«Crees que no voy a hacerte daño joder pero voy a ir a por ti so cabrón. Confiaba en ti joder y me hiciste esto. Voy a arrancarte la polla y te la voy a meter en la garganta Te encontrarán asfixiado con tu propia polla Cuando termine contigo ni tu propia madre te va a reconocer voy a matarte Strike pedazo de mierda»[5].
—Hace un bonito día en la calle.
—¿Puede leer esto, por favor?
Era lunes por la mañana y Strike acababa de volver de fumar bajo el sol de la calle y de charlar con la chica de la tienda de discos de enfrente. Robin volvía a llevar el pelo suelto. Estaba claro que no tendría entrevistas ese día. Aquella deducción y los efectos del sol tras la lluvia levantaron juntos el ánimo de Strike. Sin embargo, Robin parecía tensa, de pie tras su mesa y sosteniendo en el aire un papel rosa adornado con los habituales gatitos.
—¿Todavía sigue mandándome esas cosas?
Strike cogió la carta y la leyó, sonriendo.
—No entiendo por qué no va a la policía —protestó Robin—. Las cosas que dice que quiere hacerle…
—Guárdala —dijo Strike con desdén, lanzando la carta a la mesa y revolviendo el resto del exiguo montón de cartas.
—Sí, bueno. Eso no es todo —comentó Robin claramente molesta por la actitud de él—. Acaban de llamar de Soluciones Temporales.
—¿Sí? ¿Qué querían?
—Preguntaban por mí —respondió Robin—. Claramente sospechan que sigo aquí.
—¿Y qué les has dicho?
—He fingido que soy otra persona.
—Muy ágil. ¿Quién?
—He dicho que me llamo Annabel.
—Cuando a la gente se le pide que diga un nombre falso en el acto, normalmente elige uno que empieza por «A», ¿lo sabías?
—Pero ¿y si envían a alguien para comprobarlo?
—¿Qué pasa?
—¡Es a usted a quien le van a pedir dinero, no a mí! ¡Tratarán de hacerle pagar una tarifa de contratación!
Sonrió ante la auténtica preocupación de ella de que tuviera que pagar un dinero que no podía permitirse. Tenía la intención de pedirle que llamara al despacho de Freddie Bestigui otra vez y que empezara a buscar por los directorios de teléfonos de internet el número de la tía de Rochelle Onifade que vivía en Kilburn.
—Vale, pues desalojemos la oficina —dijo en su lugar—. Iba a ver un lugar llamado Vashti esta mañana antes de reunirme con Bristow. Quizá parecería más natural si fuéramos los dos.
—¿Vashti? ¿La boutique? —preguntó Robin de inmediato.
—Sí. La conoces, ¿no?
Ahora era Robin la que sonreía. Había leído sobre ese lugar en las revistas. Para ella, ese sitio encarnaba el glamur de Londres, un lugar donde los editores de moda encontraban ropas fabulosas para mostrar a sus lectores, prendas que costarían el salario de Robin de seis meses.
—He oído hablar de ella —dijo.
Él cogió el abrigo de ella y se lo dio.
—Fingiremos que eres mi hermana Annabel. Puedes estar ayudándome a escoger un regalo para mi mujer.
—¿Qué problema tiene el hombre de las amenazas de muerte? —preguntó Robin mientras se sentaban el uno al lado del otro en el metro—. ¿Quién es?
Había contenido su curiosidad sobre Jonny Rokeby y sobre la guapa de piel oscura que había salido corriendo del edificio de Strike su primer día de trabajo y nunca habían hablado de la cama plegable. Pero, ciertamente, se sentía con derecho a hacer preguntas sobre las amenazas de muerte. Al fin y al cabo, era ella la que hasta ahora había abierto tres sobres rosas y había leído las desagradables y violentas efusiones garabateadas entre gatitos retozones. Strike nunca las miraba.
