Ante Strike se extendía un fin de semana cálido y vacío. Se sentó de nuevo ante su ventana abierta, fumando y viendo las hordas de gente que pasaban por Denmark Street para hacer sus compras, con el informe del caso abierto en su regazo y el expediente de la policía en la mesa, haciéndose una lista de los puntos que aún tenía que aclarar y revisando cuidadosamente la montaña de información que había reunido.
Durante un rato estuvo mirando una foto de la fachada del número 18 tal y como estaba la mañana siguiente a la muerte de Lula. Había una pequeña diferencia, aunque importante para Strike, entre el frente tal cual estaba entonces y como estaba ahora. De vez en cuando, iba al ordenador. Una vez para ver quién fue el agente que representaba a Deeby Macc, luego para ver el precio de las acciones de Albris. Su cuaderno yacía abierto a su lado con una página llena de frases y preguntas incompletas, todas con su letra puntiaguda y torpe. Cuando sonó el móvil, se lo llevó al oído sin mirar quién estaba al otro lado.
—Ah, señor Strike —dijo la voz de Peter Gillespie—. Qué bien que haya respondido.
—Hola, Peter —contestó Strike—. Ahora le tienen trabajando los fines de semana, ¿no?
—Algunos no tenemos más remedio que trabajar los fines de semana. No me ha devuelto ninguna de las llamadas que le he hecho durante la semana.
—He estado ocupado. Trabajando.
—Ya veo. ¿Significa eso que podemos esperar pronto la devolución de la deuda?
—Eso espero.
—¿Eso espera?
—Sí —contestó Strike—. Debería estar en situación de darle algo en las próximas semanas.
—Señor Strike, su actitud me deja estupefacto. Usted se comprometió a pagarle la deuda al señor Rokeby mensualmente y ahora tiene impagos por valor de…
—No puedo pagar un dinero que no tengo. Si aguanta, podré devolvérselo todo. Quizá de una sola vez.
—Me temo que eso no es suficiente. A menos que se ponga al día en esos pagos…
—Gillespie —dijo Strike con los ojos fijos en el cielo brillante que había al otro lado de la ventana—, los dos sabemos que el viejo Jonny no va a demandar a su hijo héroe de guerra con una sola pierna para que le devuelva un préstamo que no serviría para pagar las jodidas sales de baño de su mayordomo. Voy a devolverle su dinero, con intereses, en los próximos dos meses, y él puede metérselo por el culo y prenderle fuego. Dígale eso de mi parte, y ahora, déjeme en paz de una puta vez.
Strike colgó, interesado en dejar claro que no se había puesto furioso en absoluto, sino que aún se sentía moderadamente contento.
Continuó trabajando en lo que él había llegado a considerar que era la silla de Robin, hasta bien entrada la noche. Lo último que hizo antes de meterse en la cama fue subrayar, tres veces, las palabras «Hotel Malmaison, Oxford» y hacer un círculo de tinta alrededor del nombre «J. P. Agyeman».
El país se dirigía hacia el día de las elecciones. Strike se acostó temprano el domingo y estuvo viendo las meteduras de pata, las contrademandas y las promesas que estaban poniendo en su tele portátil. Había cierta tristeza en cada una de las noticias que salían. La deuda nacional era tan enorme que resultaba difícil de asumir. Se aproximaban recortes, fuera quien fuese el que ganara. Recortes profundos y dolorosos. Y a veces, con sus ambages, los líderes de los partidos le recordaban a Strike a los cirujanos que le habían dicho con palabras prudentes que podría experimentar cierto grado de incomodidad, ellos que nunca sentirían en su persona el dolor que estaban a punto de infligir.
El lunes por la mañana, Strike se dispuso a salir a Canning Town, donde tenía que encontrarse con Marlene Higson, la madre biológica de Lula Landry. Había sido difícil concertar aquella entrevista. La secretaria de Bristow, Alison, había telefoneado a Robin para darle el número de Marlene Higson y que Strike la llamara en persona. Aunque claramente decepcionada porque el desconocido que estaba al teléfono no fuera un periodista, había expresado desde el principio su disposición para encontrarse con Strike. Después, ella llamó de nuevo a la oficina, dos veces. Primero para preguntarle a Robin si el detective le iba a pagar los gastos para desplazarse hasta el centro de la ciudad, a lo cual se le dio una respuesta negativa. Después, muy enojada, para cancelar la reunión. Una segunda llamada por parte de Strike consiguió que acordara de forma provisional reunirse en el pub de su barrio. Luego, un mensaje irascible en el buzón de voz volvió a cancelar la cita.
