3

Cinco minutos después llamaron a la puerta y Strike, que había caído en un duermevela, se irguió de un brinco en el sillón.

—Perdone.

Su subconsciente se había enredado de nuevo con Charlotte. Fue una sorpresa ver a la chica desconocida entrar en el despacho. Se había quitado la gabardina, dejando ver un ajustado e incluso seductor jersey ceñido de color crema. Strike le miró el pelo y se dirigió a ella.

—¿Sí?

—Hay un cliente que le busca. ¿Le hago pasar?

—¿Que hay un qué?

—Un cliente, señor Strike.

Se quedó mirándola unos segundos tratando de procesar la información.

—Bien, de acuerdo… No, dame un par de minutos, por favor, Sandra. Y hazle pasar después.

Ella se retiró sin hacer ningún comentario.

Strike tardó apenas un segundo en preguntarse por qué la había llamado Sandra antes de ponerse de pie de un salto para disponerse a tener un aspecto y un olor menos parecido al de un hombre que ha dormido con la ropa puesta. Se agachó debajo de la mesa para buscar la mochila, cogió un tubo de pasta de dientes y se metió ocho centímetros en la boca abierta. Después, se dio cuenta de que tenía la corbata empapada por el agua del lavabo y que la parte delantera de la camisa estaba llena de salpicaduras de sangre, así que se quitó las dos cosas, ansioso, casi saltando los botones en las paredes y el archivador, y sacó una camisa limpia, aunque muy arrugada, de la mochila y se la puso, abrochándose torpemente. Tras ocultar la mochila detrás del archivador vacío, volvió a sentarse apresuradamente y se tocó el rabillo de los ojos en busca de legañas mientras se preguntaba si aquel supuesto cliente sería real y si debería prepararse para recibir dinero de verdad por sus servicios de detective. A lo largo de una espiral de dieciocho meses que lo había llevado a la ruina económica, Strike se había dado cuenta de que ninguna de esas cosas podían darse por sentadas. Aún seguía detrás de dos clientes para que le pagaran el total de sus facturas; un tercero se había negado a desembolsar un solo penique porque lo que Strike había descubierto no era de su agrado y, puesto que él se estaba endeudando aún más y que una revisión de los alquileres de la zona amenazaba su arrendamiento de la oficina del centro de Londres que tan encantado había estado de conseguir, Strike no se encontraba en situación de poder contratar a un abogado. Unos métodos más duros y groseros de cobrar sus deudas se habían convertido en parte esencial de sus fantasías más recientes. Le habría proporcionado un enorme placer ver a sus morosos más petulantes encogiéndose de miedo bajo la sombra de un bate de béisbol.

La puerta se volvió a abrir. Strike se sacó rápidamente el dedo de la nariz y puso la espalda recta, tratando de parecer inteligente y alerta en su sillón.

—Señor Strike, este es el señor Bristow.

El cliente potencial siguió a Robin y entró en el despacho. La primera impresión fue favorable. El desconocido podría tener un marcado parecido con un conejo, con un labio superior pequeño que no conseguía ocultar sus enormes dientes delanteros. Tenía un color rojizo y sus ojos, a juzgar por el grosor de sus gafas, eran miopes. Pero su traje gris oscuro le quedaba bien entallado y la reluciente corbata azul claro, el reloj y los zapatos parecían caros.

La blanca tersura de la camisa de aquel extraño hizo que Strike fuera doblemente consciente de las alrededor de mil arrugas que tenía su ropa. Se puso de pie para mostrar su metro noventa de estatura, extendió una mano peluda y trató de contrarrestar la superioridad de su visitante en materia de sastrería proyectando un aire de hombre demasiado ocupado como para tener que preocuparse por el estado de la ropa.

—Cormoran Strike. Encantado.

—John Bristow —contestó el otro con un apretón de manos. Su voz era agradable, educada e insegura. Detuvo la mirada en el ojo hinchado de Strike.

—¿Puedo ofrecerles un té o un café, caballeros? —preguntó Robin.

Bristow pidió un café solo, pero Strike no contestó. Acababa de ver a una joven de cejas espesas con un desaliñado traje de tweed sentada en el raído sofá que había junto a la puerta del despacho. Resultaba del todo increíble que dos clientes en potencia hubiesen podido llegar a la vez. ¿Seguro que no le habían enviado a una segunda trabajadora eventual?

