13

Eric Wardle llamó a Strike al día siguiente.

—He llamado a Deeby —dijo bruscamente.

—¿Y? —Strike le hizo un gesto a Robin para que le pasara un bolígrafo y papel. Estaban sentados juntos en la mesa de ella, disfrutando de un té con galletas mientras hablaban de la última amenaza de muerte enviada por Brian Mathers en la que prometía, no por primera vez, abrirle las tripas a Strike y mearse en sus intestinos.

—Somé le envió una sudadera personalizada y con capucha. Con un revólver tachonado por delante y un par de versos de las letras de Deeby en la espalda.

—¿Solo uno?

—Sí.

—¿Qué más?

—Recuerda un cinturón, un gorro de lana y un par de gemelos.

—¿Ningún guante?

Wardle hizo una pausa, quizá revisando sus notas.

—No. No ha mencionado ningún guante.

—Bueno, eso lo deja claro —dijo Strike.

Wardle no dijo nada en absoluto. Strike esperó a que el policía colgara o le diera más información.

—Las pesquisas son el jueves —añadió Wardle de pronto—. Sobre Rochelle Onifade.

—De acuerdo.

—No parece muy interesado.

—No lo estoy.

—Creía que estaba seguro de que fue un asesinato.

—Lo estoy, pero esas pesquisas no van a determinar nada. ¿Alguna idea de cuándo va a ser su funeral?

—No —contestó Wardle con tono irascible—. ¿Qué importa eso?

—He pensado que quizá vaya.

—¿Para qué?

—Tenía una tía, ¿recuerda?

Wardle colgó con lo que a Strike le pareció que sería indignación.

Bristow llamó a Strike esa misma mañana para decirle la hora y el lugar del funeral de Rochelle.

—Alison ha conseguido reunir todos los detalles —le dijo al detective por teléfono—. Es muy eficiente.

—Está claro —contestó Strike.

—Yo voy a ir. En representación de Lula. Mi deber era haber ayudado a Rochelle.

—Creo que estas cosas siempre terminan así, John. ¿Va a llevar a Alison?

—Dice que quiere ir —respondió Bristow, aunque no parecía muy contento con la idea.

—Les veré allí, entonces. Espero poder hablar con la tía de Rochelle, si es que aparece.

Cuando Strike le contó a Robin que la novia de Bristow había conseguido saber la hora y el lugar del funeral, pareció molestarse. Ella misma había estado tratando de encontrar esa información a petición de Strike y parecía que pensaba que Alison les había engañado.

—No me había dado cuenta de que eras tan competitiva —dijo Strike, divertido—. No te preocupes. Puede que ella te lleve ventaja en algo.

—¿Como en qué?

Pero Strike la estaba mirando de manera especulativa.

—¿Qué? —repitió Robin, un poco a la defensiva.

—Quiero que vengas conmigo al funeral.

—Ah. Vale. ¿Para qué?

Esperaba que Strike respondiera que parecería más lógico que aparecieran como pareja, lo mismo que le había parecido más lógico que fuese a Vashti acompañado de una mujer.

—Hay una cosa que quiero que hagas allí por mí —dijo él.

Después de explicarle de forma clara y concisa lo que quería que hiciera, Robin se quedó completamente perpleja.

—Pero ¿por qué?

—No puedo decírtelo.

—¿Por qué no?

—Prefiero no decirte eso tampoco.

Robin ya no veía a Strike a través de los ojos de Matthew. Ya no se preguntaba si estaba mintiendo, alardeando o fingiendo ser más listo de lo que era. Le había concedido ya el beneficio de descartar la posibilidad de que estuviese mostrándose misterioso a posta. Aun así, ella repitió, como si le hubiese oído mal:

—Brian Mathers.

—Sí.

—El de las amenazas de muerte.

—Sí.

—Pero ¿qué demonios puede tener que ver ese con la muerte de Lula Landry?

—Nada —contestó Strike con sinceridad—. Todavía.

