La pesada puerta de la calle pintada de negro del número 18 de Kentigern Gardens se abría a un vestíbulo cubierto de mármol. Justo enfrente de la puerta había un elegante mostrador de madera de caoba empotrado a la pared, a cuyo lado derecho quedaba la escalera, que giraba inmediatamente perdiéndose de vista —escalones de mármol con una barandilla de metal y madera—, y la entrada al ascensor, con sus puertas de color dorado pulido y una sólida puerta de madera oscura en la pared pintada de blanco. En un expositor blanco de forma cúbica del rincón entre esta y la puerta de entrada había unos enormes lirios orientales de llamativo color rosa metidos en altos jarrones tubulares, que desprendían un fuerte aroma en el cálido vestíbulo. La pared de la izquierda estaba ocupada por un espejo, que hacía que se doblara el tamaño aparente del espacio y reflejaba a Strike y a Robin mientras se miraban en él, las puertas doradas del ascensor y, encima, la moderna lámpara de araña de la que colgaban dados de cristal y que alargaba el mostrador del guardia de seguridad convirtiéndolo en una vasta extensión de madera pulida.
Strike recordó lo que le dijo Wardle: «Pisos con acabados de mármol y mierdas así como si… como si fuera un hotel de cinco estrellas». A su lado, Robin trataba de no parecer impresionada. Así que era así cómo vivían los multimillonarios. Matthew y ella vivían en la planta baja de una casa adosada de Clapham. Su sala de estar era del mismo tamaño que la sala designada para los guardias que no estaban de servicio, la primera que les enseñó Wilson. Había espacio suficiente para una mesa y dos sillas. Una caja anclada a la pared contenía todas las llaves maestras y otra puerta conducía a un diminuto servicio.
Wilson llevaba un uniforme negro que tenía el diseño del de un agente de policía, con sus botones de metal, una corbata negra y una camisa blanca.
—Monitores —le indicó a Strike cuando salieron de la sala de atrás y se detuvieron tras el mostrador, donde una fila de cuatro pantallas pequeñas en blanco y negro quedaba oculta a las visitas. En una se mostraban las imágenes de la cámara que había sobre la puerta de la calle, que ofrecía una visión limitada de la calle; en otra se mostraba una visión también desolada de un aparcamiento subterráneo; en la tercera, el vacío jardín de atrás del número 18, donde se veía césped, alguna planta llamativa y el alto muro de detrás sobre el que Strike se había subido; la cuarta mostraba el interior del ascensor parado. Además de los monitores, había dos paneles de control para las alarmas comunitarias y para las puertas de la piscina y del aparcamiento, y dos teléfonos, uno con una línea exterior y el otro conectado solamente a los tres pisos.
—Por ahí se va al gimnasio, la piscina y el aparcamiento —dijo Wilson señalando a una sólida puerta de madera y, a petición de Strike, los llevó a través de ella.
El gimnasio era pequeño pero estaba lleno de espejos, como el vestíbulo, de modo que parecía el doble de grande. Tenía una ventana que daba a la calle y en ella había cintas para correr, máquinas de remos y de step y un juego de pesas.
Una segunda puerta de color caoba llevaba a una estrecha escalera de mármol iluminada con apliques de forma cúbica que los llevó a un pequeño rellano inferior donde una puerta sencilla daba al aparcamiento del sótano. Wilson la abrió con dos llaves, una de tipo Chubb y otra de seguridad y, a continuación, encendió el interruptor y el espacio iluminado era casi tan largo como la calle misma, lleno de coches Ferrari, Audi, Bentley, Jaguar y BMW de millones de libras. Cada seis metros a lo largo de la pared de atrás había puertas como la que acababan de atravesar, las entradas a cada una de las casas de Kentigern Gardens. Las puertas eléctricas del aparcamiento que venían del callejón de servicio estaban cerca del número 18, perfiladas por la plateada luz del día.
