—No —dijo Strike enérgicamente esa noche al teléfono—. Esto se está volviendo peligroso. La vigilancia no entra en el ámbito de las obligaciones como secretaria.
—Tampoco la visita al hotel Malmaison de Oxford ni a la escuela de la SOAS —puntualizó Robin—, pero te alegraste mucho de que hiciera las dos cosas.
—No vas a seguir a nadie, Robin. Dudo que Matthew se muestre tampoco muy conforme con ello.
Robin, sentada en camisón en su cama, con el teléfono apretado contra el oído, pensó en lo curioso que era que Strike recordara el nombre de su prometido sin siquiera haberle conocido. Según su experiencia, los hombres no se molestaban normalmente en registrar ese tipo de información, pero se suponía que Strike debía estar preparado para recordar ese tipo de detalles.
—No necesito el permiso de Matthew —contestó—. De todos modos, no va a ser peligroso. No creerás que Ursula May haya matado a nadie…
Hubo un «¿verdad?» inaudible al final de aquella frase.
—No, pero no quiero que nadie sepa que estoy interesado en saber cuáles son sus movimientos. Podría poner nervioso al asesino y no quiero que nadie más termine cayendo desde ningún sitio en alto.
Robin pudo oír los latidos de su propio corazón a través del fino tejido de su camisón. Sabía que él no iba a decirle quién creía que era el asesino. Incluso sintió algo de miedo de saberlo, a pesar del hecho de que no podía pensar en otra cosa.
Había sido ella la que había llamado a Strike. Habían pasado horas desde la recepción de un mensaje que decía que se había visto obligado a ir a Scotland Yard con la policía y le pedía que cerrara con llave la oficina cuando saliera a las cinco. Robin se había preocupado.
—Entonces, llámalo si es que vas a estar despierta —le había dicho Matthew, no hablando precisamente de forma brusca ni sugiriendo que estuviese, sin conocer los detalles, del lado de la policía.
—Oye, hay una cosa que quiero que hagas por mí —dijo Strike—. Llama a John Bristow a primera hora de la mañana y cuéntale lo de Rochelle.
—De acuerdo —contestó Robin con los ojos puestos en el gran elefante de peluche que Matthew le había regalado por su primer día de San Valentín juntos ocho años atrás. El que le había hecho el regalo estaba viendo las noticias de la noche en la sala de estar—. ¿Qué vas a hacer tú?
—Estaré de camino a los estudios Pinewood para tener una charla con Freddie Bestigui.
—¿Cómo? No van a dejarte entrar.
—Sí que lo harán —contestó Strike.
Después de que Robin colgara, Strike se quedó sentado sin moverse durante un rato en su oficina a oscuras. La idea de la comida de McDonald’s a medio digerir dentro del cuerpo hinchado de Rochelle no le había impedido comerse dos Big Macs, una ración grande de patatas fritas y un McFlurry mientras volvía de Scotland Yard. Los ruidos flatulentos de su estómago se mezclaban ahora con el golpeteo sordo del contrabajo del 12 Bar Café que Strike apenas había oído esos días. Puede que aquel sonido fuese su propio pulso.
El piso desordenado y femenino de Ciara Porter, su boca grande gimiendo, sus largas piernas blancas envolviendo fuertemente su espalda pertenecían a una vida vivida hacía mucho tiempo. Todos sus pensamientos, ahora, eran para la bajita y desgarbada Rochelle Onifade. La recordó hablando rápidamente por teléfono menos de cinco minutos después de que él la dejara, vestida exactamente con la misma ropa que llevaba cuando la sacaron del río.
Estaba seguro de saber qué había pasado. Rochelle había llamado al asesino para contarle que acababa de almorzar con un detective privado y habían concertado una reunión a través de su reluciente teléfono rosa. Esa noche, después de cenar o de tomar una copa, pasearon entre la oscuridad en dirección al río. Pensó en el puente de Hammersmith, de color verde salvia y dorado, en la zona donde ella había dicho que tenía su nuevo piso. Un lugar conocido por los suicidios, con laterales bajos y el Támesis fluyendo rápido por debajo. Ella no sabía nadar. Era por la noche. Dos amantes juegan a que se pelean, un coche pasa a gran velocidad, un grito y un chapoteo. ¿Lo habría visto alguien?
No si el asesino tenía los nervios de acero y un poco de suerte. Y este era un asesino que ya había demostrado bastante de lo primero y una inquietante y temeraria confianza en lo segundo. Sin duda, el abogado defensor alegaría responsabilidad atenuada por la jactanciosa extralimitación que convertía a la presa de Strike en única. Puede ser, pensó, que hubiese en ello alguna patología, algún tipo de locura, pero él no tenía mucho interés por la psicología. Como John Bristow, quería justicia.
En la oscuridad de su despacho, sus pensamientos cambiaron de repente retrocediendo en el tiempo sin que pudiese evitarlo hasta la muerte más personal de todas, la que según suponía Lucy, erróneamente, se aparecía en toda investigación de Strike y teñía cada uno de sus casos. La muerte que había roto las vidas de él y la de Lucy en dos épocas, de modo que, en sus recuerdos, todo se dividía entre lo que había ocurrido antes de que muriera su madre y lo que había ocurrido después. Lucy creía que él había corrido a unirse a las filas de la Policía Militar Real por la muerte de Leda, que había decidido ingresar en ella por una creencia no aclarada en la culpa de su padre, que cada cadáver que había visto a lo largo de su carrera profesional debía recordarle a su madre, que cada asesino que conocía debía parecer un eco de su padrastro, que había decidido investigar otras muertes como una forma eterna de exculpación personal.
