Cuando Robin llegó a la mañana siguiente, se encontró, por segunda vez, con una puerta de cristal cerrada con llave. Entró con la llave de repuesto que Strike le había confiado, se acercó a la puerta de dentro que estaba cerrada y se quedó en silencio, escuchando. Tras unos segundos, oyó el ligeramente amortiguado pero inconfundible sonido de unos ronquidos profundos.
Aquello le planteaba un problema delicado por el acuerdo tácito de los dos de no hablar de la cama plegable de Strike ni de los demás indicios que había por la oficina de que estaba viviendo allí. Por otra parte, Robin tenía que comunicarle a su jefe temporal una cosa que tenía carácter de urgencia. Dudó, considerando cuáles eran sus opciones. El camino más fácil era el de tratar de despertar a Strike haciendo ruido en el despacho de fuera y, así, darle tiempo para recomponerse él y el despacho, pero eso podría suponer demasiado tiempo. Su noticia no podía esperar. Por tanto, Robin respiró hondo y tocó en la puerta.
Strike se despertó al instante. Durante un momento de desorientación se quedó allí tumbado, asimilando la acusadora luz del día que entraba por la ventana. Entonces, recordó que había dejado el móvil después de leer el mensaje de Charlotte y supo que se había olvidado de conectar la alarma.
—¡No entres! —bramó.
—¿Quiere una taza de té? —gritó Robin desde el otro lado de la puerta.
—Sí… sí, eso sería estupendo. Ahora salgo a por ella —añadió Strike en voz alta, deseando, por primera vez, haber puesto un cerrojo en la puerta de dentro. Su pie y su pantorrilla falsos estaban apoyados en la pared y él no llevaba puesto más que sus calzoncillos.
Robin fue corriendo a llenar el hervidor de agua y Strike salió a duras penas del saco de dormir. Se vistió a toda velocidad poniéndose torpemente la prótesis, dobló la cama plegable y la dejó en su rincón y volvió a poner la mesa en su sitio. Diez minutos después, ella llamó a la puerta, él salió cojeando al despacho de fuera con un fuerte olor a desodorante y vio a Robin en la mesa, con aspecto de estar muy excitada por algo.
—Su té —le ofreció ella señalando una taza humeante.
—Estupendo, gracias. Pero permíteme un momento —dijo, y salió a hacer pis en el cuarto de baño del rellano. Al subirse la cremallera, se vio en el espejo, con el rostro arrugado y sin afeitar. No era la primera vez que se consolaba pensando que su pelo tenía el mismo aspecto peinado que sin peinar.
—Tengo noticias —anunció Robin cuando él volvió a entrar en la oficina por la puerta de cristal y, dando de nuevo las gracias, cogía su taza de té.
—¿Sí?
—He encontrado a Rochelle Onifade.
Bajó la taza.
—Estás de broma. ¿Cómo narices…?
—Vi en el expediente que se suponía que tenía que asistir a una clínica de día en Saint Thomas —respondió Robin excitada, ruborizada y hablando rápido—. Así que llamé al hospital ayer por la noche fingiendo ser ella y le dije que había olvidado la hora de mi cita y me dijeron que es a las diez y media de la mañana del jueves. —Miró la pantalla de su ordenador—. Tiene cincuenta y cinco minutos.
¿Por qué no se le había ocurrido decirle a ella que lo hiciera?
—Eres un genio, un maldito genio…
Derramó té caliente sobre su mano y dejó la taza en la mesa.
—¿Sabes exactamente…?
—Está en la unidad de psiquiatría a espaldas del edificio principal —contestó Robin, entusiasmada—. Verá, tiene que entrar por Grantley Road, allí hay un segundo aparcamiento…
Dio la vuelta a la pantalla para que él la viera y enseñarle el plano de Saint Thomas. Strike se miró la muñeca, pero su reloj seguía en el despacho de dentro.
—Le dará tiempo si sale ya —le exhortó Robin.
—Sí… Voy a recoger mis cosas.
Strike se apresuró a coger su reloj, su cartera, el tabaco y el teléfono. Casi había salido por la puerta de cristal metiéndose la cartera en el bolsillo de atrás cuando Robin dijo:
—Eh… Cormoran…
Nunca antes le había llamado por su nombre. Strike supuso que ese era el motivo de su ligero aire de timidez. Después, se dio cuenta de que ella estaba apuntando con insistencia a su ombligo. Bajó la mirada y se dio cuenta de que se había abrochado mal los botones de la camisa y que iba enseñando una parte de su barriga, tan peluda que parecía una estera de pelo de coco.
