7

La fricción entre el extremo de la pierna amputada de Strike y la prótesis se estaba volviendo más dolorosa a cada paso mientras se dirigía hacia Kensington Gore. Sudando un poco dentro de su pesado abrigo, mientras un sol débil hacía centellear el parque a lo lejos, Strike se preguntó si la extraña sospecha que le tenía absorbido era algo más que una sombra que se movía en las profundidades de un estanque turbio, una trampa de la luz, un efecto ilusorio de la superficie agitada por el viento. ¿Esos diminutos movimientos del cieno negro habían sido producto de una cola viscosa o no eran más que insignificantes ráfagas de gas producidas por las algas? ¿Podía haber algo merodeando, oculto, enterrado en el barro, y que otras redes habían rastreado en vano?

Dirigiéndose a la estación de metro de Kensington, pasó por la Puerta de la Reina de Hyde Park, ornamentada, oxidada y decorada con las insignias reales. Observador incurable, se fijó en la escultura de la gama y el cervatillo que había sobre un pilar y en el venado que había en el otro. A menudo, los humanos suponíamos la simetría y la igualdad donde no existía ninguna de las dos cosas. Iguales pero en el fondo diferentes… El ordenador de Lula Landry le iba golpeando cada vez con más fuerza sobre la pierna y la cojera fue empeorando.

En su estado dolorido, impedido y frustrado, había una previsibilidad gris en el anuncio que le hizo Robin, cuando por fin llegó al despacho a las cinco menos diez, sobre que aún era incapaz de traspasar a la que atendía el teléfono en la productora de Freddie Bestigui y que no había conseguido encontrar a nadie con el apellido Onifade con un número de teléfono de la British Telecom en la zona de Kilburn.

—Claro que si es tía de Rochelle, podría tener un apellido diferente, ¿no? —apuntó Robin mientras se abotonaba el abrigo y se preparaba para marcharse.

Strike mostró estar de acuerdo con actitud de agotamiento. Se había dejado caer sobre el sofá hundido en el momento en que atravesó la puerta de la oficina, algo que Robin no le había visto hacer antes. Tenía el rostro comprimido.

—¿Se encuentra bien?

—Sí. ¿Alguna noticia de Soluciones Temporales esta tarde?

—No —contestó Robin apretándose el cinturón—. Quizá me creyeron cuando les dije que me llamaba Annabel. Traté de parecer australiana.

Él sonrió. Robin cerró el informe provisional que había estado leyendo mientras esperaba a que Strike regresara, lo colocó ordenadamente en su estante, se despidió de Strike y lo dejó allí sentado, con el ordenador portátil a su lado sobre los cojines deshilachados.

Cuando dejó de oír el sonido de los pasos de Robin, Strike extendió un brazo hacia un lado para cerrar la llave de la puerta de cristal. A continuación, incumplió su propia prohibición de no fumar en el despacho los días laborables. Metiéndose el cigarro encendido entre los dientes, se levantó la pernera del pantalón y se desató la correa que sujetaba la prótesis a su muslo. Después, se sacó el revestimiento de gel del muñón de la pierna y examinó el extremo de su tibia amputada.

Se suponía que tenía que examinar la piel todos los días para ver si tenía irritación. Entonces, vio que el tejido de la cicatriz estaba inflamado y caliente. Había tenido diferentes cremas y polvos en el armario del baño de Charlotte dedicados al cuidado de esa parte de la piel para cuando hacía esfuerzos como los de esos días para los cuales no estaba preparada. ¿Habría metido ella los polvos para callos y la crema Oilatum en alguna de las cajas que aún no había abierto? Pero no consiguió reunir las energías para ir a descubrirlo ni quiso volver a ponerse la prótesis todavía. Así que se quedó fumando en el sofá con la pernera inferior del pantalón colgando vacía sobre el suelo y ensimismado en sus pensamientos.

Su mente empezó a divagar. Pensó en familias, en apellidos, en cómo su infancia y la de John Bristow, tan diferentes por fuera, habían sido similares. En la historia de la familia de Strike había personas que habían desaparecido también. Por ejemplo, el primer marido de su madre, de quien rara vez había hablado, excepto para decir que odió haberse casado con él desde el principio. La tía Joan, cuyo recuerdo siempre era más nítido mientras el de Leda era más confuso, decía que Leda, con dieciocho años, había abandonado a su marido después de dos semanas tan solo, que su única motivación para casarse con el Strike mayor —quien, según la tía Joan, había llegado a Saint Mawes con la feria— había sido un vestido nuevo y un cambio de apellido. En realidad, Leda había sido más fiel a su inusual nombre de casada que a ningún hombre. Se lo había puesto a su hijo, que nunca había conocido a su primer poseedor, con el que no guardaba relación, mucho tiempo antes de su nacimiento.

