8

Strike, que ya estaba prevenido, no se sorprendió tanto al ver a Kieran Kolovas-Jones como el conductor cuando lo vio a él. Kolovas-Jones mantenía abierta la puerta izquierda del pasajero, ligeramente iluminada por la luz del interior del coche, pero Strike percibió su momentáneo cambio de expresión cuando vio al acompañante de Ciara.

—Buenas noches —lo saludó Strike rodeando el coche para abrir su propia puerta y ponerse al lado de Ciara.

—Kieran, ya conoces a Cormoran, ¿verdad? —le preguntó Ciara mientras se ponía el cinturón de seguridad. El vestido se le había subido hasta lo más alto de sus largas piernas. Strike no estaba seguro del todo de que ella llevara nada debajo. Desde luego, no llevaba sujetador bajo el mono blanco.

—Hola, Kieran —lo saludó Strike.

El conductor hizo una señal con la cabeza a Strike por el espejo retrovisor, pero no dijo nada. Había asumido una conducta estrictamente profesional que Strike dudó que fuera habitual en ausencia de detectives.

El coche se separó del bordillo, Ciara empezó otra vez a hurgar en su enorme bolso. Sacó un espray de perfume y se lanzó un chorro abundante formando un ancho círculo alrededor de su cara y sus hombros. Después, se dio toquecitos con el brillo de labios mientras hablaba.

—¿Qué voy a necesitar? Dinero. Cormoran, ¿serías tan amor de guardarte esto en el bolsillo? No voy a entrar con esta enormidad. —Le dio un fajo arrugado de billetes de veinte libras—. Eres un encanto. Ah, y voy a necesitar mi teléfono. ¿Tienes un bolsillo para mi teléfono? Dios, este bolso está hecho un desastre.

Lo dejó caer sobre el suelo del coche.

—Cuando has dicho que para Lula el sueño de su vida habría sido encontrar a su verdadero padre…

—Dios, sí que lo habría sido. Hablaba de eso a todas horas. Se emocionó mucho cuando aquella zorra, su madre biológica, le dijo que era africano. Guy siempre decía que eso era una gilipollez. Pero él odiaba a esa mujer.

—¿Conoció Guy a Marlene Higson?

—No. Solo odiaba como todo lo relacionado con ella. Vio lo mucho que se emocionó Looly y él solo quería protegerla para que no sufriera una decepción.

Demasiada protección, pensó Strike mientras el coche giraba por una calle a oscuras. ¿Tan frágil era Lula? La parte de atrás de la cabeza de Kolovas-Jones estaba rígida, en la posición adecuada. Sus ojos parpadeaban más de lo necesario para posarse sobre el rostro de Strike.

—Y luego Looly pensó haber dado con una pista sobre él, sobre su verdadero padre, pero después lo perdió del todo. Un callejón sin salida. Sí, fue muy triste. Ella creía de verdad que lo había encontrado pero luego se le escapó entre los dedos.

—¿Qué pista era esa?

—Era algo sobre la universidad en la que estuvo. Algo que le dijo su madre. Looly creía haberla encontrado y fue para buscar en los registros o algo así con esa amiga suya tan rara que se llama…

—¿Rochelle? —sugirió Strike. El Mercedes avanzaba ahora por Oxford Street.

—Sí, Rochelle. Exacto. Looly la conoció durante su rehabilitación o algo así, pobrecita. Looly era como increíblemente dulce con ella. Solía llevarla de compras y cosas así. En fin, nunca lo encontraron. O se trataba del sitio equivocado o algo así. No lo recuerdo.

—¿Buscaba a un hombre que se apellidaba Agyeman?

—Creo que nunca me dijo su nombre.

—¿Y Owusu?

Ciara giró sus preciosos ojos claros hacia él, sorprendida.

—¡Ese es el verdadero apellido de Guy!

—Lo sé.

—Dios mío —suspiró Ciara—. El padre de Guy no fue nunca a la universidad. Era conductor de autobús. Le daba palizas a Guy por dibujar vestidos a todas horas. Por eso se cambió Guy de apellido.

El coche fue aminorando la marcha. La larga cola, de cuatro personas de ancho, que se extendía a lo largo de la manzana, conducía hasta una discreta entrada que podría haber sido la de una casa privada. Un grupo de figuras oscuras se concentraba alrededor de una entrada de columnas blancas.

Paparazzi —dijo Kolovas-Jones hablando por vez primera—. Cuidado al salir del coche, Ciara.

Él salió del asiento del conductor y dio la vuelta hacia la puerta de atrás de la izquierda. Pero los paparazzi ya estaban corriendo. Hombres de aspecto siniestro y vestidos de oscuro levantando sus cámaras de largos objetivos a medida que se acercaban.

Ciara y Strike aparecieron entre flashes como si fuesen balas de fuego. Las retinas de Strike quedaron cegadas de repente. Agachó la cabeza cerrando la mano de manera instintiva alrededor del delgado brazo de Ciara Porter mientras la conducía delante de él a través del rectángulo negro que les daría refugio cuando las puertas se abrieron por arte de magia para dejarles pasar. Las multitudes que hacían cola empezaron a gritar, protestando por su fácil acceso y vociferando por la emoción. Y a continuación, los flashes cesaron y estaban dentro, donde se oía un rugido de ruidos industriales y una insistente música de fondo.

—Vaya, tienes un buen sentido de la orientación —dijo Ciara—. Normalmente yo me choco con los gorilas y ellos tienen que empujarme para meterme dentro.

En el campo de visión de Strike seguían apareciendo rayos y resplandores de luz púrpura y amarilla. Soltó el brazo de ella. Era tan pálida que casi parecía brillar en la oscuridad. Los empujaron más adentro de la discoteca cuando entraron otra docena de personas detrás de ellos.

—Vamos —dijo Ciara deslizando una mano de dedos largos y suaves entre la suya para arrastrarlo con ella.

Los rostros se giraban a medida que pasaban entre la multitud abarrotada, los dos mucho más altos que la mayoría de los asistentes. Strike pudo ver algo parecido a largos acuarios de cristal empotrados en las paredes y que contenían lo que parecían ser grandes gotas de cera, que le recordaban a las viejas lámparas de lava de su madre. A lo largo de las paredes había largos bancos de piel negra y, más adentro, cerca de la pista, reservados. Resultaba difícil saber lo grande que era la discoteca debido a unos espejos inteligentemente colocados. En un momento, Strike pudo verse a sí mismo, de frente, ataviado como un matón elegantemente vestido detrás de la plateada sílfide que era Ciara. La música resonaba en todo su interior, vibrando en su cabeza y en su cuerpo. La gente de la pista de baile era tanta que parecía un milagro que estuviesen pisando el suelo y balanceándose.

Habían llegado a una puerta acolchada vigilada por un gorila calvo que sonrió a Ciara dejando ver dos dientes de oro y abrió la entrada oculta.