—Ah… vale… gracias…
Robin dirigió su atención cortésmente a su monitor mientras él se desabrochaba y volvía a abrocharse los botones.
—Hasta luego.
—Sí, adiós —contestó ella sonriéndole mientras él salía a toda velocidad. Pero pocos segundos después, volvió jadeando ligeramente.
—Robin, necesito que compruebes una cosa.
Ella ya tenía un bolígrafo en la mano, esperando.
—Hubo una conferencia sobre asuntos jurídicos en Oxford el 7 de enero. Tony, el tío de Lula Landry, asistió a ella. Derecho de familia internacional. Cualquier cosa que puedas encontrar. Especialmente, saber si él estuvo allí.
—De acuerdo —respondió Robin tomando nota.
—Gracias. Eres un genio.
Y se fue, con pasos irregulares, escaleras abajo.
Aunque tarareaba mientras se acomodaba en su mesa, una parte de la alegría de Robin desapareció mientras se tomaba su té. Casi había esperado que Strike la invitara a acompañarle a encontrarse con Rochelle Onifade, cuya sombra había estado buscando desde hacía dos semanas.
Después de la hora punta, la multitud del metro era menor. Strike estaba encantado de poder encontrar asiento fácilmente, pues el extremo del muñón seguía doliéndole. Se había comprado un paquete de caramelos de menta ultra fuertes en el quiosco de la estación antes de subir a su tren y ahora estaba chupando cuatro de ellos a la vez, tratando de ocultar el hecho de que no había tenido tiempo de lavarse los dientes. Su cepillo y su pasta de dientes estaban escondidos en su macuto, aunque habría sido más cómodo haberlos dejado en el lavabo desconchado del cuarto de baño. Volviéndose a mirar en la ventanilla oscura del tren, con su pesada barba de varios días y su aspecto en general descuidado, se preguntó por qué, cuando estaba absolutamente claro que Robin sabía que dormía allí, él actuaba como si tuviera algún otro hogar.
La memoria de Strike y su sentido de la orientación fueron más que adecuados para la tarea de localizar la entrada a la unidad de psiquiatría del Saint Thomas y entró sin ningún contratiempo, llegando poco después de las diez. Pasó cinco minutos comprobando que las puertas automáticas eran la única entrada de Grantley Road antes de colocarse en un muro de piedra del aparcamiento, a unos veinte metros de la entrada, lo que le permitía tener una clara visión de todo el que entraba y salía.
Teniendo solamente claro que la chica a la que buscaba era probablemente una vagabunda y, sin duda, negra, repasó en el metro su estrategia para encontrarla y concluyó que solo tenía una opción. A las diez y veinte, cuando vio a una chica alta, delgada y negra dirigiéndose con paso enérgico a la entrada, aunque tenía un aspecto bien acicalado e iba bien vestida, gritó:
—¡Rochelle!
Ella levantó los ojos para ver quién había gritado, pero siguió caminando sin dar muestra alguna de que el nombre tenía una aplicación personal y desapareció en el interior del edificio. Después, llegó una pareja, los dos blancos; luego, un grupo de personas de distintas edades y razas quienes, Strike supuso, serían trabajadores del hospital. Pero, por si acaso, volvió a gritar:
—¡Rochelle!
Algunos lo miraron, pero volvieron de inmediato a su conversación. Consolándose con que quienes frecuentaban aquella entrada estaban probablemente acostumbrados a cierto grado de excentricidad entre quienes andaban por los alrededores, Strike se encendió un cigarro y esperó.
Pasaron las diez y media y ninguna chica negra había atravesado las puertas. O bien había olvidado su cita o había utilizado una entrada distinta. Una brisa ligera sopló por la parte posterior de su cuello mientras se sentaba a fumar, vigilando, esperando. El edificio del hospital era enorme, una vasta caja de hormigón con ventanas rectangulares. Seguramente, tendría numerosas entradas a cada lado.
Strike estiró su pierna herida, que aún le dolía, y pensó de nuevo en la posibilidad de volver a ver a su especialista. Incluso aquella proximidad a un hospital ya le parecía algo deprimente. El estómago le sonó. Había pasado por un McDonald’s cuando iba de camino. Si no la había encontrado a mediodía, iría allí a comer.
