La aceptación del silencio de Strike por parte de Charlotte no tenía precedentes. No hubo más llamadas ni mensajes. Ella estaba fingiendo que su última pelea obscena y explosiva la había cambiado de forma irrevocable, que la había despojado de todo su amor y la había dejado sin rabia. Sin embargo, Strike conocía a Charlotte tanto como un microbio que hubiese estado en su sangre durante quince años. Sabía que su única reacción al dolor era herir al agresor todo lo que pudiese, sin importar el coste que ello supusiera para ella misma. ¿Qué pasaría si él se negaba a recibirla en audiencia una y otra vez? Aquella era la única estrategia que él nunca había probado y la única que le quedaba.
De vez en cuando, en los momentos en que flaqueaba la resistencia de Strike —a altas horas de la noche, solo en su cama plegable—, la infección volvía a aparecer. Sentía el pinchazo del arrepentimiento y del anhelo y la veía cuerpo a cuerpo, hermosa, desnuda, susurrando palabras de amor, o llorando en silencio, diciéndole que sabía que era mala, que estaba destrozada, que era imposible, pero que él era lo mejor y lo más real que le había pasado. En esos momentos, el ser consciente de que solo hacían falta pulsar unos cuantos botones para hablar con ella parecía ser una barricada demasiado frágil contra la tentación y hubo momentos en los que salió de su saco de dormir y dio un brinco a oscuras hasta la mesa vacía de Robin, encendió la lámpara y se puso a estudiar el informe del caso, incluso durante varias horas. En una o dos ocasiones hizo llamadas a primera hora de la mañana al móvil de Rochelle Onifade, pero nunca contestó.
El jueves por la mañana, Strike volvió al muro que había junto a la puerta del Saint Thomas y esperó tres horas con la esperanza de ver de nuevo a Rochelle, pero ella no apareció. Había hecho que Robin llamara al hospital, pero esta vez se negaron a hablar sobre la falta de asistencia de Rochelle y bloquearon todo intento de conseguir su dirección.
El viernes por la mañana Strike volvía del Starbucks y se encontró a Tuercas sentado, no en el sofá que estaba junto a la mesa de Robin, sino sobre la misma mesa. Tenía un cigarro sin encender en la boca y estaba inclinado sobre ella, al parecer mostrándose más divertido de lo que Strike lo había visto nunca, pues Robin se estaba riendo con esa desgana con la que las mujeres se ríen cuando se las está divirtiendo, pero que, aun así, desea dejar claro que el objetivo está bien defendido.
—Buenos días, Tuercas —lo saludó Strike, pero el tono algo represor de su voz no consiguió moderar el ardiente lenguaje corporal del especialista en informática ni su amplia sonrisa.
—¿Todo bien, Fed? Te he traído tu ordenador.
—Estupendo. Descafeinado doble con leche —le dijo Strike a Robin dejando el vaso a su lado—. Te invito —añadió cuando ella fue a coger el bolso.
Ella era conmovedoramente reacia a cobrar los pequeños caprichos de la caja de la calderilla. No puso ninguna objeción delante del invitado, sino que le dio las gracias a Strike y volvió al trabajo, para lo que hizo un pequeño giro con su silla en el sentido de las agujas del reloj apartándose de los dos hombres.
El resplandor de una cerilla hizo que Strike dirigiera la atención desde su café doble hacia su invitado.
—En esta oficina no se puede fumar, Tuercas.
—¿Qué? Pero si tú fumas como una jodida chimenea.
—No. Aquí dentro no. Sígueme.
Strike condujo a Tuercas a su despacho y cerró la puerta con fuerza detrás de él.
—Está comprometida —le anunció tomando su habitual asiento.
—Entonces, ¿estoy desperdiciando mi pólvora? Bueno. Avísame si el compromiso se va al garete. Es de las de mi tipo.
—Yo no creo que tú seas del suyo.
Tuercas lanzó una sonrisa cómplice.
