No hubo un momento claro de cambio del sueño a la plena conciencia. Al principio, él estaba boca abajo en un paisaje onírico de metales rotos, escombros y gritos, ensangrentado e incapaz de hablar. Después, estaba tumbado boca abajo, empapado en sudor, con el rostro apretado contra la cama, su cabeza una bola de dolor punzante y su boca abierta, seca y apestosa. El sol que se filtraba por las ventanas sin las persianas bajadas se le metía por las retinas incluso con los párpados cerrados: rojo fuerte, con vasos capilares que se extendían como finas redes negras sobre diminutas luces que explotaban burlonas.
Estaba completamente vestido, con la prótesis aún puesta, tumbado sobre el saco de dormir, como si hubiera caído allí. Recuerdos punzantes, como fragmentos de cristal que se clavaran en su sien: convencer al camarero de que otra cerveza era una buena idea. Robin al otro lado de la mesa, sonriéndole. ¿De verdad había podido comerse un kebab en el estado en que se encontraba? En algún momento, recordó haber estado luchando contra su bragueta, deseando orinar, pero incapaz de sacarse el borde de la camisa que se le había enganchado a la cremallera. Deslizó la mano por debajo de su cuerpo —incluso aquel leve movimiento le hizo desear gemir o vomitar— y, con cierto alivio, vio que la cremallera estaba cerrada.
Despacio, como un hombre que sostiene en equilibrio algún paquete frágil sobre los hombros, Strike se incorporó sentándose y echó un vistazo con los ojos entrecerrados por la habitación espléndidamente iluminada sin tener ni idea de qué hora podría ser ni, incluso, qué día era.
La puerta entre el despacho de dentro y el de fuera estaba cerrada y no oyó ningún movimiento al otro lado. Quizá su secretaria temporal se había ido para siempre. Entonces, vio un rectángulo blanco en el suelo, justo al lado de la puerta, que habían metido por debajo. Strike se apoyó cuidadosamente sobre sus manos y rodillas y cogió lo que enseguida vio que era una nota de Robin.
Querido Cormoran —él supuso que ya no iba a volver a lo de «señor Strike»—:
He leído tu lista que tienes al principio del expediente con los puntos que hay que investigar más. He creído que podría seguir la pista de los dos primeros (Agyeman y el hotel Malmaison). Estaré en mi móvil por si prefieres que vuelva a la oficina.
He puesto la alarma junto a tu puerta para las dos de la tarde, para que así tengas tiempo suficiente para prepararte para tu cita de las cinco en el número 1 de Arlington Place para entrevistar a Ciara Porter y Bryony Radford.
Hay agua, paracetamol y Alka-Seltzer en la mesa de fuera.
Robin
P.D.: Por favor, no sientas vergüenza por lo de anoche. No dijiste ni hiciste nada de lo que tengas que arrepentirte.
Se quedó sentado e inmóvil en la cama plegable durante cinco minutos, con la nota en la mano, preguntándose si estaba a punto de vomitar, pero disfrutando del sol caliente sobre su espalda.
Tras cuatro paracetamoles y un vaso de Alka-Seltzer, que casi fue decisivo en la cuestión del vómito, pasó quince minutos en el lóbrego baño, con resultados tan ofensivos para el olfato como para el oído. Pero en todo momento acompañado de una sensación de profundo agradecimiento por la ausencia de Robin. De vuelta en el despacho de fuera, se bebió dos botellas más de agua y apagó la alarma, que había hecho que sus palpitantes sesos se agitaran en su cráneo. Tras un rato de deliberación, eligió ropa limpia, sacó el gel de ducha, el desodorante, la maquinilla y la crema de afeitar y la toalla del macuto, cogió un bañador del fondo de una de las cajas de cartón del rellano, un par de muletas de metal de otra y bajó, después, cojeando por la escalera metálica con una bolsa de deporte sobre el hombro y las muletas en la otra mano. Se compró una tableta familiar de chocolate Dairy Milk de camino a Malet Street. Bernie Coleman, un conocido del Cuerpo Médico del Ejército, le había explicado una vez a Strike que la mayoría de los síntomas relacionados con una resaca fuerte se debían a la deshidratación y a la hipoglucemia, que eran el resultado inevitable de un vómito prolongado. Strike saboreó el chocolate mientras caminaba con las muletas bajo el brazo y notando a cada paso el dolor de cabeza; sentía como si se la estuviesen apretando con alambres.