El crematorio del norte de Londres donde se celebraba el funeral de Rochelle tres días después era frío, impersonal y deprimente. Todo era diplomáticamente aconfesional, desde los bancos de madera oscura y las paredes vacías, cuidadosamente carentes de todo objeto religioso, hasta la vidriera de dibujo abstracto, un mosaico de pequeños cuadrados brillantes. Sentado en aquella madera dura mientras un pastor de voz estridente llamaba a Rochelle «Roselle» y la lluvia fina salpicaba la llamativa vidriera que había encima de él, Strike comprendió cuál era el encanto de los querubines dorados y los santos de escayola, de las gárgolas y los ángeles del Antiguo Testamento, de los crucifijos dorados y adornados con gemas, cualquier cosa que pudiera dar un halo de majestad y grandeza, la firme promesa de un más allá o un valor retrospectivo a una vida como la de Rochelle. La chica fallecida había atisbado el paraíso terrenal, lleno de regalos de diseñadores, famosos de los que mofarse y atractivos chóferes con los que bromear. Y el deseo de todo aquello la había llevado a esto: siete dolientes y un pastor que no sabía su nombre.

Había en todo aquello algo de sórdido e impersonal, una sensación de ligera vergüenza, una anulación dolorosa de la realidad de la vida de Rochelle. Nadie parecía sentir que tenía derecho a sentarse en primera fila. Incluso la mujer negra y obesa que llevaba gafas de cristales gruesos y un gorro de punto, y que Strike supuso que sería la tía de Rochelle, había preferido sentarse tres bancos más atrás del frente del crematorio, manteniendo la distancia respecto al barato ataúd. El trabajador casi calvo al que Strike había conocido en el albergue para personas sin hogar, con una camisa abierta y una chaqueta de cuero, había ido. Detrás de él estaba un hombre asiático bien vestido; Strike pensó que sería el psiquiatra que dirigía el grupo de pacientes externos de Rochelle.

Strike, con su viejo traje azul marino, y Robin, con la camisa negra y la chaqueta que se ponía para las entrevistas, se sentaron al fondo. Al otro lado del pasillo estaban Bristow, triste y pálido, y Alison, cuya mojada gabardina cruzada de color negro relucía un poco bajo aquella fría luz.

Se abrieron unas cortinas rojas y baratas, el ataúd desapareció de la vista y la chica ahogada fue consumida por el fuego. Los silenciosos dolientes intercambiaron sonrisas de dolor e incomodidad al fondo del crematorio. Merodeando un rato por allí, tratando de no añadir a las demás deficiencias del servicio unas indecorosas prisas por marcharse. La tía de Rochelle, que proyectaba un aura de excentricidad que bordeaba el desequilibrio, se presentó como Winifred y, a continuación, anunció en voz alta y con cierto tono acusatorio:

—Hay bocadillos en el bar. Pensé que vendría más gente.

Con aspecto de no admitir oposición alguna, salió y se dirigió calle arriba hacia el Red Lion. Los seis deudos la siguieron con las cabezas agachadas ligeramente bajo la lluvia.

Los prometidos bocadillos estaban, secos y poco apetitosos, en una bandeja de aluminio sobre una pequeña mesa en el rincón del lóbrego pub. En algún momento del camino hacia el Red Lion, la tía Winifred se había dado cuenta de quién era John Bristow y tomó entonces posesión de él de forma abrumadora, arrinconándolo en la barra, parloteando con él sin parar. Bristow respondía cuando ella le dejaba introducir alguna palabra de costado, pero las miradas que lanzaba a Strike, que estaba hablando con el psiquiatra de Rochelle, se volvieron más frecuentes y desesperadas a medida que iban pasando los minutos.

El psiquiatra eludió todo intento de Strike de iniciar una conversación sobre el grupo de pacientes externos que dirigía respondiendo finalmente a una pregunta sobre las revelaciones que Rochelle podría haber hecho con un cortés pero firme recuerdo de la confidencialidad sobre los pacientes.

—¿Le ha sorprendido que se haya suicidado?

—No, la verdad. Era una chica con muchos problemas, ¿sabe? Y la muerte de Lula Landry supuso para ella una gran conmoción.

Poco después, tras una educada despedida, se fue.

Robin, que había estado tratando de entablar conversación con una Alison monosilábica en una pequeña mesa junto a la ventana, se rindió y se dirigió al baño de señoras.