Entraron en una zona de bar menos ruidosa pero apenas menos abarrotada y que evidentemente estaba reservada para los famosos y sus amigos. Strike vio a una presentadora de televisión vestida con minifalda, a un actor de series de televisión, a un cómico conocido principalmente por su apetito sexual y, después, en el otro rincón, a Evan Duffield. Llevaba un pañuelo con dibujos de calaveras alrededor del cuello y vaqueros negros ajustados y estaba sentado entre dos bancos de piel negra con los brazos extendidos en ángulo recto sobre los respaldos de los bancos que tenía a su lado y donde se apretaban sus acompañantes, en su mayoría mujeres. Se había teñido de rubio su pelo oscuro a la altura de los hombros. Tenía la cara pálida y huesuda y alrededor de sus brillantes ojos turquesa tenía manchas de color morado oscuro.

El grupo con el que estaba Duffield emanaba una fuerza casi magnética por toda la sala. Strike lo pudo ver en las miradas de soslayo y en el espacio de cortesía que les rodeaba, una órbita más ancha de la que se le concedía a cualquier otro. La aparente indiferencia de Duffield y su séquito, por lo que Strike reconoció, no era más que puro y experto artificio. Todos ellos mostraban la alerta de los animales de presa mezclada con la arrogancia despreocupada de los depredadores. En la cadena de alimentos invertida de la fama, eran las grandes bestias las que resultaban acosadas y cazadas. Estaban recibiendo su merecido.

Duffield estaba hablando con una atractiva morena. Los labios de ella se mantenían abiertos mientras escuchaba, absorbida por él de una forma casi ridícula. Cuando Ciara y Strike se acercaron, Strike vio que Duffield apartaba los ojos de la morena durante una fracción de segundo, haciendo un rapidísimo reconocimiento, pensó Strike, midiendo la atención de los que estaban en la sala y otras posibilidades que pudiera ofrecer.

—¡Ciara! —exclamó con voz ronca.

La morena pareció desinflarse cuando Duffiled se puso de pie dando un ágil brinco. Delgado y, sin embargo, musculado, salió de detrás de la mesa para abrazar a Ciara, que con sus zapatos de plataforma era veinte centímetros más alta que él. Ella soltó la mano de Strike para devolverle el abrazo. Durante unos momentos rutilantes, le pareció que todos los presentes en el bar los miraban. Después, recobraron la conciencia y volvieron a sus conversaciones y a sus cócteles.

—Evan, este es Cormoran Strike —le presentó Ciara. Movió la boca junto al oído de Duffield y Strike pudo ver, más que oír, que le decía—: ¡Es hijo de Jonny Rokeby!

—¿Qué tal, tío? —preguntó Duffield extendiendo una mano que Strike estrechó.

Al igual que sucedía con otros mujeriegos empedernidos a los que había conocido Strike, la voz y los gestos de Evan eran ligeramente amanerados. Quizá esos hombres se volvían más afeminados debido a la prolongada inmersión en la compañía de las mujeres, o quizá fuese un modo de desarmar a su presa. Duffield hizo una señal con la mano a los demás para que se movieran en el banco para hacerle sitio a Ciara. La morena parecía alicaída. Dejaron que Strike se buscara un taburete pequeño, lo arrastró junto a la mesa y le preguntó a Ciara qué quería tomar.

—Pídeme un Boozy-Uzy —contestó—. Y coge de mi dinero, cariño.

El cóctel de ella olía fuertemente a Pernod. Strike se pidió agua y volvió a la mesa. Ciara y Duffield estaban ahora casi nariz con nariz, hablando. Pero cuando Strike dejó las bebidas, Duffield lo miró.

—¿Y a qué te dedicas, Cormoran? ¿Al negocio de la música?

—No —respondió Strike—. Soy detective.

—No jodas. ¿A quién se supone que he matado esta vez? —preguntó Duffield.

El grupo que los rodeaba sonrió de forma irónica o nerviosa.

—No es broma, Evan —intervino Ciara.

—No estoy bromeando, Ciara. Lo sabrás cuando lo haga porque estaré gracioso de la hostia.

La morena soltó una risita.

—He dicho que no estoy de broma —espetó Duffield.

Pareció como si a la morena le hubiesen dado una bofetada. El resto del grupo pareció apartarse de forma imperceptible, incluso en aquel espacio tan apretado. Empezaron a mantener su propia conversación excluyendo temporalmente a Ciara, a Strike y a Duffield.

—Evan, no seas desagradable —dijo Ciara, pero su reproche pareció acariciar más que escocer. Y Strike notó que la mirada que ella lanzó a la morena no era de compasión.

Duffield golpeteó con los dedos el filo de la mesa.

—¿Y qué tipo de detective eres, Cormoran?

—Privado.

—Evan, querido, a Cormoran lo ha contratado el hermano de Looly…

Pero, al parecer, Evan había visto algo o a alguien que le interesaba en la barra por el salto que dio para ponerse de pie y por cómo desapareció entre la multitud que allí había.

—Siempre ha sido un poco hiperactivo —le disculpó Ciara—. Además, está jodido de verdad con lo de Looly. En serio —insistió, entre enfadada y divertida, mientras Strike levantaba las cejas y miraba en la dirección de la morena voluptuosa, que ahora sostenía contra su pecho un vaso vacío de mojito y parecía malhumorada—. Tienes algo en tu elegante traje —añadió mientras se inclinaba hacia delante para quitarle lo que Strike supuso que serían restos de pizza. Él notó el fuerte olor del perfume dulce e intenso de ella. El tejido plateado de su vestido era tan rígido que se le separaba del cuerpo como una armadura, permitiéndole ver sin dificultad sus pequeños pechos blancos y sus puntiagudos pezones rosados.

—¿Qué perfume llevas?

Ella le puso una muñeca bajo la nariz.

—Es el nuevo de Guy —contestó ella—. Se llama Eprise. En francés significa prendado, ¿sabes?

—Sí —dijo él.

Duffield había vuelto con otra copa, abriéndose paso entre la gente, que giraba el rostro hacia él arrastrada por su aura. Sus piernas, en sus vaqueros ajustados, eran como escobillas limpiadoras negras y con sus ojos de manchas oscuras parecía un Pierrot que se ha vuelto malo.

—Evan, cielo —dijo Ciara cuando Duffield volvió a sentarse—. Cormoran está investigando…

—Ya te ha oído la primera vez —la interrumpió Strike—. No es necesario.

Pensó que el actor también le había oído. Duffield se bebió rápidamente su copa y lanzó unos cuantos comentarios al grupo que estaba a su lado. Ciara dio un sorbo a su cóctel y, a continuación, le dio un codazo a Duffield.

—¿Qué tal va la película, cariño?

—Genial. Bueno. Un camello suicida. No hace falta mucho esfuerzo, ¿sabes?