Pero el risueño dios de los borrachos no le había abandonado del todo. Agradablemente distanciado de la realidad y de los demás seres humanos, bajó los escalones que llevaban a la piscina de la Universidad de la London Union con una genuina sensación de tener derecho a estar allí y, como siempre, nadie le detuvo, ni siquiera el otro ocupante del vestuario que, tras una mirada de verdadero interés a la prótesis que Strike se estaba desatando, mantuvo los ojos cortésmente apartados. Tras meter la falsa pierna en la taquilla junto con la ropa del día anterior y dejando la puerta abierta, pues no tenía monedas, Strike fue hacia la ducha ayudándose de las muletas, con el vientre sobresaliéndole por el borde del bañador.
Mientras se enjabonaba, notó que el chocolate y el paracetamol empezaban a suavizarle las náuseas y el dolor. Entonces, por primera vez, salió hacia la enorme piscina. Había allí solamente dos estudiantes, los dos en la calle más rápida y con gafas de protección, sin hacer caso de nada que no fuera su propia destreza. Strike se dirigió al extremo opuesto, dejó las muletas cuidadosamente junto a las escalerillas y se metió en la calle más lenta.
Estaba en la peor forma que había estado nunca en su vida. Torpemente y ladeándose, fue nadando hasta el borde de la piscina, pero el agua fría y limpia le estaba aliviando el cuerpo y el ánimo. Jadeando, terminó un solo largo y se detuvo a descansar, extendiendo sus gruesos brazos a lo largo del borde de la piscina, compartiendo el peso de su cuerpo con el agua que le acariciaba y mirando hacia el alto y blanco techo.
Las pequeñas olas que provocaban los jóvenes atletas al otro lado de la piscina le hacían cosquillas en el pecho. El terrible dolor de su cabeza se iba alejando, como una intensa luz roja que veía a través de la neblina. Notaba el olor agudo y químico del cloro en sus fosas nasales, pero ya no le daba ganas de vomitar. Deliberadamente, como un hombre que se quita una venda de una herida que se está coagulando, Strike dirigió su atención hacia lo que había tratado de ahogar en el alcohol.
Jago Ross. En todos los aspectos, la antítesis de Strike. Atractivo como un príncipe ario, poseedor de un fondo fiduciario, nacido para ocupar su lugar predestinado en su familia y en el mundo, un hombre con toda la seguridad que puede dar un linaje de doce generaciones documentadas. Había dejado una serie de trabajos prometedores, había desarrollado un persistente problema con la bebida y era violento como lo son los animales sometidos a la cría excesiva y mal disciplinados.
Charlotte y Ross pertenecían a esa red limitada e interrelacionada de los de noble linaje y colegios privados cuyas familias se conocen entre sí, relacionados a través de vínculos endogámicos y de la vieja escuela. Mientras el agua le lamía su peludo pecho, parecía que Strike se estaba viendo a sí mismo, a Charlotte y a Ross a gran distancia, desde el otro extremo del telescopio, de modo que el arco de su historia quedaba claro. Reflejaba el diario comportamiento nervioso de Charlotte, esa ansia de emoción intensa que normalmente se expresaba de una forma destructora. Había conseguido a Jago Ross como un premio a los dieciocho años, el ejemplo más extremo que ella pudo encontrar de ese tipo y el paradigma de la idoneidad, tal y como sus padres lo veían. Quizá aquello había sido demasiado fácil y, desde luego, nada sorprendente, pues luego lo dejó por Strike, quien, pese a su inteligencia, resultaba odioso para la familia de Charlotte. Un chucho imposible de catalogar. ¿Qué podía hacer después de todos estos años una mujer que ansiaba tormentas emocionales, más que dejar una y otra vez a Strike hasta que, al final, el único modo de marcharse con verdadero éxito era cerrar el círculo y volver al punto donde él la había encontrado?