Strike atravesó sin prisa la pequeña sala y se sentó en el asiento que Robin había dejado libre. Alison le lanzó una mirada desagradable y, a continuación, retomó su contemplación de Bristow, que aún seguía arengado por la tía de Rochelle. Alison no se había desabrochado la gabardina salpicada de lluvia. Una pequeña copa de lo que parecía ser un oporto estaba en la mesa delante de ella y en su boca había una sonrisa ligeramente desdeñosa, como si lo que le rodeaba le pareciera destartalado y poco apropiado. Strike seguía tratando de pensar en un buen inicio de conversación cuando ella le habló inesperadamente:

—Se supone que John debería estar esta mañana en una reunión con los albaceas de Conway Oates. Ha dejado a Tony para que se reúna con ellos él solo. Tony está absolutamente furioso.

Su tono implicaba que Strike era en cierto modo culpable de aquello y que merecía saber los problemas que había causado. Dio un sorbo a su oporto. El pelo le caía sin vida sobre los hombros y sus grandes manos hacían que la copa pareciera más pequeña. A pesar de su falta de atractivo, que había convertido a las demás mujeres en alhelíes, irradiaba una gran sensación de prepotencia.

—¿No le parece que ha sido un bonito gesto por parte de John venir al funeral? —preguntó Strike.

Alison pronunció un mordaz «bah», una risa velada.

—No se puede decir que conociera a esta chica.

—Entonces, ¿por qué ha venido con él?

—Tony quería que viniera.

Strike notó la grata timidez con la que pronunció el nombre de su jefe.

—¿Por qué?

—Para que vigile a John.

—¿Es que Tony cree que es necesario vigilar a John?

Ella no respondió.

—Los dos la comparten, ¿no?

—¿Qué? —preguntó ella bruscamente.

Se alegró de haberla turbado.

—Que comparten sus servicios, como secretaria.

—Ah… Ah, no. Yo trabajo para Tony y Cyprian. Soy la secretaria de los socios mayoritarios.

—Ah. Me pregunto por qué había creído que era también secretaria de John.

—Trabajo a un nivel completamente distinto —dijo Alison—. John se sirve del personal de secretaría. Yo no tengo nada que ver con él en el trabajo.

—Pero el romance surgió atravesando los diferentes rangos de secretariado y las distintas plantas.

Ella respondió a su guasa con más silencio desdeñoso. Parecía considerar a Strike intrínsecamente ofensivo, alguien que no merecía ser tratado con buenos modales, totalmente inaceptable.

El trabajador del albergue estaba solo en un rincón sirviéndose unos bocadillos, claramente matando el tiempo hasta que pudiera marcharse sin ser indecoroso. Robin salió del servicio de señoras y, al instante, fue asediada por Bristow, que parecía necesitado de ayuda para lidiar con la tía Winifred.

—¿Y cuánto tiempo llevan juntos usted y John? —preguntó Strike.

—Unos meses.

—¿Estaban saliendo antes de que Lula muriera?

—Él me pidió salir muy poco después de aquello —contestó.

—Debía encontrarse bastante mal, ¿no?

—Estaba completamente destrozado.

No pareció decir aquello con compasión, sino con un ligero tono despectivo.

—¿Llevaba un tiempo flirteando con usted?

Esperaba que ella se negara a responder, pero se equivocó. Aunque ella trató de fingir lo contrario, hubo una inconfundible prepotencia y orgullo en su respuesta.

—Subió a ver a Tony, que estaba ocupado, así que John se vino a mi despacho a esperarlo. Empezó a hablar de su hermana y se emocionó. Le di pañuelos y él terminó invitándome a cenar.

A pesar de lo que parecían ser sentimientos tibios por Bristow, Strike pensó que ella se sentía orgullosa de sus proposiciones. Eran una especie de trofeo. Strike se preguntó si alguna vez, antes de que el desesperado John Bristow apareciera, alguien había invitado a cenar a Alison. Aquello había sido la colisión de dos personas con una necesidad insana: «Yo le di pañuelos y él me invitó a cenar».

El trabajador del albergue se estaba abotonando la chaqueta. Cruzó una mirada con Strike, le despidió con la mano y se fue sin hablar con nadie.

—¿Y qué opina el gran jefe sobre que su secretaria esté saliendo con su sobrino?