Gritó «¡Rochelle!» dos veces más a mujeres negras que entraron y salieron del edificio y en ambas ocasiones ellas le devolvieron la mirada, solo para ver quién había gritado y, en uno de los casos, lanzándole una mirada de desprecio.
Después, a las once pasadas, una chica negra, bajita y corpulenta salió del hospital con unos andares algo raros, balanceándose de un lado a otro. Sabía muy bien que no se le había pasado al entrar, no solo por su caminar tan característico, sino porque llevaba un llamativo chaquetón de piel sintética de color magenta que no le favorecía ni por su altura ni por su anchura.
—¡Rochelle!
La chica se detuvo, se dio la vuelta y empezó a mirar, con el ceño fruncido, buscando a la persona que había gritado su nombre. Strike fue renqueando hacia ella y esta le lanzó una mirada de comprensible desconfianza.
—¿Rochelle? ¿Rochelle Onifade? Hola, me llamo Cormoran Strike. ¿Puedo hablar contigo?
—Siempre entro por Redbourne Street —le dijo ella cinco minutos después, cuando él ya le había hecho un resumen confuso e inventado de cómo la había encontrado—. Salgo por aquí porque iba al McDonald’s.
Así que allí es donde fueron. Strike compró dos cafés con galletas grandes y los llevó a la mesa junto a la ventana donde Rochelle le esperaba, curiosa y recelosa.
Era una chica del montón. Su piel grasienta, que era del color de la tierra quemada, estaba cubierta de pústulas y marcas de acné. Sus pequeños ojos eran profundos y tenía los dientes torcidos y bastante amarillos. El cabello alisado con productos químicos mostraba diez centímetros de raíces negras sobre quince centímetros de estridente pelo rojo cobrizo. Sus vaqueros ajustados y demasiado cortos, su bolso de piel gris y sus zapatillas blancas parecían baratos. Sin embargo, la mullida chaqueta de piel sintética, por muy llamativa y poco favorecedora que le pareciera a Strike, era de una calidad diferente. Forrada por completo de seda con dibujos, tal y como él vio cuando se la quitó, y con una etiqueta que no era de Guy Somé —como había esperado, al recordar el correo de Lula Landry al diseñador—, sino de un italiano del que hasta Strike había oído hablar.
—¿Seguro que no eres periodista, tío? —preguntó ella con su voz baja y ronca.
Strike ya había pasado un rato en la puerta del hospital tratando de dejar clara su buena fe al respecto.
—No. No soy ningún periodista. Como te he dicho, conozco al hermano de Lula.
—¿Eres amigo suyo?
—Sí. Bueno, no exactamente amigo. Él me ha contratado. Soy detective privado.
Ella se mostró al instante claramente asustada.
—¿Para qué quieres hablar conmigo?
—No hay nada de qué preocuparse…
—Pero ¿para qué quieres hablar conmigo?
—No es nada malo. John no está seguro de si Lula se suicidó, eso es todo.
Supuso que lo único que la estaba manteniendo en su asiento era su terror a cómo podría interpretar él una huida inmediata. Su miedo era desproporcionado comparado con el comportamiento o las palabras de él.
—No tienes de qué preocuparte —le volvió a asegurar—. John quiere que vuelva a revisar las circunstancias, eso es…
—¿Es que ha dicho que yo tengo algo que ver con su muerte?
—No, claro que no. Solo espero que puedas contarme cuál era el estado de ánimo de ella, qué estuvo haciendo antes de su muerte. Tú la veías con regularidad, ¿no? Pensé que podrías contarme qué estaba pasando en su vida.
Rochelle hizo como si fuera a hablar y, a continuación, cambió de idea y, en lugar de ello, trató de beberse su café hirviendo.
—¿Y qué pasa? ¿Que su hermano está tratando de hacer creer que ella no se mató? ¿Que la empujaron desde la ventana?
—Cree que es posible.
Ella parecía estar intentando descifrar algo, resolverlo dentro de su cabeza.
—No tengo por qué hablar contigo. No eres un madero de verdad.
—Sí, eso es cierto. Pero no te gustaría ayudar a saber qué…
—Se tiró —afirmó Rochelle Onifade con voz firme.
—¿Qué te hace estar tan segura? —preguntó Strike.
—Lo sé y ya está.
—Parece que ha supuesto una sorpresa para todos los demás que la conocían.
