El cruce de Tottenham Court Road con Charing Cross seguía siendo el escenario de la devastación, con anchos agujeros en la calle, túneles de aglomerado blanco y constructores con casco. Strike cruzó los estrechos pasillos cerrados con vallas de metal, pasó junto a las ruidosas excavadoras que sacaban los escombros, los obreros que gritaban y más taladradoras, fumando mientras caminaba.
Se sentía cansado y dolorido, muy consciente del dolor de su pierna, de su cuerpo sin asear, de la comida grasienta que se asentaba pesadamente en su estómago. Siguiendo un impulso, tomó un desvío por Sutton Row, alejándose del ruido estrepitoso de las obras, y llamó a Rochelle. Saltó el buzón de voz, pero fue la voz ronca de ella la que contestó. No le había dado un número falso. No dejó mensaje. Ya le había dicho todo lo que se le había ocurrido. Y, sin embargo, estaba preocupado. Casi deseó haberla seguido para saber dónde vivía.
De vuelta en Charing Cross Road, cojeando hasta la oficina y pasando por la sombra temporal del túnel para peatones, recordó el modo en que Robin le había despertado esa mañana: la discreta llamada a la puerta, la taza de té, la estudiada no mención del tema de la cama plegable. No debería haber dejado que aquello ocurriera. Había otras formas de intimar aparte de la de admirar la figura de una mujer con un vestido ajustado. No quería explicarle por qué estaba durmiendo en el trabajo, temía las preguntas personales. Y había dejado que se diera la ocasión en la que ella le había llamado Cormoran y le había dicho que se pusiera bien los botones. Nunca debería haberse quedado dormido.
Mientras subía las escaleras de metal y pasaba por la puerta cerrada de Gráficas Crowdy, Strike decidió tratar a Robin con un tono de autoridad más frío durante el resto del día, para contrarrestar aquel atisbo de barriga peluda.
Acababa de tomar aquella decisión cuando oyó unas fuertes carcajadas y dos voces femeninas hablando a la vez que procedían de su oficina.
Strike se quedó inmóvil, aterrado. No le había devuelto la llamada a Charlotte. Trató de distinguir su tono y su inflexión. Sería muy propio de ella presentarse en persona para abrumar a su secretaria con un comportamiento encantador, para hacer de la aliada de él una amiga, para saturar a su propia trabajadora con su versión de los hechos. Las dos voces volvieron a mezclarse entre carcajadas y él no estuvo seguro de quién podría ser.
—Hola Stick —dijo una voz alegre mientras él abría la puerta de cristal.
Su hermana Lucy estaba sentada en el raído sofá con las manos sujetando una taza de café y bolsas de Marks & Spencer y John Lewis apiñadas alrededor de ella.
La primera sensación de alivio porque no fuera Charlotte estuvo teñida de todos modos por un temor menor a lo que ella y Robin habían estado hablando y a lo mucho que ahora las dos sabían de su vida privada. Mientras abrazaba a Lucy se fijó en que Robin había cerrado de nuevo la puerta de dentro para que no se vieran la cama plegable y el macuto.
—Robin dice que has salido a hacer de detective. —Lucy parecía de buen ánimo, tal y como solía pasarle cuando salía sola, sin la carga de Greg y los niños.
—Sí, es algo que hacemos a veces los detectives —respondió Strike—. ¿Has estado de compras?
—Sí, Sherlock, así es.
—¿Quieres salir a tomar un café?
—Ya tengo uno, Stick —dijo ella levantando la taza—. Hoy no estás muy agudo. ¿Estás cojeando un poco?
—No, que yo me haya dado cuenta.
—¿Has visto últimamente al señor Chakrabati?
—Hace poco —mintió Strike.
—Si le parece bien, voy a ir a comer, señor Strike —interrumpió Robin, que se estaba poniendo la gabardina—. Aún no lo he hecho.
La decisión de unos momentos antes de tratarla con frialdad profesional ahora no solo parecía innecesaria, sino también desagradable.
—Sí, está bien, Robin —contestó.
—Encantada de conocerte, Lucy —dijo Robin desapareciendo tras despedirse con la mano y cerrando la puerta de cristal al salir.
