Strike fue temprano a la Universidad de la London Union para ducharse y vestirse con un esmero poco habitual la mañana de su visita al estudio de Guy Somé. Por lo que había visto en la página web del diseñador, sabía que Somé defendía que la gente comprara y vistiera prendas como chaparreras de cuero degradado, corbatas de malla metálica y diademas con borde negro que parecían hechas tras haber cortado la parte superior de los antiguos sombreros de hongo. Con una leve sensación de desafío, Strike se puso su cómodo y convencional traje azul que había usado para ir a Cipriani.
El estudio que buscaba había sido un antiguo almacén del siglo XIX en desuso, en la orilla norte del Támesis. El brillo del río le deslumbró en los ojos mientras trataba de encontrar la entrada, que no estaba claramente señalizada. Nada en su exterior indicaba el uso que se le estaba dando a ese edificio.
Por fin, descubrió un timbre discreto y sin distintivos y la puerta se abrió desde dentro electrónicamente. El austero pero espacioso vestíbulo estaba frío por el aire acondicionado. Un ruido de tintineo y repiqueteo precedió a la entrada en el vestíbulo de una chica con el pelo de color rojo tomate vestida de negro de pies a cabeza y con muchas pulseras plateadas.
—Ah —dijo al ver a Strike.
—Tengo una cita con el señor Somé a las diez —anunció él—. Cormoran Strike.
—Ah —repitió ella—. Vale.
Desapareció por donde había venido. Strike se sirvió de la espera para llamar al teléfono móvil de Rochelle Onifade, tal y como había estado haciendo diez veces al día desde que la había conocido. No hubo respuesta.
Pasó otro minuto y, a continuación, atravesó de repente la sala un hombre pequeño y negro dirigiéndose a Strike, con andar gatuno y silencioso sobre sus suelas de goma. Caminaba con un exagerado balanceo de caderas y la parte superior de su cuerpo bastante inmóvil salvo por un pequeño movimiento de contrapeso de los hombros, con sus brazos casi rígidos.
Guy Somé era casi treinta centímetros más bajito que Strike y tenía quizá la centésima parte de grasa. La parte delantera de la camiseta ajustada del diseñador estaba decorada con cientos de tachones diminutos y plateados que formaban lo que parecía una imagen en tres dimensiones de la cara de Elvis, como si su pecho fuese un juego de clavos de Pin Art para formar figuras. El ojo quedaba confuso por el hecho de que un torso definido y de abdominales marcados se movía bajo la licra ajustada. Los ceñidos vaqueros grises de Somé tenían un suave dibujo de raya diplomática oscura y sus zapatillas parecían estar hechas de gamuza negra y charol.
Su rostro contrastaba curiosamente con su cuerpo firme y delgado, pues estaba lleno de curvas exageradas: ojos prominentes, algo saltones, de modo que se parecían a los de un pez que mira a los lados de su cabeza. Las mejillas eran manzanas redondas y brillantes y la boca de labios carnosos era de forma ovalada y ancha. Su pequeña cabeza formaba una esfera casi perfecta. Parecía como si Somé hubiese sido tallado en ébano oscuro y suave por una mano experta que se hubiese aburrido de su pericia y hubiese empezado a girar hacia lo grotesco.
Levantó una mano con un encorvamiento de la muñeca.
—Sí, veo un poco de Jonny —dijo levantando la vista hacia la cara de Strike. Su voz tenía un acento afectado y ligeramente londinense—. Pero mucho mejor.
Strike le estrechó la mano. Notó en sus dedos una fuerza que le sorprendió. La chica pelirroja volvió con su tintineo.
—Voy a estar ocupado durante una hora, Trudie. Nada de llamadas —le ordenó Somé—. Tráenos un poco de té y pastas, querida.
Ejecutó un giro de bailarín haciéndole una seña a Strike para que lo siguiera.
Recorrieron un pasillo de cal blanca y pasaron junto a una puerta abierta. Una mujer oriental de rostro plano le devolvió a Strike la mirada a través de la capa de color dorado transparente que estaba lanzando sobre un maniquí. La habitación que la rodeaba estaba tan iluminada como una sala de operaciones, pero llena de mesas de trabajo abarrotadas de rollos de tela y las paredes eran un collage de dibujos, fotografías y notas que se agitaban con el aire. Una mujer diminuta y rubia vestida con lo que a Strike le pareció un vendaje tubular gigante y negro abrió una puerta y cruzó el pasillo delante de ellos. Le lanzó exactamente la misma mirada fría e inexpresiva que la pelirroja Trudie. Strike se sentía extraordinariamente grande y peludo, un mamut de peluche que trataba de mezclarse entre unos monos capuchinos.
