acabo de decir dónde las puede encontrar! ¿Es que me he equivocado? Le dije que era un puto testamento, y ahí lo tiene. —Strike dio un golpe sobre el plástico—. ¡Pida una orden judicial!
Wardle se rascó el lado de su atractivo rostro como si le doliera una muela, mirando el testamento con el ceño fruncido.
—¡Dios mío! —exclamó Strike—. ¿Cuántas veces se lo voy a repetir? Tansy Bestigui estaba en el balcón, oyó que Landry decía «Ya lo he hecho»…
—Está pisando terreno pantanoso, amigo —dijo Wardle—. La defensa hace picadillo a los que mienten a los sospechosos. Cuando Bestigui descubra que no hay ninguna foto, va a negarlo todo.
—Que lo haga. Pero ella no lo negará. Está dispuesta a contarlo todo. Pero si usted es demasiado cobarde como para no hacer nada con todo esto, Wardle, y alguien más cercano a Landry resulta muerto, voy a ir directo a la puta prensa —dijo Strike sintiendo el sudor frío en su espalda y un intenso dolor en lo que le quedaba de su pierna derecha—. Les diré que le he dado toda la información que tenía y que usted tenía la jodida oportunidad de arrestar a ese asesino. Conseguiré un buen dinero vendiendo los derechos de mi historia; puede pasarle el mensaje a Carver de mi parte.
—Aquí tiene —dijo pasando desde el otro lado de la mesa un trozo de papel sobre el que había garabateado varios números de seis cifras—. Pruebe primero con ellos. Y pida una jodida orden judicial.
Él le pasó por encima de la mesa el testamento a Wardle y se bajó del taburete de la barra. El paseo desde el pub hasta el taxi fue una agonía. Cuanta más presión hacía sobre la pierna derecha, más atroz era el dolor.
Robin había estado llamando a Strike cada diez minutos desde la una, pero no había contestado. Volvió a llamar cuando él ya estaba subiendo, con enorme dificultad, por las escaleras de metal en dirección a la oficina, ayudándose con los brazos. Robin oyó el sonido del teléfono en la escalera y salió corriendo al rellano.
—¡Aquí estás! No he parado de llamarte, ha habido montones de… ¿Qué te pasa? ¿Estás bien?
—Sí —mintió.
—No. Estás… ¿Qué te ha pasado?
Se apresuró a bajar las escaleras para ir con él. Estaba blanco y sudoroso y a Robin le pareció como si estuviese enfermo.
—¿Has estado bebiendo?
—¡No he estado bebiendo, joder! —exclamó—. Yo… lo siento, Robin. Me duele un poco aquí. Solo necesito sentarme.
—¿Qué ha pasado? Déjame…
—Ya está. No pasa nada. Yo me ocupo.
Despacio, subió hasta el rellano de arriba y fue cojeando muy pesadamente hasta el viejo sofá, justo después de la puerta de cristal. Cuando se dejó caer sobre él, Robin creyó oír algo que crujía en la estructura y pensó: «Vamos a necesitar uno nuevo», y después: «Pero me voy».
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
—Me he caído por unas escaleras —contestó Strike jadeando un poco y aún con el abrigo puesto—. Como un completo gilipollas.
—¿Qué escaleras? ¿Qué ha pasado?
Desde lo más hondo de su agonía, sonrió al ver la expresión de ella, que era en parte de terror y en parte de excitación.
—No he estado peleándome con nadie, Robin. Solo me he resbalado.
—Ah, vale. Estás un poco… Estás un poco pálido. ¿No te habrás hecho algo grave? Puedo llamar a un taxi. Quizá deberías ir al médico.
—No es necesario. ¿Sigue quedando alguno de esos analgésicos?
Ella le trajo agua y paracetamol. Él los tomó y, a continuación, estiró las piernas, estremecido por el dolor.
—¿Qué ha pasado por aquí? ¿Ha enviado Graham Hardacre una fotografía?
—Sí —respondió, acercándose corriendo a la pantalla del ordenador—. Aquí está.
Con un movimiento del ratón y un clic, la fotografía del teniente Jonah Agyeman inundó la pantalla.
En silencio, contemplaron el rostro de un joven cuyo innegable atractivo no quedaba mermado por las orejas demasiado grandes que había heredado de su padre. El uniforme escarlata, negro y dorado le sentaba bien. Tenía la sonrisa ligeramente torcida, las mejillas altas, el mentón cuadrado y la piel oscura con cierto tono rojo, como el té recién hecho. Transmitía el mismo encanto desenfadado que Lula Landry había tenido también, esa cualidad imposible de definir que hacía que el que viera la imagen se detuviera un rato en su contemplación.
—Se parece a ella —dijo Robin con voz muy baja.
—Sí. ¿Ha habido algo más?
Robin pareció volver en sí de repente.
—Díos, sí… John Bristow llamó hace media hora para decir que no podía dar contigo. Y Tony Landry ha llamado tres veces.
—Pensé que lo haría. ¿Qué ha dicho?