Strike dejó que su cuerpo dolorido flotara en el agua. Los estudiantes más rápidos seguían recorriendo de arriba abajo la otra calle.
Strike conocía a Charlotte. Estaba esperando a que él fuera a rescatarla. Era la prueba final y la más cruel.
No nadó durante el camino de vuelta de la piscina, sino que fue saltando de lado por el agua, usando sus brazos para agarrarse al borde, tal y como había hecho durante su fisioterapia en el hospital.
La segunda ducha fue más placentera que la primera. Puso el agua lo más caliente que pudo soportar, se enjabonó todo el cuerpo y, después, cambió el grifo al frío para enjuagarse.
Con la prótesis de nuevo colocada, se afeitó en un lavabo con una toalla atada alrededor de la cintura y, a continuación, se vistió con un esmero poco habitual. Nunca se había puesto el traje y la camisa más caros que tenía. Habían sido regalos de Charlotte por su último cumpleaños. El atuendo apropiado para el prometido de ella. Recordó cómo le sonrió al verle con un estilo tan moderno y poco usual en su espejo grande. El traje y la corbata habían estado colgados en su percha desde entonces, porque él y Charlotte no habían salido mucho después del pasado noviembre; porque el cumpleaños de él había sido el último día verdaderamente feliz que habían pasado juntos. Poco después, la relación había empezado a tambalearse y a caer en las viejas quejas ya conocidas, en el mismo lodazal en el que había zozobrado antes, pero que, esta vez, habían jurado evitar.
Podría haber quemado aquel traje. En lugar de ello, con un ánimo de desafío, decidió ponérselo, despojarlo de aquello con lo que lo relacionaba y considerarlo como simples prendas de ropa. El corte de la chaqueta le hacía parecer más delgado y en forma. Se dejó abierto el cuello de la camisa blanca.
Strike tenía fama en el ejército de poder recuperarse de un excesivo consumo de alcohol con inusual rapidez. El hombre que le devolvía la mirada en el pequeño espejo estaba pálido y tenía sombras púrpura bajo los ojos, pero con aquel elegante traje italiano tenía mejor aspecto del que había tenido desde hacía semanas. La negrura de su ojo había desaparecido por fin y los arañazos habían cicatrizado.
Un almuerzo cuidadosamente ligero, grandes cantidades de agua, otro viaje al baño del restaurante para evacuar, más analgésicos. Luego, a las cinco, la llegada puntual al número 1 de Arlington Place.
Tras la segunda llamada, abrió la puerta una mujer de aspecto enojado con gafas de montura negra y pelo corto y gris. Le dejó pasar con aparente renuencia y, a continuación, se alejó con paso rápido por un vestíbulo de suelo de piedra que incluía una magnífica escalera con una barandilla de hierro forjado mientras gritaba: «¡Guy! Un tal Strike».
Había habitaciones a ambos lados de la entrada. A la izquierda, un pequeño grupo de gente, donde todos parecían ir vestidos de negro, miraban hacia alguna fuente de luz poderosa que Strike no pudo ver, pero que iluminaba sus rostros extasiados.
Apareció Somé, que entró en el vestíbulo a través de aquella puerta. Él también llevaba gafas, que le hacían parecer mayor. Vestía vaqueros holgados y rotos y su camiseta blanca tenía estampado un ojo que parecía estar llorando una gota de sangre resplandeciente y que, tras un examen más minucioso, resultó ser de lentejuelas rojas.