Todos sonrieron, excepto el mismo Duffield. Golpeteó con los dedos sobre la mesa y sacudió las piernas a la vez.

—Me aburro —anunció.

Miraba con los ojos entrecerrados hacia la puerta y el grupo le observaba claramente deseando, según pensó Strike, que los levantara y se los llevara con él.

Duffield pasó la mirada de Ciara a Strike.

—¿Queréis venir?

—Genial —dijo Ciara con un chillido y, lanzando una mirada felina de triunfo a la morena, se bebió la copa de un trago.

Al salir de la zona VIP, dos chicas borrachas corrieron hacia Duffield, una de ellas se subió la parte de arriba de su ropa y le suplicó que le firmara en los pechos.

—No seas tan sucia, cariño —respondió Duffield apartándola—. ¿Traes coche, Cici? —gritó mirando hacia atrás mientras se abría paso entre la multitud sin hacer caso de los gritos y los dedos que le apuntaban.

—Sí, cariño —gritó ella—. Lo voy a llamar. Cormoran, querido, ¿tienes mi teléfono?

Strike se preguntó qué pensarían los paparazzi de la puerta al ver a Ciara y a Duffield saliendo juntos de la discoteca. Ella le gritaba al iPhone. Llegaron a la puerta.

—Esperad —dijo Ciara—. Me envía un mensaje cuando esté en la puerta.

Tanto ella como Duffield parecían ligeramente nerviosos, alertas, sabiendo lo que hacían, como competidores que esperan a entrar en el estadio. Entonces, el teléfono de Ciara sonó.

—Vale, ya está ahí —dijo.

Strike se apartó para dejar que ella y Duffield pasaran primero y, después, fue rápidamente al asiento de delante mientras Duffield daba corriendo la vuelta hacia la parte trasera del coche bajo las cegadoras explosiones de luz y los gritos de la cola y se metía en el asiento de atrás con Ciara, a la que Kolovas-Jones había ayudado a entrar. Strike cerró con un golpe la puerta de su asiento, obligando a los dos hombres que se habían asomado para hacer fotos de Duffield y Ciara a que dieran un salto hacia atrás para apartarse.

Kolovas-Jones pareció dedicar una desmesurada cantidad de tiempo en regresar al coche. Strike sintió como si el interior del Mercedes fuera un tubo de ensayo, a la vez cerrado y expuesto mientras se encendían cada vez más flashes. Apretaban lentes contra las ventanas y parabrisas, unos rostros desagradables flotaban en la oscuridad y unas figuras oscuras corrían a un lado y a otro del coche aparcado. Por detrás de las explosiones de luz, aparecían las sombras de la gente que estaba en la cola, curiosa y emocionada.

—¡Pisa el acelerador, por el amor de Dios! —le rugió Strike a Kolovas-Jones mientras encendía el motor. Los paparazzi que bloqueaban el camino se echaron hacia atrás tomando todavía fotografías.

—Adiós, cabrones —dijo Evan Duffield desde el asiento de atrás cuando el coche se alejó de la acera.

Pero los fotógrafos corrieron junto al vehículo y aparecían flashes a ambos lados. Strike tenía todo el cuerpo bañado en sudor. De repente había vuelto a un camino polvoriento y amarillo dentro del tembloroso Viking, con un sonido parecido al de petardos que explotaban en el aire de Afganistán. Vislumbró a un joven que salía corriendo por el camino que tenían por delante arrastrando a un niño. Sin pensarlo, gritó: «¡Frena!» y agarró a Anstis, un padre recién estrenado desde hacía dos días que estaba sentado justo detrás del conductor. Lo último que recordaba era el grito de protesta de Anstis y el sordo estruendo metálico cuando chocó contra las puertas traseras antes de que el Viking se desintegrara con un estallido ensordecedor. Y el mundo se convirtiera en una imagen borrosa de dolor y terror.

El Mercedes había girado por la esquina de una calle casi desierta. Strike se dio cuenta de que había estado conteniendo tanta tensión que le dolían los músculos de la pantorrilla que le quedaba. En el espejo retrovisor de su lado pudo ver dos motocicletas, cada una con un segundo pasajero, siguiéndolos. La princesa Diana y el túnel parisino, la ambulancia con el cadáver de Lula Landry y con cámaras contra el cristal oscurecido al pasar… ambos acontecimientos pasaron por su mente mientras el coche avanzaba a toda velocidad por las calles oscuras.

Duffield se encendió un cigarro. Por el rabillo del ojo, Strike vio cómo Kolovas-Jones miraba por el espejo retrovisor a su pasajero con el ceño fruncido, aunque no protestó. Unos momentos después, Ciara empezó a hablarle a Duffield en susurros. Strike creyó oír su propio nombre.

Cinco minutos después, giraron por otra esquina y vieron por delante de ellos otra pequeña multitud de fotógrafos vestidos de oscuro que empezaban a encender sus flashes y a correr hacia el coche en el momento en que este apareció. Las motos se detuvieron detrás de ellos. Strike vio a los cuatro hombres corriendo para grabar el momento en el que las puertas del coche se abrieran. La adrenalina estalló: Strike se imaginó a sí mismo saliendo del coche de repente, dando puñetazos, lanzando las caras cámaras al suelo mientras sus dueños caían desplomados. Y como si hubiera leído la mente de Strike, Duffield le habló con la mano colocada en la puerta:

—Rómpeles esas jodidas luces, Cormoran. Tienes fuerza para eso.

Las puertas abiertas, el aire de la noche y más flashes exasperantes. Como un toro, Strike caminaba rápido con su gran cabeza agachada y sus ojos puestos en los inestables tacones de Ciara para que no le cegaran. Subieron los tres escalones corriendo, Strike el último, y fue él quien cerró de golpe la puerta del edificio en las narices de los fotógrafos.

Strike se sintió por un momento ligado a los otros dos por la experiencia de ser cazados. El diminuto vestíbulo mal iluminado les pareció seguro y agradable. Los paparazzi seguían gritándose unos a otros al otro lado de la puerta y aquellos gritos lacónicos recordaban a soldados que están en misión de reconocimiento de un edificio. Duffield estaba manipulando una puerta interior, probando abrir la cerradura con diferentes llaves.

—Solo llevo aquí un par de semanas —explicó abriéndola por fin empujando con el hombro. Después de cruzar la puerta, retorció el cuerpo para quitarse su chaqueta ajustada, la tiró en el suelo al lado de la puerta y, a continuación, siguió avanzando, balanceando sus estrechas caderas de un modo tan solo algo menos exagerado que Guy Somé, por un corto pasillo que daba a una sala de estar, donde encendió las luces.

La decoración austera y elegante en gris y negro estaba llena de desorden y apestaba a humo de cigarro, cannabis y alcohol. Strike tuvo un vívido recuerdo de su infancia.

—Tengo que ir al baño —anunció Duffield y volvió la cabeza mientras desaparecía señalando con el dedo pulgar—. Las bebidas están en la cocina, Cici.