Pero Strike deseaba tener aquella profesión desde mucho antes de que la última jeringuilla atravesara el cuerpo de Leda. Mucho antes de que comprendiera que su madre —como cualquier otro ser humano— era mortal y que los asesinatos eran algo más que rompecabezas que había que resolver. Era Lucy la que nunca se olvidaba, la que vivía en una nube de recuerdos como de moscas jorobadas, la que proyectaba en cada muerte antinatural las emociones opuestas que en ella había despertado el prematuro fallecimiento de su madre.
Sin embargo, esa noche sí que se vio haciendo exactamente lo que Lucy estaba segura que era lo habitual. Estaba recordando a Leda y la estaba relacionando con este caso. Leda Strike, grupi. Así es como rezaba siempre el pie de la fotografía más famosa de todas, la única en la que aparecían juntos sus padres. Ahí estaba, en blanco y negro, con su rostro en forma de corazón, su cabello moreno y brillante y sus ojos de tití, y allí, separados los dos por un tratante de arte, un playboy aristócrata —uno de ellos se había suicidado y el otro había muerto de SIDA— y Carla Astolfi, la segunda esposa de su padre, estaba Jonny Rokeby en persona, de aspecto andrógino y salvaje, con el pelo casi tan largo como el de Leda. Copas de Martini y cigarros, el humo saliendo en remolino de la boca de la modelo, pero su madre más a la moda que ninguno de ellos.
Todos menos Strike parecían ver la muerte de Leda como el resultado deplorable pero nada sorprendente de una vida vivida peligrosamente, lejos de las normas sociales. Incluso aquellos que la habían conocido mejor y durante más tiempo parecían satisfechos con la idea de que ella misma se había administrado la sobredosis que habían encontrado en su cuerpo. Su madre, según el común acuerdo de casi todos, había caminado demasiado cerca del filo desagradable de la vida y solo cabía esperar que un día se derrumbara y cayera muerta, rígida y fría, sobre una cama de sábanas mugrientas.
Nadie podía explicarse por qué lo había hecho, ni siquiera el tío Ted, callado y destrozado apoyándose en el fregadero de la cocina, ni la tía Joan, con los ojos enrojecidos pero llenos de rabia sentada en la pequeña mesa de la cocina con los brazos alrededor de una Lucy de diecinueve años que lloraba sobre su hombro. Una sobredosis había resultado siempre coherente con la forma de vida de Leda. Con aquellas casas ocupadas, los músicos y las fiestas salvajes, con la miseria de su última relación y su último hogar, con la constante presencia de drogas a su alrededor, con su temeraria búsqueda de emociones y euforia. Strike fue el único que había preguntado si alguien sabía que a su madre le había dado por pincharse, el único que había visto la diferencia entre su predilección por el cannabis y una repentina afición por la heroína, el único que tenía preguntas sin resolver y que contemplaba circunstancias sospechosas. Pero él era un estudiante de veinte años y nadie le escuchó.
Tras el juicio y la declaración de culpabilidad, Strike había hecho las maletas y lo había dejado todo: el breve estallido de la prensa; la desesperada decepción de la tía Joan por el final de su carrera en Oxford; Charlotte, desamparada y enfurecida por la desaparición de él y acostándose ya con otro; los gritos y los dramas de Lucy. Con el único apoyo del tío Ted, había desaparecido entrando en el ejército y había vuelto a encontrar allí la vida que Leda le había enseñado: constantes desplazamientos, dependencia de uno mismo y el infinito gusto por lo nuevo.
Pero esta noche no podía evitar ver a su madre como una hermana espiritual de la chica hermosa, necesitada y depresiva que había caído destrozada sobre una calle helada y de la sencilla marginada sin hogar que ahora estaba en la fría morgue. Leda, Lula y Rochelle no habían sido mujeres como Lucy ni como su tía Joan. No habían mostrado la lógica precaución ante la violencia y el azar, no se habían atado a la vida con hipotecas y trabajos voluntarios, la seguridad de un esposo y personas a su cargo de rostros limpios. Sus muertes, por tanto, no estaban catalogadas como «trágicas», igual que las de las amas de casa serias y respetables.
Qué fácil era sacar provecho de la inclinación de una persona por la autodestrucción, qué sencillo impulsarla a la no existencia y, después, alejarse, encogerse de hombros y decir que había sido el inevitable resultado de una vida caótica y catastrófica.
Casi todas las pruebas físicas del asesinato de Lula habían sido borradas hacía tiempo, se habían pisoteado y se habían cubierto bajo una gruesa capa de nieve. Al final, la prueba más convincente que Strike tenía era aquella grabación granulosa en blanco y negro de dos hombres alejándose de la escena corriendo. Una prueba que había sido comprobada rápidamente y que había sido apartada por la policía, que estaba convencida de que nadie había podido entrar en el edificio, que Landry se había suicidado y que la grabación no mostraba más que a un par de ladronzuelos que intentaban cometer un robo.
Strike volvió en sí y miró su reloj. Eran las diez y media, pero estaba seguro de que el hombre con el que deseaba hablar estaría despierto. Encendió la lámpara de su mesa, cogió su móvil y marcó, esta vez un número de Alemania.
—¡Oggy! —exclamó la voz metálica al otro lado del teléfono—. Joder, ¿cómo estás?
—Necesito un favor, tío.
Y Strike le pidió al teniente Graham Hardacre que le diera toda la información que pudiese encontrar sobre un tal Agyeman del Cuerpo Real de Ingenieros, de nombre de pila y rango desconocidos, pero haciendo especial referencia a las fechas de sus misiones en Afganistán.