Siguió al presumido diseñador hasta el final del pasillo y subió por una escalera de caracol de hierro y caucho sobre la cual había un enorme despacho rectangular. Ventanales desde el suelo hasta el techo en todo el lateral derecho mostraban una asombrosa vista del Támesis y de la orilla sur. Del resto de las paredes blancas colgaban fotografías. Lo que llamó la atención de Strike fue una enorme ampliación de tres metros y medio de los tristemente conocidos Ángeles Caídos en la pared de enfrente del escritorio de Somé. Observándolo con detalle, sin embargo, se dio cuenta de que no era la fotografía que todo el mundo conocía. En esta versión, Lula había echado la cabeza hacia atrás riéndose. La fuerte columna de su cuello se levantaba en vertical desde su larga melena, que se le había despeinado con la risa, de forma que le sobresalía un pezón oscuro. Ciara Porter levantaba los ojos hacia Lula y en su rostro se veía el comienzo de una carcajada pero más lenta para entender la broma. La atención del espectador se dirigía de inmediato, al igual que en la versión de la imagen más famosa, hacia Lula.
Estaba por todas partes. Por todas. A la izquierda, entre un grupo de modelos que llevaban vestidos de tubo transparentes de los colores del arco iris. Más allá, de perfil, con pan de oro en los labios y en los párpados. ¿Había aprendido a componer en el rostro su expresión más fotogénica para proyectar las emociones de una forma tan hermosa? ¿O simplemente no había sido más que una superficie traslúcida a través de la cual sobresalían sus sentimientos de forma natural?
—Coloque el trasero donde quiera —dijo Somé dejándose caer en un asiento detrás de la mesa de madera oscura y acero cubierta de dibujos. Strike acercó una silla de una sola pieza de metacrilato retorcido. Había una camiseta sobre el escritorio con una imagen de la princesa Diana como una virgen mexicana de colores llamativos, que relucía con pequeños cristales y cuentas y que estaba completada con un ardiente corazón escarlata de satén brillante sobre el que se había bordado una corona ladeada—. ¿Le gusta? —preguntó Somé al ver la dirección en la que Strike dirigía sus ojos.
—Sí —mintió.
—Agotada casi en todas partes. Cartas de mal gusto de católicos. Joe Mancura se la puso en el programa de Jools Holland. Estoy pensando hacer una con el príncipe Guillermo y Jesucristo de manga larga para el invierno. O de Enrique con un AK47 para ocultarle la polla, ¿le parece?
Strike sonrió vagamente. Somé cruzó las piernas con un gesto algo más dramático del necesario.
—Bueno, parece que el Contable cree que Cuco fue asesinada —dijo con sorprendente bravuconería—. Siempre llamé Cuco a Lula —añadió sin que fuese necesario.
—Sí, pero John Bristow es abogado.
—Ya lo sé, pero Cuco y yo siempre le llamábamos el Contable. Bueno, yo y, a veces, Cuco también, cuando tenía un malvado sentido del humor. Siempre estaba metiendo las narices en los porcentajes y tratando de sacarle a todos hasta el último céntimo. Supongo que le está pagando a usted los honorarios mínimos de detective.
—Lo cierto es que me paga el doble de los honorarios.
—Ah. Bueno, probablemente sea un poco más generoso ahora que cuenta con el dinero de Cuco para poder jugar.
Somé se mordió una uña y Strike se acordó de Kieran Kolovas-Jones. El diseñador y el chófer eran también de similar complexión, pequeños pero bien proporcionados.
—Muy bien, soy una bruja —dijo Somé sacándose la uña de la boca—. Nunca me ha gustado John Bristow. Siempre estaba regañando a Cuco por algo. Vive tu vida. Sal del armario. ¿Le ha oído hablando con tanta pasión de su mami? ¿Ha conocido a su novia? Si hablamos de barbas, hay que fijarse en la de ella.
Soltó todo aquel rosario en un único discurso nervioso y vengativo, deteniéndose para abrir un cajón oculto de su mesa del que sacó un paquete de cigarros mentolados. Strike ya había notado que Somé se había mordido las uñas hasta dejárselas en carne viva.
—Su familia era el único motivo por el que estaba tan jodida. Yo le decía: «Déjalos, cariño, pasa página». Pero no lo hacía. Así era Cuco, siempre pidiendo peras al olmo.
Le ofreció a Strike uno de sus cigarrillos blancos, que el detective rechazó, antes de encenderse uno con un Zippo con incrustaciones.
—Ojalá se me hubiese ocurrido a mí llamar a un detective privado —dijo Somé cuando cerró la tapa del mechero—. Nunca se me ocurrió. Me alegra saber que hay alguien que lo ha hecho. No me puedo creer que se haya suicidado. Mi terapeuta dice que estoy en una fase de negación. Voy a terapia dos veces por semana, y no es que esté notando ninguna jodida diferencia. Estaría tomando Valium como lady Bristow si pudiera diseñar cuando lo tomo, pero lo intenté la semana posterior a la muerte de Cuco y estuve como un zombi. Supongo que me sirvió para soportar el funeral.
Un tintineo y repiqueteo procedente de la escalera de caracol anunció la nueva aparición de Trudie, que emergió del suelo con movimientos bruscos. Dejó sobre la mesa una bandeja negra lacada sobre la que había dos tazas de té de plata rusa con filigranas, en cada una de las cuales había un brebaje verde claro humeante con hojas marchitas flotando en su interior. Había también un plato con galletas finísimas que parecían estar hechas de carbón vegetal. Strike recordó con nostalgia su pastel de carne con patatas y su té de color caoba.