Entonces, Strike la llamó por tercera vez y le dijo que creía que su investigación se encontraba en la fase final, y que después de aquello se presentarían ante la policía nuevas pruebas que tendrían como consecuencia, a él no le cabía duda al respecto, una nueva explosión de publicidad. Ahora que lo pensaba dijo él, si ella no era capaz de ayudar, le vendría bien protegerse de otra nueva avalancha de preguntas de la prensa. Marlene Higson reclamó de inmediato su derecho a contar todo lo que ella sabía y Strike aceptó reunirse con ella, tal y como Marlene Higson había sugerido ya, en la cervecería del Ordnance Arms el lunes por la mañana.
Tomó el tren hasta la estación de Canning Town. Desde allí se veía el complejo de negocios de Carnary Wharf, cuyos edificios elegantes y futuristas parecían una serie de brillantes bloques de metal en el horizonte. Su tamaño, como el de la deuda nacional, era imposible de estimar desde aquella distancia. Pero tras unos minutos de caminata, se había alejado todo lo posible del reluciente mundo empresarial. Embutida a lo largo de aquellas urbanizaciones de los muelles donde muchos de esos financieros vivían en pulcros receptáculos de diseño, Canning Town exhalaba pobreza y privaciones. Strike lo sabía desde hacía mucho tiempo, pues aquello había sido una vez la casa del viejo amigo que le había dado el paradero de Brett Fearney. Caminó por Barking Road, dándole la espalda a Canary Wharf, pasando junto a un edificio con un cartel que anunciaba «Rollo para las comunidades», frunciendo el ceño al verlo antes de darse cuenta de que alguien había borrado las letras «Desar».
El Ordnance Arms estaba junto a la casa de empeños English Pawnbroking Ltd. Se trataba de un pub grande y de techos bajos pintado de color blanco grisáceo. El interior era sencillo y funcional, con una selección de relojes de pared de madera sobre un muro de color terracota y una moqueta roja de dibujos de colores pálidos como única muestra de algo tan frívolo como era la decoración. Por lo demás, había dos mesas grandes de billar, una barra larga y accesible y bastante espacio vacío para los borrachos que se arremolinaran por allí. A esas horas, a las once de la mañana, estaba vacío, salvo por un hombre viejo y bajito en el rincón y una chica alegre sirviendo, que se dirigía a su único cliente como «Joey» y que le hizo una señal a Strike para que fuera a la parte de atrás.
La terraza resultó ser el más triste de los patios de cemento, con dos cubos de basura y una única mesa de madera, en la que había sentada una mujer sobre una silla de plástico blanco con sus gordas piernas cruzadas y sosteniendo su cigarro en ángulo recto con su mejilla. Había alambre de púas sobre el alto muro y una bolsa de plástico se había enganchado a él y hacía ruido al moverse con la brisa. Tras el muro se elevaba un enorme bloque de apartamentos, pintado de amarillo y con evidencias de mugre sobresaliendo por muchos de sus balcones.
—¿Señora Higson?
—Llámame Marlene, cielo.
Ella lo miró de arriba abajo, con una sonrisa distendida y una mirada cómplice. Llevaba una camiseta de licra sin mangas de color rosa bajo una sudadera de capucha y cremallera de color gris y unas mallas que le quedaban varios centímetros por encima de sus desnudas piernas de color grisáceo. En los pies llevaba unas chanclas sucias y en los dedos muchos anillos dorados. Su pelo amarillo, con raíces marrones y canosas de varios centímetros, estaba recogido por detrás con una goma sucia.
—¿Le pido algo de beber?
—Tomaré una pinta de Carlin, si es que insistes.