Ella lanzó una sonrisa a Strike y salió por la puerta que Duffield le había indicado.

Strike echó un vistazo por la habitación, como si unos padres de gusto impecable le hubiesen dejado al cuidado de un adolescente. Todas las superficies estaban cubiertas de restos, buena parte de ellos en forma de notas escritas. Había tres guitarras apoyadas contra las paredes. Una mesa de centro de cristal llena de porquerías estaba rodeada de asientos negros y bancos, puestos en ángulo mirando a una enorme televisión de plasma. Algunos de los restos habían caído de la mesita a la alfombra de pelo negro que había debajo. Al otro lado de los largos ventanales, con sus vaporosas cortinas grises, Strike pudo adivinar las sombras de los fotógrafos aún merodeando bajo las farolas.

Duffield había vuelto subiéndose la cremallera. Al verse solo con Strike, soltó una risa nerviosa.

—Siéntete en tu casa, grandullón. Oye, la verdad es que conozco a tu viejo.

—¿Sí? —preguntó Strike sentándose en uno de los mullidos sillones de piel de pony en forma de cubo.

—Sí. Lo he visto un par de veces. Un tío guay.

Cogió una guitarra y empezó a tocar con ella una melodía; se lo pensó mejor y volvió a dejar el instrumento contra la pared.

Ciara regresó con una botella de vino y tres copas.

—¿No puedes contratar a una asistenta, cariño? —le preguntó a Duffield con tono reprobatorio.

—Siempre se van —contestó Duffield. Saltó por encima de un sillón y aterrizó con las piernas extendidas hacia un lado—. No tienen aguante, joder.

Strike apartó el desorden de la mesita de centro para que Ciara pudiera colocar la botella y las copas.

—Creía que te habías ido a vivir con Mo Innes —dijo ella sirviendo el vino.

—Sí. No funcionó —respondió Duffield buscando cigarros entre los restos de la mesa—. El viejo Freddie me ha alquilado esta casa por un mes solo mientras me voy a Pinewood. Quiere mantenerme alejado de mis antiguas amistades.

Sus dedos sucios se pasearon por un cordón de lo que parecían cuentas de un rosario. Había muchos paquetes de tabaco con trozos de cartón roto encima de ellos, tres encendedores, uno de ellos con la palabra Zippo grabada en él. Papelillos de liar, cables enredados que no estaban unidos a ningún aparato, una baraja de cartas, un sórdido pañuelo manchado, diversos trozos de papel arrugado y sucio, una revista de música que mostraba una fotografía de Duffield en tristes tonos de blanco y negro en la portada, correo abierto y sin abrir, un par de guantes de piel negros arrugados, bastantes monedas sueltas y, en un cenicero limpio de porcelana en el borde de aquellos restos, un único gemelo con forma de diminuta pistola de plata. Por fin desenterró un blando paquete de Gitanes de debajo del sofá, encendió uno, lanzó al techo una larga bocanada de humo y se dirigió a Ciara, que se había acomodado en el sofá en ángulo recto a los dos hombres dándole sorbos a su vino.

—Dirán que estamos follando otra vez, Ci —dijo él apuntando por la ventana hacia las sombras de los fotógrafos que merodeaban esperándolos.

—¿Y qué van a decir que está haciendo Cormoran? —preguntó Ciara mirando de soslayo a Strike—. ¿Un trío?

—Seguridad —dijo Duffield estudiando a Strike con ojos entrecerrados—. Parece boxeador. O de lucha extrema. ¿No quieres una copa de verdad, Cormoran?

—No, gracias —contestó.

—¿Porque eres de Alcohólicos Anónimos o es que estás de servicio?

—De servicio.

Duffield lo miró sorprendido y se rio disimuladamente. Parecía nervioso, lanzándole a Strike miradas fugaces mientras golpeteaba la mesa de cristal con los dedos. Cuando Ciara le preguntó si había visitado otra vez a lady Bristow, pareció aliviado de que le ofrecieran un tema de conversación.

—No, joder. Con una vez fue suficiente. Fue terrible de cojones. Pobre bruja. En su jodido lecho de muerte.

—Pero fue superbonito que fueras, Evan.

Strike sabía que ella estaba tratando de sacar el mejor perfil de Duffield.

—¿Conoces bien a la madre de Lula? —le preguntó a Duffield.

—No. Solo la vi una vez antes de que Lu muriera. No me dio el visto bueno. Nadie de la familia de Lu lo hizo. —Se movió inquieto—. No sé, yo solo quería hablar con alguien a quien de verdad le hubiera afectado que ella hubiese muerto.

—¡Evan! —exclamó Ciara con un mohín—. ¡Perdona, pero a mí me ha afectado que haya muerto!

—Sí, ya…

Con sus extraños movimientos femeninos y fluidos, Duffield se acurrucó en el sillón en una postura casi fetal y dio una fuerte calada a su cigarro. En una mesa que había detrás de su cabeza iluminada con una lámpara en forma de cono, había una fotografía grande y teatral de él con Lula, claramente tomada en una sesión de fotos de moda. Estaban fingiendo una lucha sobre un fondo de árboles falsos. Ella llevaba un vestido rojo hasta los pies y él un traje negro ajustado con una máscara de lobo peludo por encima de la cabeza.

—Me pregunto qué diría mi madre si me muriera. Mis padres presentaron un requerimiento judicial contra mí —le informó Duffield a Strike—. Bueno, eso fue sobre todo mi padre. Porque les mangué la tele hace un par de años. ¿Sabes una cosa? —añadió estirando el cuello para mirar a Ciara—. Llevo limpio cinco semanas y dos días.

—¡Fabuloso, cariño! ¡Es fantástico!

—Sí —dijo. Volvió a incorporarse—. ¿No vas a hacerme más preguntas? —le pidió a Strike—. Creía que estabas investigando el asesinato de Lu.

Aquella bravuconería quedó socavada por el temblor de sus dedos. Empezó a rebotar las rodillas arriba y abajo, al igual que John Bristow.

—¿Crees que fue un asesinato? —preguntó Strike.

—No. —Duffield le dio una calada al cigarro—. Sí. Puede ser. No sé. El asesinato tiene más sentido que un jodido suicidio. Porque no se habría ido sin dejarme una nota. Sigo esperando que aparezca una nota, ¿sabes? Entonces, sabré que fue verdad. No me creo que sea verdad. Ni siquiera recuerdo el funeral. Estaba ido, joder. Había tomado tanta mierda que ni siquiera podía dar un jodido paso. Si pudiese recordar el funeral, creo que me resultaría más fácil hacerme a la idea.

Agarró el cigarro entre los labios y empezó a golpetear con los dedos sobre el filo de la mesa de cristal. Un poco después, al parecer incómodo por la mirada silenciosa de Strike, habló:

—Pregúntame algo entonces. ¿Y quién te ha contratado?