—Estaba deprimida. Sí, se metía cosas para eso. Como yo. A veces, se apodera de ti. Es una enfermedad —dijo, aunque pronunció las palabras como si dijera: «Es la nada».
«La nada», pensó Strike, distraído por un segundo. Había dormido mal. «La nada» era donde Lula Landry había ido y adonde todos ellos, él y Rochelle incluidos, se dirigían. A veces, la enfermedad se convertía poco a poco en la nada, tal y como le estaba ocurriendo a la madre de Bristow… A veces, la nada llegaba hasta ti de repente, como una calle de hormigón que te parte el cráneo en dos.
Estaba seguro de que si sacaba el cuaderno, ella cerraría el pico o se iría. Por tanto, siguió haciéndole preguntas del modo más despreocupado del que fue capaz, preguntándole cómo había llegado a tener que asistir a la clínica y cómo conoció a Lula.
Con enorme recelo, ella respondió al principio con monosílabos, pero, despacio, poco a poco, se fue volviendo más comunicativa. Su historia era lamentable. Malos tratos desde muy pronto, tratamientos, enfermedad mental severa, casas de acogida y violentos ataques que culminaron, a los dieciséis años, con la indigencia. Había obtenido un buen tratamiento como resultado indirecto de haber sido atropellada por un coche. Cuando la hospitalizaron, un psiquiatra fue a verla por fin en el momento en que su extraña conducta hizo que tratarle sus daños físicos fuera casi imposible. Ahora estaba medicándose y, cuando lo hacía, se aliviaban enormemente los síntomas. A Strike le parecía penoso y conmovedor que la clínica ambulatoria donde había conocido a Lula Landry parecía haberse convertido, para Rochelle, en el mejor momento de la semana. Hablaba con cierto cariño del joven psiquiatra que dirigía el grupo.
—Entonces, ¿es ahí donde conociste a Lula?
—¿No te lo ha dicho su hermano?
—No ha sido muy preciso en sus informaciones.
—Sí, ella venía a nuestro grupo. La enviaron aquí.
—¿Y empezasteis a hablar?
—Sí.
—¿Os hicisteis amigas?
—Sí.
—¿Ibas a visitarla a su casa? ¿A bañarte en la piscina?
—¿Por qué no iba a hacerlo?
—Por nada. Solo estoy preguntando.
Se relajó un poco.
—No me gusta nadar. No me gusta que me dé el agua en la cara. Iba al jacuzzi. Y también íbamos de compras y cosas así.
—¿Alguna vez te habló de sus vecinos, del resto de la gente del edificio?
—¿De los Bestigui? Un poco. No le gustaban. Esa mujer era una bruja —dijo Rochelle con una rabia repentina.
—¿Por qué dices eso?
—¿La has conocido? Me miraba como si yo fuera la mugre.
—¿Qué pensaba Lula de ella?
—No le gustaba ella ni tampoco el marido. Es un asqueroso.
—¿En qué sentido?
—Simplemente lo es —contestó Rochelle con impaciencia. Pero después, cuando vio que Strike no hablaba, continuó—: Siempre estaba intentando hacer que ella bajara cuando su mujer había salido.
—¿Alguna vez bajó Lula?
—Ni una puta vez —respondió Rochelle.
—Supongo que Lula y tú hablabais mucho, ¿no?
—Sí, al prin… Sí, hablábamos.
Ella miró por la ventana. Un repentino chaparrón pilló por sorpresa a los peatones. Unas elipsis transparentes salpicaron el cristal que tenían al lado.
—¿Al principio? —preguntó Strike—. ¿Hablabais menos a medida que fue pasando el tiempo?
—Voy a tener que irme pronto —contestó Rochelle dándose importancia—. Tengo cosas que hacer.
—Las personas como Lula pueden ser unas malcriadas —dijo Strike tanteando el terreno—. Tratar mal a la gente. Están acostumbradas a hacer lo que…
—Yo no soy la criada de nadie —interrumpió Rochelle con virulencia.
—Quizá fuera por eso por lo que le gustabas. Quizá te viera como una igual, no como alguien que se colgaba de ella.
—Sí, exacto —confirmó Rochelle apaciguándose—. A mí no me impresionaba.
—Por eso te quería como amiga, alguien con los pies más en la tierra…
—Sí.
—… y teníais vuestra enfermedad en común, ¿no? Así que la comprendías a un nivel al que la mayoría de la gente no llegaba.
—Y soy negra —añadió Rochelle—. Y ella quería sentirse negra de verdad.