—Estaba absolutamente… Bueno, la primera vez pidió hablar contigo y, cuando le dije que no estabas aquí, colgó antes de que pudiera darle tu teléfono móvil. La segunda vez me dijo que tenías que llamarle de inmediato, pero colgó antes de que pudiera decirle que aún no habías regresado. Pero la tercera vez estaba… bueno… estaba increíblemente enfadado. Gritándome.
—Más le vale que no te haya insultado —dijo Strike frunciendo el entrecejo.
—La verdad es que no. Bueno, a mí no… Era todo contra ti.
—¿Qué ha dicho?
—No tenía mucho sentido, pero ha llamado a John Bristow «capullo estúpido» y luego ha vociferado algo de que Alison se ha ido, lo cual parecía creer que tenía algo que ver contigo, porque se ha puesto a gritar que te iba a demandar, que era difamación y todo tipo de cosas.
—¿Alison ha dejado el trabajo?
—Sí.
—¿Ha dicho adónde…? No, claro que no. ¿Por qué iba él a saberlo? —terminó de decir, más para sí mismo que para Robin.
Miró su muñeca. Su reloj barato parecía haberse golpeado con algo cuando se cayó por las escaleras, pues se había parado a la una menos cuarto.
—¿Qué hora es?
—Las cinco menos diez.
—¿Ya?
—Sí. ¿Necesitas algo? Puedo quedarme un rato.
—No. Quiero que te vayas.
Su tono fue tal que en lugar de ir a por su abrigo y su bolso, Robin se quedó exactamente donde estaba.
—¿Qué es lo que esperas que pase?
Strike estaba ocupado hurgando en su pierna, justo por debajo de la rodilla.
—Nada. Últimamente has trabajado más horas de las que debes. Apuesto a que Matthew se alegrará al ver que por una vez llegas pronto.
No podía ajustarse la prótesis a través de la pernera del pantalón.
—Por favor, Robin, vete —le pidió él levantando la vista.
Ella vaciló y, a continuación, fue a por su gabardina y su bolso.
—Gracias —dijo Strike—. Nos vemos mañana.
Se marchó. Esperó a oír el sonido de sus pasos en las escaleras antes de subirse la pernera del pantalón, pero no oyó nada. La puerta de cristal se abrió y ella volvió a aparecer.
—Estás esperando que venga alguien, ¿no? —preguntó ella agarrada al filo de la puerta.
—Puede, pero no es importante.
Lanzó una sonrisa a la expresión tirante y preocupada de ella.
—No te preocupes por mí —añadió al ver que su expresión no cambiaba—. He practicado un poco de boxeo en el ejército, ¿sabes?
Robin soltó una pequeña carcajada.
—Sí, ya lo dijiste.
—¿Sí?
—En repetidas ocasiones. Esa noche en que tú… ya sabes.
—Ah. Vale. Bueno, es la verdad.
—Pero ¿a quién…?
—Matthew no me agradecería que te lo dijera. Vete a casa, Robin. Nos vemos mañana.
Y esta vez, aunque a regañadientes, se marchó. Él esperó hasta que oyó cerrarse la puerta que daba a Denmark Street, luego se subió la pernera del pantalón, se quitó la prótesis y examinó su rodilla hinchada y el extremo de la pierna, que estaba inflamado y magullado. Se preguntó qué se habría hecho exactamente, pero no tenía tiempo de consultar con un experto esa noche.
Casi deseó entonces haberle pedido a Robin que le trajera algo de comer antes de marcharse. Con torpeza, dando saltos, agarrándose a la mesa, a lo alto del archivador y al brazo del sofá para no perder el equilibrio, consiguió prepararse una taza de té. Se la bebió sentado en la silla de Robin y se comió medio paquete de galletas digestivas, pasando la mayor parte del tiempo contemplando el rostro de Jonah Agyeman. El paracetamol apenas le había quitado el dolor de la rodilla.
Cuando se hubo terminado todas las galletas, miró su móvil. Había muchas llamadas perdidas de Robin y dos de John Bristow.
De las tres personas que Strike creyó que se presentarían en su despacho esa tarde, era Bristow a quien esperaba primero. Si la policía quería pruebas concretas de asesinato, su cliente —aunque quizá sin darse cuenta— podría proporcionárselas. Si aparecían Tony Landry o Alison Cresswell en su oficina, «tendré que…», Strike soltó un pequeño resoplido en su oficina vacía, pues la expresión que se le había ocurrido fue «improvisar».
Pero llegaron las seis de la tarde y después las seis y media y nadie llamó al timbre. Strike se puso más crema en el extremo de su pierna y volvió a colocarse la prótesis, lo cual supuso un calvario. Fue cojeando hasta el despacho de dentro soltando gruñidos de dolor, se dejó caer en su sillón y, rindiéndose, volvió a quitarse la pierna falsa y se echó hacia delante para colocar la cabeza sobre los brazos con la intención de no hacer otra cosa que dejar reposar sus cansados ojos.