La mañana siguiente era fresca y luminosa. Strike tomó el metro hasta el elegante y arbolado Chelsea. Aquella era una zona de Londres que apenas conocía, pues Leda, incluso en su época más despilfarradora, nunca había conseguido asegurarse un lugar en el barrio del hospital Real de Chelsea, blanco y elegante bajo el sol de la primavera.
Franklin Row era una calle bonita de más ladrillo rojo. Había plataneros y un gran espacio de césped rodeado de una barandilla, dentro del cual un grupo de niños de primaria jugaban con jerséis azul claro de Aertex y pantalones cortos de color azul marino vigilados por profesores vestidos con chándal. Sus gritos felices se oían en la quietud que solo interrumpían los cantos de los pájaros. No pasó ningún coche mientras Strike recorría la acera en dirección a la casa de lady Yvette Bristow con las manos en los bolsillos.
La pared que estaba junto a la puerta de cristal, que quedaba en lo alto de cuatro escalones de piedra blanca, tenía un antiguo panel de baquelita lleno de timbres. Strike vio que el nombre de Yvette Bristow estaba claramente marcado junto al piso E, después, volvió a la acera y esperó al suave calor del día, mirando a un lado y a otro de la calle.
Dieron las diez y media, pero John Bristow no había llegado. La plaza estaba vacía, salvo por los veinte niños pequeños que corrían entre conos y aros de colores al otro lado de la barandilla.
A las diez cuarenta y cinco, el teléfono de Strike vibró en su bolsillo. Era un mensaje de Robin:
«Alison acaba de llamar para decir que J.B. no puede evitar retrasarse. No quiere que usted hable con su madre sin que él esté presente».
Strike escribió inmediatamente a Bristow:
«¿Cuánto tiempo va a retrasarse? ¿Alguna posibilidad de hacer esto más tarde?».
Acababa de enviar el mensaje cuando el teléfono empezó a sonar.
—Sí, diga.
—¿Oggy? —contestó la voz metálica de Graham Hardacre desde Alemania—. Tengo lo de Agyeman.
—No puedes ser más oportuno. —Strike sacó su cuaderno—. Dime.
—Se trata del teniente Jonah Francis Agyeman, del Cuerpo Real de Ingenieros. Veintiún años de edad, soltero, su última misión empezó el 11 de enero. Vuelve en junio. Familiar más cercano, su madre. Sin hermanos ni hijos.
Strike tomó nota de todo ello en su cuaderno sosteniendo el teléfono móvil entre la mandíbula y el hombro.
—Te debo una, Hardy —dijo guardándose el cuaderno—. No tendrás una foto, ¿verdad?
—Puedo enviártela por correo electrónico.
Strike le dio a Hardacre la dirección de correo electrónico del despacho y, tras las preguntas rutinarias sobre las vidas de cada uno y las mutuas expresiones de buenos deseos, colgó.
Eran las once menos cinco. Strike esperó con el móvil en la mano, en la tranquila y frondosa plaza mientras los niños daban brincos y jugaban con sus aros y sus sacos rellenos de bolitas y un avión diminuto y plateado dibujaba una gruesa línea blanca en el cielo azul. Por fin, con un pequeño sonido claramente audible en aquella calle tranquila, llegó el mensaje de respuesta de Bristow.
«Imposible hoy. He tenido que salir a Rye. ¿Quizá mañana?».
Strike soltó un suspiro.
—Lo siento, John —murmuró y subió los escalones para llamar al timbre de lady Bristow.
El silencioso, espacioso y soleado vestíbulo tenía, pese a todo, un aspecto deprimente de espacio comunal que un jarrón en forma de cubo con flores secas, una apagada alfombra verde y unas paredes de color amarillo claro, probablemente elegidos por su carácter inocuo e insípido, no podían borrar. Como en Kentigern Gardens, había un ascensor, este con puertas de madera. Strike decidió subir andando. El edificio tenía un ligero aire desaliñado que para nada menoscababa su tranquila aura de riqueza.