—Va a tener que esperar —dijo cortésmente—. Bryony está ocupada y Ciara va a tardar horas. Puede ponerse cómodo ahí dentro si quiere —señaló hacia la habitación de la derecha, donde se veía el filo de una mesa cargada de bandejas— o puede quedarse por aquí y ver a estos cabrones inútiles —dijo levantando de repente la voz y contemplando con furia al grupo de hombres y mujeres jóvenes que miraban hacia la luz. Se dispersaron de inmediato, sin protestar, algunos de ellos cruzando el vestíbulo para meterse en la habitación de enfrente—. Mejor traje, por cierto —añadió Somé con un destello de su antiguo aire de superioridad. Volvió a entrar en la habitación de la que había salido.
Strike siguió al diseñador y ocupó el espacio que habían dejado vacío a los que tan bruscamente había despachado. La habitación era alargada y estaba casi vacía, salvo por sus cornisas adornadas, con paredes claras y desnudas y ventanas sin cortinas que le daban un aire de triste majestuosidad. Otro grupo de personas, incluido un fotógrafo de pelo largo inclinado sobre su cámara, estaban entre Strike y la escena que se desarrollaba al otro lado de la sala, que estaba deslumbrantemente iluminada por una serie de lámparas de arco y pantallas de luz. Allí se habían dispuesto artísticamente unas sillas viejas y raídas, una de ellas tumbada, y tres modelos.
Eran de una raza aparte, con rostros y cuerpos de extrañas proporciones que entraban perfectamente en las categorías de extraños e impresionantes. De buena complexión y demasiado delgadas, habían sido elegidas, supuso Strike, por el gran contraste de sus colores y sus facciones. Sentada como Christine Keeler en una silla con el respaldo hacia delante, con sus largas piernas separadas y embutidas en unas mallas apretadísimas pero aparentemente desnuda de cintura para arriba, había una chica negra con la piel tan oscura como la del mismo Somé, con pelo afro y unos ojos rasgados y seductores. Por encima de ella, con un chaleco blanco adornado con cadenas que justo le cubría el pubis, había una belleza euroasiática de pelo negro y liso cortado con un mechón asimétrico. A un lado, inclinada y sola, y sentada de lado sobre el respaldo de otra silla, estaba Ciara Porter, una belleza de alabastro con pelo largo y rubio claro, vestida con un mono semitransparente a través del cual se veían claramente sus claros y puntiagudos pezones.
La maquilladora, casi tan alta y delgada como las modelos, estaba inclinada sobre la chica negra presionando con una almohadilla los laterales de su nariz. Las tres modelos esperaban en silencio y en su posición, inmóviles como retratos, con sus tres rostros inexpresivos y vacíos, a que les llamaran la atención. Las demás personas de la sala —el fotógrafo parecía tener dos ayudantes y Somé, que ahora se mordía los padrastros, estaba acompañado por la mujer de aspecto enojado y gafas— hablaban en murmullos, como si tuviesen miedo de perturbar algún delicado equilibrio.
Por fin, la maquilladora fue con Somé, que le dijo algo de manera inaudible y rápida, gesticulando. Ella volvió a entrar en la brillante luz y, sin hablar con la modelo, onduló y arregló la larga melena de Ciara Porter. Ciara no dio muestras de saber que la estaban tocando y esperó en paciente silencio. Bryony volvió a retirarse de nuevo a las sombras y le preguntó algo a Somé. Él respondió con una sacudida de hombros y le dio alguna instrucción inaudible que hizo que ella mirara a su alrededor hasta que sus ojos se posaron en Strike.
Se vieron a los pies de la majestuosa escalera.
—Hola —susurró—. Vamos por aquí.
Ella lo condujo por el vestíbulo hacia la habitación de enfrente, que era un poco más pequeña que la primera y que estaba dominada por una gran mesa llena de comida en forma de bufé. Varios estantes de ropa largos y con ruedas llenos de creaciones con lentejuelas, volantes y plumas estaban dispuestos por colores delante de una chimenea de mármol. Los espectadores a los que habían echado, todos ellos rondando la veintena de edad, se habían reunido allí. Hablaban en voz baja y cogían aleatoriamente comida de las bandejas medio vacías de mozzarella y jamón de Parma y hablaban por sus teléfonos o jugaban con ellos. Varios de ellos sometieron a Strike a miradas de escrutinio mientras él seguía a Bryony a una pequeña habitación trasera que se había convertido en improvisada sala de maquillaje.