—Gracias, Trudie. Y tráeme un cenicero, querida.
La chica vaciló, claramente a punto de protestar.
—Hazlo —rugió Somé—. Soy el puto jefe. Puedo quemar el edificio si quiero. Quítale las putas baterías a las alarmas contra incendios, pero antes tráeme el cenicero. Las alarmas saltaron la semana pasada y pusieron en marcha todos los irrigadores de abajo —le explicó Somé a Strike—. Así que ahora los patrocinadores no quieren que fume nadie en el edificio. Que les metan a esos un palo por sus culos apretados.
Inhaló con fuerza y, después, echó el aire a través de sus fosas nasales.
—¿No hace preguntas? ¿O simplemente se queda ahí sentado con pinta de asustado hasta que alguien desembucha una confesión?
—Podemos hacer preguntas —contestó Strike, sacando su cuaderno y su bolígrafo—. Usted estaba en el extranjero cuando Lula murió, ¿verdad?
—Acababa de regresar, un par de horas antes. —Los dedos de Somé se retorcieron un poco alrededor del cigarro—. Había estado en Tokio, apenas había dormido en ocho días. Aterrizamos en Heathrow a eso de las diez y media con un desfase horario terrible. No puedo dormir en los aviones. Quiero estar despierto si voy a chocar.
—¿Cómo fue a casa desde el aeropuerto?
—En taxi. Elsa la había cagado con la reserva de un coche para mí. Debía haber un chófer que me recogiera.
—¿Quién es Elsa?
—La chica a la que despedí por cagarla con la reserva de mi coche. Era lo último que me hacía falta, tener que buscar un taxi a esas horas de la noche.
—¿Vive usted solo?
—No. A medianoche me metí en la cama con Viktor y Rolf. Mis gatos —añadió con un destello de sonrisa—. Me tomé un Ambien, dormí unas horas y luego me desperté a las cinco de la mañana. Puse las noticias de Sky News desde la cama y había un hombre con un terrible gorro de piel de carnero en mitad de la nieve en la calle de Cuco. La banda con el teletipo en la parte inferior de la pantalla también lo ponía.
Somé dio una fuerte calada al cigarro y un humo blanco salió de su boca con las siguientes palabras.
—Casi me muero, joder. Creí que seguía dormido o que me había despertado en una dimensión equivocada o algo así… Empecé a llamar a todo el mundo… A Ciara, a Bryony… Todos sus teléfonos comunicaban. Y durante todo ese rato seguí mirando a la pantalla, pensando que dirían algo de que había sido un error, que no era ella. No dejé de rezar por que fuera la chica del bolso. Rochelle.
Hizo una pausa, como si esperara algún comentario de Strike. Este, que había estado tomando notas mientras Somé hablaba, preguntó sin dejar de escribir:
—Conoce a Rochelle, ¿no?
—Sí. Cuco la trajo aquí una vez. A ver qué podía sacar.
—¿Qué le hace decir eso?
—Odiaba a Cuco. Una celosa de mierda. Yo podía verlo, aunque Cuco no. Estaba con ella por los regalos. Le importaba un pimiento que Cuco viviera o se muriera. Por suerte para ella, como resultó…
»Y cuanto más veía las noticias, más convencido estaba de que no era un error. Joder, me derrumbé.
Los dedos le temblaron un poco sobre el cigarro blanco como la nieve que estaba chupando.
—Dijeron que una vecina había oído una discusión, así que, por supuesto, pensé que había sido Duffield. Creía que la había lanzado por la ventana. Estaba dispuesto a contarle a los maderos lo cabrón que era. Estaba listo para subir al estrado a testificar contra ese hijo de puta. Y como se me caiga esta ceniza del cigarro —continuó exactamente con el mismo tono— le prendo fuego a esa zorra.
Como si le hubiese oído, las rápidas pisadas de Trudie se oyeron cada vez con más fuerza hasta que volvió a entrar en la habitación, jadeando y con un pesado cenicero de cristal en las manos.
—Gracias —dijo Somé con un tono incisivo mientras ella lo colocaba delante de él y volvía a bajar.
—¿Por qué creyó que era Duffield? —preguntó Strike cuando supuso que Trudie ya no los oía.
—¿A quién más habría dejado entrar Cuco a las dos de la mañana?
—¿Lo conoce bien?
—Lo suficiente, un don nadie. —Somé cogió su té de menta—. ¿Por qué hacen eso las mujeres? También Cuco… No era ninguna estúpida. De hecho, era muy audaz. Así que ¿qué veía en Evan Duffield? Yo se lo diré —añadió sin dejar una pausa para la respuesta—. Es esa mierda del poeta herido, del dolor del alma, las gilipolleces de soy un genio demasiado torturado como para poder lavarme. Lávate los dientes, cabrón. No eres el puto Byron.