—Se llama Brian Mathers —le explicó Strike—. Vino a verme el mes de junio pasado porque creía que su mujer se acostaba con otro. Quería que la siguiera, así que la tuve bajo vigilancia durante un mes. Una mujer muy normal: del montón, desaliñada y con una permanente mal hecha. Trabajaba en el departamento de cuentas de un almacén grande de alfombras. Pasaba los días laborables en una oficina diminuta con tres compañeras, iba al bingo todos los jueves, hacía la compra semanal los viernes en Tesco y los sábados iba con su marido al club filantrópico de su barrio.
—¿Cuándo pensaba él que se acostaba ella con otro? —preguntó Robin.
Sus reflejos pálidos se balanceaban en la ventana opaca. Carente de color bajo la severa luz de arriba, Robin parecía mayor, pero etérea, y Strike tenía las facciones más marcadas y estaba más feo.
—Los jueves por la noche.
—¿Y lo estaba haciendo?
—No. En realidad, iba al bingo con su amiga Maggie, pero los cuatro jueves que yo la vigilé llegó tarde a casa de forma deliberada. Daba unas cuantas vueltas con el coche después de dejar a Maggie. Una noche entró en un bar y se tomó un zumo de tomate ella sola, sentada en un rincón, con aspecto de tímida. Otra noche esperó en su coche al fondo de su calle durante cuarenta y cinco minutos antes de doblar la esquina.
—¿Por qué? —preguntó Robin mientras el metro traqueteaba con fuerza por un largo túnel.
—Pues ahí está la cuestión, ¿no? ¿Trataba de alterarlo? ¿Le provocaba? ¿Le estaba castigando? ¿Intentaba inyectar un poco de emoción en su aburrido matrimonio? Todos los jueves, solo un poco de tiempo no justificado.
»Él es un retorcido gilipollas y ha mordido bien el anzuelo. Estaba seguro de que ella se veía con un amante una vez a la semana, que su amiga Maggie la encubría. Él mismo había intentado seguirla, pero estaba convencido de que iba al bingo en esas ocasiones porque sabía que él la vigilaba.
—¿Y usted le dijo la verdad?
—Sí. Él no me creyó. Se alteró mucho y empezó a berrear y a gritar que todos teníamos una conspiración contra él. Se negó a pagarme la factura.
»A mí me preocupaba que él terminara haciéndole daño a ella, y es ahí donde cometí mi gran error. La llamé y le dije que su marido me había pagado para que la vigilara, que yo sabía lo que ella hacía y que su marido estaba llegando al límite. Por su bien, debía tener cuidado de no provocarlo mucho más. Ella no dijo nada, solo colgó.
»Y bueno, él le miraba el móvil con regularidad. Vio mi número y llegó a la conclusión más obvia.
—¿Que usted le había contado que él había hecho que la vigilara?
—No. Que yo había sido seducido por sus encantos y que era su nuevo amante.
Robin dio una palmada delante de su boca. Strike se rio.
—¿Sus clientes están normalmente un poco locos? —preguntó Robin cuando volvió a liberar su boca.
—Este sí. Pero normalmente lo que están es estresados.
—Estaba pensando en Bristow —comentó Robin dubitativa—. Su novia cree que alucina. Y usted pensaba que podía estar… ya sabe… ¿no? —Y añadió con cierta vergüenza—: Oímos a través de la puerta. Lo de «psicólogo de sillón».
—Ya —dijo Strike—. Bueno, puede que yo haya cambiado de opinión.
—¿A qué se refiere? —preguntó Robin abriendo de par en par sus claros ojos azul grisáceos. El tren estaba deteniéndose. Por las ventanas se reflejaban figuras, que se volvían menos borrosas a cada segundo—. ¿Usted… quiere decir que no… que él podría tener razón, que de verdad fue un…?
—Es nuestra parada.
La boutique pintada de blanco que buscaban estaba en una de las zonas más caras de Londres, en Conduit Street, cerca del cruce con New Bond Street. Para Strike, sus coloridos escaparates exhibían un numeroso revoltijo de cosas innecesarias. Había cojines bordados con cuentas y velas aromáticas en botes de plata, telas de gasa caída, llamativos caftanes puestos sobre maniquíes sin rostro, grandes bolsos de una fealdad ostentosa… todo ello dispuesto sobre un fondo de pop art a modo de chabacana celebración de un consumismo que a él le parecía molesto para la vista y para el espíritu. Pudo imaginarse a Tansy Bestigui y a Ursula May allí, examinando las etiquetas de los precios con ojos expertos, eligiendo bolsos de cuatro cifras de piel de cocodrilo con una determinación nada placentera para hacer valer el dinero de sus matrimonios carentes de amor.