Robin se preguntó qué estarían pensando los dos hombres silenciosos que estaban a su lado. ¿Estaba Wilson acostumbrado a las extraordinarias vidas de las personas que vivían allí, a los aparcamientos subterráneos, a las piscinas y a los Ferraris? ¿Estaba pensando Strike —igual que ella— que aquella larga fila de puertas representaba un montón de posibilidades que no se habían planteado antes: de vecinos escabulléndose en secreto, escondiéndose y saliendo de tantos modos como casas había en la calle? Pero entonces, se fijó en los numerosos hocicos negros que apuntaban desde distintos lugares de las altas paredes en sombra proporcionando imágenes a innumerables monitores. ¿Era posible que ninguno de ellos estuviese bajo vigilancia esa noche?
—De acuerdo —dijo Strike, y Wilson los llevó de vuelta a las escaleras de mármol y cerró con llave la puerta del aparcamiento cuando salieron.
Bajando por otro corto tramo de escaleras, el olor del cloro se volvió más fuerte a cada paso, hasta que Wilson abrió una puerta que había al fondo y les inundó una oleada de aire cargado de calor, humedad y olor a productos químicos.
—¿Es esta la puerta que no estaba cerrada con llave esa noche? —le preguntó Strike a Wilson, quien asintió mientras pulsaba otro interruptor y las luces se encendían.
Pasaron por el ancho borde de mármol de la piscina, que estaba protegida con una gruesa cubierta de plástico. La pared de enfrente era, una vez más, de espejos. Robin vio a los tres allí de pie, una visión incongruente completamente vestidos sobre un mural de plantas tropicales y mariposas revoloteando entre ellas y que se extendía hasta el techo. La piscina era de unos quince metros de largo y en el extremo opuesto tenía un jacuzzi hexagonal, detrás del cual había tres cabinas para cambiarse, con puertas con cerradura.
—¿Aquí no hay cámaras? —preguntó Strike mirando a su alrededor. Wilson negó con la cabeza.
Robin sintió que el sudor empezaba a picarle en la nuca y debajo de los brazos. La zona de la piscina era agobiante y se sintió encantada cuando subió las escaleras por delante de los dos hombres de vuelta al vestíbulo, que, en comparación, era agradable y estaba ventilado. Durante su ausencia, había aparecido una joven rubia y pequeña vestida con una bata rosa, vaqueros y una camiseta y que llevaba un cubo de plástico lleno de productos de limpieza.
—Derrick —dijo con un marcado acento cuando el guardia de seguridad salió de las escaleras—. Necesito la llave del dos.
—Esta es Lechsinka —les explicó Wilson—. La limpiadora.
Ella saludó a Robin y a Strike con una pequeña y dulce sonrisa. Wilson rodeó el mostrador caoba y le dio una llave que cogió de debajo. Entonces, Lechsinka subió las escaleras balanceando el cubo y contoneando seductoramente su trasero envuelto en tela vaquera ajustada. Strike, consciente de la mirada de soslayo de Robin, apartó de allí los ojos a regañadientes.
Strike y Robin siguieron a Wilson hasta el piso 1, que abrió con una llave maestra. Strike vio que la puerta que daba a la escalera tenía una mirilla de las antiguas.
—La casa del señor Bestigui —anunció Wilson mientras apagaba la alarma introduciendo el código en un panel que quedaba a la derecha de la puerta—. Lechsinka ya ha estado limpiando esta mañana.
Strike pudo oler el abrillantador y vio las huellas de la aspiradora sobre la moqueta blanca de la entrada, con sus apliques metálicos y sus cinco puertas de un blanco prístino. Vio el discreto panel de la alarma en la pared de la derecha en ángulo recto con un cuadro en el que aparecían unas cabras fantásticas y unos campesinos flotando sobre una aldea de tonos azules. Había unos altos jarrones con orquídeas sobre una mesa negra de estilo japonés debajo del Chagall.
—¿Dónde está Bestigui? —preguntó Strike.
—En Los Ángeles —contestó el guardia de seguridad—. Regresa dentro de dos días.
La luminosa sala de estar tenía tres ventanales, cada uno de ellos con un balcón de piedra poco profundo. Sus paredes eran de un azul inglés y casi todo lo demás era blanco. Todo estaba impoluto, elegante y proporcionado a la perfección. También allí había un único cuadro magnífico. Macabro, surrealista, con un hombre que sostenía una lanza y que llevaba una máscara de mirlo, agarrado del brazo de un torso femenino de color gris y sin cabeza.