—¿Y usted, señor Strike? —preguntó Robin.

—¿Qué? Ah… café solo, con dos de azúcar, por favor, Sandra —contestó antes de poder detenerse. Vio cómo ella retorcía la boca mientras cerraba la puerta y fue entonces cuando recordó que no tenía café, ni azúcar y ni tan siquiera tazas.

Sentándose tras la invitación de Strike, Bristow echó un vistazo al cutre despacho con lo que Strike temió que fuera decepción. Aquel cliente potencial parecía nervioso, en un sentido que el detective había aprendido a detectar en maridos sospechosos de ser culpables, pero había en él un ligero aire de autoridad, transmitido sobre todo por el evidente coste del traje. Strike se preguntó cómo Bristow lo habría encontrado. Era difícil conseguir encargos por el boca a boca cuando tu única clienta —tal y como esta solía lloriquearle al teléfono— no tenía amigos.

—¿En qué puedo ayudarle, señor Bristow? —preguntó, volviendo de nuevo a su sillón.

—Pues… eh… la verdad es que me preguntaba si me puede decir… Creo que ya nos conocemos.

—¿De verdad?

—No se acordará de mí. Fue hace muchos años… Pero creo que usted era amigo de mi hermano Charlie. Charlie Bristow. Murió… en un accidente… cuando tenía nueve años.

—¡Por todos los santos! —exclamó Strike—. Charlie… sí, me acuerdo de él.

Se acordaba de él perfectamente. Charlie Bristow había sido uno de los muchos amigos que Strike había hecho durante una infancia complicada e itinerante. Un chico carismático, alocado e imprudente, líder de la pandilla de los más chulos del nuevo colegio de Strike en Londres, Charlie había mirado a aquel chico nuevo y enorme con marcado acento de Cornualles y lo nombró su mejor amigo y lugarteniente. A eso siguieron dos meses intensos de entrañable amistad y mal comportamiento. Strike, que siempre se había sentido fascinado por el funcionamiento tranquilo de los hogares de los demás niños, con sus familias cuerdas y metódicas y los dormitorios que podían conservar durante años y años, tenía un recuerdo muy vivo de la casa de Charlie, que era grande y lujosa. Tenía un gran jardín iluminado por el sol, una casa en un árbol y limonada fría que la madre de Charlie les servía.

Y entonces llegó el inaudito primer día de colegio después de las vacaciones de Semana Santa en que su tutora les contó que Charlie no volvería, que había muerto, que se había caído con la bicicleta por una cantera cuando estaba de vacaciones en Gales. Aquella tutora había sido una bruja vieja y mala y no había sido capaz de resistirse a contarle a la clase que a Charlie, que como ellos recordarían «desobedecía a menudo a los mayores», le habían «prohibido expresamente» acercarse con la bicicleta a la cantera, pero él de todos modos había ido, «quizá para fanfarronear». Pero se vio obligada a dejarlo ahí cuando dos niñas de la primera fila empezaron a llorar.

A partir de ese día, Strike había visto el rostro de un risueño chico rubio despedazándose cada vez que veía una cantera o se la imaginaba. No le habría sorprendido que cada miembro de la clase de Charlie Bristow se hubiese quedado con el mismo miedo a los grandes fosos oscuros, a los descensos escarpados y a las rocas implacables.

—Sí, me acuerdo de Charlie —repitió.

La nuez del cuello de Bristow se movió un poco.

—Sí. Bueno, es por su apellido, ¿sabe? Recuerdo con toda claridad a Charlie hablando de usted durante las vacaciones, los días anteriores a su muerte: «Mi amigo Strike», «Cormoran Strike». No es habitual, ¿verdad? ¿De dónde viene Strike? ¿Lo sabe? Nunca lo he oído en ningún otro sitio.

Bristow no era la primera persona que Strike conocía que sacaba cualquier tema de conversación —el tiempo, el peaje urbano, sus preferencias en las bebidas calientes— para posponer la charla sobre lo que les había llevado a su despacho.

—Me han dicho que tiene que ver con el cereal —contestó—. Con las medidas de los cereales.