—No es asunto de Tony lo que yo haga en mi vida privada —contestó.

—Eso es cierto. De todos modos, él no puede decir nada sobre mezclar negocios con placer, ¿no? Puesto que se está acostando con la esposa de Cyprian May.

Por un momento, confundida por el tono despreocupado de él, Alison abrió la boca para responder. A continuación, entendió el significado de sus palabras y su confianza en sí misma desapareció.

—¡Eso no es verdad! —exclamó con rabia y con el rostro encendido—. ¿Quién le ha dicho eso? Es mentira. Es una absoluta mentira. No es verdad. No lo es.

Strike oyó a una niña aterrorizada tras la protesta de aquella mujer.

—Ah, ¿sí? Entonces, ¿por qué la envió Cyprian May a Oxford para buscar a Tony el 7 de enero?

—Eso… Eso fue solo… Se había olvidado de decirle a Tony que firmara unos documentos, eso es todo.

—Y no hizo uso de un fax o de un mensajero porque…

—Porque eran documentos importantes.

—Alison, los dos sabemos que eso es mentira —dijo Strike disfrutando al verla tan agitada—. Cyprian pensaba que Tony se había escabullido a algún sitio con Ursula para pasar el día, ¿no es así?

—¡No! ¡No es así!

En la barra, la tía Winifred estaba moviendo los brazos como si fuese un molino delante de Bristow y Robin, quienes la miraban con sonrisas congeladas.

—¿Le encontró en Oxford?

—No, porque…

—¿A qué hora llegó allí?

—Sobre las once, pero él…

—Cyprian debió de mandarle que fuera en el momento en que usted llegó al trabajo, ¿no?

—Los documentos eran urgentes.

—Pero no encontró a Tony en su hotel ni en el centro de conferencias.

—No le vi porque él había regresado a Londres para visitar a lady Bristow —contestó ella con furiosa desesperación.

—Ah. De acuerdo. Un poco raro que no le dijera a usted ni a Cyprian que volvía a Londres.

—No —dijo ella en un valiente intento por recobrar su desaparecida superioridad—. Podíamos contactar con él. Llevaba su móvil. No importó.

—¿Llamó a su teléfono móvil?

No contestó.

—¿Llamó y no obtuvo respuesta?

Dio un sorbo a su oporto en silencio.

—Para ser justos, debe sentar mal recibir una llamada de tu secretaria cuando estás echando un polvo.

Pensó que aquello le parecería ofensivo y no se decepcionó.

—Es usted desagradable. Muy desagradable —dijo ella con fuerza y con las mejillas de un rojo oscuro provocado por un remilgo que trató de disimular con un alarde de superioridad.

—¿Vive usted sola? —le preguntó él.

—¿Qué tiene eso que ver? —contestó completamente fuera de sí.

—Solo era una pregunta. Entonces, ¿no le parece raro que Tony se fuera a un hotel de Oxford a pasar la noche, volviera a Londres a la mañana siguiente y, después, regresara de nuevo a Oxford, para dejar el hotel al día siguiente?

—Volvió a Oxford para poder asistir a la conferencia de la tarde —respondió ella con tenacidad.

—¿En serio? ¿Fue usted a verlo allí?

—Estaba allí —contestó ella de forma evasiva.

—Puede probarlo, ¿verdad?

No dijo nada.

—Dígame una cosa, ¿prefiere pensar que Tony estuvo en la cama con Ursula May todo el día o que tuvo algún tipo de enfrentamiento con su sobrina?

Cerca de la barra, la tía Winifred se estaba colocando su gorro de lana y se estaba ajustando el cinturón. Parecía estar preparándose para marcharse.

Durante unos segundos, Alison luchó consigo misma y, después, como si soltara algo que estaba conteniendo desde hacía mucho, habló con un susurro lleno de rabia:

—No están teniendo ninguna aventura. Sé que no la tienen. Sería imposible. A Ursula solo le importa el dinero. Es lo único que le preocupa. Y Tony tiene menos que Cyprian. Ursula no querría a Tony. Para nada.

—Bueno, nunca se sabe. Quizá la pasión física haya podido más que sus tendencias mercenarias —dijo Strike observando a Alison con atención—. Puede pasar. No resulta fácil de juzgar para otro hombre, pero Tony no tiene mal aspecto, ¿no?