La puerta del piso de arriba la abrió una sonriente enfermera caribeña de la clínica Macmillan, quien también había abierto la puerta de abajo.
—Usted no es el señor Bristow —dijo ella con voz animada.
—No, soy Cormoran Strike. John viene de camino.
Le dejó pasar. El recibidor de lady Bristow estaba agradablemente abarrotado de cosas, con papel de pared de un rojo desgastado y cubierto por acuarelas en viejos marcos dorados. Había un paragüero lleno de bastones y abrigos colgados en una fila de perchas. Strike miró a la derecha y entrevió el interior del estudio al fondo del pasillo: una pesada mesa de madera y una silla giratoria de espaldas a la puerta.
—¿Espera en la sala de estar mientras voy a ver si lady Bristow está lista para verle?
—Sí, por supuesto.
Atravesó la puerta que le había indicado y entró en una espléndida habitación con paredes de color amarillo pálido llenas de librerías abarrotadas de fotografías. Un teléfono de disco antiguo yacía en una mesita junto a un cómodo sofá de cretona. Strike comprobó que la enfermera había desaparecido de su vista antes de levantar el auricular de su gancho y volver a dejarlo, discretamente torcido sobre su soporte.
Junto al ventanal y sobre un pequeño bargueño, había una fotografía grande con marco de plata que mostraba la boda de sir Alec Bristow y su esposa. El novio parecía mucho mayor que su mujer, un hombre rechoncho, sonriente y con barba. La novia era delgada, rubia y guapa, aunque insípida. Aparentemente admirando la fotografía, Strike se puso de espaldas a la puerta y abrió un pequeño cajón de aquel delicado escritorio de madera de cerezo. Dentro había elegantes folios de carta de color azul claro y sobres a juego. Volvió a cerrar el cajón.
—¿Señor Strike? Puede pasar.
Atravesando de nuevo el recibidor empapelado de rojo, recorrió un corto pasillo y entró en un dormitorio grande, donde los colores predominantes eran el azul claro y el blanco; todo él daba una impresión de elegancia y buen gusto. Dos puertas a la izquierda, las dos entreabiertas, conducían a un pequeño baño y lo que parecía un gran vestidor. Los muebles eran delicados y afrancesados. Los accesorios de una grave enfermedad —el gotero sobre su pie metálico, la bacinilla limpia y brillante sobre una cajonera y una colección de medicinas— eran patentes impostores.
La moribunda llevaba una bata gruesa de color marfil y estaba apoyada, empequeñecida en su cama de madera labrada, sobre muchas almohadas. No quedaba indicio alguno de la belleza juvenil de lady Bristow. Los huesos de su esqueleto estaban ahora claramente marcados por debajo de la fina piel brillante y descascarillada. Tenía los ojos hundidos, lechosos y sombríos, y su pelo escaso, fino como el de un bebé, era gris por encima de su amplio y rosado cuero cabelludo. Sus esqueléticos brazos yacían débiles sobre las mantas, de donde sobresalía un catéter. Su muerte era una presencia casi palpable en aquella habitación, como si estuviese allí, esperando impaciente, cortés, detrás de las cortinas.
Un ligero olor a tila impregnaba el aire, pero no eclipsaba del todo el del desinfectante y el de la putrefacción corporal, olores que a Strike le recordaron al hospital donde había pasado meses desvalido. Un segundo ventanal estaba abierto unos cuantos centímetros, de modo que el cálido aire fresco y los lejanos gritos de los niños jugando entraban en la habitación. Se veían las ramas más altas de los frondosos plataneros iluminados por el sol.
—¿Es usted el detective?
Su voz sonaba débil y entrecortada, sus palabras ligeramente mal articuladas. Strike, que se había preguntado si Bristow le había contado la verdad de su profesión, se alegró de que ella lo supiera.
—Sí, soy Cormoran Strike.
—¿Dónde está John?
—Lo han retenido en el trabajo.
—Otra vez —murmuró ella y, a continuación, dijo—: Tony le hace trabajar muy duro. —Lo miró de forma borrosa y señaló una pequeña silla levantando débilmente un dedo—. Siéntese.