Por el modo en que inclinaba su cuerpo hacia él, la forma en que se apartaba los pajizos mechones de pelo de sus ojos llenos de bolsas, incluso su forma de sostener el cigarro, era en conjunto un flirteo grotesco. Quizá no conocía otro modo de relacionarse con los hombres. A Strike le pareció una mujer tan patética como repulsiva.
—¿Conmocionada? —preguntó Marlene Higson después de que Strike trajera las dos cervezas y se sentara con ella en la mesa—. Puedes estar seguro, cuando la di por perdida. Casi se me parte el corazón, pero me aseguré de darle una vida mejor. Si no, no habría tenido el coraje de hacerlo. Le estaba dando todas las cosas que yo nunca tuve. Crecí siendo pobre, muy pobre. No teníamos nada. Nada.
Apartó la mirada de él dando una profunda calada a su cigarro Rothman’s. Cuando su boca se arrugó formando pequeñas líneas alrededor del cigarro, parecía el ano de un gato.
—Y estaba mi novio, ¿sabes? Que no estaba muy conforme… ya sabes, con eso de que fuera de color. Estaba claro que no era de él. Se vuelven más oscuras, ¿sabes? Cuando nació parecía blanca. Pero, aun así, no la habría dejado nunca si no hubiese tenido la oportunidad de darle una vida mejor. Pero fui fuerte. No me iba a echar de menos, era demasiado pequeña. Le di un buen punto de partida y, quizá, cuando fuera mayor, vendría a buscarme. Y mi sueño se hizo realidad —añadió con un espantoso despliegue de patetismo—. Vino a buscarme.
»Voy a contarle una cosa muy rara —dijo sin pararse a respirar—. Un amigo mío me dijo, tan solo una semana antes de recibir la llamada de ella: “¿Sabes a quién te pareces?”, me dice. Y yo le digo: “No seas tonto”, pero él me dice: “En serio. En los ojos y la sombra de las cejas, ya sabes”.
Lanzó una mirada de ilusión a Strike, que no fue capaz de responderle. Le parecía imposible que el rostro de Nefertiti pudiera haber salido de esa porquería.
—Se puede ver en mis fotos de cuando era más joven —dijo con un atisbo de resentimiento—. La cuestión es que me aseguré de darle una vida mejor y, luego, van y se la dan a esos cabrones, perdón por la expresión. Si lo llego a saber, me la habría quedado, y se lo dije. Eso la hizo llorar. Me la habría quedado y no la habría dejado nunca.
»Sí, me lo contó. Lo sacó todo. Se llevaba bien con su padre, con sir Alec. Parecía un buen tipo. Pero la madre es una bruja loca de verdad. Sí. Pastillas. Colocada de pastillas. Estas jodidas zorras ricas toman pastillas para sus putos nervios. Lula podía hablar conmigo, ¿sabes? En fin, es un vínculo innato. No se puede romper, joder.
»Tenía miedo de lo que esa zorra podía hacerle si descubría que Lula estaba buscando a su verdadera madre. Le preocupaba mucho lo que esa bruja iba a hacer cuando la prensa supiera lo mío y, ya ves, cuando eres famosa como ella, se descubre todo, ¿no? Pero cuántas mentiras cuentan. Algunas de las cosas que dijeron de mí… Aún sigo pensando en demandarlos.
»¿Qué estaba diciendo? Sí, su madre. Yo se lo dije a Lula. “¿Para qué preocuparse, cariño? De todos modos a mí me parece que estás mejor sin ella. Que se cabree si no quiere que nos veamos”. Pero Lula era una buena chica y siguió visitándola porque sentía que era su deber.
»De todas formas, tenía su propia vida, era libre de hacer lo que quisiera, ¿no? Tenía a Evan, un hombre para ella sola. Pero yo le dije que no me gustaba —explicó Marlene Higson con un gesto de severidad—. Ah, sí. Las drogas. He visto a muchos que han ido por ahí. Pero tengo que admitir que en el fondo es un buen muchacho. Eso lo tengo que admitir. Él no tuvo nada que ver con aquello. Te lo aseguro.
—¿Lo conociste?