Al lado de él, Robin también miraba el escaparate, pero asimilando solo a medias lo que estaba mirando. Esa mañana le habían hecho una oferta de trabajo, mientras Strike fumaba abajo, justo antes de que llamaran de la empresa de trabajo temporal. Cada vez que pensaba en la oferta, que tendría que aceptar o rechazar en los próximos dos días, sentía una punzada de intensa emoción en el estómago que ella trataba de convencerse de que era por placer. Pero empezaba a sospechar que era por miedo.
Debía aceptarlo. Tenía muchas cosas a su favor. Le pagaban exactamente lo que ella y Matthew habían acordado que tenía que pedir. Las oficinas eran elegantes y estaban bien situadas en el West End. Ella y Matthew podrían comer juntos. El mercado laboral estaba flojo. Debería estar encantada.
—¿Cómo fue la entrevista del viernes? —preguntó Strike mirando con los ojos entrecerrados un abrigo de lentejuelas que le parecía obsceno y feo.
—Creo que bastante bien —contestó Robin con tono ligero.
Recordó la emoción que había sentido hacía tan solo unos momentos cuando Strike había dado a entender que, al final, podría haber un asesino. ¿Lo decía en serio? Robin se dio cuenta de que ahora él estaba mirando un montaje de perifollos como si pudieran estar diciéndole algo importante y que seguramente —vio por un momento a través de los ojos de Matthew y pensó con la voz de él— aquello era una pose adoptada para provocar un efecto o para lucirse. Matthew parecía pensar que ser detective privado era un trabajo disparatado, como el de astronauta o domador de leones. Que la gente de verdad no hacía esas cosas.
Robin pensó que, si aceptaba el trabajo de recursos humanos, quizá no sabría nunca —a menos que lo viera algún día en las noticias— cómo terminaría aquella investigación. Demostrar, resolver, cazar, proteger. Eran cosas que merecían la pena hacer. Importantes y fascinantes. Robin sabía que Matthew la consideraba en cierto modo una mujer infantil e ingenua por pensar así, pero no podía evitarlo.
Strike le había dado la espalda a Vashti y estaba mirando hacia algo que había en New Bond Street. Vio que tenía la mirada fija en el buzón rojo que había en la puerta de la zapatería Russell and Bromley, con su boca oscura y rectangular mirándolos de forma lasciva desde el otro lado de la calle.
—Bueno, vamos —dijo Strike mirándola de nuevo—. No olvides que eres mi hermana y que vamos a comprar algo para mi mujer.
—Pero ¿qué es lo que estamos intentando descubrir?
—Lo que hicieron Lula Landry y su amiga Rochelle Onifade aquí dentro el día anterior a la muerte de Landry. Se vieron aquí durante quince minutos y, después, se separaron. No tengo muchas esperanzas. Fue hace tres meses y puede que no vieran nada. Pero merece la pena intentarlo.
La planta de abajo de Vashti estaba dedicada a la ropa. Un letrero que apuntaba hacia las escaleras de madera indicaba que arriba había una cafetería y un pequeño centro comercial. Había unas cuantas mujeres mirando los estantes de metal brillante con la ropa. Todas eran delgadas y bronceadas, con el pelo largo, limpio y recién secado con secador. Las dependientas componían un grupo ecléctico. Su ropa excéntrica, sus peinados estrafalarios. Una de ellas llevaba un tutú y medias de malla. Estaba arreglando un estante de sombreros.
Para sorpresa de Strike, Robin se acercó descaradamente a esta chica.
—Hola —dijo con tono alegre—. Hay un abrigo de lentejuelas fabuloso en el escaparate de en medio. Me preguntaba si podría probármelo.
La dependienta tenía una masa de pelo blanco y mullido con textura de algodón de azúcar, unos ojos pintados con colores chillones y sin cejas.
—Sí, no hay problema —contestó.
