Aquel fue el primer taxi que Strike consideró justificado tomar desde el día en que había sacado sus cosas del piso de Charlotte. Vio con indiferencia cómo el taxímetro iba aumentando mientras el coche avanzaba hacia Wapping. El taxista estaba decidido a contarle por qué Gordon Brown era un jodido desgraciado. Strike permaneció sentado en silencio durante todo el trayecto.
No era la primera morgue que Strike había visitado y, ni mucho menos, el primer cadáver que veía. Casi se había vuelto inmune al expolio de las heridas de bala. Cuerpos desgarrados, rasgados y destrozados con las tripas al descubierto como si fuesen los contenidos de una carnicería, brillantes y sangrientos. Strike no había sido nunca delicado. Incluso los cadáveres más mutilados, fríos y blancos en sus cajones de congelación, se volvían esterilizados y estandarizados para un hombre con su trabajo. Fueron los cuerpos que había visto en carne viva, sin procesar y sin estar protegidos por la burocracia y los trámites oficiales, los que regresaron otra vez abriéndose paso a través de sus sueños. Su madre en el velatorio, con su vestido favorito hasta los pies y de mangas acampanadas, sin marcas de jeringuillas a la vista. El sargento Gary Topley tirado entre la mugre salpicada de sangre de aquella carretera afgana, con el rostro ileso, pero sin cuerpo por debajo de sus costillas superiores. Mientras Strike yacía entre la suciedad, había tratado de no mirar el rostro inexpresivo de Gary, temeroso de bajar la vista y ver cuánto de su cuerpo había desaparecido… pero se dejó llevar tan rápidamente por las fauces del olvido que no lo supo hasta que despertó en el hospital de campaña…
Una serigrafía impresionista colgaba de las paredes de ladrillo descubierto de la pequeña antesala del depósito de cadáveres. Strike fijó la mirada en ella, preguntándose dónde la había visto antes y recordando finalmente que había estado colgada de la chimenea de la casa de Lucy y Greg.
—¿Señor Strike? —preguntó el empleado de la morgue asomando la cabeza por la puerta de dentro con una bata blanca y guantes de látex—. Pase.
Aquellos conservadores de cadáveres eran casi siempre hombres alegres y agradables. Strike lo siguió al interior de aquella fría sala de luz resplandeciente y sin ventanas con sus puertas de acero de las enormes neveras a lo largo de la pared de la derecha. El suelo embaldosado y ligeramente en pendiente llevaba a un desagüe en el centro. Las luces deslumbraban. Cada ruido resonaba sobre aquellas superficies duras y brillantes, de modo que parecía como si un pequeño grupo de hombres hubiese entrado en la habitación.
Una camilla de metal estaba dispuesta delante de una de las neveras y junto a ella estaban los dos oficiales del Departamento de Investigación Criminal, Wardle y Carver. El primero miró a Strike con un movimiento de cabeza y murmuró un saludo. El segundo, panzudo y de cara moteada, con los hombros de su traje cubiertos de caspa, se limitó a gruñir.
El empleado del depósito de cadáveres giró hacia abajo el grueso brazo metálico de la puerta de la nevera. Asomó la parte superior de tres cabezas anónimas, colocadas una sobre otra y cada una envuelta con una sábana blanca desgastada y desgastada por los repetidos lavados. El empleado del depósito comprobó la etiqueta que estaba sujeta con un alfiler a la tela que cubría la cabeza de en medio. No llevaba nombre, solo la fecha escrita a mano del día anterior. Sacó suavemente el cuerpo sobre su bandeja con su largo riel y lo depositó con eficacia sobre la camilla que esperaba. Strike notó que el mentón de Carver se apretaba mientras daba un paso atrás para dejar espacio y que el trabajador apartara la camilla de la puerta de la nevera. Con un ruido sordo y un golpe, el resto de los cuerpos desaparecieron de la vista.
—No vamos a molestarnos en ir a una sala, pues somos los únicos que estamos aquí —dijo el empleado del depósito con tono enérgico—. Está más iluminado en el centro —añadió colocando la camilla justo al lado del desagüe y apartando la sábana.
Apareció el cuerpo de Rochelle Onifade, hinchado y dilatado, con su rostro limpio para siempre de su mirada de recelo, sustituido por una especie de asombro vacío. Por la breve descripción de Wardle por teléfono, Strike supo a quién iba a ver cuando apartaran la sábana, pero la espantosa vulnerabilidad de la fallecida le golpeó de nuevo a medida que iba bajando la mirada por el cuerpo, mucho más pequeño de lo que era cuando estuvo sentada delante de él, comiendo patatas fritas y ocultándole información.