—Tú estás en la cola, ¿no?
—No —contestó Strike—. Solo sé que su prometido es un contable que juega al rugby. Un tipo de Yorkshire pulcro y de mentón fuerte.
Se había formado una clara imagen mental de Matthew, aunque nunca había visto ninguna fotografía suya.
—Nunca se sabe. Puede que le apetezca cambiar a algo un poco más provocador —dijo Tuercas poniendo el ordenador portátil de Lula Landry sobre la mesa y sentándose enfrente de Strike. Llevaba una sudadera un poco andrajosa y sandalias de tiras sobre sus pies desnudos. Era el día más caluroso del año hasta la fecha—. Le he echado un buen vistazo a esta basura. ¿Cuánta información técnica deseas saber?
—Ninguna. Pero sí necesito saber si podrías darla con claridad en un juzgado.
Tuercas, por primera vez, parecía intrigado.
—¿Hablas en serio?
—Mucho. ¿Podrías demostrar ante un abogado defensor que sabes de lo que hablas?
—Claro que sí.
—Entonces, dame solo los detalles más importantes.
Tuercas vaciló un momento, tratando de interpretar la expresión de Strike.
—La contraseña es Agyeman y fue restablecida cinco días antes de su muerte —empezó a decir por fin.
—Deletréalo.
Tuercas lo hizo.
—Es un apellido —añadió para sorpresa de Strike—. Es ganés. Marcó como favorita la página de la Escuela de Estudios Orientales y Africanos y la visitó. Mira esto.
Mientras hablaba, los veloces dedos de Tuercas golpetearon el teclado. Hizo aparecer la página que estaba describiendo, con bordes de color verde brillante y secciones sobre la escuela, noticias, personal, estudiantes, biblioteca y así sucesivamente.
—Pero cuando murió, tenía este aspecto.
Y con otro arranque de pulsación de teclas, recuperó una página casi idéntica en la que aparecía, como el cursor mostró enseguida, un enlace del obituario de un profesor llamado J. P. Agyeman, profesor emérito de Política Africana.
—Guardó esta versión de la página —continuó Tuercas—. Y su historial de internet muestra que ha buscado sus libros en Amazon durante el mes anterior a su muerte. Estuvo mirando en esa época muchos libros de historia y política africana.
—¿Alguna prueba de que solicitara entrar en esa escuela?
—No aquí.
—¿Algo más que sea de interés?
—Bueno, lo único que he visto ha sido un archivo grande de fotos que fue borrado el 17 de marzo.
—¿Cómo lo sabes?
—Hay un programa que te ayuda a recuperar incluso las cosas que la gente cree que han desaparecido del disco duro —le explicó Tuercas—. ¿Cómo crees que encuentran a todos esos pedófilos?
—¿Lo has recuperado?
—Sí. Lo he guardado aquí. —Le pasó a Strike una tarjeta de memoria—. Creí que no querrías que volviera a colocarlo donde estaba.
—No… Y esas fotografías habían sido…
—Nada especial. Simplemente borradas. Como te digo, tu cliente medio no sabe que tienes que hacer mucho más que dar a «borrar» si de verdad quieres ocultar algo.
—17 de marzo —dijo Strike.
—Sí, el día de San Patricio.
—Diez semanas después de su muerte.
—Pudo haber sido la policía —sugirió Tuercas.
—No fue la policía —dijo Strike.
Después de que Tuercas se hubiese marchado, entró corriendo en el despacho de fuera y apartó a Robin para poder ver las fotografías sacadas del portátil. Pudo sentir la expectación de Robin mientras él le explicaba lo que había hecho Tuercas y abría el archivo de la tarjeta de memoria.
Por una fracción de segundo, Robin tuvo miedo, cuando la primera fotografía aparecía en la pantalla, de que estuviesen a punto de ver algo horrible. Pruebas de criminalidad o perversión. Ella solo había oído hablar de ocultación de imágenes en internet en el contexto de espantosos casos de abuso. Sin embargo, varios minutos después, Strike expresó los sentimientos de ella.