—El hermano de Lula, John.

Duffield dejó de tocar la mesa.

—¿Ese gilipollas avaro y estirado?

—¿Avaro?

—Estaba jodidamente obsesionado con cómo ella gastaba su puto dinero, como si fuera asunto suyo, joder. La gente rica siempre cree que los demás son unos jodidos aprovechados, ¿lo has notado? Toda su puta familia creía que yo era un cazafortunas y poco después —se llevó un dedo a la sien e hizo un movimiento de perforación— esa idea se le metió dentro, sembró dudas, ¿sabes?

Cogió uno de los Zippos de la mesa y empezó a darle golpes tratando de encenderlo. Strike vio cómo salían diminutas chispas azules que se apagaban mientras Duffield hablaba.

—Supongo que él pensaba que ella estaría mejor con algún jodido contable rico como él.

—Es abogado.

—Lo que sea. ¿Cuál es la diferencia? Todo consiste en ayudar a los ricos a meter sus pezuñas en todo el dinero que puedan. Él tiene su jodido fondo fiduciario de papá. ¿Qué le importaba lo que su hermana hiciera con su dinero?

—¿Exactamente a qué compras se oponía él?

—Cosas para mí. Toda la puta familia era igual. No les importaba si lo malgastaba en ellos. Si se quedaba en la puta familia, no pasaba nada. Lu sabía que eran un grupo de cabrones mercenarios. Pero, como te digo, aquello había dejado huella. Sembró ideas en su cabeza.

Volvió a lanzar el Zippo sobre la mesa, se llevó las rodillas al pecho y miró a Strike con sus desconcertantes ojos turquesa.

—Así que tu cliente sigue pensando que fui yo, ¿no?

—No. No creo que lo piense —contestó Strike.

—Entonces, ha cambiado de parecer en su estúpida mente, porque tenía entendido que iba por ahí diciéndole a todos que había sido yo antes de que dictaran que había sido un suicidio. Solo que yo tengo una coartada irrebatible, así que se joda.

Agitado y nervioso, se puso de pie, se echó más vino en la copa, que casi no había tocado y, a continuación, encendió otro cigarro.

—¿Qué puedes contarme del día en que murió Lula? —le preguntó Strike.

—De esa noche, querrás decir.

—El día que la precedió también podría ser bastante importante. Hay algunas cosas que me gustaría aclarar.

—¿Sí? Pues adelante.

Duffield se echó hacia atrás en su sillón y volvió a llevarse las rodillas al pecho.

—Lula te estuvo llamando repetidamente alrededor del mediodía y a las seis de la tarde, pero no contestaste al teléfono.

—No —respondió Duffield. Empezó a hurgar, como un niño, en un pequeño agujero en la rodilla de sus vaqueros—. Es que estaba ocupado. Estaba trabajando. En una canción. No quería detener el flujo. La vieja inspiración.

—Entonces, ¿no sabías que te estaba llamando?

—Bueno, sí. Vi su número. —Se frotó la nariz y extendió las piernas sobre la mesa de cristal con los brazos cruzados—. Quería darle una lección. Que se preguntara qué estaba haciendo.

—¿Por qué crees que necesitaba que le dieras una lección?

—Por ese puto rapero. Yo quería que se viniese a vivir conmigo mientras él estaba en su edificio. «No seas estúpido. ¿No confías en mí?». —Su imitación de la voz y la expresión de Lula era de una falsa feminidad—. Yo le dije: «No seas tú la jodida estúpida. Demuéstrame que no tengo que preocuparme de nada y ven a quedarte conmigo». Pero no lo hizo. Así que entonces pensé: «Yo también sé jugar a ese mismo juego, cariño. A ver si te gusta». Así que llamé a Ellie Carreira para que viniera a casa y estuvimos escribiendo juntos. Después, me llevé a Ellie a Uzi. Lu no podía poner una puta queja. Era solo trabajo. Solo escribir canciones. Solo amigos, como ella con ese rapero camorrista.

—Yo creía que ella no conocía siquiera a Deeby Macc.

—No lo conocía, pero él había dejado sus putas intenciones bien claras en público, ¿no? ¿Has oído esa canción que escribió? Lu mojaba las bragas con ella.

—«Tú no tienes nada de eso, puta…» —empezó a citar Ciara con tono amable, pero una mirada iracunda de Duffield la hizo callar.

—¿Dejó algún mensaje de voz?

—Sí, un par. «Evan, ¿me puedes llamar, por favor? Es urgente. No quiero contártelo por teléfono». Siempre era urgente cuando quería saber qué estaba haciendo yo. Sabía que yo estaba cabreado. Le preocupaba que yo pudiera haber llamado a Ellie. Tenía un verdadero complejo con Ellie porque sabía que habíamos follado.

—¿Dijo que era urgente y que no quería hablar de ello por teléfono?

—Sí, pero eso fue solo para obligarme a llamarla. Uno de sus jueguecitos. Lu podía ser celosa de cojones. Y jodidamente manipuladora.

—¿Se te ocurre por qué estuvo llamando también a su tío una y otra vez ese día?

—¿A qué tío?

—Se llama Tony Landry. Es otro abogado.

—¿A ese? No lo llamaría. Odiaba más a ese cabrón que a su hermano.

—Lo llamó, repetidamente, durante el mismo rato en que estuvo llamándote a ti. Dejó, más o menos, el mismo mensaje.

Duffield se rascó el mentón sin afeitar con sus sucias uñas mirando a Strike.

—No sé de qué se trataba. Puede que de su madre. Que la vieja lady B se iba al hospital o algo así.

—¿No crees que le pudo pasar algo esa mañana que ella creyó que sería relevante o de interés tanto para ti como para su tío?

—No hay ningún asunto que nos pueda interesar a mí y a su puto tío al mismo tiempo —contestó Duffield—. Lo he conocido. Los precios de las acciones y esa mierda son las cosas que le interesan.

—Quizá se tratara de algo de ella, algo personal.

—Si lo fuera, no llamaría a ese cabrón. No se gustaban.

—¿Por qué dices eso?

—Ella sentía por él lo mismo que yo por mi jodido padre. Ninguno de los dos pensaba que valíamos una mierda.

—¿Te habló ella de eso?

—Sí. Él creía que los problemas mentales de ella eran solo una forma de llamar la atención, mal comportamiento. Una invención. Una carga para su madre. Se volvió algo más lisonjero cuando ella empezó a ganar dinero, pero a Lu no se le olvidó.

—¿Y no te dijo por qué te había estado llamando cuando llegó a Uzi?

—No —contestó Duffield. Encendió otro cigarro—. Se cabreó nada más llegar porque Ellie estaba allí. No le gustaba nada. Estaba de un mal humor de cojones, ¿verdad?

Por primera vez, miró a Ciara, que asintió con tristeza.