Strike les dijo su nombre, deletreándolo para que tanto el trabajador de la morgue como Wardle pudiesen transcribirlo correctamente en el portapapeles y en el cuaderno, respectivamente. También les dio la única dirección que él había sabido nunca de ella. El albergue de Saint Elmo para los sin techo, en Hammersmith.
—¿Quién la ha encontrado?
—La policía del río la sacó anoche a última hora —respondió Carver hablando por vez primera. Su voz, con su acento del sur de Londres, tenía un marcado tono de hostilidad—. Normalmente los cadáveres tardan unas tres semanas en subir a la superficie, ¿verdad? —añadió, dirigiendo su comentario, que era más una afirmación que una pregunta, al empleado de la morgue, quien soltó una diminuta tos de prudencia.
—Eso suele ser la media, pero no me sorprendería que en este caso fuera menos. Hay ciertos indicios…
—Sí, bueno, todo eso nos lo dirá el forense —le interrumpió Carver con desprecio.
—No pueden haber sido tres semanas —dijo Strike, y el trabajador le dedicó una diminuta sonrisa de solidaridad.
—¿Por qué no? —quiso saber Carver.
—Porque yo la invité a una hamburguesa con patatas fritas hace dos semanas.
—Ah —dijo el empleado de la morgue mirando a Strike y señalando al cadáver con la cabeza—. Yo iba a decir que la ingesta de muchos carbohidratos antes de la muerte puede afectar a la capacidad del cadáver para flotar. Hay un grado de hinchazón…
—¿Fue entonces cuando le dio su tarjeta? —le preguntó Wardle a Strike.
—Sí. Me sorprende que siguiera siendo legible.
—Estaba metida con su tarjeta de transporte en una funda de plástico dentro del bolsillo de atrás de sus vaqueros. El plástico la protegió.
—¿Qué llevaba puesto?
—Un chaquetón grande y rosa de piel sintética. Como un Teleñeco de piel. Vaqueros y zapatillas.
—Eso es lo que llevaba cuando la invité a la hamburguesa.
—En ese caso, el contenido del estómago aportará… —empezó a decir el empleado de la morgue.
—¿Sabe si tiene familiares cercanos? —le preguntó Carver a Strike.
—Tiene una tía en Kilburn. No sé cómo se llama.
A través de los párpados casi cerrados de Rochelle asomaban sus relucientes globos oculares. Tenían el brillo característico de los ahogados. Había restos de espuma sangrienta en los pliegues de sus fosas nasales.
—¿Cómo tiene las manos? —preguntó Strike al trabajador, pues Rochelle estaba descubierta solo desde el pecho.
—No se preocupe por las manos —espetó Carver—. Hemos terminado aquí, gracias —le dijo en voz alta al empleado del depósito y su voz reverberó en toda la habitación. A continuación, se dirigió a Strike—: Queremos hablar con usted. El coche está en la puerta.
Estuvo atendiendo a las preguntas de la policía. Strike recordó haber escuchado esa frase en las noticias cuando era pequeño, obsesionado con cada aspecto de la labor policial. Su madre siempre echaba la culpa de aquella temprana obsesión a su hermano, Ted, un antiguo policía militar y, para Strike, fuente de apasionantes historias de viajes, misterio y aventuras. «Atendiendo a las preguntas de la policía». A sus cinco años, Strike se había imaginado a un ciudadano noble y desinteresado que se ofrecía como voluntario para dedicar su tiempo y energía a ayudar a la policía, que le daría una lupa y una porra y le permitiría actuar bajo una tapadera de glamuroso anonimato.
La realidad era otra: una pequeña sala de interrogatorios con una taza de café de máquina que le ofreció Wardle, cuya actitud hacia Strike estaba desprovista de la animadversión que manaba de cada poro abierto de Carver, pero sin ninguna muestra de su antigua amabilidad. Strike supuso que el superior de Wardle no sabía hasta dónde habían llegado sus anteriores interacciones.
Una pequeña bandeja negra sobre la mesa arañada tenía diecisiete peniques en monedas, una llave de seguridad y un pase de autobús con una funda de plástico. La tarjeta de Strike estaba descolorida y arrugada, pero era legible.
—¿Y su bolso? —le preguntó Strike a Carver, que se encontraba sentado al otro lado de la mesa mientras Wardle estaba echado sobre un archivador de la esquina—. Gris. Barato y con aspecto de ser de plástico. ¿No ha aparecido?
