5

—Siento mucho que no le haya devuelto la llamada —dijo Robin al teléfono—. El señor Strike está increíblemente ocupado estos días. Déjeme su nombre y su número y me aseguraré de que le telefonea esta tarde.

—Ah, no es necesario —contestó la mujer. Tenía una voz agradable y educada y algo ronca, como si su risa fuera sensual y descarada—. La verdad es que no necesito hablar con él. ¿Podría simplemente dejarle un mensaje de mi parte? Quería avisarle, eso es todo. Dios, esto es… Es un poco embarazoso. No es el modo que yo hubiese preferido… En fin. ¿Podría decirle que ha llamado Charlotte Campbell para decir que me he prometido con Jago Ross? No quería que se enterara por otra persona. Los padres de Jago lo han publicado en el maldito Times. Humillante.

—De acuerdo —dijo Robin con la mente paralizada de repente, al igual que su bolígrafo.

—Muchas gracias… ¿Ha dicho Robin? Gracias. Adiós.

Charlotte colgó primero. Robin volvió a colocar el auricular a cámara lenta, sintiendo una fuerte ansiedad.

No quería dar aquella noticia. Puede que ella no fuese más que la mensajera, pero se iba a sentir como si estuviera asaltando la determinación de Strike de mantener su vida privada oculta, evitando firmemente el asunto de las cajas con sus pertenencias, la cama plegable y los restos de sus cenas en las papeleras cada mañana.

Robin consideró sus opciones. Podría olvidarse de transmitir el mensaje y simplemente decirle que llamara a Charlotte para que ella hiciese el trabajo sucio —que es como Robin consideraba aquello—. Pero ¿y si Strike se negaba a llamarla y otra persona le contaba lo del compromiso? Robin no tenía forma de saber si Strike y su ex —¿novia?, ¿prometida?, ¿esposa?— tenían montones de amigos en común. Si ella y Matthew se separaban, si él se comprometía con otra mujer —sintió que algo se retorcía dentro de ella solo con pensarlo—, todos sus amigos y familiares más cercanos se sentirían implicados y, sin duda, correrían en estampida a decírselo. Suponía que preferiría que se lo comunicaran de la forma más discreta y privada posible.

Cuando oyó que Strike subía por la escalera alrededor de una hora después, hablando según parecía por el móvil y de buen humor, Robin sintió un fuerte pinchazo de pánico en el estómago, como si estuviese a punto de sentarse para hacer un examen. Cuando él abrió la puerta de cristal y ella vio que no llevaba ningún móvil en la mano, sino que estaba rapeando en voz baja, se sintió aún peor.

—A la mierda tus medicinas y a la mierda Johari —murmuró Strike, que llevaba en los brazos una caja con un ventilador eléctrico—. Buenas tardes.

—Hola.

—He pensado que podríamos usar esto. Aquí hace calor.

—Sí. Puede estar bien.

—Acabo de escuchar a Deeby Macc en la tienda —le informó Strike, dejando el ventilador en un rincón y quitándose la chaqueta—. Nananá naná Ferrari. A la mierda tus medicinas, a la mierda Johari. Me pregunto quién era Johari. Algún rapero con el que se habría enemistado, ¿no crees?

—No —contestó Robin, deseando que él no estuviese tan contento—. Es un concepto de psicología. La ventana de Johari. Tiene que ver con cómo nos conocemos a nosotros mismos y cómo nos conocen los demás.

Strike se detuvo en mitad de la acción de colgar la chaqueta y se quedó mirándola a ella.

—Eso no lo has sacado de la revista Heat.

—No. Estuve estudiando psicología en la universidad. Lo dejé.

Supuso, de forma algo confusa, que podría nivelar el campo de juego si le hablaba de algún fracaso personal propio antes de darle la mala noticia.

—¿Dejaste la universidad? —Él pareció curiosamente interesado—. Qué coincidencia. Yo también. Y entonces, ¿por qué lo de «a la mierda Johari»?

—Deeby Macc recibió terapia en la cárcel. Empezó a interesarse y leyó mucho sobre psicología. Eso sí lo he sacado de los periódicos —añadió.

—Eres una mina de información útil.

Ella sintió de nuevo que algo más se le hundía en el fondo del estómago.

—Han llamado cuando estaba fuera. Una tal Charlotte Campbell.

Él levantó rápidamente la mirada, con el ceño fruncido.

—Me ha pedido que le dé un mensaje. —Los ojos de Robin se deslizaron a los lados posándose por un momento en la oreja de Strike—. Que se ha comprometido con Jago Ross.