Había unas líneas blanquecinas alrededor de sus iris descoloridos. Al sentarse, Strike vio dos fotografías más con marcos de plata sobre la mesilla. Con algo parecido a una descarga eléctrica, Strike se vio mirando a los ojos de un Charlie Bristow de diez años, de rostro regordete y con su corte de pelo de casco: congelado para siempre en los años ochenta, con su camisa del colegio de cuello de puntas largas y el enorme nudo de la corbata. Estaba igual que cuando se había despedido de su mejor amigo, Cormoran Strike, esperando volver a verse de nuevo tras las vacaciones.
Junto a la fotografía de Charlie había otra más pequeña de una niña bellísima de bucles negros y largos y ojos grandes y marrones con un uniforme de colegio azul marino: Lula Landry, de no más de seis años.
—Mary —dijo lady Bristow sin levantar la voz y la enfermera se acercó afanosamente—. ¿Puedes traerle al señor Strike…? ¿Café? ¿Té? —le preguntó a él, que se había transportado dos décadas y media atrás, al jardín de Charlie Bristow iluminado por el sol, a su elegante madre rubia y a la limonada.
—Un café sería estupendo, muchas gracias.
—Le pido disculpas por no hacérselo yo —dijo lady Bristow cuando la enfermera salió con pesados pasos—, pero, como puede ver, ahora dependo por completo de la amabilidad de los desconocidos. Como la pobre Blanche Dubois.
Cerró los ojos un momento, como si se concentrara mejor en algún dolor interno. Él se preguntó si estaría muy medicada. Bajo sus modales elegantes, adivinó cierto amargor en sus palabras, lo mismo que la tila no conseguía ocultar el olor a descomposición, y se preguntó por qué sería, teniendo en cuenta que Bristow pasaba la mayor parte de su tiempo danzando alrededor de ella para atenderla.
—¿Por qué no ha venido John? —preguntó de nuevo lady Bristow con los ojos todavía cerrados.
—Le han entretenido en la oficina —repitió Strike.
—Ah, sí. Sí. Ya lo ha dicho.
—Lady Bristow, me gustaría hacerle algunas preguntas y quiero pedirle disculpas por adelantado si le parecen demasiado personales o dolorosas.
—Cuando usted haya sufrido lo que yo, nada podrá hacerle ya más daño —dijo ella en voz baja—. Llámeme Yvette.
—Gracias. ¿Le importa si tomo notas?
—En absoluto —contestó mientras le veía sacar su bolígrafo y su cuaderno con una débil muestra de interés.
—Si no le importa, me gustaría empezar por el modo en que Lula llegó a su familia. ¿Sabía algo de su pasado cuando la adoptó?
Encarnaba la viva imagen de la impotencia y pasividad allí tumbada, con sus débiles brazos sobre las mantas.
—No —respondió—. No sabía nada. Alec quizá supiera algo, pero, de ser así, nunca me lo dijo.
—¿Qué le hace pensar que su marido sabía algo?
—Alec siempre profundizaba en las cosas todo lo que podía —contestó con una ligera sonrisa nostálgica—. Era un hombre de negocios de mucho éxito, ya sabe.
—Pero nunca le dijo nada sobre la primera familia de Lula.
—No, nunca lo habría hecho. —Fue como si aquella sugerencia le hubiese parecido extraña—. Yo quería que fuera mía, solo mía, ¿sabe? Alec habría querido protegerme, si es que sabía algo. Yo no habría soportado la idea de que alguien ahí fuera pudiese venir a por ella algún día. Ya había perdido a Charlie y estaba deseando tener una hija. La idea de perderla también…
La enfermera regresó con una bandeja con dos tazas y un plato de bombones de licor.
—Un café —dijo con tono alegre y colocándolo junto a Strike en la mesilla más cercana a él— y una manzanilla.
Volvió a salir. Lady Bristow cerró los ojos. Strike dio un sorbo a su café solo.
—Lula había empezado a buscar a sus padres biológicos un año antes de su muerte, ¿verdad?