—¿Te habló de eso?
—Sí, claro —respondió—. Quería saber de dónde venía, cuál era su sitio.
—¿Te dijo si estaba tratando de buscar a la rama negra de su familia?
—Sí, desde luego. Y… sí.
Se contuvo de un modo casi visible.
—¿Alguna vez encontró a alguien? ¿A su padre?
—No. Nunca lo encontró. Ni de coña.
—¿De verdad?
—Sí, de verdad.
Empezó a comer rápido. Strike temió que se fuera en el momento en que terminara.
—¿Lula estaba deprimida cuando la viste en Vashti el día antes de su muerte?
—Sí que lo estaba.
—¿Te dijo por qué?
—No tiene por qué haber un motivo. Es una enfermedad.
—Pero ella te dijo que se sentía mal, ¿verdad?
—Sí —contestó tras un momento de vacilación.
—Se suponía que ibais a comer juntas, ¿no? —preguntó él—. Kieran me ha dicho que la llevó a reunirse contigo. Sabes quién es Kieran, ¿no? ¿Kieran Kolovas-Jones?
Su expresión se suavizó. Las comisuras de su boca se elevaron.
—Sí, conozco a Kieran. Sí, ella vino a verme a Vashti.
—¿Pero no se quedó a comer?
—No. Tenía prisa —contestó Rochelle.
Inclinó la cabeza para beber más café, ocultando su rostro.
—¿No te llamó? Tienes teléfono, ¿no?
—Sí, tengo teléfono —respondió bruscamente y sacó de la chaqueta de piel un Nokia de aspecto básico, lleno de llamativos cristales rosas.
—¿Y por qué crees que no te llamó para decirte que no podía verte?
Rochelle lo miró con el ceño fruncido.
—Porque no le gustaba usar el teléfono, porque la escuchaban.
—¿Los periodistas?
—Sí.
Casi se había terminado la galleta.
—Pero los periodistas no habrían mostrado mucho interés en que ella dijera que no iba a ir a Vashti, ¿no?
—No sé.
—¿No te pareció raro en ese momento que fuera hasta allí para decirte que no podía quedarse a comer?
—Sí. No —respondió Rochelle. Y a continuación, con un repentino arranque de fluidez—: Cuando se tiene chófer no importa, ¿no? Vas adonde quieres ir, no te cuesta nada, solo le dices que te lleve, ¿no? Ella iba de paso y entró para decir que no se iba a quedar porque tenía que ir a casa para ver a la mierda de Ciara Porter.
Rochelle pareció arrepentirse de aquel traicionero «mierda» en cuanto lo dijo y apretó los labios como para asegurarse de que no iban a salir de su boca más tacos.
—¿Y eso fue lo que hizo? ¿Entró en la tienda, dijo: «No puedo quedarme. Tengo que ir a casa a ver a Ciara» y se fue?
—Sí. Más o menos —respondió Rochelle.
—Kieran dice que normalmente te llevaban a casa después de que salierais juntas.
—Sí. Pero ese día estaba muy ocupada, ¿no?
Rochelle no consiguió ocultar su resentimiento.
—Háblame de lo que pasó en la tienda. ¿Alguna de las dos se probó algo?
—Sí —contestó Rochelle después de una pausa—. Ella. —Volvió a vacilar—. Un vestido largo de Alexander McQueen. Ese que se mató —añadió con frialdad.
—¿Entraste con ella al probador?
—Sí.
—¿Qué pasó en el probador?
Sus ojos le recordaron a Strike los de un toro cuando se encuentra cara a cara con un muchacho: hundidos, aparentemente estoicos, indescifrables.
—Se probó el vestido —contestó Rochelle.
—¿No hizo nada más? ¿No llamó a nadie?
—No. Bueno, sí. Puede ser.
—¿Sabes a quién llamó?
—No me acuerdo.
Bebió, ocultando de nuevo su rostro con el vaso de papel.
—¿A Evan Duffield?
—Puede que sí.
—¿Te acuerdas de lo que dijo ella?
—No.
—Una de las dependientas la oyó mientras hablaba por teléfono. Parecía estar concertando una cita para encontrarse con alguien en su casa mucho más tarde. De madrugada, pensó la chica.
—¿Sí?
—Así que no parece que pudiera ser Duffield, ¿no? Puesto que ya había quedado con él en Uzi.
—Sabes mucho, ¿no? —dijo ella.