—La verdad es que no me habló —dijo Duffield—. Sobre todo, habló contigo, ¿no?

—Sí —contestó Ciara—. Y no me dijo que ocurriera nada que la estuviera perturbando ni nada de eso.

—Un par de personas me han dicho que le habían pirateado el móvil… —empezó a decir Strike. Duffield le interrumpió:

—Ah, sí. Estuvieron escuchando nuestros mensajes durante varias semanas. Sabían todos los sitios en los que nos veíamos y todo. Putos cabrones. Cambiamos de número de teléfono cuando descubrimos lo que estaba pasando y, después de aquello, tuvimos un cuidado de cojones al dejarnos mensajes.

—Entonces, no te habría sorprendido que Lula tuviera algo importante o triste que contarte y que no quería detallar por teléfono.

—Sí, pero si era tan jodidamente importante, me lo habría dicho en la discoteca.

—Pero ¿no lo hizo?

—No. Como he dicho antes, no me habló en toda la noche. —Un músculo se movía en la esculpida mandíbula de Duffield—. No dejaba de mirar la hora en su jodido teléfono. Yo sabía lo que estaba haciendo. Demostrarme que estaba deseando llegar a casa para ver a ese mierda de Deeby Macc. Esperó a que Ellie fuese al servicio. Entonces, se puso de pie, se acercó a decirme que se iba y dijo que podía quedarme con la pulsera, la que le regalé cuando celebramos nuestra ceremonia de compromiso. La tiró sobre la mesa delante de mí mientras todos los demás miraban con la boca abierta. Así que la cogí y dije: «¿A alguien le gusta esto? Tengo una de sobra», y ella se cabreó.

No hablaba como si Lula hubiera muerto tres meses antes, sino como si todo aquello hubiese pasado el día anterior y aún existiera la posibilidad de una reconciliación.

—Pero intentaste retenerla, ¿no? —preguntó Strike.

Duffield entrecerró los ojos.

—¿Retenerla?

—La agarraste de los brazos, según algunos testigos.

—¿Sí? No lo recuerdo.

—Pero ella se soltó y tú te quedaste allí. ¿No es así?

—Esperé diez minutos porque no iba a darle la satisfacción de ir detrás de ella delante de toda aquella gente y, luego, salí de la discoteca y le dije a mi chófer que me llevara a Kentigern Gardens.

—Con la máscara de lobo puesta —añadió Strike.

—Sí, para evitar a toda esa escoria que vende fotos mías con aspecto de borracho y cabreado —dijo señalando con la cabeza hacia la ventana. Les jode cuando te cubres la cara. Les impides ganarse su puta vida de parásitos. Uno de ellos trató de quitarme la máscara de lobo, pero yo la agarré. Me metí en el coche y les dediqué algunas fotos del lobo levantándoles un dedo por la ventanilla de atrás. Llegamos a la esquina de Kentigern Gardens y allí había más paparazzi por todas partes. Supe que ella ya habría entrado.

—¿Conocías la clave de la puerta?

—Diecinueve sesenta y seis, sí. Pero sabía que le había dicho al guardia de seguridad que no me dejara subir. No iba a entrar delante de todos esos y después dejar que me echaran cinco minutos después. Traté de llamarla desde el coche, pero no contestó. Pensé que probablemente había bajado a darle la bienvenida a Londres al cabrón de Deeby Macc, así que me fui a ver a un tipo para que me diera un alivio para el dolor.

Apagó su cigarro sobre una carta de la baraja que estaba suelta en el filo de la mesa y empezó a buscar más tabaco. Strike, que no quería perder el hilo de la conversación, le ofreció uno de los suyos.

—Ah, gracias. Gracias. Sí. Bueno, le dije al chófer que me dejara y fui a visitar a mi amigo, que ya ha prestado declaración a la policía «a tal efecto», como diría el tío Tony. Luego, estuve caminando un rato, y hay una grabación de una cámara de la estación para demostrarlo. Y luego, sobre las… no sé… las tres o las cuatro…

—A las cuatro y media.

—Sí, fui a pasar la noche a casa de Ciara.

Duffield dio una calada al cigarro observando cómo se quemaba la punta y, después, exhaló.

—Así que tengo el culo a salvo, ¿no? —dijo con tono alegre.

Duffield volvió a encoger las rodillas sobre su pecho.

—Ciara me despertó para contármelo. Yo no podía… estaba jodidamente… sí, en fin. Fue un puto infierno.

Se puso los brazos sobre la cabeza y se quedó mirando al techo.

—Joder, no podía… no podía creerlo. No podía creerlo, joder.

Y mientras Strike lo observaba, pensó que Duffield empezaba a ser consciente de que la chica de la que hablaba con tanta ligereza y a la que, según su propia declaración, había provocado, de la que se había burlado ella y a la que había amado, definitivamente no iba a volver, que había quedado hecha puré sobre el asfalto cubierto de nieve y que ella y su relación quedaban ya lejos de ninguna reparación posible. Por un momento, mirando al techo blanco, el rostro de Duffield se volvió más grotesco cuando pareció sonreír de oreja a oreja. Fue un gesto de dolor, del esfuerzo necesario para contener las lágrimas. Dejó caer los brazos y enterró la cara entre ellos con la frente apoyada en las rodillas.

—Oh, cariño —dijo Ciara dejando su vino con un golpe sordo en la mesa y extendiendo el brazo para colocar una mano sobre la huesuda rodilla de él.

—Esto sí que me ha hecho polvo —dijo Duffield con voz fuerte bajo sus brazos—. Me ha jodido para siempre. Quería casarme con ella. La quería, joder. La quería. Joder. No quiero seguir hablando de esto.

Se puso de pie de un salto y salió de la habitación, sorbiendo la nariz ostentosamente y limpiándose con la manga.

—¿No te lo había dicho? —le susurró Ciara a Strike—. Está destrozado.

—No lo sé. Parece que ha sentado la cabeza. Un mes sin meterse heroína.

—Lo sé. Y no quiero que vuelva a caer.

—Esto es mucho más agradable que el trato que habría tenido de la policía. Estoy siendo educado.

—Pero tienes una mirada terrible en el rostro, como severa, como si no te creyeras una palabra de lo que dice.

—¿Crees que va a volver?

—Sí, claro. Por favor, sé un poco más agradable…

Ella volvió a sentarse rápidamente en su asiento cuando Duffield entró otra vez. Tenía el rostro triste y su pavoneo afeminado se había apagado ligeramente. Se echó en el sillón que previamente había ocupado.

—No me queda tabaco. ¿Puedo cogerte otro de los tuyos? —le preguntó a Strike.

A regañadientes, porque solo le quedaban tres, Strike le pasó uno, se lo encendió y, a continuación, le dijo:

—¿Te parece bien que sigamos hablando?

—¿Sobre Lula? Puedes hablar tú, si quieres. Yo no sé qué más puedo contarte. No tengo más información.