Sin embargo, resultó que mentía. Retirar el abrigo del escaparate era un buen problema. Tenía que quitárselo al maniquí que lo llevaba puesto y retirarle la etiqueta electrónica. Diez minutos después, el abrigo no había salido todavía y la dependienta había llamado a dos de sus compañeras para que fueran al escaparate a ayudarla. Mientras tanto, Robin daba vueltas alrededor sin hablar con Strike, escogiendo unos cuantos vestidos y cinturones. Cuando las tres chicas sacaron en procesión el abrigo de lentejuelas del escaparate, todas las dependientas implicadas en su retirada parecían estar dedicadas al abrigo y acompañaron a Robin al probador, ofreciéndose una de ellas a llevarle el montón de ropa adicional que había elegido y las otras dos sujetando el abrigo.
Los probadores de cortina eran unas estructuras metálicas envueltas en una gruesa seda de color crema, como si fuesen tiendas de campaña. Mientras se colocaba bastante cerca para escuchar lo que ocurría dentro, Strike sintió que ahora empezaba a apreciar la variedad de talentos que escondía su secretaria temporal.
Robin se había llevado al probador prendas por valor de más de diez mil libras, de las cuales, el abrigo de lentejuelas costaba la mitad. Ella nunca habría tenido agallas de hacer algo así en circunstancias normales, pero esa mañana algo se había metido en su interior. Osadía y bravuconería. Se estaba demostrando algo a sí misma, a Matthew e incluso a Strike. Las tres dependientas revoloteaban alrededor de ella, colgando vestidos y alisando los pesados pliegues del abrigo y Robin no sintió ninguna vergüenza por no poder permitirse ni siquiera el más barato de los cinturones que ahora envolvían el brazo de la pelirroja con tatuajes en ambos brazos y por que ninguna de las chicas recibiría jamás la comisión por la que, sin duda, estaban compitiendo. Incluso permitió que la dependienta de pelo rosa fuera a buscar una chaqueta dorada que le había asegurado a Robin que le quedaría estupenda y que iba maravillosamente con el vestido verde que ella había escogido.
Robin era más alta que ninguna de las dependientas y cuando intercambió su gabardina por el abrigo de lentejuelas, lanzaron murmullos de admiración y gritos entrecortados.
—Tengo que enseñárselo a mi hermano —les dijo después de contemplar su reflejo con ojo crítico—. No es para mí, ¿sabéis? Es para su mujer.
Y volvió a salir por las cortinas del probador con las tres dependientas merodeando detrás de ella. Las chicas ricas que estaban junto a los estantes de ropa se giraron para mirar a Robin con los ojos entrecerrados mientras ella preguntaba con descaro:
—¿Qué opinas?
Strike tuvo que admitir que el abrigo que le había parecido tan repugnante quedaba mejor en Robin que en el maniquí. Ella se giró sobre sí misma y aquella cosa brilló como la piel de un lagarto.
—Está bien —contestó él mostrándose masculinamente precavido, y las dependientas sonrieron con indulgencia—. Sí, es una buena elección. ¿Cuánto cuesta?
—No mucho, para lo que sueles gastar —contestó Robin con una mirada pícara a sus sirvientas—. Pero a Sandra le va a encantar —le dijo con determinación a Strike, quien, pillado con la guardia baja, sonrió—. Y es por su cuarenta cumpleaños.
—Puede ponérselo con todo —le aseguró a Strike con impaciencia la chica del algodón de azúcar—. Es muy versátil.
—Bueno, voy a probarme ese vestido de Cavalli —dijo Robin con despreocupación volviendo al probador.
—Sandra me ha pedido que venga yo con él —le contó a las dependientas mientras la ayudaban a quitarse el abrigo y le bajaban la cremallera al vestido que ella había dicho—. Para asegurarse de que no vuelve a cometer otro error estúpido. Para su treinta cumpleaños le regaló los pendientes más feos del mundo. Le costaron un riñón y nunca los ha sacado de la caja fuerte.