—Así es —respondió lady Bristow con los ojos aún cerrados—. A mí acababan de diagnosticarme el cáncer.
Hubo una pausa en la cual Strike dejó la taza de café con un suave tintineo y los lejanos gritos de los niños de la plaza entraron por la ventana abierta.
—John y Tony estaban muy enfadados con ella —continuó lady Bristow—. Creían que no debía empezar a buscar a su madre biológica estando yo tan enferma. El tumor ya estaba muy avanzado cuando lo encontraron. Tuve que entrar directamente en quimioterapia. John fue muy bueno. Me llevaba y me traía del hospital y se vino a vivir conmigo durante la peor época. Incluso Tony venía a ayudar, pero lo único que a Lula parecía importarle… —Soltó un suspiro y abrió sus ojos apagados, estudiando la cara de Strike—. Tony siempre decía que estaba muy consentida. Yo me atrevería a decir que fue culpa mía. Había perdido a Charlie, ¿sabe? Todo era poco para ella.
—¿Sabe cuánto pudo llegar a descubrir Lula sobre su familia?
—Me temo que no lo sé. Creo que ella sabía lo mucho que me molestaba. No me contó mucho. Yo sabía que había encontrado a su madre, claro, pues se lo dio toda aquella espantosa publicidad. Era exactamente como Tony había predicho. Nunca había querido a Lula. Una mujer terrible —susurró lady Bristow—. Pero Lula siguió viéndola. Yo estuve yendo a quimioterapia durante toda aquella época. Había perdido el pelo…
Su voz se fue apagando. Strike se sintió como una persona cruel al seguir presionando, quizá como ella quería que se sintiese.
—¿Y su padre biológico? ¿Le contó a usted alguna vez si había descubierto algo de él?
—No —contestó lady Bristow con voz débil—. Yo tampoco le pregunté. Me daba la impresión de que había dejado todo eso después de encontrar a su terrible madre. Yo no quería hablar de ello, de nada de eso. Era demasiado angustioso. Creo que se daba cuenta de ello.
—¿No mencionó a su padre biológico la última vez que la vio? —insistió Strike.
—No —respondió con su voz baja—. No. No fue una visita muy larga, ¿sabe? En el momento en que llegó, recuerdo que me dijo que no podía quedarse mucho rato. Que había quedado con su amiga Ciara Porter.
Su sensación de maltrato planeó suavemente hacia él como el olor de los que están confinados en la cama que ella exudaba: un poco rancio, un poco pasado. Había algo en ella que le recordaba a Rochelle. Pese a que eran mujeres completamente diferentes, las dos desprendían el resentimiento de quienes se sienten defraudadas y abandonadas.
—¿Recuerda de qué hablaron Lula y usted ese día?
—Pues me habían dado muchos analgésicos, como comprenderá. Había sufrido una operación muy seria. No recuerdo todos los detalles.
—Pero ¿recuerda que Lula vino a verla?
—Sí —respondió—. Me despertó, yo me había quedado dormida.
—¿Puede recordar de qué hablaron?
—De mi operación, claro —dijo con un toque de aspereza—. Y luego, un poco sobre su hermano mayor.
—¿Mayor…?
—Charlie —aclaró lady Bristow con tono triste—. Le hablé del día en que él murió. La verdad es que nunca antes le había hablado de ello. El peor, el día más espantoso de mi vida.
Strike pudo imaginársela, postrada, un poco adormilada, pero no menos resentida por ello, manteniendo a su renuente hija a su lado para hablarle de su dolor y de su hijo muerto.
—¿Cómo iba yo a saber que aquella era la última vez que iba a verla? —susurró lady Bristow—. No era consciente de que estaba a punto de perder a otro hijo.
Sus ojos inyectados en sangre se inundaron. Parpadeó y dos grandes lágrimas cayeron por sus mejillas hundidas.
—¿Puede mirar en ese cajón y sacar mis pastillas? —susurró apuntando con un dedo mustio a la mesilla.