—Probablemente se lo dejara en su casa ocupada o donde coño estuviese viviendo —respondió Carver—. Normalmente, los suicidas no se preparan un bolso para saltar.
—No creo que se suicidara —dijo Strike.
—Ah, ¿no?
—Quería verle las manos. Ella odiaba que le diera el agua en la cara. Me lo dijo. Cuando la gente forcejea dentro del agua, la posición de los dedos…
—Bueno, está muy bien que nos dé su opinión de experto —le interrumpió Carver con gran ironía—. Sé quién es usted, señor Strike.
Se echó hacia atrás en su silla colocando las manos detrás de la cabeza y dejando ver manchas secas de sudor en las axilas de su camisa. El olor fuerte y rancio y parecido al de la cebolla planeó desde el otro lado de la mesa.
—Es un antiguo miembro de la División de Investigaciones Especiales —intervino Wardle desde su posición junto al archivador.
—Ya lo sé —espetó Carver levantando unos ásperos párpados salpicados de caspa—. Anstis me ha contado todo lo de su jodida pierna y la medalla por haber salvado vidas. Un currículum muy pintoresco.
Carver apartó las manos de detrás de su cabeza, se inclinó hacia delante y entrelazó los dedos sobre la mesa. Su tez de cecina y las bolsas de color púrpura debajo de los ojos no mejoraban bajo aquella luz desnuda.
—Sé quién es su padre y todo lo demás.
Strike se rascó el mentón sin afeitar, esperando.
—Le gustaría ser igual de rico y famoso que papá, ¿no? ¿Es eso lo que pasa?
Carver tenía los ojos azules e inyectados en sangre que Strike siempre había asociado con un carácter colérico y violento, desde que conoció a un comandante en los paracas con sus mismos ojos y que posteriormente fue apartado por daños físicos graves.
—Rochelle no saltó. Ni tampoco Lula Landry.
—Gilipolleces —gritó Carver—. Está hablando con los dos hombres que demostraron que Landry se tiró. Peinamos todas las putas pruebas a conciencia. Sé qué es lo que se propone. Está exprimiéndole a ese pobre cabrón de Bristow todo lo que puede. ¿Por qué coño me está sonriendo?
—Estoy pensando en la cara de estúpido que va a poner cuando esta entrevista salga en la prensa.
—No se atreva a amenazarme con la prensa, baboso.
El rostro ancho y bruto de Carver estaba contraído y sus ojos azules inyectados en sangre brillaban en aquella cara roja y púrpura.
—Tiene usted un montón de problemas, amigo, y un padre famoso, una pata de palo y una buena guerra no le va a librar de ellos. ¿Cómo sabemos que no asustó a esa pobre zorra haciendo que se tirara? Era una enferma mental, ¿no? ¿Cómo sabemos que no le hizo creer que había hecho algo malo? Usted fue la última persona que la vio con vida, amigo. No me gustaría estar sentado donde está usted ahora.
—Rochelle cruzó Grantley Road y se alejó de mí, tan viva como lo está usted. Encontrará a alguien que la viera después de dejarme. Nadie se olvida de ese chaquetón.
Wardle se apartó del archivador, arrastró una silla de plástico duro hasta la mesa y se sentó.
—Entonces, cuéntenos su teoría —le dijo a Strike.
—Estaba sobornando al asesino de Lula Landry.
—¡Váyase a la mierda! —exclamó Carver, y Wardle resopló con una risa teatral.
—El día anterior a su muerte, Landry se reunió con Rochelle durante quince minutos en una tienda de Notting Hill —les explicó Strike—. Arrastró a Rochelle directamente hasta el probador, donde hizo una llamada para suplicar a alguien que fuera a su casa la madrugada siguiente. Esa llamada la escuchó una dependienta de la tienda. Estaba en el probador de al lado. Las separaba una cortina. La chica se llama Mel, pelirroja y con tatuajes.
—La gente suelta mucha mierda cuando hay implicada alguna celebridad —dijo Carver.
—Si Landry llamó a alguien desde ese probador, fue a Duffield o a su tío —intervino Wardle—. Los registros de sus llamadas muestran que fueron las únicas personas a las que llamó durante toda la tarde.
—¿Por qué iba a querer que Rochelle estuviese allí cuando hiciera la llamada? —preguntó Strike—. ¿Por qué metió a su amiga con ella en el probador?
—Las mujeres hacen esas cosas —contestó Carver—. También van a mear en grupo.