Strike fumó perdido en sus pensamientos hasta que la luz del día dentro de su oficina empezó a suavizarse y volverse más tenue. Entonces, por fin, se esforzó por levantarse sobre un pie y, utilizando el pomo de la puerta y la moldura de la pared que había tras la puerta de cristal para mantener el equilibrio, fue dando saltos para ir a ver las cajas que aún seguían apiladas en el rellano junto a la puerta de su oficina. En el fondo de una de ellas encontró aquellos productos dermatológicos diseñados para aliviar la quemazón y el picor en el extremo de su muñón y se dispuso a tratar de arreglar el daño sufrido por el largo paseo por Londres con el macuto al hombro.

Ahora había más luz que a las ocho de la tarde de dos semanas atrás. Era aún de día cuando Strike se sentó por segunda vez en diez días en Wong Kei, el restaurante chino de alta y blanca fachada con una ventana que daba a un salón recreativo llamado Play to Win. Había sido extremadamente doloroso volver a ponerse la prótesis de la pierna y aún más caminar por Charing Cross Road con ella puesta, pero desdeñó utilizar los bastones de metal gris que también había encontrado en la caja, reliquias de su salida del hospital Selly Oak.

Mientras Strike comía pasta Singapore con una mano, examinaba el portátil de Lula Landry, que estaba abierto sobre la mesa al lado de su cerveza. La carcasa del ordenador de color rosa oscuro estaba adornada con flores de cerezo. A Strike no se le ocurrió que daba una apariencia incongruente ante los demás mientras se encorvaba, grande y peludo, sobre aquel aparato tan adornado, rosa y claramente femenino, pero aquella visión provocó la sonrisa de dos de los camareros de camisetas negras.

—¿Cómo te va, Federico? —preguntó un joven pálido y de pelo desaliñado a las ocho y media. El recién llegado, que se dejó caer en el asiento de enfrente de Strike, iba vestido con vaqueros, una camiseta psicodélica, zapatillas Converse y un bolso de piel que le colgaba en diagonal sobre el pecho.

—He estado peor —gruñó Strike—. ¿Qué tal estás tú? ¿Quieres beber algo?

—Sí, tomaré una cerveza.

Strike pidió la bebida para su invitado, a quien estaba acostumbrado por razones ya olvidadas a llamar Tuercas. Tuercas se había graduado con honores en informática y le pagaban mucho mejor de lo que su ropa podía sugerir.

—No tengo hambre. Me comí una hamburguesa después del trabajo —dijo Tuercas mirando la carta—. Me tomaré una sopa. Sopa wontón, por favor —pidió después al camarero—. Interesante tu elección de ordenador, Fed.

—No es mío —contestó Strike.

—Este es el trabajo, ¿no?

—Sí.

Strike dio la vuelta al ordenador para ponerlo frente a Tuercas, quien examinó el equipo con una mezcla de interés y desprecio característico de aquellos para los que la tecnología no es un mal necesario, sino la esencia de la vida.

—Una basura —dijo Tuercas con tono alegre—. ¿Dónde has estado escondiéndote, Fed? La gente estaba preocupada.

—Qué considerados —contestó Strike con la boca llena de espaguetis—. Pero no es necesario.

—Estuve en casa de Ilsa y Nick hace un par de noches y tú fuiste el único tema de conversación. Decían que te habías escondido. Ah, gracias —dijo cuando llegó su sopa—. Sí, dice que han estado llamando por teléfono a tu casa y que no para de saltar el contestador. Ilsa cree que es un problema de faldas.

Entonces, se le ocurrió a Strike que el mejor modo de informar a sus amigos de su ruptura podría ser a través del despreocupado Tuercas. Al ser el hermano pequeño de uno de los viejos amigos de Strike, Tuercas desconocía en gran parte la larga y tortuosa historia de Strike y Charlotte, y tampoco le importaba. Dado que eran la compasión y los pésames cara a cara lo que Strike quería evitar, y que no tenía intención de fingir eternamente que él y Charlotte no se habían separado, decidió que Ilsa había adivinado correctamente su principal problema y que sería mejor que sus amigos evitaran llamar a casa de Charlotte a partir de ese momento.

—Vaya mierda —dijo Tuercas y, a continuación, con su falta de curiosidad con respecto al dolor humano ante los desafíos tecnológicos tan característica de él, apuntó con un dedo al Dell y preguntó—: Entonces, ¿qué quieres hacer con esto?