Había dos mesas con grandes espejos portátiles delante de la única y gran ventana, que daba a un cuidado jardín. Las cajas de plástico negro que había alrededor le recordaron a Strike a las que su tío Ted llevaba a pescar, solo que los cajones de Bryony estaban llenos de polvos y pinturas de colores. Sobre las superficies de las mesas había tubos y cepillos alineados sobre unas toallas extendidas.
—Hola —dijo ella con un tono lineal—. Dios mío. Se diría que la tensión podría cortarse con un cuchillo, ¿eh? Guy es siempre perfeccionista, pero esta es su primera sesión fotográfica de verdad desde que Lula murió, así que, ya sabe, está bastante tenso.
Tenía el pelo oscuro y revuelto. Su piel era cetrina y sus rasgos, aunque prominentes, eran atractivos. Llevaba vaqueros ajustados sobre sus largas piernas patizambas, un chaleco negro y varias cadenas de oro fino alrededor del cuello, anillos en los dedos y en los pulgares y también lo que parecían zapatillas de ballet de piel negra. Aquel tipo de calzado tenía siempre un efecto ligeramente falto de afrodisíaco en Strike, porque le recordaba a las pantuflas plegables que su tía Joan solía llevar en su bolso y, por tanto, a juanetes y callos.
Strike empezó a explicarle lo que quería de ella, pero Bryony le interrumpió.
—Guy me lo ha contado todo. ¿Quiere un cigarro? Podemos fumar aquí si abrimos esto.
Nada más decirlo, abrió la puerta que daba directamente a una zona embaldosada del jardín.
Hizo un poco de sitio en una de las mesas abarrotadas de maquillaje y se sentó sobre ella. Strike ocupó una de las sillas vacías y sacó su cuaderno.
—De acuerdo. Dispare —dijo ella y, a continuación, sin darle tiempo a él para que hablara—: Lo cierto es que no he dejado de pensar en aquella tarde desde entonces. Es muy triste.
—¿Conocía bien a Lula? —preguntó Strike.
—Sí, bastante bien. La he maquillado para un par de sesiones y también para la gala de beneficencia de Rainforest. Cuando le dije que podía hacerle las cejas con hilo…
—¿Que podía qué?
—Depilarle las cejas con hilo. Es como la depilación, pero con hilos.
Strike no supo imaginar cómo sería.
—De acuerdo…
—… me pidió que se las hiciera en su casa. Los paparazzi la rodeaban por todos lados, a todas horas, incluso si iba al salón de belleza. Era de locos. Así que la ayudé.
Bryony tenía la costumbre de echar la cabeza hacia atrás para quitarse el largo mechón de los ojos y una forma de hablar un poco entrecortada. Se echó el pelo a un lado, se lo peinó con los dedos y lo miró a través del flequillo.
—Llegué allí sobre las tres. Ella y Ciara estaban muy emocionadas por la llegada de Deeby Macc. Chismorreos de chicas, ya sabe. Nunca habría podido imaginar lo que iba a pasar. Nunca.
—¿Lula estaba emocionada?
—Oh, Dios, sí. ¿Qué cree usted? ¿Cómo se sentiría si alguien que ha escrito canciones sobre…? En fin —dijo con una pequeña carcajada entrecortada—, puede que sean cosas de chicas. Él tiene mucho carisma. Ciara y yo nos estábamos riendo de eso mientras yo le hacía las cejas a Lula. Luego, Ciara me pidió que le hiciera las uñas. Terminé maquillándolas también a las dos durante lo que debieron ser unas tres horas. Sí, me fui sobre las seis.
—Así que usted diría que el estado de ánimo de Lula era de excitación, ¿no?