Dejó su taza con un golpe y se colocó la palma de la mano izquierda sobre el codo derecho, sujetándose el antebrazo para seguir dando largas chupetadas a su cigarro.
—Ningún hombre aguantaría a alguien como Duffield. Solo las mujeres. Un retorcido instinto maternal, si quiere saber mi opinión.
—Usted cree que él podría haber sido capaz de matarla, ¿verdad?
—Por supuesto que sí —contestó Somé con tono despectivo—. Y todavía puede. Todos somos capaces, de algún modo, de matar. ¿Por qué iba a ser Duffield una excepción? Tiene la mentalidad de un niño despiadado de doce años. Me lo imagino en uno de sus ataques de rabia cogiendo un berrinche y…
Con la mano en la que no tenía cigarro, hizo un movimiento violento como si empujara.
—Una vez vi cómo le gritaba. En mi fiesta después del desfile del año pasado. Me interpuse. Le dije que primero me tendría que insultar a mí. Puede que yo hubiera bebido un poco —dijo Somé tensando su rostro de mejillas redondas—, pero yo apostaría por mí antes que por ese drogadicto de mierda en cualquier momento. También se portó como un gilipollas en el funeral.
—¿En serio?
—Sí. Tambaleándose, con la cara desencajada. Sin ningún jodido respeto. Porque iba hasta arriba de tranquilizantes que, si no, le habría dicho lo que pensaba de él. Fingiendo estar destrozado, hipócrita de mierda.
—¿Nunca pensó usted que fuera un suicidio?
Los extraños y saltones ojos de Somé se posaron en Strike.
—Nunca. Duffield dice que estaba en casa de su camello, disfrazado de lobo. ¿Qué tipo de coartada es esa? Espero que lo esté investigando. Que no se sienta deslumbrado porque es una puta celebridad, igual que la policía.
Strike recordó los comentarios de Wardle sobre Duffield.
—No creo que Duffield los deslumbrara.
—Entonces, tienen mejor gusto del que yo les suponía —contestó Somé.
—¿Por qué está tan seguro de que no fue un suicidio? Lula había sufrido problemas mentales, ¿no?
—Sí, pero teníamos un pacto, como Marilyn con Montgomery Clift. Nos juramos que si alguno de los dos pensaba seriamente en matarse, llamaríamos al otro. Ella me habría llamado.
—¿Cuándo fue la última vez que tuvo noticias de ella?
—Me llamó el miércoles, mientras seguía en Tokio —respondió Somé—. La muy tonta siempre olvidaba que allí era ocho horas más tarde. Tenía mi teléfono en silencio a las dos de la mañana, así que no respondí. Pero dejó un mensaje. Y no era de una suicida. Escuche esto.
Volvió a meter la mano en el cajón, pulsó varios botones y levantó su móvil hacia Strike.
Y Lula Landry habló cercana y real al oído de Strike, con voz un poco áspera y ronca, imitando deliberadamente y con burla el acento londinense.
—«¿Todo bien, querido? Tengo que contarte una cosa. No estoy segura de que te vaya a gustar, pero es un bombazo y estoy muy feliz. ¡Joder! Tengo que contárselo a alguien, así que llámame cuando puedas, ¿vale? Estoy deseando. Muá, muá».
Strike le devolvió el teléfono.
—¿Le devolvió la llamada? ¿Supo cuál era la gran noticia?
—No. —Somé apagó su cigarro y cogió otro de inmediato—. Los japoneses me tuvieron de reunión en reunión. Cada vez que pensaba en llamarla, la diferencia horaria se interponía. En fin… si le digo la verdad, creía que sabía lo que me iba a decir y no estaba para nada contento. Creía que estaba embarazada.
Somé asintió varias veces con el cigarro nuevo agarrado entre los dientes. Después, se lo sacó para seguir hablando.
—Sí, creía que se había quedado preñada.
—¿De Duffield?
—Esperaba que no, joder. En ese momento, yo no sabía que habían vuelto a estar juntos. Ella no se habría atrevido a salir con él si yo hubiese estado en el país. No, esperó a que yo estuviera en Japón, la muy zorra. Sabía que yo le odiaba y le importaba mi opinión. Éramos como una familia. Cuco y yo.
—¿Por qué pensó que podría estar embarazada?
—Por el modo en que habló. Ya lo ha oído… estaba muy emocionada. Y yo tuve esa sensación. Era el tipo de cosas que Cuco habría hecho. Y habría esperado que yo estuviese tan contento como ella de que mandara a la mierda su carrera y a mí, que había contado con ella para lanzar mi nueva línea de accesorios…
—¿Era ese el contrato de cinco millones de libras del que su hermano me ha hablado?