Era desde aquella sala desde donde Tansy Bestigui sostenía que había oído gritos procedentes de dos plantas más arriba. Strike se acercó a los ventanales y comprobó los cierres modernos y el grosor de los cristales, la total ausencia de ruido de la calle pese a que su oído estaba a apenas un centímetro del frío cristal. El balcón que quedaba detrás era estrecho y estaba lleno de arbustos en macetas, podados en forma de conos.
Strike fue al dormitorio. Robin permaneció en la sala de estar, girando despacio sobre sus pies, contemplando la lámpara de araña de cristal veneciano, la alfombra de tonos apagados azul y rosa, la enorme televisión de plasma, la moderna mesa de comedor de cristal y hierro y las seis sillas tapizadas con seda; los pequeños adornos de plata sobre las mesitas de cristal y sobre la repisa de la chimenea. Pensó, lamentándose, en el sofá de IKEA del que hasta entonces se había sentido tan orgullosa. Entonces, recordó la cama plegable que Strike tenía en la oficina con una punzada de vergüenza. Al ver que Wilson la miraba repitió sin saberlo lo que Eric Wardle había dicho:
—Es otro mundo, ¿verdad?
—Sí —contestó él—. Aquí no podría haber niños.
—No —confirmó Robin, que no había visto ese lugar desde aquel punto de vista.
Su jefe salió del dormitorio, claramente concentrado en demostrar algún punto que le satisficiera, y desapareció por el pasillo.
De hecho, Strike estaba probando para sí que el camino lógico de los Bestigui desde el dormitorio hasta el baño era el vestíbulo evitando la sala de estar. Además, creía que el único lugar del piso desde el que Tansy podría haber visto la caída mortal de Lula Landry —y darse cuenta de lo que veía— era desde la sala de estar. A pesar de lo que Eric Wardle había asegurado, nadie que estuviese en el baño podría haber tenido más que una visión parcial de la ventana por la que Landry pasó al caer. Por la noche, aquello no era suficiente para estar seguro de que lo que había caído era un ser humano y, mucho menos, identificar de qué ser humano se trataba.
Strike regresó al dormitorio. Ahora que era él el único ocupante del hogar conyugal, Bestigui dormía en el lado más cercano a la puerta y al vestíbulo, a juzgar por el revoltijo de pastillas, gafas y libros amontonados en aquella mesilla. Strike se preguntó si había sido así mientras convivía con su esposa.
Un gran vestidor con puertas de espejos salía del dormitorio. Estaba lleno de trajes italianos y camisas de Turnbull & Asser. Dos cajones poco profundos y con subdivisiones estaban dedicados por completo a gemelos de oro y platino. Había una caja de seguridad tras un panel falso en la parte de atrás de los estantes de los zapatos.
—Creo que hemos terminado aquí —le dijo Strike a Wilson volviendo a reunirse con los otros dos en la sala de estar.
Wilson conectó la alarma cuando salieron del piso.
—¿Conoce los códigos de los diferentes pisos?
—Sí —respondió Wilson—. Tengo que hacerlo por si suenan.
Subieron a la segunda planta. La escalera giraba alrededor del hueco del ascensor, de modo que había varios rincones ciegos. La puerta del piso 2 era idéntica a la del 1, salvo porque estaba entreabierta. Pudieron oír el ruido de la aspiradora en el interior.
—Ahora tenemos aquí al señor y a la señora Kolchak —les explicó Wilson—. Ucranianos.
La entrada era idéntica en la forma a la del número 1, con muchos rasgos iguales, incluyendo el panel de la alarma en la pared en ángulo recto con la puerta de entrada. Pero en lugar de moqueta, estaba embaldosado. Había un gran espejo dorado frente a la puerta en lugar de un cuadro y dos delicadas mesas altas y delgadas de madera a cada lado sobre las que se apoyaban dos ornamentadas lámparas de Tiffany.
—¿Las rosas de Bestigui estaban sobre una cosa así? —preguntó Strike.
—En una exactamente igual, sí —contestó Wilson—. Ahora está en la sala de estar.
—¿Y usted la colocó aquí, en medio del vestíbulo, con las rosas encima?