—¿Por qué os separasteis? La primera vez, quiero decir. Ya me ha quedado claro por qué te dejó en Uzi.

Por el rabillo del ojo vio que Ciara hacía un leve gesto de indignación. Al parecer, aquello no entraba dentro de la categoría de «más agradable».

—¿Qué coño tiene eso que ver?

—Todo es relevante —contestó Strike—. Así me hago una idea de lo que estaba sucediendo en su vida. Todo ayuda a explicar por qué podría haberse suicidado.

—Yo creía que estabas buscando a un asesino.

—Estoy buscando la verdad. Y bien, ¿por qué rompisteis la primera vez?

—Joder, ¿qué importancia tiene eso? —explotó Duffield. Su carácter, tal y como Strike había esperado, era violento e impaciente—. ¿Qué pasa? ¿Estás intentando decir que fue culpa mía que ella saltara de un balcón? ¿Qué tiene que ver el hecho de que cortáramos la primera vez con eso, cabeza hueca? Eso fue dos meses antes de que ella muriera. Joder. Yo también puedo decir que soy detective y hacer un montón de preguntas idiotas. Apuesto a que se gana mucho dinero cuando se encuentra a un cliente rico que ha perdido el juicio, ¿no?

—Evan, no digas eso —le recriminó Ciara, angustiada—. Has dicho que querías ayudar…

—Sí, quiero ayudar, pero ¿te parece esto justo?

—Si no quieres contestar no pasa nada —dijo Strike—. Nadie te obliga.

—No tengo nada que ocultar. Solo que se trata de asuntos personales, joder. Rompimos —gritó— por las drogas, porque su familia y sus amigos la envenenaban en mi contra y porque no se fiaba de nadie por la puta prensa, ¿de acuerdo? Por toda la presión.

Y las manos de Duffield se convirtieron en zarpas temblorosas y las apretó, como si fuesen auriculares, sobre sus oídos, haciendo un movimiento de compresión.

—La presión, la puta presión. Por eso rompimos.

—¿Tomabas muchas drogas en esa época?

—Sí.

—¿Y a Lula no le gustaba?

—Bueno, la gente de su alrededor decía que no le gustaba, ¿sabes?

—¿Como quién?

—Como su familia, como el puto Guy Somé. Ese gilipollas mariposón.

—Cuando dices que ella no se fiaba de nadie por culpa de la prensa, ¿a qué te refieres?

—Joder, ¿no está claro? ¿No te ha contado tu viejo cómo es todo esto?

—Yo no sé una mierda de mi padre —respondió Strike con frialdad.

—Pues estaban pinchándole el puto teléfono, tío, y eso hace que te sientas raro de cojones. ¿Es que no te lo puedes imaginar? Empezó a ponerse paranoica con que la gente vendiera historias sobre ella, tratando de saber qué había dicho por teléfono y qué no y quién podría haberle pasado algo a la prensa y cosas así. Se le fue la cabeza.

—¿Te acusó a ti de haber vendido alguna noticia?

—No —contestó con brusquedad y, a continuación, con la misma vehemencia, añadió—: Sí, a veces. «¿Cómo sabían que íbamos a estar aquí? ¿Cómo sabían que yo te dije tal cosa? Bla, bla, bla». Yo le dije que todo formaba parte de la puta fama, ¿no? Pero ella pensaba que podía nadar y guardar la ropa.

—Pero ¿tú nunca vendiste ninguna noticia sobre ella a la prensa?

Oyó cómo Ciara tomaba aire con fuerza.

—No, joder —contestó Duffield en voz baja, mirando a Strike a los ojos sin pestañear—. No lo hice ni una puta vez. ¿De acuerdo?

—¿Y por cuánto tiempo estuvisteis separados?

—Dos meses, más o menos.

—Pero volvisteis, ¿cuándo? ¿Una semana antes de que muriera?

—Sí, en la fiesta de Mo Innes.

—¿Y celebrasteis aquella ceremonia de compromiso cuarenta y ocho horas después? ¿En la casa de Carbury de los Cotswolds?

—Sí.

—¿Y quién sabía que aquello iba a pasar?

—Fue algo espontáneo. Compré las pulseras y lo hicimos sin más. Fue precioso, tío.

—Sí que lo fue —confirmó Ciara con voz triste.

—Así que, para que la prensa lo descubriera tan rápidamente, alguien que estaba allí debió decírselo.

—Sí, supongo que sí.

—Porque en esos momentos vuestros teléfonos no estaban pinchados, ¿no? Habíais cambiado de número.

—No tengo ni puta idea de si estaban pinchados. Pregunta a la mierda de periodicuchos que lo hicieron.

—¿Te habló ella alguna vez de intentar localizar a su padre?

—Estaba muerto… ¿O te refieres al de verdad? Sí, estaba interesada, pero no había forma. Su madre no sabía quién era.

—¿Nunca te dijo si había conseguido descubrir algo sobre él?

—Lo intentó, pero no sacó nada. Así que decidió que iba a hacer un curso sobre estudios africanos. Que su padre iba a ser todo el jodido continente de África. El puto Somé estaba detrás de aquello, removiendo la mierda, como siempre.

—¿En qué sentido?

—Cualquier cosa que la apartara de mí le servía. Cualquier cosa que los uniera. Él era un cabrón posesivo con todo lo que le concernía a ella. Estaba enamorado de ella. Sé que es maricón —se apresuró a añadir Duffield cuando Ciara se disponía a protestar—, pero no es el primero que conozco que se vuelve loco con una chica. Se follaría a lo que fuera que tuviera forma de hombre, pero no quería que ella se apartara de su vista. Le montaba pataletas si ella no iba a verlo. No le gustaba que Lu trabajara para ningún otro.

»Me tiene un verdadero odio. Pues yo a ti también, so mierda. Alentando a Lu a que estuviese con Deeby Macc. Fliparía si ella se lo follase. Si me mandara a paseo. Escuchando todos los jodidos detalles. Haciendo que ella se lo presentara, que se hicieran fotos de ese mafioso con su ropa. Somé no es ningún estúpido. La usaba para su negocio a todas horas. Trataba de tenerla barata y gratis, y ella era tonta y le dejaba.

—¿Te regaló Somé esto? —preguntó Strike apuntando a los guantes de piel negros que había sobre la mesa. Reconoció el logotipo diminuto de GS en el puño.

—¿Qué?

Duffield se inclinó y enganchó uno de los guantes con el dedo índice. Lo dejó colgando delante de sus ojos, examinándolo.

—Joder, tienes razón. Entonces, van a la basura. —Y lanzó el guante a un rincón. Dio contra la guitarra abandonada, que dejó escapar un acorde hueco y resonante—. Los guardo de aquella sesión de fotos —explicó Duffield señalando la portada de la revista en blanco y negro—. Somé no me regalaría ni el vapor de sus meados. ¿Tienes otro cigarro?