Strike lo abrió y vio dentro muchas cajas blancas de distintos tipos y con distintas etiquetas.
—¿Cuál…?
—No importa. Son todas lo mismo —contestó.
Sacó una. Tenía una etiqueta clara de Valium. Tenía suficientes como para sufrir diez sobredosis.
—¿Puede sacar un par de ellas y dármelas? —le pidió ella—. Las tomaré con un poco de manzanilla, si es que ya está suficientemente fría.
Él le dio las pastillas y la taza. Las manos de ella temblaban; él tuvo que sostener el plato y pensó, de forma un poco inapropiada, en un sacerdote dando la comunión.
—Gracias —murmuró ella volviendo a descansar sobre sus almohadas, mientras él volvía a colocar la manzanilla en la mesa, y mirándolo con sus ojos lastimeros—. ¿Me dijo John que usted conocía a Charlie?
—Sí, así es. Nunca me he olvidado de él.
—No, claro que no. Era un niño de lo más adorable. Todo el mundo lo dice. Un niño muy dulce, el más dulce que he conocido nunca. Le echo de menos cada día.
Al otro lado de la ventana los niños gritaban y se oía el susurro de los plataneros; Strike pensó en cuál habría sido el aspecto de aquella habitación una mañana de invierno, unos meses atrás, cuando los árboles debían estar desnudos, cuando Lula Landry se había sentado donde él estaba ahora, quizá con sus hermosos ojos fijos en la fotografía del difunto Charlie mientras su madre adormecida le contaba aquella terrible historia.
—La verdad es que nunca antes le había hablado a Lula de ello. Los niños habían salido con sus bicicletas. Oímos a John gritar y, después, a Tony, gritando, gritando…
El bolígrafo de Strike no había tocado el papel todavía. Observaba el rostro de aquella moribunda mientras hablaba.
—Alec no me dejó mirar, no me dejó acercarme a la cantera. Cuando me dijo lo que había pasado, me desmayé. Creía que me iba a morir. Quería morirme. No podía comprender cómo Dios había permitido que sucediera aquello.
»Pero, desde entonces, he llegado a pensar que quizá me merezca todo eso —dijo lady Bristow con voz distante, con los ojos fijos en el techo—. Me he preguntado si estoy recibiendo un castigo. Porque los he querido mucho, los he consentido. No podía decir que no. Charlie, Alec y Lula. Creo que debe tratarse de un castigo porque, de otro modo, sería demasiado cruel e inexplicable, ¿no es así? Hacerme pasar por aquello una y otra y otra vez.
Strike no sabía qué responder. Daba pena, pero no le pareció que pudiera compadecerla tanto como, quizá, se merecía. Estaba en su lecho de muerte, envuelta en un invisible traje de martirio, presentando ante él su impotencia y su pasividad como si fuesen adornos, y su sensación predominante fue de rechazo.
—Yo quería mucho a Lula —continuó lady Bristow con frialdad—, pero creo que ella nunca… Era una cosita encantadora. Tan guapa. Habría hecho lo que fuera por esa niña. Pero ella no me quería como Charlie y John. Quizá fue demasiado tarde. Quizá la trajimos demasiado tarde.
»John se puso celoso al principio, cuando ella se vino con nosotros. Se había quedado destrozado por lo de Charlie… pero terminaron haciéndose buenos amigos. Muy buenos.
Arrugó un poco la piel de papel de su frente.
—Así que Tony se equivocó.
—¿En qué se equivocó? —preguntó Strike en voz baja.
Ella retorció sus dedos sobre las mantas. Tragó saliva.
—Tony pensaba que no debíamos adoptar a Lula.
—¿Por qué no?
—A Tony nunca le gustaron ninguno de mis hijos —respondió Yvette Bristow—. Mi hermano es un hombre muy duro. Muy frío. Dijo cosas espantosas después de que Charlie muriera. Alec le dio un puñetazo. No eran ciertas. No era verdad… lo que Tony dijo.