—Sí. Bestigui quería que Macc las viera nada más entrar, pero había bastante espacio para pasar alrededor, como puede ver. No es necesario tirarlas. Pero el policía era un chico joven —dijo Wilson con tono indulgente.
—¿Dónde están los botones de alarma de los que me habló? —preguntó Strike.
—Por aquí —respondió Wilson saliendo del vestíbulo y entrando en el dormitorio—. Hay uno junto a la cama y otro en la sala de estar.
—¿Todos los pisos los tienen?
—Sí.
La situación de los dormitorios, sala de estar, cocina y baño era idéntica a la del piso 1. Muchos de los acabados eran similares, hasta las puertas de espejos del vestidor que Strike entró a mirar. Mientras abría puertas y revisaba los vestidos y abrigos de mujer de miles de libras, Lechsinka salió del dormitorio con un cinturón, dos corbatas y varios vestidos envueltos en plástico sobre el brazo, recién traídos de la tintorería.
—Hola —la saludó Strike.
—Hola —contestó ella acercándose a la puerta que había detrás de él y sacando un estante para corbatas—. Perdone, por favor.
Él se apartó. Ella era bajita y muy atractiva, con una forma de moverse coqueta y femenina, un rostro bastante soso, una nariz chata y unos ojos eslavos. Colgó las corbatas con cuidado mientras él la observaba.
—Soy detective —dijo él. Luego recordó que Eric Wardle había descrito su conocimiento del idioma como muy malo—. Como un policía —se aventuró a explicarle.
—Ah. Policía.
—Usted estaba aquí el día anterior a la muerte de Lula Landry, ¿verdad?
Hicieron falta unos cuantos intentos para expresar exactamente lo que quería decir. Pero cuando ella lo entendió no mostró objeción alguna en responder a sus preguntas, siempre que pudiera seguir colocando la ropa mientras hablaba.
—Siempre limpio primero escalera —dijo ella—. Señorita Landry habla muy fuerte a su hermano. Él grita que ella da demasiado dinero a novio y ella muy mala con él. Limpio número 2, vacío. Ya está limpio. Rápido.
—¿Estaban allí Derrick y el hombre de la empresa de seguridad mientras usted limpiaba?
—¿Derrick y…?
—El técnico. El hombre de la alarma.
—Sí. Hombre de alarma y Derrick, sí.
Strike oyó a Robin y a Wilson hablando en la entrada, donde los había dejado.
—¿Activa usted las alarmas otra vez después de limpiar?
—¿Poner alarma? Sí —contestó—. Uno nueve seis seis. Igual que puertas. Derrick me dice.
—¿Le dijo el número antes de que se fuera con el técnico de la alarma?
De nuevo, necesitó varios intentos para que le entendiera y, cuando lo consiguió, ella pareció impaciente.
—Sí. Yo ya he dicho. Uno nueve seis seis.
—¿Así que usted conectó la alarma después de terminar de limpiar aquí?
—Poner alarma, sí.
—Y el técnico de la alarma, ¿cómo era?
—¿Técnico de alarma? ¿Aspecto? —Frunció el ceño con una expresión atractiva, arrugando su pequeña nariz, y se encogió de hombros—. Yo no veo su cara. Pero azul… Todo azul… —añadió, y con la mano con la que no sostenía los vestidos envueltos en plástico, hizo un gesto recorriendo todo su cuerpo.
—¿Un mono? —sugirió él, pero ella recibió aquella palabra sin entender nada—. De acuerdo, ¿dónde fue a limpiar después?
—Número 1 —contestó Lechsinka volviendo a su tarea de colgar los vestidos y moviéndose alrededor de él para encontrar la barra correcta—. Limpio ventanas grandes. Señora Bestigui habla por teléfono. Enfadada. Molesta. Dice no quiere mentir más.
—¿Que no quería mentir? —repitió Strike.
Lechsinka asintió poniéndose de puntillas para colgar un vestido que llegaba hasta los pies.
—¿La oyó decir por teléfono que ella no quería seguir mintiendo? —repitió con claridad.
Lechsinka volvió a asentir, con expresión vacía e inocente.
—Después, ella me ve y ella grita: «¡Vete, vete!».
—¿De verdad?