Sus ojos volvieron sin poder evitarlo a la cara de él y sintió un terrible escalofrío.

Uno de los primeros recuerdos y de los más vivos de la infancia de Robin era el del día en que enterraron al perro de la familia. Ella era demasiado pequeña como para comprender lo que su padre le decía. Daba por sentado la continuada existencia de Bruno, el querido labrador de su hermano mayor. Confundida por la solemnidad de sus padres, acudió a Stephen para saber cómo reaccionar, y toda su seguridad se desmoronó al ver, por primera vez en su corta vida, que la felicidad y el confort desaparecía del rostro pequeño y feliz de él y que sus labios se volvían blancos mientras la boca se le abría. Oyó cómo el olvido rugía en el silencio que precedió al terrible grito de angustia de él y, a continuación, ella empezó a llorar inconsolablemente, no por Bruno, sino por la terrible pena de su hermano.

Strike no habló de forma inmediata.

—Bien. Gracias —dijo después con evidente dificultad.

Entró en el despacho de dentro y cerró la puerta.

Robin volvió a sentarse en su mesa sintiéndose como un verdugo. No sabía qué hacer. Pensó en llamar de nuevo a la puerta y ofrecerle una taza de té, pero decidió no hacerlo. Durante cinco minutos volvió a organizar nerviosamente las cosas de su mesa, echando un vistazo de vez en cuando a la puerta cerrada, hasta que se volvió a abrir, y ella dio un brinco y fingió estar ocupada con el teclado.

—Robin, voy a salir un momento —dijo él.

—Vale.

—Si no he vuelto a las cinco, puedes cerrar tú.

—Sí, claro.

—Hasta mañana.

Strike cogió su chaqueta y salió con un paso firme que no consiguió engañarla.

Las obras de la calle se extendían como una lesión. Cada día había más caos y se ampliaban las estructuras provisionales que protegían a los peatones y les permitían seguir su camino a través de la devastación. Strike no se dio cuenta de nada de aquello. Caminó automáticamente por encima de las tablas temblorosas hasta el Tottenham, el lugar que relacionaba con la huida y el refugio.

Al igual que el Ordnance Arms, se encontraba vacío salvo por otro cliente, un viejo que estaba nada más cruzar la puerta. Strike se pidió una pinta de Doom Bar y se sentó en uno de los asientos bajos de cuero rojo que había contra la pared, casi debajo de la romántica doncella victoriana que esparcía capullos de rosas con aire dulce, pueril y sencillo. Bebió como si la cerveza fuese una medicina, sin placer, solo concentrado en el resultado.

Jago Ross. Ella debía de haber estado en contacto con él, viéndole, mientras seguían viviendo juntos. Ni siquiera Charlotte, con todo su poder hipnótico sobre los hombres, su impresionante mano firme, podía haber pasado del reencuentro al compromiso en tres semanas. Había estado viendo a Ross a escondidas mientras le juraba amor eterno a Strike.

Aquello daba un cariz diferente al bombazo que le lanzó un mes antes de que acabaran, a su negativa a enseñarle las pruebas y los cambios de fechas y al repentino final de todo.

Jago Ross ya había estado casado antes. Tenía hijos. A Charlotte le habían ido con la noticia de que él estaba bebiendo mucho. Ella se rio con Strike por su afortunada huida tantos años antes. Expresó su pesar por la esposa de él.

Strike se pidió una segunda cerveza y, después, una tercera. Quería ahogar sus impulsos, chisporroteantes como descargas eléctricas, de ir a buscarla, gritarle, volverse loco, partirle la cara a Jago Ross.

No había comido en el Ordnance Arms, ni después, así que hacía mucho tiempo que no tomaba tanto alcohol de una sola vez. Le hizo falta apenas una hora de consumo continuo de cerveza, en soledad y con determinación, para emborracharse de verdad.

Al principio, cuando apareció en su mesa la figura esbelta y pálida, le dijo con voz pastosa que se equivocaba de hombre y de mesa.

—No. No me equivoco —respondió Robin con voz firme—. Voy a pedirme algo para mí también, ¿de acuerdo?

Lo dejó con la mirada confusa en el bolso que ella había dejado en el taburete. Le resultaba agradablemente familiar con su color marrón y un poco desgastado. Normalmente, ella lo colgaba en una percha de la oficina. Le dedicó una amistosa sonrisa y bebió por él.

—Creo que ya ha bebido bastante —le dijo en la barra a Robin el camarero, un joven de aspecto tímido.

—Eso no es culpa mía —repuso ella.