—Utilicen su jodida inteligencia: estaba llamando desde el teléfono de Rochelle —dijo Strike exasperado—. Puso a prueba a todo el que conocía para tratar de saber quién estaba hablando de ella con la prensa. Rochelle fue la única que mantuvo la boca cerrada. Se dio cuenta de que podía confiar en esa chica, le compró un móvil, lo registró a nombre de Rochelle, pero ella corría con todos los gastos. A ella le habían pirateado su teléfono, ¿no? Se estaba volviendo paranoica con que la gente pudiera escucharla y lo contara a la prensa, así que compró un Nokia y lo puso a nombre de otra persona, para poder tener un medio de comunicación totalmente seguro cuando lo necesitara.
»Reconozco que eso no deja fuera necesariamente a su tío ni a Duffield, porque llamarlos desde el otro número podría haber sido una señal de que se habían organizado así. Otra cosa es que estuviese usando el número de Rochelle para hablar con otra persona. Alguien que no quería que la prensa descubriera. Yo tengo el número de Rochelle. Busquen con qué compañía estaba y podrán comprobar todo esto. El aparato en sí es un Nokia rosa cubierto de cristalitos, pero no lo van a encontrar.
—Sí, porque está en el fondo del Támesis —dijo Wardle.
—Claro que no —respondió Strike—. Lo tiene el asesino. Se lo debió coger antes de lanzarla al río.
—¡Y una mierda! —se mofó Carver, y Wardle, que parecía interesado en contra de su voluntad, negó con la cabeza.
—¿Por qué iba a querer Landry que Rochelle estuviese allí cuando hizo la llamada? —repitió Strike—. ¿Por qué no hacerla desde el coche? Si Rochelle era una sin techo, prácticamente una indigente, ¿por qué nunca vendió su historia con Landry? Le habrían dado un buen fajo de billetes por ella. ¿Por qué no sacó partido una vez que Landry estuvo muerta y ya no podía hacerle daño?
—¿Por decencia? —sugirió Wardle.
—Sí, esa es una posibilidad —convino Strike—. La otra es que ya estaba haciendo suficiente sobornando al asesino.
—Tonterías —gruñó Carver.
—¿Sí? Esa chaqueta que llevaba puesta cuando la sacaron costaba mil quinientas libras.
Hubo una pequeña pausa.
—Probablemente Landry se la regaló —propuso Wardle.
—Si lo hizo, consiguió regalarle algo que no estaba en las tiendas ese mes de enero.
—Landry era modelo, tenía contactos… Es una gilipollez —espetó Carver como si estuviese enfadado consigo mismo.
Strike se inclinó hacia delante apoyándose en sus brazos y acercándose al miasma del olor corporal que rodeaba a Carver.
—¿Por qué iba Lula a ir hasta esa tienda para quince minutos?
—Tenía prisa.
—¿Y por qué iba a ir?
—No quería quedar mal con esa chica.
—Hizo que Rochelle atravesara la ciudad, esa chica sin dinero, sin casa, la chica a la que normalmente llevaba después en su coche con su chófer, la arrastró al probador y, después, salió quince minutos después, dejando que volviera a casa ella sola.
—Era una bruja caprichosa.
—Si lo era, ¿por qué fue? Porque le merecía la pena, por algo que ella quería. Y si no era una bruja caprichosa, debía encontrarse en algún estado emocional que le hacía actuar de un modo que no era propio de ella. Existe un testigo vivo que presenció que Lula le estuvo suplicando a alguien por teléfono que fuera a verla, a su piso, después de la una de la mañana. También está ese papel azul que llevaba antes de ir a Vashti y que nadie dice haber visto después. ¿Qué hizo con él? ¿Qué estaba escribiendo en el asiento posterior del coche antes de ver a Rochelle?
—Podría haber sido… —empezó a decir Wardle.
—No era ninguna jodida lista de la compra —gruñó Strike dando un golpe en la mesa—. Y nadie escribe una nota de suicidio con ocho horas de antelación y, después, se va a bailar. Estaba escribiendo un maldito testamento, ¿no lo entienden? Lo llevó a Vashti para que Rochelle actuara de testigo…
—¡Tonterías! —exclamó Carver una vez más, pero Strike no le hizo caso y se dirigió a Wardle.
—… lo cual encaja con que le dijera a Ciara Porter que iba a dejárselo todo a su hermano, ¿no es así? Acababa de hacerlo oficial. Lo tenía en mente.
—¿Por qué hacer un testamento de repente?
Strike vaciló y se echó sobre el respaldo. Carver le lanzó una mirada maliciosa.