—La policía ya le ha echado un vistazo —le explicó Strike bajando la voz, aunque él y Tuercas eran los únicos que había cerca que no hablaran en cantonés—, pero quiero una segunda opinión.

—La policía tiene buenos técnicos. Dudo que yo vaya a encontrar nada que ellos no hayan encontrado ya.

—Puede que no hayan estado buscando lo que debían —aclaró Strike— y quizá no se hayan dado cuenta de lo que significa aunque lo hayan encontrado. Parecían más interesados en sus correos electrónicos recientes y yo ya los he visto.

—¿Qué busco, entonces?

—Toda la actividad que hubiera el 8 de enero o los días anteriores. Las búsquedas más recientes en internet, cosas así. No tengo la contraseña y prefiero no volver a la policía para preguntarla, a menos que tenga que hacerlo.

—No debe suponer ningún problema —contestó Tuercas. No estaba escribiendo aquellas instrucciones, sino apuntándolas en su teléfono móvil. Tuercas era diez años más joven que Strike y apenas hacía uso de un bolígrafo por elección propia—. ¿Y de quién es?

Cuando Strike se lo dijo, Tuercas preguntó:

—¿La modelo? ¡Hala!

Pero el interés de Tuercas por los seres humanos, aunque estuviesen muertos y fuesen famosos, seguía siendo algo secundario comparado con su debilidad por los cómics raros, las innovaciones tecnológicas y las bandas de música de las que Strike nunca había oído hablar. Tras tomar varias cucharadas de sopa, Tuercas rompió su silencio para preguntar con tono animado qué tenía pensado Strike pagarle por el trabajo.

Cuando Tuercas se fue con el ordenador rosa bajo el brazo, Strike volvió cojeando a su despacho. Se lavó con cuidado el extremo de su pierna derecha esa noche y, a continuación, se aplicó crema en el tejido irritado e inflamado de la cicatriz. Por primera vez en muchos meses, tomó analgésicos antes de acomodarse en el interior del saco de dormir. Tumbado allí, esperando a que el fuerte dolor desapareciera, se preguntó si debería pedir una cita con el especialista de la rehabilitación bajo cuyos cuidados se suponía que debía estar. Le habían descrito en repetidas ocasiones los síntomas del síndrome de la obstrucción, la pesadilla de los amputados: supuración e hinchazón de la piel. Se preguntó si estaría mostrando los primeros indicios, pero tenía miedo de pensar en volver a los pasillos que apestaban a desinfectante, médicos con su interés distante en aquella pequeña parte de su cuerpo mutilada, más pequeños ajustes de la prótesis que necesitarían aún más visitas a aquel mundo reducido y cubierto de blanco que esperaba haber dejado para siempre. Tenía miedo de que le aconsejaran que descansara la pierna, que desistiera de moverse de una forma normal, que le obligaran a volver a las muletas, de las miradas de los viandantes hacia la pernera de su pantalón recogida con un alfiler y de las estridentes preguntas de los niños pequeños.

Su móvil, que se estaba cargando como era habitual junto a la cama plegable, sonó con la vibración que anunciaba la llegada de un mensaje. Encantado ante cualquier pequeña distracción para olvidarse de su pierna punzante, Strike buscó a tientas en la oscuridad y cogió el teléfono del suelo.

«Por favor, ¿puedes hacerme una llamada rápida cuando puedas? Charlotte».

Strike no creía en la clarividencia ni en las capacidades psíquicas, pero su inmediato e irracional pensamiento fue que, de algún modo, Charlotte había sentido lo que él le acababa de contar a Tuercas, que había retorcido la cuerda tensa e invisible que seguía uniéndolos al dar un carácter oficial a su ruptura.

Se quedó mirando el mensaje como si fuera la cara de ella, como si pudiese leer su expresión en la diminuta pantalla gris.

«Por favor». (Sé que no tienes por qué hacerlo. Te estoy pidiendo que lo hagas de buenas maneras). «Una llamada rápida». (Tengo una buena razón para desear hablar contigo, así que podemos hacerlo rápida y relajadamente, sin peleas). «Cuando puedas». (Tengo la gentileza de suponer que tienes una vida ocupada sin mí).

O quizá: «Por favor». (Negarse es de cabrones, Strike, y ya me has hecho suficiente daño). «Una llamada rápida». (Sé que estás esperando una escena. Pues no te preocupes, aquella última, en la que te comportaste como un increíble mierda, ha terminado conmigo para siempre). «Cuando puedas». (Porque, seamos sinceros, yo siempre he tenido que sacar tiempo para los asuntos del ejército y todas las demás malditas cosas que había que anteponer).