Había buscado a Strike en el Intrepid Fox, que estaba al lado de la oficina, en el Molly Moggs, el Spice of Life y el Cambridge. El Tottenham era el último pub donde tenía pensado probar.

—¿Quéshloquepasa? —le preguntó Strike cuando ella se sentó.

—No pasa nada —contestó Robin dándole un sorbo a su media pinta—. Solo quería asegurarme de que se encuentra bien.

Shi, eshtoy bien —dijo Strike y, a continuación, con un esfuerzo por hablar más claro añadió—: Eshtoy muy bien.

—Bien.

—De celebración por el compromisho de mi prometida —dijo levantando su vigésima pinta con un brindis tembloroso—. Ella no deber-ía haberl dejado —continuó en voz alta y clara—. Nunca. Debió. Dejarlo. El honorable Jago Ross. Que es un verdadero cabrón.

Prácticamente gritó aquella última palabra. Había más personas en el bar que cuando llegó Strike y la mayoría de ellas parecían haberle oído. Le habían lanzado miradas incluso antes de que gritara. Su gran complexión, con los párpados caídos y su expresión combativa, le había garantizado una pequeña área de acceso restringido a su alrededor. La gente bordeaba su mesa cuando iba a los baños como si fuese tres veces más grande.

—¿Vamos a dar un paseo? —sugirió Robin—. ¿Comemos algo?

—¿Sabesh qué? —preguntó él inclinándose hacia delante con los codos sobre la mesa, casi tirando su cerveza—. ¿Sabes qué, Robin?

—¿Qué? —repitió ella sujetando su cerveza para que no se cayera. De repente, le invadió un fuerte deseo de reírse. Muchos de los bebedores que les acompañaban los estaban mirando.

Eresh una chica muy simpática —dijo Strike—. Eresh… Eresh muy buena pershona. Sí. Me he dado cuenta de esho.

—Gracias —respondió ella sonriendo y tratando de no reírse.

Él se apoyó en el respaldo de su asiento y cerró los ojos.

—Lo shiento. Estoy borracho.

—Sí.

—Últimamente no lo hago.

—No.

—No he comido nada.

—¿Vamos entonces a comer algo?

—Sí, vamos —contestó él con los ojos aún cerrados—. Me dijo que eshtaba embarazada.

—Vaya —contestó ella con voz triste.

—Sí. Esho me dijo. Y deshpués, me dijo que lo había perdido. No podía ser mío. No salían las cuentas.

Robin no contestó. No quería que recordara que había oído aquello. Strike abrió los ojos.

—Lo dejó por mí y ahora lo ha dejado… no, me ha dejado por él.

—Lo siento.

—… dejado por él. No lo sientash. Eres una buena pershona.

Sacó los cigarros de su bolsillo y se metió uno entre los labios.

—Aquí dentro no se puede fumar —le recordó ella con suavidad, pero el camarero, que parecía haber estado esperando alguna ocasión, vino rápidamente hacia ellos con aspecto tenso.

—Tienes que salir para hacer eso —le dijo a Strike en voz alta.

Strike levantó la mirada hacia el chico con ojos soñolientos y sorprendido.

—Está bien —le dijo Robin al camarero mientras recogía su bolso—. Vamos, Cormoran.

Él se puso de pie, enorme, torpe, balanceándose, abriéndose en el estrecho espacio que había tras la mesa y mirando con rabia al camarero, a quien Robin no pudo culpar de haber dado un paso atrás.

—No esh neceshario gritar —le dijo Strike—. No esh necesario. Maleducado de mierda.

—Ay, Dios mío —dijo Robin en voz baja.

—¿Alguna vez has practicado boxeo? —le preguntó Strike al camarero, que parecía aterrorizado.

—Cormoran, vámonos.

—Yo fui boxheador. En el ejército, amigo.

—Yo podría haber sido un contrincante —murmuró algún gracioso cerca de la barra.

—Vámonos, Cormoran —dijo Robin. Le agarró del brazo y, para su alivio y sorpresa, él la acompañó sumiso. Aquello le recordó al enorme Clydesdale, el caballo que su tío tenía en su granja.

En la calle, con el aire fresco, Strike se apoyó contra una de las ventanas del Tottenham y trató, sin conseguirlo, de encenderse un cigarro. Al final, Robin tuvo que hacer funcionar el mechero.

—Lo que necesitas es comida —le dijo mientras él fumaba con los ojos cerrados, inclinándose ligeramente, de forma que ella temió que se fuera a caer—. Recobrar la sobriedad.

—No quiero estar sobrio —murmuró Strike. Perdió el equilibrio y se salvó de caer dando varios pasos rápidos hacia un lado.