—¿Ah, sí? Nada que ver con golpes ni con huelgas… je, je… no[2]. Pues verá usted, cuando yo buscaba a alguien para que me ayudara con este asunto vi su nombre en la guía. —La rodilla de Bristow empezó a moverse arriba y abajo—. Podrá imaginarse que… en fin, que sentí… que era una señal. Una señal que me enviaba Charlie. Diciéndome que yo tenía razón.

Su nuez subía y bajaba al tragar.

—Muy bien —dijo Strike con recelo, esperando que no le hubiesen tomado por un médium.

—Se trata de mi hermana, ¿sabe? —continuó Bristow.

—De acuerdo. ¿Tiene algún tipo de problema?

—Está muerta.

Strike se detuvo antes de contestar: «¿Qué? ¿También ella?».

—Lo siento —dijo con cautela.

Bristow le agradeció las condolencias con una brusca inclinación de cabeza.

—Yo… Esto no es fácil. En primer lugar, debería saber que mi hermana es… era… Lula Landry.

Durante un breve momento volvió a resurgir la esperanza de que podía tratarse de un cliente, pero fue decayendo poco a poco como una losa de granito que aterrizó con un golpe atroz sobre el vientre de Strike. El hombre que tenía sentado enfrente estaba delirando, si es que no era un verdadero trastornado. Era igual de imposible encontrar dos copos de nieve idénticos que aquel hombre de cara pálida y aspecto de conejo pudiera haber salido del mismo acervo genético que la belleza de corte de diamante, piel bronceada y piernas largas que había sido Lula Landry.

—Mis padres la adoptaron —dijo Bristow con voz sumisa, como si supiera lo que estaba pensando Strike—. Todos somos adoptados.

—Ajá —contestó Strike. Tenía una memoria excepcionalmente precisa. Volviendo a recordar aquella enorme casa tranquila y ordenada y su resplandeciente y extenso jardín, se acordó de una lánguida madre rubia presidiendo la mesa en la merienda, la voz distante y estruendosa de un padre intimidatorio, un hermano arisco que comía sin ganas la tarta de frutas, el mismo Charlie haciendo reír a su madre con sus payasadas, pero de ninguna chica.

—Usted no llegó a conocer a Lula —continuó Bristow, de nuevo como si Strike hubiese dicho en voz alta lo que estaba pensando—. Mis padres la adoptaron después de morir Charlie. Tenía cuatro años cuando vino con nosotros. Había estado en un centro de acogida durante un par de años. Yo casi tenía quince. Aún recuerdo estar de pie en la puerta de casa y ver a mi padre trayéndola por el camino de entrada. Llevaba un gorrito rojo de lana. Mi madre aún lo conserva.

Y de repente, John Bristow estalló en lágrimas de una forma escandalosa. Lloraba con las manos en la cara, con los hombros encorvados, temblando, mientras las lágrimas y los mocos empezaron a deslizarse entre sus dedos. Cada vez que parecía controlarse, volvían a estallar más sollozos.

—Lo siento… perdone… Dios mío…

Respirando entrecortadamente y con hipo, se dio toquecitos por debajo de las gafas con un pañuelo arrugado, tratando de recuperar el control.

La puerta del despacho se abrió y entró Robin con una bandeja. Bristow miró hacia otro lado, con sus hombros temblorosos moviéndose arriba y abajo. A través de la puerta abierta, Strike entrevió de nuevo a la mujer del traje en la habitación de fuera. Ahora lo miraba frunciendo el ceño por encima de un ejemplar del Daily Express.

Robin colocó dos tazas, una jarrita de leche, un azucarero y un plato con galletas de chocolate, nada que Strike hubiese visto antes, contestó con una sonrisa a las gracias que él le dio y se dispuso a salir.

—Espera un momento, Sandra —dijo Strike—. ¿Podrías…?

Cogió un papel de su escritorio y se lo llevó a la rodilla. Mientras Bristow emitía leves sonidos tragando saliva, Strike escribió de la forma más rápida y clara que pudo:

«Por favor, busca en Google a Lula Landry y comprueba si fue adoptada y, de ser así, quién la adoptó. No hables de lo que estás haciendo con la mujer que está fuera (¿qué hace aquí?). Escríbeme las respuestas a las preguntas de arriba y tráemelas aquí sin decir qué has descubierto».