Robin no sabía de dónde le venía esa inventiva. Se sentía inspirada. Se quitó el jersey y la falda y empezó a retorcerse dentro de un vestido ajustado de color verde chillón. Sandra empezaba a convertirse en alguien real para ella a medida que hablaba: un poco mimada, algo aburrida, que confiaba en su cuñada sabiendo que el hermano de esta —un banquero, pensó Robin, aunque Strike no correspondía en realidad a la idea que ella tenía de un banquero— no tenía ningún gusto.
—Así que me ha dicho: «Llévalo a Vashti y haz que abra en dos la cartera». Ay, sí, este está bien.
Estaba más que bien. Robin se quedó mirando su propio reflejo. Nunca se había puesto en su vida algo tan bonito. El vestido verde estaba confeccionado de forma mágica para encogerle la cintura a la nada, para esculpir su figura dándole unas curvas fluidas alargándole el pálido cuello. Era una diosa serpentina vestida de un reluciente verde veronés y las dependientas empezaron a murmurar y ahogar gritos de gusto.
—¿Cuánto? —preguntó Robin a la pelirroja.
—Dos mil ochocientas con noventa y nueve —contestó la chica.
—No es nada para él —dijo Robin frívolamente, saliendo por las cortinas para mostrarse ante Strike, a quien encontró mirando un montón de guantes en una mesa circular.
Su único comentario ante el vestido verde fue «sí». Apenas la miró.
—Bueno, puede que no sea un buen color para Sandra —admitió Robin con una repentina sensación de vergüenza. Al fin y al cabo, Strike no era su hermano ni su novio. Quizá había llevado su invención demasiado lejos, desfilando delante de él con un vestido muy ceñido. Se retiró al probador.
»La última vez que estuvo Sandra aquí Lula Landry estaba en vuestra cafetería —dijo otra vez en bragas y sujetador—. Sandra dijo que era preciosa en persona. Incluso más que en las fotos.
—Oh, sí que lo era —confirmó la chica del pelo rosa, que tenía apretada contra el pecho la chaqueta dorada que había ido a buscar—. Solía venir continuamente, la veíamos todas las semanas. ¿Quieres probarte esto?
—Estuvo aquí el día antes de su muerte —intervino la chica del pelo de algodón de azúcar ayudando a Robin a meterse en la chaqueta dorada—. En este probador, justo en este mismo.
—¿De verdad? —preguntó Robin.
—No va a cerrarse por encima del pecho, pero queda genial abierta —dijo la pelirroja.
—No. Eso no puede ser. Sandra es un poco más grande que yo —dijo Robin sacrificando sin compasión la figura de su cuñada ficticia—. Voy a probarme ese vestido negro. ¿Has dicho que Lula Landry estuvo aquí de verdad el día antes de su muerte?
—Sí —contestó la chica del pelo rosa. Fue muy triste, realmente triste. Tú la oíste, ¿no, Mel?
La pelirroja de los tatuajes, que sostenía un vestido negro con inserciones de encaje, emitió un ruido indeterminado. Mirándola en el espejo, Robin no vio disposición alguna a contar lo que de forma deliberada o accidental había oído.
—Estaba hablando con Duffield, ¿verdad, Mel? —insistió la charlatana del pelo rosa.
Robin vio que Mel fruncía el ceño. A pesar de los tatuajes, Robin tuvo la impresión de que Mel podría tener un rango superior al de las otras dos chicas. Parecía pensar que la discreción sobre lo que ocurría en aquellos probadores de seda de color crema formaba parte de su trabajo, mientras que las otras dos estaban deseando retomar el chismorreo, especialmente con una mujer que parecía tan ansiosa por gastar el dinero de su hermano rico.
—Debe de ser imposible no escuchar lo que pasa dentro de estas… de estas tiendas de campaña —comentó Robin, algo jadeante mientras se metía dentro del vestido negro de encaje gracias a los esfuerzos conjuntos de las tres dependientas.
Mel se fue relajando ligeramente.
—Sí que lo es. Y la gente entra aquí y empieza a hablar de lo que les apetece. No puedes evitar escucharlo todo a través de esto —dijo señalando la rígida cortina de seda salvaje.
—Una se imaginaría que Lula Landry sería un poco más cautelosa con la prensa siguiéndola allá donde fuera —resolló Robin tremendamente oprimida dentro de una camisa de fuerza de encaje y piel.