—Vamos —dijo ella, y le guio por el puente de madera que atravesaba el agujero de la calle, donde el estrépito de las máquinas y los obreros se había convertido por fin en silencio y se había marchado hasta el día siguiente.

—Robin, ¿shabías que yo había shido boxheador?

—No, no lo sabía —respondió ella.

Tenía la intención de llevarlo de vuelta al despacho y darle allí de comer, pero él se detuvo en la tienda de kebabs al final de Denmark Street y atravesó la puerta antes de que ella pudiera detenerlo. En la calle, se sentaron en la única mesa de la acera, se comieron sus kebabs y él le habló de su carrera como boxeador en el ejército, desviándose de vez en cuando para recordarle a ella lo buena persona que era. Robin trató de convencerle de que hablara en voz baja. El efecto de todo el alcohol que había tomado seguía haciéndose notar y la comida parecía estar sirviendo de poco. Cuando él fue al baño, tardó tanto rato que ella empezó a preocuparse por que se hubiera desmayado.

Miró su reloj y vio que eran ya las siete y diez. Llamó a Matthew y le dijo que estaba con un asunto urgente en la oficina. Él no pareció muy contento.

Strike volvió a la calle, rebotando contra el marco de la puerta al salir. Se apoyó firmemente contra la ventana y trató de encender otro cigarro.

—Robin —dijo rindiéndose y mirándola—. Robin, ¿tú shabes lo que es un mo… momento kairós? —preguntó con un hipido.

—¿Un momento kairós? —repitió ella, esperando con todas sus fuerzas que no se tratara de algo sexual, algo que después no sería capaz de olvidar, sobre todo porque el dueño de la tienda estaba escuchando y sonriendo detrás de ellos—. No, no lo sé. ¿Volvemos a la oficina?

—¿No shabes lo que esh? —preguntó él escudriñándola.

—No.

—Es griego —le explicó—. Kairós. Momento kairós. Y significa… —y de algún lugar de su cerebro borracho desenterró unas palabras de sorprendente claridad— el momento revelador. El momento especial. El momento supremo.

«Oh, por favor», pensó ella. «Por favor, no me digas que estamos teniendo uno de ellos».

—¿Y sabes cuál fue el nuestro, Robin? ¿El mío y de Charlotte? —preguntó con la mirada perdida y con su cigarro sin encender colgándole de la mano—. Fue cuando ella entró en el pabellón. Estuve en el hospital mucho tiempo y llevaba dos años sin verla… sin avisar… y la vi en la puerta y todos los demás se giraron también para verla. Y ella entró por el pabellón sin decir una palabra y… —Se detuvo para tomar aire y volvió a tener un hipido—: Y me besó dos años después, y volvimos a estar juntos. Sin que nadie hablara. Jodidamente bonito. La mujer más hermosa que he visto nunca. El mejor momento de toda mi puta… de mi puta vida, probablemente. Lo siento, Robin —añadió—. Por decir puta. Siento haberlo dicho.

Robin sintió las mismas ganas de reír que de llorar, aunque no sabía por qué se tenía que sentir tan triste.

—¿Te enciendo un cigarro?

Eresh una gran persona, Robin. ¿Lo sabes?

Cerca del cruce de Denmark Street él se detuvo en seco, aún balanceándose como un árbol azotado por el viento, y le dijo en voz alta que Charlotte no amaba a Jago Ross, que era todo un juego, un juego para hacerle daño a él, a Strike. Todo el que le fuera posible.

A llegar a la puerta negra de la oficina, se volvió a detener y levantó las dos manos para impedirle que le siguiera hasta arriba.

—Tienes que irte a casa, Robin.

—Deja solamente que me asegure de que llegas bien arriba.

—No. No. Ya estoy bien. Y puede que vomite. Estoy borracho[6]. No pillas esa mierda de chiste cansino tan viejo. ¿O sí? Ya lo sabes casi todo. ¿Te lo he contado?

—No sé a qué te refieres.

—Da igual, Robin. Vete a casa ya. Tengo que vomitar.

—¿Estás seguro de que…?

—Siento no haber dejado de soltar las putas palabrotas. Eres una buena persona, Robin. Adiós.

Ella volvió la cabeza hacia Strike cuando llegó a Charing Cross Road. Él iba caminando con la torpe y espantosa determinación de los muy borrachos hacia la lúgubre entrada de Denmark Place para, sin duda, vomitar allí en la oscuridad del callejón antes de subir tambaleándose hasta su cama plegable y su hervidor de agua.