Le entregó el papel a Robin, que lo cogió sin decir palabra y salió de la habitación.

—Lo siento… Lo siento mucho —se disculpó Bristow entre jadeos cuando la puerta se cerró—. Esto es… Normalmente no soy… He vuelto al trabajo, estoy viendo a clientes… —Respiró hondo varias veces. Con sus ojos rosados, su parecido con un conejo albino aumentó. La rodilla derecha seguía moviéndose arriba y abajo.

»Ha sido una época espantosa —susurró mientras respiraba hondo—. Lula… y mi madre moribunda…

A Strike se le estaba haciendo la boca agua ante las galletas de chocolate, pues no había comido nada desde lo que a él le parecían días. Pero pensó que sería poco compasivo empezar a comer mientras Bristow se sacudía, lloriqueaba y se secaba los ojos. La taladradora neumática seguía sonando como una ametralladora en la calle.

—Se ha abandonado por completo desde que Lula murió. Eso la ha destrozado. Se suponía que su cáncer estaba remitiendo, pero ha recaído, y dicen que no se puede hacer nada más. Es decir, es la segunda vez. Tuvo una especie de depresión tras lo de Charlie. Mi padre pensó que otro hijo mejoraría las cosas. Siempre habían querido una niña. No les resultó fácil ser aceptados, pero Lula era mestiza y más difícil de colocar, así que… consiguieron llevársela —terminó sofocando un sollozo.

»Siempre fue gu-guapa. La descubrieron en Oxford Street, de compras con mi madre. La cogieron en Athena. Es una de las agencias más prestigiosas. Trabajaba como modelo a ti-tiempo completo a los diecisiete años. Cuando murió, su valor rondaba los diez millones. No sé por qué le cuento todo esto. Probablemente ya lo sepa. Todo el mundo lo sabía todo sobre Lula… o pensaba que lo sabía.

Cogió su taza con torpeza. Las manos le temblaban tanto que el café se le derramó y cayó sobre sus bien planchados pantalones.

—¿Qué es exactamente lo que desea que haga por usted? —preguntó Strike.

Bristow, temblando, volvió a dejar la taza sobre la mesa y después se agarró las manos con fuerza.

—Dicen que mi hermana se suicidó. Yo no lo creo.

Strike recordó las imágenes de la televisión: la bolsa negra del cadáver sobre una camilla, parpadeando bajo una tormenta de flashes mientras la introducían en una ambulancia, los fotógrafos apiñándose a su alrededor mientras esta empezaba a moverse, acercando las cámaras a las oscuras ventanillas mientras las luces rebotaban contra el cristal negro. Sabía más sobre la muerte de Lula Landry de lo que hubiese deseado. Lo mismo podía decirse de cualquier persona sensible de Gran Bretaña. A base de ser bombardeado con aquella historia, uno llegaba a interesarse en contra de su voluntad y, antes de darse cuenta, estaba tan al tanto, tenía una información tan sesgada sobre los hechos del caso que no le habrían dejado formar parte del jurado.

—Hubo una investigación, ¿no?

—Sí, pero el inspector encargado del caso estaba convencido desde el principio de que había sido un suicidio, simplemente porque Lula había tomado litio. Los datos que pasó por alto… algunos incluso se han visto en internet.

Bristow golpeó absurdamente con un dedo sobre la mesa vacía de Strike, donde se habría esperado que hubiese un ordenador.

Se oyó una leve llamada a la puerta y se abrió. Robin entró, le pasó a Strike una nota doblada y salió.

—Perdone, ¿le importa? —se excusó Strike—. Estaba esperando este mensaje.

Desdobló la nota sobre su rodilla, de modo que Bristow no pudiese ver a través del papel, y leyó:

«Lula Landry fue adoptada por sir Alec y lady Yvette Bristow a la edad de cuatro años. Se crio como Lula Bristow, pero tomó el apellido de soltera de su madre cuando empezó a trabajar de modelo. Tiene un hermano mayor llamado John que es abogado. La chica que espera fuera es la novia del señor Bristow y secretaria de su bufete. Trabajan para Landry, May y Patterson, el bufete que fundó el abuelo materno de Lula y John. La fotografía de John Bristow en la página web de LMP es idéntica al hombre con el que está hablando».