Su mirada blanquecina se deslizó hacia el rostro de Strike y él creyó vislumbrar a la mujer que debió ser cuando aún era guapa: una criatura algo empalagosa, un poco infantil, un poquito dependiente y ultrafemenina, protegida y mimada por sir Alec, que aceptaba que los caprichos y deseos de ella debían garantizar la satisfacción de los dos.
—¿Qué dijo Tony?
—Cosas terribles sobre John y Charlie. Cosas espantosas —contestó con voz débil—. No quiero repetirlas. Y luego, llamó a Alec cuando se enteró de que íbamos a adoptar a una niña y le dijo que no debíamos hacerlo. Alec se puso furioso —susurró—. Le prohibió a Tony que fuera por nuestra casa.
—¿Le contó todo esto a Lula cuando ella la visitó ese día? ¿Lo de Tony y las cosas que dijo tras la muerte de Charlie y cuando la adoptaron?
Ella pareció notar cierto reproche.
—No recuerdo exactamente lo que le dije. Acababa de sufrir una operación muy grave. Estaba un poco adormilada con toda la medicación. No puedo recordar ahora con exactitud lo que le dije.
Y entonces, en un repentino cambio de conversación, añadió:
—Ese chico me recordaba a Charlie. El novio de Lula. Ese chico tan guapo. ¿Cómo se llama?
—¿Evan Duffield?
—Exacto. Vino a verme no hace mucho, ¿sabe? Recientemente. No sé exactamente… pierdo la noción del tiempo. Ahora me dan muchas medicinas. Pero vino a verme. Fue muy dulce por su parte. Quería hablar de Lula.
Strike recordó que Bristow había dicho que su madre no había sabido quién era Duffield y se preguntó si lady Bristow había estado jugando con su hijo, fingiendo estar más confundida de lo que realmente estaba para estimular su instinto de protección.
—Charlie podría haber sido así de guapo de haber vivido. Podría haber sido cantante o actor. Le encantaba actuar, ¿recuerda? Me dio mucha pena ese chico, Evan. Estuvo llorando aquí, conmigo. Me dijo que creía que ella se estaba viendo con otro hombre.
—¿Qué otro hombre era ese?
—El cantante —contestó lady Bristow distraídamente—. Ese cantante que había escrito canciones sobre ella. Cuando se es joven y hermosa, se puede ser muy cruel. Me dio pena. Me dijo que se sentía culpable. Yo le dije que no tenía que sentirse culpable de nada.
—¿Por qué dijo que se sentía culpable?
—Por no haberla seguido a su apartamento. Por no estar allí para impedir su muerte.
—Yvette, ¿podemos volver atrás un poco, al día anterior a la muerte de Lula?
Ella le lanzó una mirada de reproche.
—Me temo que no me acuerdo de nada más. Le he dicho todo lo que recuerdo. Acababa de salir del hospital. Me habían dado medicinas para el dolor.
—Lo entiendo. Solo quería saber si recuerda si su hermano, Tony, vino a visitarla ese día.
Hubo una pausa y Strike vio que algo se endurecía en el débil rostro de ella.
—No, no recuerdo que Tony viniera —contestó por fin lady Bristow—. Sé que dice que estuvo aquí, pero yo no recuerdo que viniera. Quizá estaba dormida.
—Asegura que estuvo aquí cuando Lula vino a visitarla —dijo Strike.
Lady Bristow encogió ligeramente sus frágiles hombros.
—Puede que viniera, pero no lo recuerdo. —Y a continuación, levantando la voz, prosiguió—: Mi hermano está siendo mucho más bueno conmigo ahora que sabe que me voy a morir. Me visita mucho. Habla mal de John continuamente, desde luego. Siempre lo ha hecho. Pero John ha sido siempre muy bueno conmigo. Ha hecho cosas por mí mientras he estado enferma… cosas que ningún hijo debería hacer. Habría sido más propio de Lula… pero ella era una niña consentida. Yo la quería, pero ella podía ser egoísta. Muy egoísta.
—Entonces, ese último día, la última vez que vio a Lula… —dijo Strike volviendo tenazmente al asunto principal, pero lady Bristow le interrumpió.