—Sí. Bueno, ya sabe, estaba un poco distraída. No dejaba de mirar su teléfono. Lo tenía en el regazo mientras le hacía las cejas. Yo sabía lo que eso significaba. Evan estaba tomándole otra vez el pelo.
—¿Se lo dijo ella?
—No, pero yo sabía que ella estaba muy cabreada con él. ¿Por qué cree que le dijo a Ciara aquello de su hermano? ¿Lo de dejárselo todo?
Aquello pareció sorprender a Strike.
—¿La oyó decir eso también?
—¿Qué? No, pero me lo dijeron. Es decir, después. Ciara nos lo contó todo. Creo que yo estaba en el lavabo cuando ella lo dijo. De todos modos, lo creo del todo. Del todo.
—¿Por qué?
Ella pareció confundida.
—Bueno… quería mucho a su hermano, ¿no? Dios, eso siempre fue obvio. Probablemente fuese él la única persona en la que ella podía confiar. Unos meses antes, más o menos cuando ella y Evan cortaron por primera vez, yo la estaba maquillando para el desfile de Stella y le contó a todos que su hermano la estaba cabreando, no paraba de decirle lo aprovechado que era Evan. Y ya sabe, Evan estaba otra vez andándose con evasivas aquella última tarde, así que ella pensaba que James… ¿Se llama James?… había tenido razón todo el tiempo. Siempre sabía que en el fondo él siempre miraba por los intereses de ella, aunque a veces fuese un poco mandón. Este es un negocio realmente explotador, ¿sabe? Todos tienen intenciones oscuras.
—¿Quién cree que tenía intenciones oscuras hacia Lula?
—Dios mío, todos —contestó Bryony haciendo un ancho gesto con la mano que sostenía el cigarro y que incluía todas las habitaciones habitadas que había fuera—. Era la modelo más atractiva. Todos querían un poco de ella. Es decir, Guy… —Pero Bryony se interrumpió—. Bueno, Guy es un empresario, pero la adoraba. Quería que se fuese a vivir con él después de aquel asunto del acoso. Aún no lleva bien lo de su muerte. Tengo entendido que ha tratado de ponerse en contacto con ella a través de algún espiritista. Me lo contó Margo Leiter. Sigue destrozado, apenas puede oír su nombre sin echarse a llorar. En fin, eso es lo único que sé. Nunca me imaginé que aquella tarde sería la última que la viera. O sea, Dios mío.
—¿Dijo algo de Duffield, lo que fuera, mientras usted le estaba… depilando con hilos?
—No —contestó Bryony—, pero nunca lo habría hecho si de verdad él la estaba haciendo polvo.
—Así que, por lo que recuerda, ella habló sobre todo de Deeby Macc.
—Bueno… fuimos más Ciara y yo las que hablamos de él.
—¿Pero cree que ella estaba emocionada por poder conocerle?
—Dios, claro que sí.
—Dígame, ¿vio un papel azul con la letra de Lula cuando estuvo en el piso?
Bryony se movió de nuevo el pelo sobre la cara y se lo peinó con los dedos.
—¿Qué? No. No vi nada de eso. ¿Por qué? ¿Qué era?
—No lo sé —contestó Strike—. Eso es lo que me gustaría descubrir.
—No. No lo vi. ¿Dice que era azul? No.
—¿Vio algún papel escrito con su letra?
—No recuerdo ningún papel. No. —Se agitó el pelo para apartárselo de la cara—. O sea, algo así podría haber habido por allí, pero no necesariamente lo tuve que ver.
La habitación estaba sombría. Quizá solamente se imaginó que el color de ella había cambiado, pero no se inventó el modo en que giró su pie derecho para subírselo hasta la rodilla y examinó la suela de su zapatilla de ballet de piel buscando algo que no estaba allí.