—Sí. Y apuesto también a que el Contable la presionó para que ella insistiera en sacar lo máximo que pudiera —dijo Somé con otro ataque de mal humor—. No era propio de Cuco tratar de sacarme hasta el último penique. Sabía que iba a ser fabuloso y que la iba a llevar a otro nivel si se ponía al frente de mi campaña. No solo habría sido el dinero. Todo el mundo la relacionaba con mis cosas. Su gran oportunidad llegó con una sesión para Vogue en la que llevaba mi vestido de picos. A Cuco le encantaba mi ropa, le encantaba yo, pero la gente llega a cierto nivel y todos les dicen que valen más y se olvidan de quién los llevó hasta ahí y, de repente, todo depende del balance final.
—Usted pensaría que ella lo valía como para comprometerse a un contrato de cinco millones de libras.
—Sí, bueno, casi se puede decir que diseñé la gama para ella, así que tener que estar haciendo fotos con un jodido embarazo no habría sido nada divertido. Y podía imaginarme a Cuco poniéndose tonta después, vomitándolo todo, sin querer deshacerse del bebé. Era de ese tipo de personas. Siempre buscaba gente a la que querer, una familia suplente. Esos Bristow la habían jodido bien. Solo la adoptaron como si fuera un juguete para Yvette, que es la bruja más siniestra del mundo.
—¿En qué sentido?
—Posesiva. Malsana. No quería perder de vista a Cuco por si se moría, como el niño por el que la compraron para sustituirlo. Lady Bristow solía venir a todos los desfiles, estorbando a todo el mundo, hasta que ya estuvo muy enferma. Y había un tío suyo que trataba a Cuco como la escoria, hasta que ella empezó a ganar mucho dinero. Entonces, se volvió más respetuoso. Todos los Bristow se mueven por el dinero.
—Son una familia rica, ¿no?
—Alec Bristow no dejó tanto, en términos relativos. No comparado con el dinero de verdad. No como su viejo de usted —dijo Somé, cambiando de repente de conversación—. ¿Cómo es que el hijo de Jonny Rokeby está trabajando de detective privado?
—Porque esa es su profesión —contestó Strike—. Continúe con los Bristow.
Somé no pareció ofenderse porque le dieran órdenes. Más bien pareció gustarle, posiblemente porque se trataba de una experiencia poco habitual.
—Solo recuerdo que Cuco me dijo que la mayor parte de lo que Alec Bristow había dejado eran acciones de su antigua compañía y Albris se había ido al garete con la recesión. No es como la jodida Apple. Cuco ganaba más que todos los demás juntos antes de cumplir los veinte.
—¿Esa foto formaba parte de la campaña de los cinco millones? —preguntó Strike señalando la enorme imagen de los Ángeles Caídos de la pared que había detrás de él.
—Sí —respondió Somé—. Esos cuatro bolsos eran el principio. Ella está ahí agarrando el Cashile. Les di a todos nombres africanos, por ella. Estaba obsesionada con África. Esa puta que es su verdadera madre le dijo cuando la encontró que su padre era africano, así que Cuco se volvió loca con el tema. Hablaba de estudiar allí, de hacer labores de voluntariado… No importaba que esa vieja zorra se hubiese estado acostando con unos cincuenta jamaicanos. Africano. ¡Seguro! —exclamó Guy Somé apagando el cigarro en el cenicero de cristal—. Esa puta solo le dijo a Cuco lo que quería oír.
—Y usted decidió seguir adelante y utilizar la fotografía para la campaña, pese a que Lula acababa de…
—Era para hacerle un jodido homenaje —le interrumpió Somé hablando más alto—. Nunca estuvo más guapa. ¡Se suponía que era un homenaje para ella, joder! Para nosotros. Era mi musa. Si esos cabrones no pueden entenderlo, muy bien. La prensa de este país es peor que la escoria. Juzgan a todo el mundo ellos solitos.
—El día de antes de su muerte, enviaron algunos bolsos a Lula…
—Sí, eran míos. Le envié uno de cada —le explicó Somé, señalando la foto con la punta de otro cigarro—. Y le envié algo de ropa a Deeby Macc con el mismo mensajero.
—¿La había pedido él o…?
—Regalos, querido —dijo Somé arrastrando las palabras—. No es más que negocios. Un par de jerséis con capucha personalizados y algunos accesorios. El apoyo de las celebridades nunca viene mal.
—¿Alguna vez se puso él alguna de esas cosas?
—No lo sé —contestó Somé con un tono más suave—. Tuve otras cosas de las que preocuparme al día siguiente.
—He visto un vídeo de YouTube de él llevando una sudadera tachonada y con capucha, como esa —dijo Strike señalando al pecho de Somé—. En forma de puño.
—Sí, esa era una de ellas. Alguien debió hacérselo llegar. Una tenía un puño, otra una pistola y parte de sus letras en la espalda.
—¿Le habló Lula de que Deeby Macc se iba a quedar en el piso de abajo?
—Sí. No es que estuviera muy emocionada. Yo le decía, chica, si ese hubiese escrito tres canciones sobre mí, yo estaría esperándole tras la puerta desnudo cuando entrara. —Somé echó el humo en dos grandes chorros que salieron de sus fosas nasales, mirando a Strike de soslayo—. Me gustan grandes y duros. Pero a Cuco no. En fin, mire con quién salía. Yo no paraba de decirle que dejara ya ese cuento de sus raíces, que se buscara un buen chico negro y sentara la cabeza. Deeby habría sido perfecto de cojones. ¿Por qué no?