Lechsinka asintió y continuó colocando los vestidos.
—¿Dónde estaba el señor Bestigui?
—Allí no.
—¿Sabe con quién estaba hablando ella? ¿Al teléfono?
—No. —Pero a continuación, con cierto sigilo, añadió—: Mujer.
—¿Una mujer? ¿Cómo lo sabe?
—Gritando, gritando en teléfono. Yo puedo oír mujer.
—¿Era una pelea? ¿Una discusión? ¿Se gritaban la una a la otra? ¿Fuerte? ¿Sí?
Strike se oyó a sí mismo cayendo en el lenguaje absurdo y rebuscado del inglés discapacitado a nivel lingüístico. Lechsinka volvió a asentir mientras abría cajones en busca de un sitio para el cinturón, la única prenda que quedaba ya en sus brazos. Cuando por fin lo enrolló y lo guardó, se incorporó y se apartó de él, entrando en el dormitorio. Él la siguió.
Mientras ella hacía la cama y ordenaba las mesillas, él verificó que ella había limpiado el piso de Lula Landry en último lugar aquel día, después de que la modelo se marchara para visitar a su madre. La asistenta no había visto nada fuera de lo normal ni ningún papel azul, ya fuera escrito o en blanco. Los bolsos de Guy Somé, con las diferentes prendas para Deeby Macc, ya habían sido entregados en el mostrador de seguridad para cuando ella hubo terminado y lo último que había hecho en el trabajo ese día había sido llevar los regalos del diseñador a los respectivos pisos de Lula y de Macc.
—¿Y volvió a conectar las alarmas después de dejar allí las cosas?
—Yo pongo alarma, sí.
—¿La de Lula?
—Sí.
—¿Y uno nueve seis seis en el piso 2?
—Sí.
—¿Recuerda qué es lo que dejó en el piso de Deeby Macc?
Ella tuvo que explicar por mímica alguna de las prendas, pero consiguió dejar claro que recordaba dos jerséis, un cinturón, un gorro, unos guantes y —hizo un gesto alrededor de sus muñecas— gemelos.
Tras guardar estas cosas en los estantes abiertos del vestidor, para que Macc no los pasara por alto, ella volvió a conectar la alarma y se fue a casa.
Strike le dio las gracias y se quedó allí el tiempo suficiente como para admirar una vez más su trasero con el vaquero ajustado mientras ella alisaba el edredón, antes de volver a la entrada con Robin y Wilson.
Mientras subían el tercer tramo de escaleras, Strike contrastó la declaración de Lechsinka con Wilson, quien confirmó que le había ordenado al técnico que conectara la alarma pulsando 1966, como en la puerta del edificio.
—Elegí un número que fuera fácil de recordar para Lechsinka, por la puerta de entrada. Macc podría poner otro distinto si quería.
—¿Recuerda cómo era el técnico? Usted dijo que era nuevo.
—Era un tipo muy joven. Con el pelo hasta aquí.
Wilson se señaló la base de la nuca.
—¿Blanco?
—Sí, blanco. Ni siquiera parecía que se afeitara todavía.
Habían llegado a la puerta del piso 3, la que fuera la casa de Lula Landry. Robin sintió un escalofrío de algo —miedo, excitación— mientras Wilson abría la tercera puerta pintada de blanco con su vidriosa mirilla del tamaño de una bala.
El piso de arriba era arquitectónicamente distinto a los otros dos. Más pequeño pero de espacios más abiertos. Había sido recientemente decorado del todo con tonos crema y marrones. Guy Somé le había dicho a Strike que a la anterior y famosa inquilina del piso le encantaban los colores. Pero ahora era tan impersonal como cualquier habitación de hotel de alta gama. Strike fue en silencio hasta la sala de estar.
La moqueta de allí no era de rica lana como en el piso de Bestigui, sino de áspero yute de color arenoso. Strike pasó los tacones por encima de ella. No dejaba marcas ni huellas.
—¿El suelo era así cuando Lula vivía aquí? —le preguntó a William.
—Sí. Lo eligió ella. Estaba casi nuevo, así que lo dejaron.