—Todo el mundo sabe que esa noche se vieron en Uzi —se justificó Strike—. Salió en todos los periódicos.
Era imposible ver la dilatación o la contracción de las pupilas de Rochelle pues las rodeaban unos iris prácticamente negros.
—Sí, supongo.
—¿Era Deeby Macc?
—¡No! —exclamó ella con una carcajada—. No tenía su número.
—Los famosos casi siempre pueden conseguir los números de los otros —insistió Strike.
La expresión de Rochelle se nubló. Bajó la mirada a la pantalla en blanco de su llamativo teléfono rosa.
—No creo que ella tuviera el suyo —dijo.
—Pero ¿tú la oíste tratando de concertar una cita con alguien de madrugada?
—No —contestó evitando mirarle a los ojos, bebiéndose los restos de su café del vaso de papel—. No recuerdo nada de eso.
—¿Entiendes lo importante que podría ser eso si Lula acordó verse con alguien en la hora en la que murió? —preguntó Strike, cuidando de mantener el mismo tono carente de amenaza—. La policía no tenía noticia de esto, ¿verdad? Nunca se lo dijiste.
—Tengo que irme —dijo soltando el último bocado de su galleta, cogiendo el asa de su bolso barato y mirándolo con furia.
—Es casi la hora de comer. ¿Te invito a algo más? —le ofreció Strike.
—No.
Pero no se movió. Él se preguntó si sería muy pobre, si comía o no con regularidad. Había algo en ella, bajo su hosquedad, que le parecía conmovedor: un fuerte orgullo, una vulnerabilidad.
—Sí, vale —dijo ella dejando caer el bolso y volviendo a desplomarse sobre la silla—. Tomaré un Big Mac.
Él temió que ella se pudiera marchar mientras iba al mostrador, pero cuando volvió con dos bandejas, seguía allí e incluso le dio las gracias de mala gana. Strike probó a ir por otro lado.
—Conoces muy bien a Kieran, ¿no? —preguntó tratando de buscar el resplandor que la había iluminado al pronunciar su nombre.
—Sí —respondió conteniéndose—. Lo he visto muchas veces con ella. Siempre la llevaba en el coche.
—Dice que Lula iba escribiendo algo en el asiento de atrás antes de llegar a Vashti. ¿Te enseñó o te dio algo que había escrito?
—No. —Se metió unas patatas fritas en la boca y, a continuación, dijo—: No vi nada de eso. ¿Por qué? ¿Qué era?
—No lo sé.
—Quizá fuera la lista de la compra o algo así.
—Sí, eso es lo que pensó la policía. ¿Estás segura de que no la viste con un papel, una carta, un sobre?
—Sí, estoy segura. ¿Sabe Kieran que te ibas a reunir conmigo? —preguntó Rochelle.
—Sí. Le dije que estabas en mi lista. Él me contó que antes vivías en Saint Elmo.
Eso pareció agradarla.
—¿Dónde vives ahora?
—¿A ti qué te importa? —preguntó con una rabia repentina.
—No es que me importe. Solo estoy teniendo una conversación educada.
Aquello hizo que Rochelle soltara un pequeño resoplido.
—Ahora vivo en mi propia casa, en Hammersmith.
Masticó un poco y, después, por primera vez, le ofreció una información que no le había pedido.
—Solíamos escuchar a Deeby Macc en su coche. Yo, Kieran y Lula.
Y empezó a rapear:
Sin hidroquinona, negro hasta la cola,
si no haces caso de lo que Deeby ha dicho
mejor te compras pronto un nicho.
Conduzco mi Ferrari —a la mierda Johari—,
no pierdo el tarro, el dinero habla claro.
A ti, señor, Jacko, te lo aclaro.
Ella pareció sentirse orgullosa, como si lo hubiera puesto en su sitio sin ninguna réplica posible.
—Es de «Hidroquinona» —dijo—. De La pasma va a por mi dinero.
—¿Qué es la hidroquinona? —preguntó Strike.
—Un blanqueador de la piel. Lo rapeábamos con las ventanas del coche bajadas —explicó Rochelle con una cálida y evocadora sonrisa que iluminó claramente su rostro.
—Entonces, Lula estaba deseando conocer a Deeby Macc, ¿no?
—Sí —contestó Rochelle—. Sabía que a él le gustaba, eso le encantaba. Kieran estaba muy emocionado. No paraba de pedirle a Lula que se lo presentara. Quería conocer a Deeby.