—Me gusta mucho —comentó Lucy con tono entusiasta mientras los pasos de Robin se iban alejando—. Es estupenda. Deberías tratar de mantenerla de forma permanente.
—Sí, es buena —confirmó Strike—. ¿De qué os reíais tanto las dos?
—Ah, de su prometido. Parece un poco como Greg. Robin dice que tienes ahora un caso importante. Eso está bien. Ha sido muy discreta. Dice que se trata de un suicidio sospechoso. Eso no puede ser bueno.
Le lanzó una mirada cómplice que él prefirió no entender.
—No es la primera vez. También tuve un par de ellos en el ejército.
Pero dudó que Lucy le estuviera escuchando. Había respirado hondo. Strike supo lo que venía a continuación.
—Stick, ¿os habéis separado Charlotte y tú?
Mejor sería quitarse aquello de encima.
—Sí.
—¡Stick!
—No pasa nada, Luce. Estoy bien.
Pero el buen humor de ella había quedado anulado por un enorme torrente de furia y decepción. Strike esperó con paciencia, agotado y dolorido, mientras ella se encolerizaba: lo había sabido desde el principio, sabía que Charlotte lo volvería a hacer; le había alejado de Tracey y de su fantástica carrera en el ejército, volviéndolo todo lo inseguro que pudo, convenciéndole de que se fuera a vivir con ella, para luego echarlo…
—Fui yo quien rompió, Luce —dijo—. Y Tracey y yo habíamos terminado antes… —Pero también podría él haberle dado la vuelta a la tortilla. ¿Por qué no se había dado cuenta de que Charlotte nunca cambiaría, que solo había vuelto con él por lo dramático de la situación, atraída por su herida y su medalla? Esa bruja había interpretado al ángel de la guarda y, después, se había aburrido. Era peligrosa y retorcida; medía su valía por el caos que causaba, jactándose del dolor que infligía…—. Yo la he dejado. Ha sido decisión mía.
—¿Dónde has estado viviendo? ¿Cuándo ha sido? Esa maldita bruja… No. Lo siento, Stick. Ya no voy a seguir fingiendo. Tantos años de mierda que te ha hecho pasar. Dios mío, Stick, ¿por qué no te casaste con Tracey?
—Luce, no entremos en eso, por favor.
Apartó alguna de las bolsas de John Lewis, llenas, según vio, de pequeños pantalones y calcetines para sus hijos, y se sentó pesadamente en el sofá. Sabía que su aspecto era sucio y desaliñado. Lucy parecía estar al borde de las lágrimas. Su día de paseo por la ciudad se había echado a perder.
—Supongo que no me lo has contado porque sabías que haría esto —dijo por fin con un nudo en la garganta.
—Puede que se me haya pasado por la cabeza.
—De acuerdo, lo siento —contestó ella con rabia y con los ojos brillantes por las lágrimas—. Pero esa bruja, Stick… Dios, dime que nunca más vas a volver con ella. Por favor, solo dime eso.
—No voy a volver con ella.
—¿Dónde estás quedándote? ¿En casa de Ilsa y Nick?
—No. Tengo un apartamento pequeño en Hammersmith. —El primer lugar que se le ocurrió relacionado, ahora, con la indigencia—. Un estudio.
—Oh, Stick… ¡Ven a quedarte con nosotros!
Tuvo una visión fugaz de la habitación de invitados toda de azul y de la sonrisa forzada de Greg.
—Luce, estoy bien donde estoy. Solo quiero seguir con el trabajo y estar un tiempo solo.
Tardó otra media hora en hacer que se fuera de la oficina. Ella se sentía culpable por haber perdido los estribos. Disculpándose, trató de justificarse, lo cual provocó otra diatriba sobre Charlotte. Cuando por fin decidió marcharse, él la ayudó a bajar con las bolsas, consiguiendo distraerla de las cajas con todas sus pertenencias que seguían en el rellano, y finalmente dejándola dentro de un taxi negro al final de Denmark Street.
La cara de ella, redonda y manchada de rímel, se volvió hacia él desde la ventana de atrás. Strike se obligó a sonreír y la despidió con la mano antes de encender otro cigarro, pensando que la idea que Lucy tenía de la compasión era peor que algunas de las técnicas de interrogatorio que él había usado en Guantánamo.