—Después de que ella se marchara yo estaba muy alterada —dijo—. Pero que muy alterada. Hablar de Charlie siempre me produce eso. Ella vio lo consternada que yo estaba, pero, aun así, se fue a ver a su amiga. Tuve que tomarme unas pastillas y me quedé dormida. No, no vi a Tony. No vi a nadie más. Podría decir que estuvo aquí, pero no recuerdo nada hasta que John me despertó con una bandeja con la cena. John estaba enfadado. Me regañó.
—¿Por qué lo hizo?
—Cree que tomo demasiadas pastillas —contestó lady Bristow como una niña pequeña—. Sé que el pobre John quiere lo mejor para mí, pero no se da cuenta… no puede… He sufrido mucho en mi vida. Esa noche se quedó sentado conmigo durante mucho rato. Hablamos de Charlie. Charlamos hasta la madrugada. Y mientras hablábamos —dijo bajando la voz hasta convertirla en un susurro—, en ese mismo momento en el que hablábamos, Lula se caía… se caía de su balcón.
»Así que fue John quien tuvo que darme la noticia, a la mañana siguiente. La policía había llegado a casa al amanecer. Él entró en mi habitación para decírmelo y…
Tragó saliva y negó con la cabeza, débil, apenas sin vida.
—Por eso volvió el cáncer, lo sé. La gente no puede soportar tanto dolor.
Estaba empezando a arrastrar más las palabras. Él se preguntó cuánto Valium había tomado ya mientras ella cerraba los ojos adormilada.
—Yvette, ¿le parece bien que use su baño?
Ella asintió moviendo la cabeza adormecida.
Strike se puso de pie y con rapidez y de un modo sorprendentemente silencioso para tratarse de un hombre de su tamaño, entró en el vestidor.
El espacio tenía puertas de color caoba que llegaban hasta el techo. Strike abrió una de las puertas y miró en su interior, los percheros llenos de vestidos y abrigos, con un estante para bolsos y sombreros arriba, aspiró el olor rancio de los zapatos y telas viejos; a pesar del evidente alto precio de su contenido, le recordó a una vieja tienda de ropa de segunda mano. En silencio, abrió y cerró una puerta tras otra hasta que, en el cuarto intento, vio un montón de bolsos claramente nuevos, cada uno de un color diferente, que habían sido apiñados en el estante superior.
Bajó el azul, nuevo y lustroso. Allí estaba el logotipo de GS y el forro de seda que estaba unido al bolso por una cremallera. Pasó los dedos alrededor de él, en cada rincón, y, después, volvió a dejarlo hábilmente en el estante.
A continuación, cogió el bolso blanco. El forro tenía un estampado de estilo africano. De nuevo, pasó los dedos por el interior. Luego, abrió la cremallera del forro.
Salió, tal y como Ciara le había descrito, como un pañuelo con filos metálicos, dejando a la vista el áspero interior de cuero blanco. No vio nada hasta que lo examinó con más atención y, entonces, descubrió una línea de color azul claro a lo largo del cartón duro y rectangular cubierto de tela que daba forma a la base del bolso. Levantó el cartón y, debajo de él, vio un papel azul claro doblado, escrito con letra descuidada.
Strike volvió a dejar el bolso rápidamente en su estante con el forro liado en su interior y de un bolsillo interior de su chaqueta sacó una bolsa de plástico dentro de la cual metió el papel azul claro, abierto, pero sin leer. Cerró la puerta de caoba y siguió abriendo las otras. Tras la penúltima puerta había una caja fuerte con un teclado digital.
Strike sacó una segunda bolsa de plástico del interior de su chaqueta, deslizó su mano en su interior y empezó a pulsar teclas, pero antes de haber terminado con su intento, oyó movimientos fuera. Metiéndose rápidamente la bolsa arrugada en un bolsillo, cerró la puerta del armario lo más silenciosamente que pudo y volvió al dormitorio, donde vio a la enfermera de la clínica Macmillan inclinada sobre Yvette Bristow. Se dio la vuelta cuando lo oyó.