Strike arrugó la nota y la lanzó a la papelera que tenía a sus pies. Estaba pasmado. John Bristow no era ningún fantaseador. Y a él, a Strike, parecía que le habían enviado una trabajadora eventual con más iniciativa y mejor caligrafía que ninguna de las que había conocido nunca.

—Lo siento. Continúe —le dijo a Bristow—. Estaba hablando… ¿de la investigación?

—Sí —confirmó Bristow dándose golpecitos en la punta de la nariz con el pañuelo mojado—. Bueno, yo no niego que Lula tuviera problemas. De hecho, le hizo pasar un infierno a mamá. Empezó más o menos en la época en la que murió nuestro padre. Probablemente usted ya sepa todo esto. Dios sabe que se habló mucho de ello en la prensa… pero la echaron del colegio por coquetear con las drogas. Se vino a Londres. Mamá la encontró malviviendo con drogadictos. Las drogas aumentaron sus problemas mentales. Se fugó del centro de tratamiento. Hubo un sinfín de escenas y dramas. Pero al final, se dieron cuenta de que tenía un desorden bipolar y le recetaron la medicación adecuada y, desde entonces, mientras ella tomara sus pastillas, estaba bien. Nunca habría adivinado que le pasaba nada malo. Incluso el forense admitió que había estado tomando su medicación, la autopsia lo demostró.

»Pero ni la policía ni el forense supieron ver más allá de que se trataba de una chica con un historial de débil salud mental. Insistieron en que estaba deprimida, pero le aseguro que Lula no estaba deprimida en absoluto. La vi la mañana anterior a su muerte y estaba perfectamente. Las cosas le estaban yendo muy bien, especialmente en lo que concierne a su carrera. Acababa de firmar un contrato con el que iba a ganar cinco millones en dos años. Me pidió que le echara un vistazo y se trataba de un acuerdo estupendo. El diseñador era un gran amigo suyo, Somé. Supongo que habrá oído hablar de él. Y tenía la agenda llena para los próximos meses. Tenía pronto una sesión fotográfica en Marruecos y a ella le encantaba viajar. Así que, como ve, no había razón alguna para que se quitara la vida.

Strike asintió cortésmente, poco impresionado para sus adentros. Según su experiencia, los suicidas eran perfectamente capaces de fingir un interés por un futuro que no tenían intención de vivir. El estado halagüeño y de tonos dorados de Landry podría haberse convertido fácilmente en oscuridad y desesperación durante el día y la mitad de la noche que había precedido a su muerte. Sabía que esas cosas pasaban. Recordó al teniente del Cuerpo de Fusileros Reales que se había levantado la noche posterior a su cumpleaños, una celebración en la que, según decían todos, había sido el alma de la fiesta. Había escrito una nota a su familia en la que les decía que llamaran a la policía y que no entraran en el garaje. Quien encontró el cuerpo colgado del techo del garaje fue su hijo de quince años, que no había visto la nota y atravesó corriendo la cocina para ir a por su bicicleta.

—Eso no es todo —dijo Bristow—. Hay pruebas, pruebas contundentes. Tansy Bestigui, para empezar.

—¿La vecina que dijo haber oído una discusión?

—¡Exacto! ¡Oyó los gritos de un hombre, justo antes de que Lula se tirara por el balcón! La policía menospreció su testimonio simplemente porque… en fin, porque había tomado cocaína. Pero eso no significa que no supiera lo que había oído. Tansy mantiene hasta el día de hoy que Lula estaba discutiendo con un hombre segundos antes de caer. Lo sé, porque he hablado de esto con ella muy recientemente. Nuestro bufete está llevando su divorcio. Estoy seguro de que podría convencerla para que hable con usted.

»Y luego —continuó Bristow mientras observaba nerviosamente a Strike y trataba de calibrar su reacción—, están las grabaciones del circuito cerrado de televisión. Un hombre camina hacia Kentigern Gardens unos veinte minutos antes de que Lula cayera y después está la grabación del mismo hombre alejándose a toda velocidad de Kentigern Gardens después de que ella hubiese muerto. Nunca descubrieron quién era. No consiguieron identificarle.