¿Podía ahora?, se preguntó, tumbado y sintiendo un dolor que las pastillas aún no habían solucionado. Miró la hora. Las once y diez. Estaba claro que ella seguía despierta.

Volvió a dejar el móvil en el suelo, a su lado, donde se estaba cargando en silencio, y levantó un brazo grande y peludo por encima de sus ojos, tapando incluso las franjas de luz del techo proyectadas por las farolas a través de las lamas de la ventana. En contra de su voluntad, contempló a Charlotte tal y como la vio por primera vez en su vida, sentada en el alféizar de una ventana en una fiesta de estudiantes de Oxford. Nunca en su vida había visto nada más bello y tampoco ninguno de los demás, a juzgar por las miradas de soslayo de innumerables ojos masculinos, las fuertes risas y voces, los gestos exagerados e intencionados dirigidos hacia su silenciosa figura.

Echando un vistazo a la habitación, a aquel Strike de diecinueve años le había ido a visitar precisamente el mismo deseo que le invadía de niño cada vez que la nieve caía por la noche sobre el jardín de la tía Joan y el tío Ted. Quería que las huellas de sus pies fuesen las primeras en hacer unos agujeros profundos y oscuros en aquella superficie tan tentadoramente suave. Quería alterarla y desbaratarla.

—Estás borracho —le advirtió su amigo cuando Strike le anunció su intención de ir a hablar con ella.

Strike estuvo de acuerdo, se acabó lo que quedaba de su séptima cerveza y se acercó con determinación al alféizar donde ella estaba sentada. Era vagamente consciente de que había gente cerca que le miraba, quizá a punto de reírse, porque era muy grande y parecía un Beethoven boxeador y tenía salsa de curri por toda la camiseta.

Ella levantó la vista hacia él cuando se acercó, con sus ojos grandes, un cabello largo y negro y un escote suave y pálido que asomaba por la camisa abierta.

La infancia extraña y nómada de Strike con sus continuos desplazamientos y su inserción en diversos grupos de niños y adolescentes le había forjado un don de gentes muy desarrollado. Sabía cómo integrarse, cómo hacer reír a los demás, cómo resultar grato a casi todos. Esa noche, su lengua se había vuelto insensible y correosa. Pareció recordar haber estado balanceándose ligeramente.

—¿Querías algo? —preguntó ella.

—Sí —respondió. Se apartó la camiseta del torso y le enseñó la salsa de curri—. ¿Cuál crees que es la mejor manera de quitar esto?

Contra su voluntad, pues él vio cómo ella se esforzaba por controlarse, ella se rio.

Poco después, un Adonis llamado honorable Jago Ross, al que Strike conocía de vista y por su reputación, entró en la habitación con una pandilla de amigos igual de bien educados y descubrió a Strike y a Charlotte sentados uno al lado del otro en el alféizar concentrados en su conversación.

—Te has confundido de habitación, Char, querida —dijo Ross reclamando sus derechos con la arrogancia de su voz—. La fiesta de Ritchie es arriba.

—No voy a ir —contestó ella mirándolo con una sonrisa—. Tengo que ayudar a Cormoran a poner en remojo su camiseta.

Así es como había dejado públicamente a su novio del colegio Harrow por Cormoran Strike. Había sido el momento más glorioso en los diecinueve años de Strike. Delante de todos, se había llevado a Helena de Troya ante las narices de Menelao, y, sorprendido y encantado, no había puesto en duda aquel milagro. Simplemente lo aceptó.

Fue después cuando se dio cuenta de que lo que había parecido suerte o destino había estado completamente orquestado por ella. Meses más tarde, ella le confesó que, para castigar a Ross por alguna falta, había entrado deliberadamente en la habitación equivocada y esperó a que un hombre, cualquiera, se le acercara. Que él, Strike, había sido un mero instrumento para torturar a Ross. Que se había acostado con él en la madrugada de la mañana siguiente con un ánimo de venganza y rabia que él había tomado por pasión.

Allí, en aquella primera noche, había estado todo lo que posteriormente los había separado y los había vuelto a unir. La autodestrucción de ella, su insensatez, su determinación para hacer daño, su involuntaria pero auténtica atracción por Strike y su lugar seguro de retiro en el mundo aislado donde se había criado, cuyos valores despreciaba tanto como abrazaba. Así había empezado la relación que había llevado a Strike a estar allí tumbado, en una cama plegable, quince años después, retorciéndose por algo más que dolor físico y deseando poder deshacerse del recuerdo de ella.