»En el desfile de la temporada pasada hice que desfilara por la pasarela con la canción de “Chica fea con cuerpo de escándalo”. “Tú no tienes nada de eso, puta. Cómprate un espejo que no te confunda. Ríndete y baja el tono, porque no eres la jodida Lula”. Duffield la odiaba.
Somé fumó un momento en silencio, con la mirada fija en la pared de las fotografías.
—¿Dónde vive usted? ¿Por aquí? —preguntó Strike, aunque ya sabía la respuesta.
—No. En Charles Street, en Kensington —respondió Somé—. Me mudé allí el año pasado. Está a tomar por culo de Hackney, eso se lo aseguro, pero se estaba volviendo muy absurda esa zona. Tuve que irme. Demasiado lío. Yo me crie en Hackney —explicó—, cuando no era más que Kevin Owusu. Me cambié el nombre cuando me fui de casa. Como usted.
—Yo nunca fui Rokeby —dijo Strike mientras pasaba una página de su cuaderno—. Mis padres no estaban casados.
—Todos lo sabemos, querido —replicó Somé con otro asomo de malicia—. Yo vestí a su padre para un reportaje de la Rolling Stone del año pasado. Un traje ajustado y un sombrero de bombín roto. ¿Lo ve mucho?
—No —contestó Strike.
—No, vaya. Usted le haría parecer jodidamente viejo, ¿no? —dijo Somé con una risotada. Se movió nerviosamente en su asiento, encendió otro cigarro más, lo agarró entre sus labios y entrecerró los ojos mirando a Strike entre nubes de humo mentolado.
—¿Y por qué hablamos de mí? ¿La gente suele empezar a contarle la historia de su vida cuando usted saca ese cuaderno?
—A veces.
—¿No quiere tomarse su té? No le culpo. No sé por qué bebo esta mierda. A mi viejo le daría un infarto si pidiera una taza de té y le dieran esto.
—¿Su familia sigue en Hackney?
—No lo he comprobado —contestó Somé—. No nos hablamos. Practico con el ejemplo, ¿ve?
—¿Por qué cree que Lula se cambió de apellido?
—Porque odiaba a su familia de mierda, igual que yo. Ya no quería que la relacionaran con ellos.
—Entonces, ¿por qué eligió el mismo apellido que su tío Tony?
—Él no es famoso. Sonaba bien. Deeby no podría haber escrito «Doble ele sé mía» si hubiese sido Lula Bristow, ¿no?
—Charles Street no está muy lejos de Kentigern Gardens, ¿verdad?
—A unos veinte minutos andando. Yo quería que Cuco se mudara a mi casa cuando dijo que no soportaba seguir viviendo en su antigua casa, pero no lo hizo. En vez de eso, eligió esa jodida prisión de cinco estrellas, para escapar de la prensa. Fueron ellos los que la llevaron a ese lugar. Son los culpables.
Strike recordó a Deeby Macc: «La puta prensa la tiró por esa ventana».
—Me llevó a verlo. Mayfair, lleno de rusos y árabes ricos y cabrones como Freedie Bestigui. Le dije, cariño, no puedes vivir aquí. Hay mármol por todas partes. El mármol no es sofisticado en nuestro ambiente… Es como vivir en tu propia tumba…
Vaciló y, después, continuó:
—Estuvo unos meses comiéndose la olla. Había un acosador que le metía cartas por la puerta de su casa a las tres de la mañana. La despertaba el ruido del buzón. Las cosas que decía que quería hacerle la asustaban. Después, cortó con Duffield y tuvo a los paparazzi en la puerta de su casa todo el tiempo. Entonces descubre que están rastreándole las llamadas. Y luego tuvo que ir a buscar a esa zorra de su madre. Era demasiado. Quería alejarse de todo, sentirse segura. Yo le dije que se viniera a mi casa pero, en lugar de hacerlo, va y se compra esa mierda de mausoleo.
»Lo compró porque parecía un fuerte con seguridad las veinticuatro horas del día. Pensó que estaría a salvo de todos, que nadie podría llegar hasta ella.
»Pero lo odió desde el primer momento. Yo sabía que le iba a pasar. Se apartó de todo lo que le gustaba. A Cuco le gustaba el color y el ruido. Le gustaba estar en la calle, le gustaba pasear, ser libre.
»Uno de los motivos por los que la policía dijo que no había sido un asesinato fue por las ventanas abiertas. Ella misma las abrió. En las manillas solo estaban sus huellas. Pero yo sé por qué las abrió. Siempre abría las ventanas, incluso cuando estaba helando en la calle, porque no soportaba el silencio. Le gustaba poder oír la ciudad de Londres.
La voz de Somé perdió toda su malicia y su sarcasmo. Se aclaró la garganta y continuó.