Con una especie de entusiasmo furtivo, Bristow se sacó entonces del bolsillo interior de su chaqueta un sobre ligeramente arrugado y lo sostuvo en el aire.

—Lo he escrito todo. Con horarios y demás. Está todo aquí. Verá cómo encaja.

La aparición del sobre no consiguió aumentar la confianza de Strike en el juicio de Bristow. Ya le habían entregado cosas así antes. Los frutos por escrito de obsesiones solitarias y desacertadas; divagaciones maniáticas sobre teorías; complejos horarios distorsionados para que encajen con contingencias fantásticas. El párpado izquierdo del abogado palpitaba, una de sus rodillas se agitaba arriba y abajo y los dedos que sujetaban el sobre temblaban.

Durante unos segundos, Strike sopesó aquellas señales contraponiéndolas con los zapatos claramente fabricados a mano de Bristow y el reloj Vacheron Constantin que asomaba sobre su pálida muñeca al gesticular. Era un hombre que podía pagar y que así haría. Quizá el tiempo suficiente como para permitirle a Strike abonar una cuota del préstamo, que era la más apremiante de sus deudas. Con un suspiro y una reprimenda a su propia conciencia, Strike dijo:

—Señor Bristow…

—Llámeme John.

—John… Voy a ser sincero con usted. No creo que esté bien aceptar su dinero.

Unas manchas rojas aparecieron en el pálido cuello de Bristow y en su ordinario rostro mientras seguía sosteniendo el sobre.

—¿A qué se refiere con que no estaría bien?

—La muerte de su hermana fue probablemente objeto de una investigación extremadamente exhaustiva. Millones de personas y los medios de comunicación de todo el mundo siguieron cada movimiento de la policía. Debieron de ser el doble de exhaustivos de lo habitual. El suicidio es algo difícil de aceptar.

—Yo no lo acepto. Nunca lo aceptaré. Ella no se mató. Alguien la empujó por ese balcón.

De repente, la taladradora de la calle se detuvo, de modo que la voz de Bristow sonó fuertemente en la habitación y su irritación fue la de un hombre dócil al que presionan al límite.

—Ya veo. Lo entiendo. Usted es otro más, ¿no? ¿Otro jodido psicólogo de sillón? La muerte de Charlie, la muerte de mi padre, la muerte de Lula y la inminente muerte de mi madre. Los he perdido a todos y necesito un consejero para sobrellevar el duelo, no un detective. ¿Cree que no he oído ya esto otras cien jodidas veces?

Bristow se puso de pie, impresionante con sus dientes de conejo y su piel enrojecida.

—Soy un hombre bastante rico, Strike. Siento ser tan vulgar al decirlo, pero es así. Mi padre me dejó un fondo fiduciario bastante cuantioso. He consultado la tarifa vigente para este tipo de cosas y habría estado encantado de pagarle el doble.

El doble de honorarios. La conciencia de Strike, antes firme e inflexible, se había debilitado por los repetidos golpes del destino. Este de ahora le dejaba fuera de combate. Su yo más vil estaba retozando ya en el reino de la más feliz especulación: un mes de trabajo le proporcionaría lo suficiente como para pagarle a la trabajadora eventual y parte de los atrasos del alquiler; dos meses, las deudas más acuciantes… tres meses, harían desaparecer una cantidad considerable de su descubierto… cuatro meses…

Pero John Bristow hablaba mirando hacia atrás mientras se dirigía hacia la puerta, apretando y estrujando el sobre que Strike se había negado a coger.

—Quería que se ocupara usted del caso por Charlie, pero he averiguado cosas suyas. No soy idiota del todo. División de investigaciones especiales de la policía militar, ¿verdad? También condecorado. No puedo decir que me impresionara su cargo. —Bristow ahora casi gritaba y Strike fue consciente de que las amortiguadas voces femeninas que se escuchaban en la sala de fuera se habían quedado en silencio—. Pero al parecer me equivocaba y puede permitirse rechazar un trabajo. ¡Bien! Olvídelo. Estoy seguro de que encontraré a otro que se encargue de este trabajo. ¡Siento haberle molestado!