—¿Se le ha agotado la imaginación?
Strike dejó escapar un fuerte suspiro. Una incómoda noche de inconsciencia provocada por el alcohol, los placenteros excesos de la noche anterior, medio bocadillo de queso con pepinillos en doce horas… Se quedó vacío, agotado.
—Si tuviese alguna prueba firme, se la habría traído.
—Las posibilidades de que las personas que viven de cerca un acto de suicidio terminen matándose son muchas, ¿sabía eso? Esta Raquelle tenía depresión. Tiene un mal día, recuerda la salida que había tomado su amiga y hace un salto idéntico. Lo cual nos devuelve a usted, amigo, persiguiendo a la gente, empujándolos…
—… por un precipicio, sí —le interrumpió Strike—. Todo el mundo dice lo mismo. Muy mal gusto, dadas las circunstancias. ¿Y qué me dicen de la prueba de Tansy Bestigui?
—¿Cuántas veces hay que decirlo, Strike? Demostramos que ella no pudo haberlo oído —protestó Wardle—. Lo aclaramos sin ningún tipo de duda.
—No lo hicieron —dijo Strike por fin, perdiendo la paciencia cuando menos lo esperaba—. Basaron su caso en una cagada. Si se hubiesen tomado en serio a Tansy Bestigui, si la hubiesen presionado para que les contara toda la jodida verdad, Rochelle Onifade seguiría viva.
Lleno de rabia, Carver mantuvo a Strike allí otra hora más. Su última muestra de desprecio fue decirle a Wardle que se asegurara de que «Rokeby hijo» salía del edificio.
Wardle acompañó a Strike a la puerta de la calle, sin hablar.
—Necesito que haga una cosa —dijo Strike deteniéndose en la salida, detrás de la cual pudieron ver cómo el cielo se oscurecía.
—Ya me ha pedido bastante, amigo —contestó Wardle con una sonrisa irónica—. Voy a tener que aguantar a ese varios días por su culpa. —Señaló con el pulgar hacia atrás, hacia Carver y su mal humor—. Le dije que había sido un suicidio.
—Wardle, a menos que alguien detenga a ese cabrón, hay dos personas que corren peligro de ser eliminados.
—Strike…
—¿Y si demuestro que Tansy Bestigui no estaba en su piso cuando Lula cayó? ¿Que estaba en otro sitio donde pudo oírlo todo?
Wardle levantó los ojos hacia el techo y los cerró un momento.
—Si tiene pruebas…
—No las tengo, pero las tendré en un par de días.
Dos hombres pasaron junto a ellos riéndose. Wardle negó con la cabeza, lo miró con exasperación y, sin embargo, no se fue.
—Si quiere algo de la policía, llame a Anstis. Él es quien está en deuda con usted.
—Anstis no puede ayudarme con esto. Necesito que llame usted a Deeby Macc.
—¿Qué coño…?
—Ya me ha oído. Él no va a contestar a mis llamadas. Pero sí hablará con usted, que tiene autoridad; según parece, usted le gustó.
—¿Me está diciendo que Deeby Macc sabe dónde estaba Tansy Bestigui cuando Lula Landry murió?
—No, desde luego que no tiene ni puñetera idea. Estaba en Barrack. Lo que quiero saber es qué ropa ordenó que le enviaran desde Kentigern Gardens hasta el Claridge. Específicamente, qué cosas le regaló Guy Somé.
Strike no pronunció aquel nombre como «Gui» delante de Wardle.
—Que quiere… ¿por qué?
—Porque uno de los corredores que aparecía en la grabación del circuito cerrado de televisión llevaba una de las sudaderas de Deeby.
La expresión de Wardle, pasmado por un momento, pasó a la de exasperación.
—Esas cosas se ven por todas partes —dijo un momento después—. Los regalos de Guy Somé. Ropa deportiva holgada. Chándals.
—Esto era una sudadera con capucha personalizada, solo había una de ellas en el mundo. Llame a Deeby y pregúntele qué regalos le hizo Somé. Es lo único que necesito saber. ¿De qué lado quiere estar cuando al final resulte que tengo razón, Wardle?
—No me amenace, Strike…
—No le estoy amenazando. Estoy pensando en un asesino múltiple que está por ahí planeando su siguiente crimen. Pero si es la prensa lo que a usted le preocupa, no creo que vayan a ser muy suaves con cualquiera que se haya aferrado a la teoría del suicidio cuando aparezca otro cadáver. Llame a Deeby Macc, Wardle, antes de que maten a alguien.