Vio la crudeza de su dolor, su furia.

—Tony tiene razón —dijo con un nudo de emoción en la voz—. Usted se está aprovechando. Está tratando de sacar todo lo que pueda… John se ha vuelto loco… Lula se tiró. Se tiró. Siempre estuvo desequilibrada. John es como su madre, un histérico, se imagina cosas. Lula se drogaba, era de ese tipo de personas, descontrolada, siempre causando problemas y tratando de llamar la atención. Mimada. Desperdiciaba el dinero. Podía tener todo lo que quisiera, pero para ella nada era suficiente.

—No sabía que usted la conociera.

—Yo… Tony me ha hablado de ella.

—A él no le gustaba nada, ¿verdad?

—Solo la veía por lo que era. No era buena. Algunas mujeres no lo son —dijo mientras su pecho se movía bajo su gabardina sin forma.

Una fría brisa atravesó el aire rancio del bar cuando la puerta se cerró después de que la tía de Rochelle saliera. Bristow y Robin siguieron manteniendo una débil sonrisa hasta que la puerta se cerró del todo y, a continuación, intercambiaron miradas de alivio.

El camarero había desaparecido. Solo quedaban cuatro en aquella pequeña sala. Por primera vez, Strike fue consciente de la balada de los años ochenta que estaba sonando de fondo: Jennifer Rush, The power of love. Bristow y Robin se acercaron a su mesa.

—Creía que querría hablar con la tía de Rochelle —dijo Bristow con expresión de agravio, como si hubiese pasado por un viacrucis para nada.

—No tanto como para andar detrás de ella —respondió Strike con tono alegre—. Usted puede sustituirme.

Por la expresión en los rostros de Robin y Bristow, Strike estuvo seguro de que los dos pensaban que estaba teniendo una actitud de pereza. Alison estaba buscando algo en su bolso ocultando su rostro.

La lluvia había dejado de caer, las aceras estaban resbaladizas y el cielo estaba oscuro, amenazando una nueva lluvia. Las dos mujeres caminaban por delante en silencio mientras Bristow le relataba a Strike con seriedad todo lo que podía recordar de la conversación con la tía Winifred. Pero Strike no le escuchaba. Estaba observando las espaldas de las dos mujeres, ambas de negro, casi parecidas para un observador poco atento, intercambiables. Recordó las esculturas que hay a cada lado de la Puerta de la Reina. No eran idénticas en absoluto, a pesar de lo que pudieran suponer unos ojos perezosos. Una era masculina, la otra femenina, de la misma especie, sí, pero completamente diferentes.

Cuando vio que Robin y Alison se detenían junto a un BMW, supuso que debía ser el de Bristow y él se detuvo también interrumpiendo el incoherente recital de las tormentosas relaciones de Rochelle con su familia.

—John, tengo que preguntarle una cosa.

—Dispare.

—Dice que oyó a su tío entrar en la casa de su madre la mañana anterior a la muerte de Lula.

—Sí, así es.

—¿Está absolutamente seguro de que el hombre al que oyó era Tony?

—Sí, claro.

—Pero no lo vio.

—Yo… —El rostro de conejo de John estaba de repente desconcertado—. No. Yo… Creo que en realidad no lo vi. Pero le oí entrar. Oí su voz que venía desde la entrada.

—¿No cree que, quizá, como estaba esperando que fuese Tony, supuso que era él?

Otra pausa.

A continuación, un cambio en su voz.

—¿Está diciendo que Tony no estuvo allí?

—Solo quiero saber si está seguro de que era él.

—Bueno… hasta ahora, estaba completamente seguro. Nadie más tiene llave del piso de mi madre. No podría ser nadie más aparte de Tony.

—Entonces, usted oyó a alguien que entraba en el piso. Oyó una voz masculina. ¿Le hablaba a su madre o a Lula?

—Eh… —Los grandes dientes frontales de Bristow se hacían cada vez más visibles mientras él pensaba la respuesta—. Le oí entrar. Creo que le oí hablar con Lula…

—¿Y oyó cómo se marchaba?

—Sí. Le oí caminar por la entrada. Oí la puerta cerrándose.