—No, pero una vez ella lo llamó cuando estaba conmigo y yo les oí a los dos en el teléfono y formaban una pareja encantadora. No, no tengo nada malo que decir sobre Evan. No tuvo nada que ver con aquello, eso ha quedado demostrado. No, no tengo nada malo que decir de él. Mientras esté limpio, tendrá mi bendición. Yo le dije a Lula: «Que venga contigo para que le dé mi visto bueno», pero no lo hizo. Siempre estaba ocupado. Es un chico guapo, por debajo de todo ese «aspecto» —dijo Marlene—. Se ve en todas sus fotos.
—¿Habló ella contigo de sus vecinos?
—¿De ese Fred Bistigüi? Sí, me contó todo eso de que le ofrecía papeles en sus películas. Yo le dije que por qué no. Podría ser divertido. Aunque no le gustara, podría ser otro medio millón en el banco.
Sus ojos enrojecidos se entrecerraron con la mirada perdida. Por un momento, pareció fascinada, perdida en la contemplación de cifras tan enormes y deslumbrantes que quedaban más allá de lo que podía imaginar, como una imagen del infinito. El simple hecho de hablar de ellas era como saborear el poder del dinero, dar vueltas en su boca a sueños de riqueza.
—¿Alguna vez la oíste hablar de Guy Somé?
—Ah, sí, le gustaba ese Gui. Era bueno con ella. Personalmente, yo prefiero cosas más clásicas. No es mi estilo.
La licra de color rosa chillón se ajustaba sobre los michelines de grasa que sobresalían por la cintura de sus mallas y se tensaba cuando se inclinaba hacia delante para dar delicados golpes con el cigarro en el cenicero.
—«Para mí es como un hermano», decía ella. Y yo le decía que no había que fingir que tenía hermanos, que por qué no intentábamos buscar juntas a mis chicos. Pero no estaba interesada.
—¿Tus chicos?
—Mis hijos, mis otros hijos. Sí. Tuve dos más después de ella. Uno con Dez y luego vino otro. Los servicios sociales me los quitaron, pero yo le dije a ella: «Con tu dinero podemos buscarlos, darles un poco, no mucho. No sé, como un par de miles. Y yo trataría de contratar a alguien para que los buscara, ocultándoselo a la prensa. Yo me encargaría de ello. Tú no te tienes que ocupar». Pero no estaba interesada —repitió Marlene.
—¿Sabes dónde están tus hijos?
—Se los llevaron siendo bebés, no sé dónde están ahora. Yo tenía problemas. No te voy a mentir, he tenido una vida muy difícil.
Y le habló, con todo lujo de detalles, de su dura vida. Fue una historia sórdida sembrada de hombres violentos, adicciones e ignorancia, abandono y pobreza, y un instinto animal de supervivencia que hacía que fuera dejando una estela de bebés, pues exigían unas habilidades que Marlene nunca había desarrollado.
—Entonces, ¿no sabes dónde están ahora tus hijos? —repitió Strike veinte minutos después.
—No. ¿Cómo coño voy a saberlo? —contestó Marlene, que se había dejado llevar por la amargura—. De todos modos, ella no mostró interés. Ya tenía un hermano blanco, ¿no? Buscaba a su familia negra. Eso es lo que de verdad quería.
—¿Te preguntó por su padre?
—Sí. Y yo le conté todo lo que sabía. Era un estudiante africano. Vivía en el piso de encima del mío. En esta misma calle, Barking Road, con otros dos. Ahora hay una casa de apuestas en la planta de abajo. Un chico muy guapo. Me ayudó con la compra un par de veces.
Oyó a Marlene Higson mientras le contaba el cortejo que precedió con una decencia casi victoriana. Ella y el estudiante africano apenas habían pasado de darse la mano durante los primeros meses de conocerse.
—Y luego, como él me había ayudado todas esas veces, un día le dije que entrara en casa, ya sabes, para agradecérselo de verdad. Yo no soy una persona con prejuicios. Para mí todos son iguales. «¿Te apetece una taza de té?», le dije. Y eso fue todo. Y luego, descubro que estoy embarazada —dijo Marlene mientras la dura realidad caía en medio de las vagas imágenes de tazas de té y pañitos de adorno.
—¿Se lo dijiste?