—El conductor de Lula, Kieran Kolovas-Jones…
—Ah, ¿ese tío tan guapo? —preguntó Bryony—. Solíamos burlarnos de ella por Kieran. Él estaba tremendamente enamorado de ella. Creo que ahora Ciara usa a veces sus servicios. —Bryony lanzó una pequeña risita cómplice—. Ciara tiene cierta reputación de chica alegre. O sea, es imposible que no te guste, pero…
—Kolovas-Jones dice que Lula iba escribiendo algo en un papel azul en la parte de atrás de su coche cuando salió ese día de casa de su madre…
—¿Ha hablado ya con la madre de Lula? Es un poco rara.
—… y me gustaría saber qué era.
Bryony lanzó la colilla de su cigarro por la puerta abierta y se movió impaciente en la mesa.
—Podría tratarse de cualquier cosa. —Él esperó la sugerencia inevitable y no quedó decepcionado—. Una lista de la compra o algo así.
—Sí, eso pudo ser. Pero suponiendo que se trataba de una nota de suicidio…
—Pero no lo era… O sea, sería una estupidez. ¿Cómo iba a ser eso? ¿Quién escribiría una nota de suicidio con tanto tiempo de antelación y, después, ir a que te maquillen y salir a bailar? No tiene ningún sentido.
—No parece probable, estoy de acuerdo. Pero estaría bien saber qué era.
—Quizá no tenga nada que ver con su muerte. ¿Por qué no iba a poder ser una carta para Evan o algo así, diciéndole lo enfadada que estaba?
—Parece que no se enfadó con él hasta más tarde. De todos modos, ¿por qué iba a escribirle una carta cuando tenía su número de teléfono e iba a verle esa noche?
—No lo sé —contestó Bryony con impaciencia—. Yo solo digo que podría haber sido algo que no tenga nada que ver.
—¿Y está segura de que no lo vio?
—Sí, bastante segura —respondió. Definitivamente su color se intensificó—. Fui allí a trabajar, no para fisgonear en sus cosas. Entonces, ¿eso es todo?
—Sí, creo que es todo lo que tenía que preguntarle de aquella tarde —dijo Strike—. Pero quizá pueda ayudarme con otra cosa. ¿Conoce a Tansy Bestigui?
—No —respondió Bryony—. Solo a su hermana, Ursula. Me contrató para un par de fiestas importantes. Es espantosa.
—¿En qué sentido?
—No es más que una de esas ricas consentidas —contestó Bryony retorciendo la boca—. Bueno, no es tan rica como le gustaría ser. Esas hermanas Chillingham fueron en busca de hombres viejos cargados de dinero. Unos misiles en busca de riqueza son esas dos. Ursula creía que le había caído el gordo cuando se casó con Cyprian May, pero él no tiene suficiente para ella. Ahora está acercándose a los cuarenta. Las oportunidades ya no se presentan como antes. Supongo que por eso no ha podido cambiarlo por algo mejor.
A continuación, claramente pensando que su tono necesitaba de alguna explicación, continuó:
—Lo siento, pero ella me acusó de escuchar sus jodidos mensajes del buzón de voz. —La maquilladora cruzó los brazos sobre su pecho y lanzó a Strike una mirada de rabia—. O sea, por favor. Me tiró su móvil y me dijo que llamara a un taxi sin un mísero por favor ni un gracias. Yo soy disléxica. Le di al botón equivocado y lo siguiente que sé es que ella estaba hablándome a grito pelado.
—¿Por qué cree que estaba tan enfadada?
—Supongo que porque oí a un hombre con el que ella no estaba casada diciéndole que estaba tumbado en una habitación de hotel fantaseando con ella, supongo —contestó Bryony con frialdad.
—Así que puede ser que al fin y al cabo si esté buscando algo mejor.
—No creo —dijo Bryony. Y después, se apresuró a añadir—: O sea, era un mensaje bastante chabacano. En fin, oiga, tengo que volver ahí dentro o Guy se pondrá furioso.
Dejó que se fuera. Después de quedarse solo, tomó un par de páginas más de notas. Bryony Radford había resultado ser una testigo muy poco fiable, muy influenciable y mentirosa, pero le había contado mucho más de lo que ella creía.