Su sonrisa desapareció. Picoteó su hamburguesa malhumoradamente.
—Entonces, ¿es eso todo lo que quieres saber? —preguntó después—. Porque me tengo que ir.
Empezó a devorar lo que le quedaba de comida metiéndosela en la boca.
—Lula ha debido llevarte a un montón de sitios, ¿verdad?
—Sí —contestó con la boca llena de hamburguesa.
—¿Fuiste a Uzi con ella?
—Sí, una vez.
Se tragó la comida y empezó a hablar de otros lugares que había visto durante la primera etapa de su amistad con Lula, que, a pesar de los decididos intentos de Rochelle por rechazar cualquier sugerencia de que se sentía deslumbrada por el estilo de vida de una multimillonaria, tenía todo el romanticismo de un cuento de hadas. Lula apartó a Rochelle del deprimente mundo del albergue y de la terapia de grupo y, una vez a la semana, la metía en un torbellino de cara diversión. Strike se dio cuenta de lo poco que Rochelle le había hablado de Lula la persona, en contraposición a la Lula que poseía mágicas tarjetas de crédito con las que comprar bolsos, chaquetas y joyas y los medios necesarios gracias a los cuales aparecía Keiran con regularidad, como un genio, para sacar a Rochelle del albergue. Describió con todo detalle los regalos que Lula le había hecho, las tiendas a las que Lula la había llevado, los restaurantes y bares a los que habían entrado juntas, lugares llenos de famosos. Sin embargo, nada de aquello parecía haber impresionado a Rochelle lo más mínimo. Por cada nombre que pronunciaba, hacía un comentario despreciativo. «Era un gilipollas». «Es toda de plástico». «No tienen nada de especial».
—¿Conociste a Evan Duffield? —preguntó Strike.
—Sí. —Aquel monosílabo estaba lleno de desdén—. Es un mamonazo.
—¿De verdad?
—Sí. Pregúntale a Kieran.
Daba la impresión de que ella y Kieran estaban unidos observando, sensatos e impasibles, a los idiotas que poblaban el mundo de Lula.
—¿En qué sentido era un mamonazo?
—La trataba como una mierda.
—¿Cómo?
—Vendía historias —contestó Rochelle cogiendo las últimas patatas fritas—. Una vez, ella nos puso a todos a prueba. Nos contó una historia distinta a cada uno para ver cuál de ellas salía en los periódicos. Yo fui la única que mantuvo la boca cerrada. Todos los demás se fueron de la lengua.
—¿A quién puso a prueba?
—A Ciara Porter. A él, a Duffield. A ese Guy Summy. —Rochelle pronunció su apellido como si rimara con «hay»—, pero luego pensó que él no había sido. Le excusó. Pero él la utilizaba más que nadie.
—¿En qué sentido?
—No quería que ella trabajara para nadie más. Quería que lo hiciera todo para su firma, que él se llevara toda la publicidad.
—Entonces, después de que ella descubriera que podía confiar en ti…
—Sí, me regaló el teléfono.
Hubo un pequeño silencio.
—Para poder ponerse en contacto conmigo siempre que quisiera.
Cogió de repente el centelleante Nokia color rosa de la mesa y lo guardó en el fondo de su mullido abrigo rosa.
—Supongo que ahora tendrás que pagarlo tú —dijo Strike.
Pensó que ella iba a decirle que se ocupara de sus asuntos, pero su contestación fue distinta:
—Su familia no se ha dado cuenta de que siguen pagándolo.
Y esa idea pareció producirle un placer ligeramente malicioso.
—¿Te regaló Lula esa chaqueta? —preguntó Strike.
—No —espetó poniéndose a la defensiva con furia—. Me lo he comprado yo. Ahora estoy trabajando.
—¿Ah, sí? ¿Dónde trabajas?
—¿A ti qué te importa? —volvió a protestar.
—Solo estoy mostrando interés de forma educada.
Una breve y diminuta sonrisa apareció en su gran boca y volvió a tranquilizarse.
—Estoy por las tardes en una tienda de la misma calle donde vivo ahora.
—¿Estás en otro albergue?
—No —contestó, y él volvió a notar que se atrincheraba, que se negaba a continuar y que si él insistía correría peligro. Cambió de dirección.
—Para ti debió ser un duro golpe cuando Lula murió, ¿no?