En lugar de las habituales ventanas grandes de los pisos de abajo, cada uno con tres balcones separados, el ático tenía solamente dos puertas dobles que daban a un balcón ancho. Strike quitó los pestillos y abrió las puertas para salir. A Robin no le gustó ver lo que él hacía. Tras un primer vistazo al rostro impasible de Wilson, ella se giró y miró los cojines y los dibujos en blanco y negro, tratando de no pensar en lo que había ocurrido allí tres meses antes.
Strike bajó la mirada hacia la calle y Robin podría haberse sorprendido al saber que sus pensamientos no eran tan fríos ni desapasionados como ella suponía.
Se estaba imaginando a alguien que había perdido por completo el control. Alguien que corría hacia Landry mientras ella estaba, guapa y con su bonita complexión, vestida con la ropa que se había puesto para verse con un invitado al que esperaba, un asesino que, perdido por la rabia, medio arrastrándola, medio empujándola, finalmente, con la fuerza bruta de un maníaco entusiasmado, la tiró. Los segundos que ella tardó en caer por el aire hacia el cemento, suavizado con su cubierta de nieve engañosamente suave, debieron parecer una eternidad. Ella había agitado los brazos, tratando de encontrar algún asidero en el aire cruel y vacío. Y después, sin tiempo para cambiar nada, para dar explicaciones, para disculparse, sin ninguno de esos lujos que ofrecen a aquellos a los que se les notifica su inminente fallecimiento, ella terminó destrozada en la calle.
Los muertos solo podían hablar a través de las bocas de quienes dejan atrás y a través de las señales que dejan esparcidas tras de sí. Strike había sentido a la mujer viva que había tras las palabras que les había escrito a sus amigos. Había oído su voz en un teléfono que había sostenido junto a su oído. Pero ahora, bajando la mirada hacia lo último que ella había visto en su vida, se sintió curiosamente cercano a ella. La verdad iba saliendo y se iba definiendo poco a poco a partir de la multitud de datos desconectados. Lo que no tenía eran pruebas.
Sonó su teléfono móvil cuando estaba allí. Aparecieron en la pantalla el nombre de John Bristow y su número. Descolgó.
—Hola, John. Gracias por devolverme la llamada.
—No hay problema. ¿Alguna novedad? —preguntó el abogado.
—Puede que sí. He hecho que un experto mire el portátil de Lula y ha descubierto un archivo de fotografías que había sido borrado tras la muerte de Lula. ¿Sabe algo de eso?
Sus palabras fueron recibidas con un absoluto silencio. La única razón por la que Strike supo que la llamada no se había cortado fue porque pudo oír un pequeño ruido de fondo desde donde llamaba Bristow.
—¿Las borraron después de que Lula muriera? —dijo por fin el abogado con la voz alterada.
—Eso es lo que dice el experto.
Strike vio cómo un coche pasaba despacio por la calle de abajo y se detenía a medio camino. Salió una mujer envuelta en pieles.
—Yo… lo siento —dijo Bristow con voz muy conmovida—. Estoy… estoy sorprendido. ¿Puede ser que la policía borrara ese archivo?
—¿Cuándo le devolvieron el portátil?
—Pues… en el mes de febrero, supongo. A principios de febrero.
—Este archivo se borró el 17 de marzo.
—Pero… pero eso no tiene sentido. Nadie sabía su contraseña.
—Bueno, es evidente que había alguien que sí. Usted ha dicho que la policía le contó a su madre cuál era.
—Está claro que mi madre no ha borrado…
—No estoy sugiriendo que lo haya hecho ella. ¿Hay alguna posibilidad de que dejara el portátil abierto y encendido? ¿O que le dijera la clave a otra persona?
Pensó que Bristow debía de estar en su despacho. Pudo oír ligeras voces de fondo y, a lo lejos, una mujer riéndose.
—Supongo que es posible —dijo Bristow despacio—. Pero ¿quién iba a borrar las fotografías? A menos… pero Dios mío, eso es terrible…
—¿Qué?
—¿Cree que alguna de las enfermeras ha podido coger las fotos para venderlas a un periódico? Es una idea espantosa… una enfermera…
—Lo único que el experto sabe es que las han borrado. No hay pruebas de que hayan sido copiadas ni robadas. Sin embargo, como usted dice… todo es posible.