—Estaba tratando de conectar con algo real. Hablábamos de eso todo el tiempo. Era lo más importante para nosotros. Eso es lo que hizo que se relacionara con la maldita Rochelle. Era un caso de: «Esto podría pasarme a mí». Cuco pensaba que ella podría haber estado igual de no haber sido por su belleza, si los Bristow no se la hubiesen llevado a su casa para ser el juguete de Yvette.
—Hábleme de ese acosador.
—Un loco. Pensaba que estaban casados o algo así. Le pusieron una orden de alejamiento y tratamiento psiquiátrico obligatorio.
—¿Alguna idea de dónde está ahora?
—Creo que lo devolvieron a Liverpool —respondió Somé—. Pero la policía lo verificó. Me dijeron que estaba en una sala de seguridad de allí la noche en que ella murió.
—¿Conoce usted a los Bestigui?
—Solo lo que Lula me contaba, que él era un asqueroso y ella una figura de cera viviente. No necesito conocerla. Sé cómo son las mujeres como ella. Niñas ricas que se gastan el dinero de sus feos maridos. Vienen a mis desfiles. Quieren ser amigas mías. Prefiero a las putas de verdad.
—Freddie Bestigui estuvo en la misma casa de campo que Lula el fin de semana anterior a su muerte.
—Sí, eso me dijeron. Estaba empalmado con ella —dijo Somé con tono despectivo—. Ella también lo sabía. No era precisamente la primera vez que le pasaba, ¿sabe? Pero, por lo que ella me dijo, él no fue más allá de intentar entrar en el mismo ascensor.
—Usted no habló con ella después de ese fin de semana en casa de Dickie Carbury, ¿verdad?
—No. ¿Le hizo él algo allí? No sospechará de Bestigui, ¿no?
Somé se incorporó en su asiento, mirando fijamente a Strike.
—Joder… ¿Freddie Bestigui? Bueno, es un mierda, eso sí lo sé. Hay una chica a la que conozco… bueno, la amiga de una amiga… que trabajaba en su productora y él trató de violarla. No, no estoy exagerando —dijo Somé—. Literalmente. Violación. La emborrachó un poco después del trabajo y la tiró al suelo. Una ayudante se había olvidado el móvil, volvió a por él y se los encontró. Bestigui las sobornó a las dos. Todos le dijeron a ella que lo denunciara, pero ella cogió el dinero y se fue. Dicen que solía castigar a su segunda esposa con algunos métodos bastante pervertidos. Por eso se fue con sus tres millones. Ella le amenazó con hablar con la prensa. Pero Cuco nunca habría permitido que Freddie Bestigui entrara en su casa a las dos de la mañana. Como le decía, no era ninguna estúpida.
—¿Qué sabe de Derrick Wilson?
—¿Quién es?
—El guardia de seguridad que estaba de servicio la noche en que ella murió.
—Nada.
—Es un tipo grande con acento jamaicano.
—Puede que esto le sorprenda, pero en Londres no todos los negros se conocen.
—Me preguntaba si había hablado usted con él o si había oído a Lula hablar de él.
—No. Teníamos cosas más interesantes de las que hablar que del guardia de seguridad.
—¿Se puede decir lo mismo del chófer, Kieran Kolovas-Jones?
—Ah, sí sé quién es Kolovas-Jones —dijo Somé con una sonrisa de superioridad—. Hacía poses siempre que creía que yo podría estar mirando por la ventana. Con su metro y medio es demasiado bajito como para ser modelo.
—¿Alguna vez le habló Lula de él?
—No. ¿Por qué iba a hacerlo? —preguntó Somé nervioso—. Era un chófer.
—Él me ha dicho que estaban muy unidos. Mencionó que ella le había regalado una chaqueta que usted había diseñado. Valorada en novecientas libras.
—Vaya mierda —exclamó Somé con desdén—. Mis prendas buenas ascienden a tres mil por abrigo.
—Sí, iba a preguntarle por eso —dijo Strike—. Su línea de prêt-à-porter, ¿no?
Somé parecía divertirse.
—Exacto. Son las prendas que no se hacen a medida, ¿entiende? Se compran cogiéndolas directamente del estante.
—De acuerdo. ¿Se venden mucho esas cosas?
—Están por todas partes. ¿Cuándo fue la última vez que entró en una tienda de ropa? —preguntó Somé recorriendo con sus ojos saltones y maliciosos la chaqueta azul oscuro de Strike—. ¿Qué es eso? ¿Su traje de los días de descanso?
—Cuando dice «por todas partes»…
—Grandes almacenes, boutiques, internet… —recitó Somé—. ¿Por qué?
—Uno de los dos hombres que salía en el circuito cerrado de televisión corriendo desde la zona de Lula esa noche llevaba una chaqueta con su logotipo.
Somé ladeó la cabeza muy ligeramente, un gesto de rechazo y fastidio.
—Él y un millón de personas más.
—¿No vio usted…?