—Sí —contestó sin pensar. Después, dándose cuenta de lo que había dicho, reculó—: Sabía que estaba deprimida, pero nunca te esperas que nadie haga eso.
—Entonces, no dirías que ella estaba dispuesta a suicidarse cuando la viste ese día.
—No sé. Nunca la vi durante mucho tiempo.
—¿Dónde estabas cuando te enteraste de que había muerto?
—Estaba en el albergue. Mucha gente sabía que yo la conocía. Janine me despertó para decírmelo.
—¿Y tu primer pensamiento fue que se había suicidado?
—Sí. Y me tengo que ir ya. Tengo que irme.
Ella ya lo había decidido y él se dio cuenta de que no iba a poder retenerla. Después de volver a meterse dentro de su absurda chaqueta de piel, se colocó el bolso en el hombro.
—Saluda a Kieran de mi parte.
—Sí, lo haré.
—Hasta luego.
Salió del restaurante con sus andares de pato sin mirar atrás.
Strike la vio pasar por la ventana, con la cabeza agachada y el ceño fruncido, hasta que la perdió de vista. Había dejado de llover. Él se acercó perezosamente la bandeja y se terminó las patatas fritas que ella había dejado.
Después, se puso de pie de forma tan abrupta que una chica con gorra de béisbol que se estaba acercando a su mesa para vaciarla y limpiarla dio un brinco hacia atrás con un pequeño grito de sorpresa. Strike salió rápidamente del McDonald’s hacia Grantley Road.
Rochelle estaba en la esquina, claramente visible con su abrigo de piel magenta, junto a otro grupo de gente que esperaba a que el semáforo cambiara para que pasaran los peatones. Estaba farfullando en su Nokia rosa. Strike la alcanzó, se introdujo entre el grupo que había detrás de ella utilizando su corpulencia como arma para que la gente se apartara para evitarlo.
—… quería saber con quién tenía planeado verse esa noche… sí, y…
Rochelle giró la cabeza para ver el tráfico y se dio cuenta de que Strike estaba justo detrás de ella. Se apartó el móvil de la oreja y pulsó un botón para cortar la llamada.
—¿Qué? —le preguntó con tono agresivo.
—¿A quién estabas llamando?
—¡Métete en tus putos asuntos! —exclamó furiosa. Los peatones que esperaban se quedaron mirando—. ¿Me estás siguiendo?
—Sí —contestó Strike—. Oye.
El semáforo cambió. Fueron las dos únicas personas que no empezaron a andar para cruzar la calle y sufrieron los empujones de los que pasaban.
—¿Me das tu número de móvil?
Los implacables ojos de toro le devolvieron la mirada, ilegible, inexpresiva, reservada.
—¿Para qué?
—Kieran me lo ha pedido —mintió—. Se me había olvidado.
Él no creyó haberla convencido, pero, un momento después, ella le dictó un número que él escribió en la parte de atrás de una de sus tarjetas.
—¿Eso es todo? —preguntó ella con agresividad disponiéndose a cruzar la calle hasta una isleta, donde el semáforo volvió a cambiar. Strike fue cojeando tras ella. Rochelle parecía tan enfadada como inquieta por su continua presencia—. ¿Qué?
—Creo que sabes algo que no me has dicho, Rochelle.
Ella le lanzó una mirada de furia.
—Coge esto —dijo Strike sacando una segunda tarjeta del bolsillo de su abrigo—. Si se te ocurre algo de lo que te gustaría hablarme, llámame, ¿de acuerdo? Llama a ese número de móvil.
Ella no respondió.
—Si alguien mató a Lula y tú sabes algo, también podrías estar en peligro, por el asesino —dijo Strike mientras los coches pasaban por su lado con un zumbido y el agua de la lluvia relucía en la cuneta a sus pies.
Aquello provocó una pequeña sonrisa, complaciente y mordaz. Rochelle no creía estar en peligro. Pensaba que estaba a salvo.
Apareció el hombre verde. Rochelle movió su pelo seco y tieso y se dispuso a cruzar la calle, una chica normal, bajita y del montón, agarrando aún su teléfono móvil en una mano y la tarjeta de Strike en la otra. Strike se quedó solo en la isleta, observándola con una sensación de impotencia e inquietud. Quizá no había vendido nunca su historia a los periódicos, pero no podía creer que se hubiese comprado esa chaqueta de marca, por muy fea que a él le pareciera, con lo que sacaba de un trabajo en una tienda.