—Pero ¿quién si no? Es decir, como es normal, me horroriza pensar que podría tratarse de una enfermera, pero ¿quién más podría ser? El portátil ha estado en casa de mi madre desde que la policía lo devolvió.
—John, ¿tiene usted constancia de todas las visitas que ha recibido su madre en los últimos tres meses?
—Creo que sí. Es decir, evidentemente, no puedo estar seguro…
—No. Pues ahí está la dificultad.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué iba nadie a hacer eso?
—Se me ocurren unas cuantas razones. Aunque sería de gran ayuda que pudiera preguntar a su madre sobre este asunto, John. Si tuvo el ordenador encendido a mediados de marzo. Si alguna de sus visitas expresó algún interés en él.
—Yo… lo intentaré. —Bristow parecía estresado, casi al borde de las lágrimas—. Ahora está muy débil.
—Lo siento —dijo Strike con seriedad—. Me pondré en contacto con usted muy pronto. Adiós. —Salió del balcón y cerró las puertas. A continuación, se giró hacia Wilson.
—Derrick, ¿me puede decir cómo registró usted el piso? ¿En qué orden entró en las habitaciones esa noche?
Wilson se lo pensó un momento antes de contestar.
—Primero, entré aquí. Eché un vistazo, vi las puertas abiertas. No las toqué. Luego —hizo un gesto para que le siguieran—, miré aquí dentro…
Mientras seguía a los dos hombres, Robin se fijó en un cambio sutil en el modo en que Strike hablaba con el guardia de seguridad. Estaba haciéndole preguntas sencillas y hábiles, centrándose en lo que Wilson había oído, tocado, visto y oído a cada paso en el interior del piso.
Siguiendo las instrucciones de Strike, el lenguaje corporal de Wilson empezó a cambiar. Comenzó a recrear el modo en que había agarrado los quicios de las puertas, se había asomado a las habitaciones, había echado un rápido vistazo. Cuando atravesó el único dormitorio, lo hizo a cámara lenta, mientras Strike lo observaba prestando toda su atención. Se puso de rodillas para mostrar cómo había mirado bajo la cama y, gracias a las indicaciones de Strike, recordó que había un vestido arrugado bajo sus piernas. Los condujo, con el rostro en plena concentración, hasta el baño y les mostró cómo había girado para mirar tras la puerta antes de salir corriendo —casi lo expresó con mímica, moviendo los brazos exageradamente al caminar— de nuevo a la puerta del piso.
—Y luego, salió —dijo Strike abriendo la puerta y continuando con los gestos de Wilson.
—Salí —confirmó Wilson con su voz grave—. Y pulsé el botón del ascensor.
Fingió hacerlo y también abrir las puertas empujándolas ansioso por ver lo que había dentro.
—Nada, así que empecé a correr de nuevo escaleras abajo.
—¿Qué pudo oír entonces? —preguntó Strike siguiéndole. Ninguno de los dos le prestaba atención a Robin, que cerró la puerta del piso al salir.
—Muy a lo lejos… a los Bestigui gritando… Y giré por esta esquina y…
Wilson se detuvo en seco en la escalera. Strike, que parecía haberse esperado algo así, también se detuvo. Robin se chocó contra él con una disculpa nerviosa que él cortó levantando la mano, como si, según pensó ella, Wilson estuviera en trance.
—Y me resbalé —dijo Wilson. Parecía sorprendido—. Lo había olvidado. Me resbalé. Aquí. Hacia atrás. Me caí de culo. Había agua. Aquí. Gotas. Aquí.
Estaba apuntando a las escaleras.
—Gotas de agua —repitió Strike.
—Sí.
—No era nieve.
—No.
—No eran huellas mojadas.
—Gotas. Gotas grandes. Aquí. El pie me patinó y me resbalé. Me limité a levantarme y seguí corriendo.
—¿Le contó a la policía lo de las gotas de agua?
—No. Se me había olvidado. Hasta ahora. Se me había olvidado.
Algo que durante todo aquel tiempo había preocupado a Strike había quedado claro por fin. Lanzó un fuerte suspiro de satisfacción y sonrió. Los otros dos se le quedaron mirando.