—Ah, sí. Y él no paró de decir que iba a ayudar y que iba a asumir su responsabilidad y asegurarse de que yo estuviera bien. Y luego, llegaron las vacaciones. Dijo que iba a volver —continuó Marlene con desdén—. Salió corriendo. ¿No lo hacen todos? ¿Y qué iba a hacer yo, ir a África a buscarlo?
»De todos modos, no me importó. No me rompió el corazón. Para entonces, yo ya estaba viéndome con Dez. No le importó lo del bebé. Me fui a vivir con Dez poco después de que Joe se fuera.
—¿Joe?
—Así se llamaba. Joe.
Lo dijo con convicción, pero Strike pensó que quizá fuese porque había repetido tanto aquella mentira que ya le salía con facilidad, de forma automática.
—¿Cuál era su apellido?
—Joder, no me acuerdo. Eres como ella. Fue hace veintitantos años. Mumumba —dijo Marlene Higson con descaro—. O algo así.
—¿Podía ser Agyeman?
—No.
—¿Owusu?
—Ya te lo he dicho —respondió con tono agresivo—. Era Mumumba o algo así.
—¿No MacDonald? ¿Ni Wilson?
—Estás de coña. ¿MacDonald? ¿Wilson? ¿De África?
Strike llegó a la conclusión de que su relación con el africano no había llegado nunca al intercambio de apellidos.
—Y has dicho que era estudiante. ¿Dónde estudiaba?
—En la universidad —contestó Marlene.
—¿En cuál? ¿Te acuerdas?
—No lo sé, joder. ¿Te puedo gorronear un cigarro? —añadió con un tono algo más conciliatorio.
—Sí, coge.
Ella se encendió el cigarro con su mechero de plástico, dio una calada con ganas y, después, continuó ablandada por el tabaco gratis:
—Creo que tenía algo que ver con un museo. Al lado, algo así.
—¿Al lado de un museo?
—Sí, porque recuerdo que dijo: «A veces, visito el museo en mis horas libres». —Su imitación hizo que el estudiante africano pareciera un inglés de clase alta. Sonrió, como si aquella recreación fuese absurda, ridícula.
—¿Recuerdas qué museo era el que visitaba?
—El… el Museo de Inglaterra o algo así —respondió. Y después, con tono de enfado—: Eres como ella. ¿Cómo coño se supone que voy a acordarme después de todo este tiempo?
—¿Y no lo volviste a ver nunca más después de que regresara a su casa?
—No —contestó—. Ni esperaba hacerlo. —Bebió un poco de cerveza—. Probablemente esté muerto.
—¿Por qué dices eso?
—Es África, ¿no? Le pueden haber disparado. O se puede haber muerto de hambre. Cualquier cosa. Ya sabes cómo es aquello.
Strike sí lo sabía. Recordó las pululantes calles de Nairobi, la vista aérea del bosque tropical de Angola, la neblina cerniéndose por encima de las copas de los árboles y la repentina y arrebatadora belleza, cuando el helicóptero giró, de una catarata en medio del exuberante verdor de la ladera de la montaña. Y a la mujer masái con un bebé en el pecho, sentada en una caja mientras Strike la interrogaba meticulosamente sobre una supuesta violación y Tracey grababa con la cámara a su lado.
—¿Sabes si Lula trató de buscar a su padre?
—Sí que lo intentó —contestó Marlene con desprecio.
—¿Cómo?
—Miró en los registros de la universidad —le explicó Marlene.
—Pero si no recuerdas a cuál fue…
—Yo qué sé. Creyó haberla encontrado o algo así, pero no pudo localizarlo a él, eso no. Puede que yo no recuerde bien su nombre, no sé. Ella no paraba de insistir e insistir, joder. Que cómo era, que dónde estudiaba. Yo le dije que era alto y delgado y que debía sentirse agradecida de haber sacado mis orejas y no las de él, porque no habría tenido ninguna jodida carrera de modelo si llega a sacar aquellas putas orejotas de elefante.
—¿Alguna vez te habló Lula de sus amigas?
—Sí. Estaba esa zorrita, Raquelle, o como quiera que se llamara, sacando todo lo que podía de Lula. Se lo montó bien. Vestidos y joyas de puta madre y no sé qué coño más. Yo le dije a Lula una vez: «No me importaría tener un abrigo nuevo». Pero yo no era avasalladora. A esa Raquelle no le importaba estar pidiendo.