—Sí —respondió la pelirroja—. Es decir, yo nunca comento nada de lo que oigo. Pero hay gente que podría hacerlo.
Sin tener en cuenta el hecho de que era evidente que había compartido con sus compañeras lo que fuera que había escuchado, Robin se sintió agradecida por aquel extraño sentido de la decencia.
—Pero supongo que tuviste que decírselo a la policía —dijo poniéndose el vestido derecho y abrazándose para subirse la cremallera.
—La policía no vino aquí nunca —respondió la chica del pelo de algodón de azúcar con resentimiento en su voz—. Yo le dije a Mel que debía ir a contarles lo que había oído, pero no quiso.
—No fue nada —se excusó Mel rápidamente—. No habría cambiado nada. O sea, él no estaba allí, ¿no? Quedó demostrado.
Strike se había acercado a las cortinas de seda todo lo que fue capaz de atreverse, sin levantar miradas sospechosas de las clientas y del resto de dependientas.
Dentro del cubículo del probador, la chica del pelo rosa estaba subiendo la cremallera. Poco a poco, la caja torácica de Robin quedó comprimida por un gran corsé oculto. El Strike que las escuchaba se quedó desconcertado al ver que su siguiente pregunta era casi un gruñido.
—¿Te refieres a que Evan Duffield no estaba en el piso de ella cuando murió?
—Sí —confirmó Mel—. Así que no importaba lo que le hubiera dicho ella antes, ¿no? Él no estaba allí.
Las cuatro mujeres miraron el reflejo de Robin durante un momento.
—Creo que Sandra no va a caber aquí dentro —dijo Robin observando el modo en que dos terceras partes de sus pechos quedaban aplastados por aquel tejido que la apretaba mientras la parte superior se desbordaba por el escote—. Pero ¿no crees que deberías haberle contado a la policía lo que dijo y dejar que ellos decidieran si era importante? —preguntó respirando con más facilidad cuando la chica del pelo de algodón de azúcar le abrió la cremallera.
—Eso mismo dije yo, ¿verdad, Mel? —se pavoneó la chica del pelo rosa—. Se lo dije.
Mel se puso de inmediato a la defensiva.
—¡Pero si él no estaba allí! ¡No fue a su casa! Él debió de decirle que tenía algo y que no quería verla, porque ella le contestó: «Entonces, ven luego, yo te espero. No importa. De todos modos, es probable que no llegue a casa hasta la una. Por favor, ven. Por favor». Como si le estuviera suplicando. De todos modos estaba con su amiga en el probador. Su amiga lo oyó todo. Se lo contaría a la policía, ¿no?
Robin se estaba poniendo de nuevo el abrigo brillante de nuevo, para tener algo que hacer.
—Y es seguro que estaba hablando con Evan Duffield, ¿no? —preguntó, casi como si se le hubiese ocurrido en el último momento, mientras se giraba delante del espejo.
—Claro que sí —contestó Mel, como si Robin hubiese insultado su inteligencia—. ¿A quién si no le iba a estar pidiendo que se pasase por su casa a esas horas de la noche? Parecía desesperada por verle.
—Dios, qué ojos —dijo la chica con el pelo de algodón de azúcar—. Es tan jodidamente guapo… Y tiene un gran carisma en persona. Vino una vez aquí con ella. Dios, es atractivo de cojones.
Diez minutos después, habiendo desfilado Robin con otros dos vestidos delante de Strike, y tras acordar con él delante de las dependientas que el abrigo de lentejuelas era el mejor de todos, decidieron, con el visto bueno de las dependientas, que ella llevaría a Sandra al día siguiente para que le echara un vistazo antes de comprometerse a nada. Strike reservó el abrigo de cinco mil libras a nombre de Andrew Atkinson, dio un número de teléfono inventado y salió de la boutique con Robin en medio de una ducha de buenos y cariñosos deseos, como si ya se hubiesen gastado el dinero.
Recorrieron en silencio cincuenta metros y Strike encendió un cigarro antes de decir nada.
—Muy impresionante.
Robin se ruborizó orgullosa.