—Solo instantáneas de eventos sociales.
No parecía tan decepcionado como Robin, que se sintió un poco avergonzada de sí misma. ¿Habría querido ver algo desagradable? Strike fue bajando por la pantalla con el ratón a través de fotografías de grupos de chicas riéndose, modelos compañeras de ella y algún que otro famoso. Había varias fotos de Lula con Evan Duffield, unas cuantas de ellas habían sido tomadas claramente por uno o por el otro, sosteniendo la cámara a la distancia que daba de sí el brazo, ambos aparentemente colocados o borrachos. Somé aparecía en varias. Lula parecía más formal, más retraída, a su lado. Había muchas de Ciara Porter y Lula abrazándose en barras, bailando en discotecas y riéndose en el sofá de la casa de otra persona abarrotada de gente.
—Esa es Rochelle —dijo de repente Strike apuntando hacia un rostro taciturno que se entreveía bajo la axila de Ciara en una fotografía de grupo. Habían enganchado a Kieran Kolovas-Jones para que saliera en la fotografía. Estaba al fondo, sonriendo.
»Hazme un favor —le pidió Strike cuando terminó de repasar las doscientas doce fotos—. Revísalas por mí y trata de identificar, al menos, a los famosos, para que podamos empezar por saber quién podría querer que estas fotos desaparecieran de su ordenador.
—Pero si no hay nada incriminatorio en ninguna —repuso Robin.
—Tiene que haberlo.
Él volvió al despacho de dentro, donde hizo llamadas a John Bristow —que estaba en una reunión y no podía ser molestado; «Por favor, dígale que me llame en cuanto pueda»—, a Eric Wardle —buzón de voz: «Tengo una pregunta sobre el portátil de Lula Landry»— y a Rochelle Onifade —por si acaso; sin respuesta; sin posibilidad de dejar mensaje: «Buzón de voz completo».
—Sigo sin tener suerte con el señor Bestigui —le dijo Robin a Strike cuando este salió de su despacho para ver cómo ella realizaba las búsquedas relacionadas con una morena sin identificar que posaba con Lula en una playa—. He vuelto a llamar esta mañana, pero no me ha devuelto la llamada. Lo he intentado todo. He fingido ser todo tipo de personas, he dicho que es urgente… ¿qué le hace gracia?
—Me estaba preguntando por qué ninguna de esas personas que te hacen entrevistas no te ha ofrecido un trabajo —respondió Strike.
—Ah —dijo ella ruborizándose levemente—. Sí que lo han hecho. Todos. He aceptado el de recursos humanos.
—Ah. Vale. No me lo habías dicho. Felicidades.
—Lo siento. Creía que se lo había dicho —mintió Robin.
—Así que te vas… ¿cuándo?
—En dos semanas.
—Y espero que Matthew esté contento. ¿Lo está?
—Sí —respondió ella algo desconcertada—. Sí que lo está.
Fue casi como si Strike supiera lo poco que a Matthew le gustaba que ella trabajara para él. Pero eso era imposible. Había tenido cuidado de no dar la más mínima pista de las tensiones que había en casa.
Sonó el teléfono y Robin contestó.
—¿Despacho de Cormoran Strike?… Sí, ¿de parte de quién, por favor?… Es Derrick Wilson —le dijo pasándole el auricular.
—Hola, Derrick.
—El señor Bestigui se ha ido un par de días —le informó la voz de Wilson—. Si quiere venir a echar un vistazo al edificio…
—Estaré ahí en media hora —contestó Strike.
Estaba de pie, comprobando que llevaba en sus bolsillos la cartera y las llaves, cuando fue consciente del ligero abatimiento que había en el rostro de Robin, aunque continuaba estudiando las fotografías que no incriminaban a nadie.
—¿Quieres venir?
—¡Sí! —exclamó con alegría, cogiendo su bolso y apagando el ordenador.