—Ya no me quedan —mintió Strike—. ¿Vas a decirme por qué me has invitado a tu casa, Evan?

Hubo un largo silencio. Duffield lanzó una mirada furiosa a Strike, quien intuyó que el actor sabía que le había mentido sobre lo de no tener cigarros. Ciara también lo miraba, con los labios ligeramente separados, la personificación de la preciosa perplejidad.

—¿Qué te hace pensar que tengo algo que contarte? —preguntó Duffield con tono desdeñoso.

—No creo que me hayas traído aquí por el placer de mi compañía.

—No sé —dijo Duffield con una marcada insinuación de malicia—. Quizá esperaba que fueras un cachondo, como tu viejo.

—Evan —intervino Ciara.

—Vale, pues si no tienes nada que contarme… —dijo Strike mientras se levantaba del sillón. Para su sorpresa, y para evidente disgusto de Duffield, Ciara dejó su copa de vino vacía y empezó a desplegar sus largas piernas, dispuesta a ponerse de pie.

—De acuerdo —espetó Duffield—. Hay una cosa.

Strike volvió a hundirse en su asiento. Ciara le lanzó uno de sus cigarros a Duffield, quien lo cogió murmurando un gracias y, a continuación, ella también se sentó mirando a Strike.

—Continúa —dijo este mientras Duffield manipulaba el encendedor.

—Vale. No sé si es importante —aclaró el actor—. Pero no quiero que digas de dónde has conseguido la información.

—Eso no puedo garantizártelo —respondió Strike.

Duffield frunció el ceño, moviendo sin parar las rodillas, fumando con los ojos fijos en el suelo. Por el rabillo del ojo, Strike vio que Ciara abría la boca para hablar y la interrumpió levantando una mano en el aire.

—Bueno —empezó a contar Duffield—, hace dos días estuve comiendo con Freddie Bestigui. Dejó su Blackberry sobre la mesa cuando se acercó a la barra. —Duffield dio una calada y se sacudió—. No quiero que me despidan —dijo mirando a Strike—. Necesito este trabajo.

—Sigue —le animó Strike.

—Recibió un correo electrónico. Vi el nombre de Lula. Lo leí.

—De acuerdo.

—Era de su mujer. Decía algo así como: «Sé que se supone que debemos hablar a través de los abogados, pero, a menos que mejores ese millón y medio de libras, le contaré a todos exactamente dónde estaba yo cuando Lula Landry murió y cómo llegué exactamente hasta allí, porque estoy harta de comerme tu mierda. Esto no es una simple amenaza. Empiezo a pensar que debería contárselo a la policía». O algo así.

De forma débil, a través de la ventana cubierta con la cortina, llegó el sonido de un par de paparazzi de los que estaban fuera riéndose juntos.

—Es una información muy útil —le dijo Strike a Duffield—. Gracias.

—No quiero que Bestigui sepa que he sido yo quien te lo ha dicho.

—No creo que sea necesario decir tu nombre —le tranquilizó Strike poniéndose de nuevo de pie—. Gracias por el agua.

—Espera, cariño, me voy —dijo Ciara con el teléfono en el oído—. ¿Kieran? Salimos ya, Cormoran y yo. Ahora mismo. Adiós, Evan, querido.

Se inclinó hacia delante y le besó en las dos mejillas mientras Duffield, casi levantado del sillón, parecía desconcertado.

—Puedes quedarte aquí si…

—No, cariño. Tengo que trabajar mañana por la tarde. Tengo que dormir bien —contestó ella.

Más flashes cegaron a Strike al salir, pero los paparazzi parecieron quedarse perplejos esta vez.

—¿Quién coño eres tú? —le gritó uno de ellos a Strike mientras este ayudaba a Ciara a bajar los escalones y la seguía al asiento de atrás del coche.

Strike cerró la puerta con un golpe, sonriendo. Kolovas-Jones había vuelto al asiento del conductor. Empezaron a alejarse del bordillo y, esta vez, no los perseguían.

Tras una o dos manzanas en silencio, Kolovas-Jones miró por el espejo retrovisor.

—¿A casa? —le preguntó a Ciara.

—Supongo que sí. Kieran, ¿puedes encender la radio? Me apetece un poco de música —dijo—. Más fuerte, cariño. Ah, esta me encanta.

Telephone, de Lady Gaga, inundó el coche.

Se giró hacia Strike mientras el reflejo naranja de las farolas pasaba por encima de su extraordinario rostro. El aliento le olía a alcohol y la piel a aquel perfume dulce e intenso.

—¿Quieres hacerme más preguntas?

—Pues, ¿sabes qué? —contestó Strike—. Que sí. ¿Por qué quieres un forro desmontable en el bolso?

Ella se le quedó mirando varios segundos y, a continuación, soltó una enorme carcajada, dejándose caer a un lado sobre el hombro de él y dándole un codazo. Ágil y delgada, siguió apoyada sobre él mientras hablaba:

—Eres gracioso.

—Pero ¿para qué lo quieres?

—Bueno, eso hace que mi bolso sea… algo así como más individual. Puedes personalizarlos, ¿sabes? Puedes comprarte un par de forros e intercambiarlos. Puedes quitarlos y usarlos como pañuelos. Son muy bonitos. Seda con preciosos estampados. El borde de cremallera queda muy de rock-and-roll.

—Interesante —dijo Strike mientras ella movía la pierna para apoyarla ligeramente sobre la de él y soltaba una segunda y fuerte carcajada.

«Llama todo lo que quieras, pero no hay nadie en casa», cantaba Lady Gaga.

La música encubría la conversación, pero los ojos de Kolovas-Jones se movían con una regularidad innecesaria desde la calle que tenía delante hacia el espejo retrovisor.

—Guy tiene razón —dijo Ciara después de otro minuto—. Me gustan grandes. Y así como severos. Es muy sensual.

Una manzana después, susurró:

—¿Dónde vives? —mientras frotaba su sedosa mejilla contra la de él como un gato.

—Duermo en una cama plegable en mi despacho.

Ella volvió a reírse. Definitivamente, estaba un poco borracha.

—¿Lo dices en serio?

—Sí.

—Iremos a la mía entonces, ¿quieres?

Su lengua era fresca y dulce y sabía a Pernod.

—¿Te has acostado con mi padre? —consiguió decir él mientras ella apretaba sus labios contra los de él.

—No… Dios, no… —Se rio un poco más—. Se tiñe el pelo… Es como púrpura de cerca… Yo le llamaba la pasa rockera…

Y luego, diez minutos después, una lúcida voz en la mente de él le instó a no dejar que el deseo le llevara a la humillación. Se apartó para tomar aire y murmurar:

—Solo tengo una pierna.

—No seas tonto…

—No soy tonto… Me la arrancaron en Afganistán.

—Pobrecito —susurró ella—. Te la masajearé.

—Sí… Esa no es la pierna… Pero me sirve…