—No vi nada de esa mierda —contestó Somé furioso—. Toda esa… Toda esa cobertura. No quería leer nada de eso. No quería pensar en ello. Les dije a todos que lo mantuvieran alejado de mí. —Hizo un gesto hacia las escaleras y sus trabajadoras—. Lo único que sabía era que estaba muerta y que Duffield se estaba comportando como si tuviese algo que ocultar. Eso ya era suficiente.
—De acuerdo. Volviendo al asunto de la ropa, en la última fotografía de Lula, en la que estaba entrando en el edificio, parecía llevar un vestido y un abrigo…
—Sí, llevaba el Maribelle y el Faye —explicó Somé—. Ese vestido se llamaba Maribelle.
—Sí, entiendo. Pero, cuando murió, llevaba puesta una ropa distinta.
Aquello pareció sorprender a Somé.
—¿Ah, sí?
—Sí. En las fotografías de la policía del cadáver…
Pero Somé levantó el brazo con un gesto involuntario de refutación, de autoprotección. Después, se puso de pie, respirando con fuerza, y se acercó a la pared de la fotografía, donde Lula lo miraba desde varias imágenes, sonriendo, nostálgica o serena. Cuando el diseñador volvió a mirar a Strike, sus extraños y saltones ojos estaban húmedos.
—Joder —dijo en voz baja—. No hable así de ella. «El cadáver». Joder. Es usted un cabrón de sangre fría, ¿no? No me extraña que el viejo Jonny no le tenga cariño.
—No quería molestarle —respondió Strike con voz calmada—. Solo quiero saber si se le ocurre algún motivo por el que ella se cambiara de ropa al llegar a casa. Cuando cayó, llevaba unos pantalones y una blusa de lentejuelas.
—¿Cómo cojones voy a saber yo por qué se cambió? —preguntó Somé con rabia—. Quizá tuviera frío. Quizá estaba… Esto es ridículo, joder. ¿Cómo voy a saberlo?
—Solo era una pregunta. He leído en algún sitio que usted le había dicho a la prensa que murió vestida con uno de sus vestidos.
—No fui yo. Nunca lo dije. Alguna periodista zorra llamó a la oficina y preguntó el nombre del vestido. Una de las costureras le respondió y dijeron que hablaba en mi nombre. Se inventaron que yo trataba de hacer publicidad de todo ello, las muy putas. Joder.
—¿Cree que podría ponerme en contacto con Ciara Porter y Bryony Radford?
Aquello pareció pillar a Somé con la guardia baja, confuso.
—¿Qué? Sí…
Pero había empezado a llorar de verdad. No como Bristow, con fuertes hipidos y sollozos, sino en silencio, con las lágrimas deslizándose por sus suaves mejillas oscuras y cayendo sobre su camiseta. Tragó saliva y cerró los ojos, le dio la espalda a Strike, apoyó la frente contra la pared y empezó a temblar.
Strike esperó en silencio hasta que Somé se hubo limpiado la cara varias veces y volvió a girarse para mirarle. No hizo mención a sus lágrimas, sino que volvió a su silla, se sentó y encendió un cigarro. Tras dos o tres profundas caladas, habló con voz pragmática y calmada.
—Si se cambió de ropa fue porque estaba esperando a alguien. Cuco siempre se vestía para la ocasión. Debía estar esperando a alguien.
—Bueno, eso es lo que yo pensaba —confirmó Strike—. Pero no soy ningún experto en mujeres ni en ropa.
—No —convino Somé esbozando su sonrisa maliciosa—. No lo parece. ¿Quiere hablar con Ciara y Bryony?
—Me vendría bien.
—Las dos van a estar en una sesión fotográfica para mí el miércoles. En el número 1 de Arlington Terrace, en Islington. Si viene sobre las cinco, ellas estarán disponibles para poder hablar con usted.
—Es un detalle por su parte. Gracias.
—No es un detalle —dijo Somé en voz baja—. Quiero saber qué ocurrió. ¿Cuándo va a hablar con Duffield?
—En cuanto pueda dar con él.
—Ese mierda se cree que se ha librado. Ella debió de cambiarse porque sabía que él iba a ir, ¿no? Aunque hubiesen discutido, ella sabía que él la seguiría. Pero nunca hablará con usted.
—Lo hará —le contradijo Strike con tono relajado mientras se guardaba el cuaderno y miraba el reloj—. Le he robado mucho tiempo. Gracias de nuevo.
Mientras Somé acompañaba a Strike de nuevo por las escaleras de caracol y por el pasillo de paredes blancas, volvió a contonearse un poco. Cuando se estrecharon las manos en el frío vestíbulo de baldosas, no quedaba en él indicio alguno de aflicción.
—Pierda un poco de peso —le dijo a Strike como despedida—. Y yo le enviaré algo de la XXL.
Cuando la puerta del almacén se cerró al salir Strike, oyó a Somé hablando a la chica del pelo color tomate.
—Sé lo que estás pensando, Trudie. Estás imaginándotelo cogiéndote con fuerza por detrás, ¿verdad? ¿No es así, querida? Un soldado fuerte. —Y oyó un grito de Trudie riéndose sorprendida.