—Me he equivocado de puerta —dijo Strike—. Pensé que era el baño.
Entró en el pequeño cuarto de baño del dormitorio y allí, con la puerta cerrada, antes de tirar de la cadena y abrir los grifos para que la enfermera lo oyera, leyó la última voluntad y testamento de Lula Landry, escrito en el papel de su madre y teniendo como testigo a Rochelle Onifade.
Yvette Bristow seguía tumbada con los ojos cerrados cuando volvió al dormitorio.
—Está dormida —anunció la enfermera en voz baja—. Le pasa mucho.
—Sí —contestó Strike mientras la sangre le bombeaba en los oídos—. Por favor, despídase de mi parte cuando se despierte. Voy a tener que irme ya.
Caminaron juntos por el amplio pasillo.
—Lady Bristow parece estar muy enferma —comentó Strike.
—Sí que lo está —respondió la enfermera—. Puede morir en cualquier momento. Está muy mal.
—Creo que me he dejado… —dijo Strike distraídamente entrando a la izquierda en la sala de estar amarilla donde había entrado primero, inclinándose sobre el sofá para impedir que la enfermera viera nada y volviendo a colocar con cuidado el auricular del teléfono que había descolgado—. Sí, aquí está —dijo fingiendo coger algo pequeño y metiéndoselo en el bolsillo—. Bueno, muchas gracias por el café.
Con la mano en la puerta, se giró para mirarla.
—Entonces, ¿su adicción por el Valium sigue siendo tan mala como siempre?
Sin mostrar recelo ni desconfianza, la enfermera lo miró con una sonrisa indulgente.
—Sí, pero ya no puede afectarle. Eso sí, yo les he dicho a esos médicos lo que pienso. Ha tenido a tres de ellos recetándoselo durante años, por lo que he visto en las etiquetas de las cajas.
—Muy poco profesionales —dijo Strike—. Gracias de nuevo por el café. Adiós.
Bajó corriendo las escaleras, con el móvil ya fuera del bolsillo, tan entusiasmado que no sabía bien por dónde pisaba, así que al girar en la escalera dejó escapar un grito de dolor cuando la prótesis se le deslizó por el borde. La rodilla se le torció y cayó, con un golpe duro y pesado, a lo largo de seis escalones, aterrizando al fondo con un dolor atroz e intenso tanto en la articulación como en el borde del muñón, como si acabaran de cortárselo, como si el tejido de la cicatriz estuviera aún curándose.
—Joder. ¡Joder!
—¿Está bien? —gritó la enfermera mirándolo por encima de la barandilla con la cara invertida.
—Estoy bien… ¡Estoy bien! —gritó—. ¡Me he resbalado! ¡No se preocupe! Joder, joder, joder —se quejó en voz baja mientras volvía a ponerse de pie apoyándose en el pilar de la barandilla con miedo a colocar todo su peso sobre la prótesis.
Bajó renqueando, inclinándose sobre la barandilla todo lo que podía, casi dando saltos a través del vestíbulo y colgándose de la puerta de la calle mientras maniobraba para bajar los escalones.
Los niños que estaban jugando se alejaban como un cocodrilo de colores azul claro y marino, serpenteando mientras volvían a su colegio a almorzar. Strike se quedó apoyado contra el caliente muro de ladrillo, maldiciéndose y preguntándose qué daños se habría provocado. El dolor era tremendo y sentía como si la piel, que ya antes estaba irritada, se hubiese desgarrado. Le escocía por debajo del gel que se suponía que tenía que protegerla y la idea de hacer caminando todo el recorrido hasta el metro no era nada apetecible.
Se sentó en el escalón de arriba y llamó a un taxi, después de lo cual hizo varias llamadas más. Primero, a Robin, luego a Wardle y, después, al bufete de Landry, May y Patterson.
El taxi negro apareció por la esquina. Por primera vez, mientras se ponía de pie y cojeaba cada vez más dolorido hasta la acera, Strike pensó que aquellos imponentes vehículos negros eran como coches fúnebres en miniatura.