—Cuando Lula se despidió de usted, ¿hizo alguna mención a que Tony acababa de estar allí?

Más silencio. Bristow se llevó una mano a la boca, pensando.

—Yo… Ella me abrazó, eso es todo… Sí, creo que dijo que había hablado con Tony. ¿O no? ¿Supuse que lo había hecho porque yo creía que…? Pero si no fue mi tío, ¿quién fue?

Strike esperó. Bristow se quedó mirando la acera, pensando.

—Pero debió ser él. Lula debió verle, quienquiera que fuera, y no debió pensar que su presencia fuese excepcional. ¿Quién más podría haber sido aparte de Tony? ¿Quién más habría tenido una llave?

—¿Cuántas llaves hay?

—Cuatro. Tres de repuesto.

—Son muchas.

—Bueno, Lula, Tony y yo teníamos una cada uno. A mamá le gustaba que todos pudiésemos entrar y salir, sobre todo desde que está enferma.

—¿Y todas esas llaves siguen estando en poder de ustedes?

—Sí… Bueno, eso creo. Supongo que las de Lula habrán vuelto a casa de mi madre con el resto de sus cosas. Tony sigue teniendo la suya. Yo tengo la mía. Y las de mi madre… Imagino que estarán en algún lugar de la casa.

—Entonces, no tiene constancia de que se haya perdido ninguna llave.

—No.

—¿Y ninguno de ustedes le ha prestado nunca su llave a nadie?

—Dios mío, ¿por qué lo íbamos a hacer?

—No dejo de recordar ese archivo de fotografías que desapareció del ordenador de Lula estando en casa de su madre. Si hubiese otra llave por ahí…

—No puede haberla. Esto es… yo… ¿Por qué dice que Tony no estuvo allí? Tuvo que estar. Dice que me vio a través de la puerta.

—Usted fue al despacho a la vuelta de casa de Lula, ¿cierto?

—Sí.

—¿Para coger unos archivos?

—Sí. Entré corriendo y los cogí. Fue algo rápido.

—Entonces, estaba de vuelta en casa de su madre…

—No podía ser más tarde de las diez.

—Y el hombre que llegó, ¿cuándo lo hizo?

—Puede… puede que media hora después. La verdad es que no me acuerdo. No miré el reloj. Pero ¿por qué iba Tony a decir que estuvo allí si no es verdad?

—Bueno, si sabía que usted estaba trabajando en casa, le resultaba fácil decir que llegó, que no quiso molestarle y simplemente entró por el pasillo para hablar con su madre. ¿Es probable que ella le confirmara su presencia a la policía?

—Supongo que sí. Sí, eso creo.

—Pero no está seguro.

—Creo que nunca lo hablamos. Mamá estaba mareada y dolorida. Ese día durmió mucho. Y luego, a la mañana siguiente, nos enteramos de lo de Lula…

—Pero ¿nunca le pareció extraño que Tony no entrara en el estudio para hablar con usted?

—No era extraño en absoluto —contestó Bristow—. Estaba de muy mal humor por el asunto de Conway Oates. Me habría sorprendido más si se hubiese mostrado comunicativo.

—John, no quiero alarmarle, pero creo que tanto usted como su madre podrían estar en peligro.

El pequeño balido de risa nerviosa de Bristow sonó débil y poco convincente. Strike podía ver a Alison a cincuenta metros de distancia con los brazos cruzados, sin hacer caso de Robin, mirando a los dos hombres.

—Usted… no puede estar hablando en serio.

—Muy en serio.

—Pero… ¿está…? Cormoran, ¿está diciendo que sabe quién mató a Lula?

—Sí, creo que lo sé. Pero aún necesito hablar con su madre antes de poner punto final a esto.

Bristow lo miró como si deseara beberse el contenido de la mente de Strike. Examinó con sus ojos miopes cada centímetro de la cara de Strike, su expresión medio temerosa, medio suplicante.

—Yo debo estar presente —dijo—. Está muy débil.

—Por supuesto. ¿Qué le parece mañana por la mañana?

—Tony se pondrá furioso si me tomo más tiempo libre durante el horario de trabajo.

Strike esperó.

—De acuerdo —dijo Bristow—. De acuerdo. Mañana a las diez y media.