Aspiró por la nariz y vació su vaso.
—¿Conociste alguna vez a Rochelle?
—Así es como se llama, ¿no? Sí, una vez. Vino en un cochazo con chófer para recoger a Lula de mi casa. Como una señorona asomando por la ventanilla, mirándome con desprecio. Supongo que ahora estará echando de menos todo eso. Estaba con ella por todo lo que le sacaba.
»Y estaba esa Ciara Porter —continuó Marlene con mayor rencor aún, si es que eso era posible—. Acostarse con el novio de Lula la noche en que murió. La puta zorra.
—¿Conoces a Ciara Porter?
—La he visto en los putos periódicos. Él fue a su casa, ¿no? Evan. Después de discutir con Lula. Fue a casa de Ciara. La muy zorra.
A medida que Marlene seguía hablando, quedó claro que Lula había mantenido a su madre biológica completamente apartada de sus amigas y que, a excepción de un breve encuentro con Rochelle, las opiniones y deducciones de Marlene sobre la vida social de Lula se basaban por completo en los artículos de la prensa que leía con avidez.
Strike fue a por más bebidas y escuchó a Marlene describir el horror y la consternación que había sufrido al saber —por un vecino que había llegado corriendo con la noticia a primera hora de la mañana del día 8— que su hija había muerto al caer de su balcón. Un interrogatorio exhaustivo demostró que Lula no había visto a Marlene desde dos meses antes de que muriera. Strike escuchó después una diatriba sobre el tratamiento que había recibido por parte de la familia adoptiva de Lula tras la muerte de la modelo.
—No me querían por allí, sobre todo el cabrón del tío. Lo conoces, ¿verdad? El jodido de Tony Landry. Me puse en contacto con él para preguntarle por el funeral y lo único que recibí fueron amenazas. Sí. Amenazas de mierda. Yo le dije: «Soy su madre. Tengo derecho a estar allí». Y él me dijo que yo no era su madre, que su madre era esa zorra loca, lady Bristow. Curioso, le dije, porque recuerdo cómo empujé para que saliera de mi coño. Perdón por mi rudeza. Y él me dijo que yo estaba causándoles dolor por hablar con la prensa. Vinieron ellos —le dijo a Strike con furia señalando con el dedo el bloque de pisos que había encima de ellos—. La prensa vino y me encontró. Claro que les conté mi versión de la puta historia. Claro que lo hice.
»No quería montar un escándalo, no en el funeral. No quería echarlo todo a perder, pero no iba a mantenerme alejada. Fui y me senté atrás. Vi a la mierda de Rochelle allí, lanzándome miradas como si yo fuese una escoria. Pero al final, nadie me impidió ir.
»Esa jodida familia consiguió lo que quería. Yo no saqué nada. Nada. Eso no es lo que Lula hubiera querido. Lo sé. Ella habría querido que yo me quedara con algo. No es que a mí me importe el dinero —dijo Marlene fingiendo dignidad—. No se trataba de dinero. Nada iba a sustituir a mi hija, ni diez ni veinte millones.
»Eso sí, ella se habría puesto furiosa si llega a saber que no me dan nada —continuó—. Con todo ese dinero disponible. La gente no me cree cuando digo que no recibí nada. Me cuesta pagar el alquiler y mi propia hija dejó millones. Pero es lo que hay. Así es como los ricos siguen siendo ricos, ¿no? Ellos no lo necesitaban, pero no les importó. No sé cómo puede dormir ese Landry por las noches, pero eso es asunto suyo.
—¿Te dijo Lula alguna vez que te iba a dejar algo? ¿Mencionó haber hecho un testamento?
De repente, Marlene pareció ponerse alerta ante un soplo de esperanza.
—Sí. Me dijo que cuidaría de mí, sí. Sí. Me dijo que me dejaría bien. ¿Crees que debería habérselo dicho a alguien, haberlo mencionado?
—No creo que hubiese cambiado las cosas, a menos que dejara un testamento y te hubiese dejado algo en él —contestó Strike.
—Probablemente lo destruyeron los muy cabrones, joder. Podrían haberlo hecho. Esa gente es así. No me extrañaría de ese tío suyo.