Empezó a llover el miércoles. El tiempo de Londres, frío, húmedo y gris, con el que toda la ciudad presentaba una fachada impasible: rostros pálidos bajo paraguas negros, el eterno olor de la ropa húmeda, el constante golpeteo sobre la ventana del despacho de Strike por la noche.
La lluvia era diferente en Cornualles, si es que llovía. Strike recordó cómo azotaba, como latigazos contra los cristales de la habitación de invitados de la tía Joan y el tío Ted durante aquellos meses en aquella casita ordenada que olía a flores y a pan recién hecho, mientras él asistía a la escuela rural en Saint Mawes. Aquellos recuerdos navegaban hasta su mente siempre que estaba a punto de ver a Lucy.
Las gotas de lluvia seguían danzando exuberantes por fuera de los alféizares el viernes por la tarde, mientras en el extremo opuesto de su mesa, Robin envolvía el nuevo muñeco paracaidista de Jack y Strike extendía un cheque para ella por la suma del trabajo de una semana menos la comisión de Soluciones Temporales. Robin estaba a punto de asistir a la tercera entrevista «de las de verdad» de esa semana y tenía un aspecto pulcro y acicalado con su traje negro y con su cabello dorado y brillante recogido en un moño.
—Ya está —dijeron los dos a la vez cuando Robin empujó por encima de la mesa un paquete perfecto estampado con pequeñas naves espaciales y Strike levantó en el aire el cheque.
—Muchas gracias —dijo Strike cogiendo el regalo—. Yo no sé hacer envoltorios.
—Espero que a él le guste —respondió ella guardando el cheque en su bolso negro.
—Sí. Y buena suerte con la entrevista. ¿Quieres ese trabajo?
—Pues… es bastante bueno. Recursos humanos en una consultora de medios de comunicación en el West End —dijo ella con poco entusiasmo—. Disfrute de la fiesta. Nos vemos el lunes.
La penitencia autoimpuesta de caminar por Denmark Street para fumar se volvió aún más pesada bajo la incesante lluvia. Strike estaba refugiado mínimamente bajo el saliente de la entrada de su oficina y se preguntó cuándo iba a dejar ese hábito y ponerse a trabajar por recuperar la forma que había perdido junto con su solvencia y su comodidad doméstica. Sonó su teléfono mientras estaba allí.
—He pensado que le gustaría saber cuáles han sido los dividendos de su información —anunció Eric Wardle, que parecía victorioso. Strike pudo oír el ruido de un motor y el sonido de hombres hablando de fondo.
—Un trabajo rápido —comentó Strike.
—Sí, bueno, no perdemos el tiempo.
—¿Significa eso que me va a dar lo que busco?
—Por eso le llamo. Hoy es un poco tarde, pero se lo enviaré el lunes por mensajero.
—Prefiero que sea cuanto antes. Esperaré en la oficina.
Wardle se rio de forma un poco desagradable.
—Le pagan por horas, ¿no? Creí que preferiría espaciarlo un poco en el tiempo.
—Hoy me viene mejor. Si puede hacérmelo llegar esta tarde, me aseguraré de que sea el primero en saber si mi viejo amigo suelta más chivatazos.
En la pequeña pausa que siguió, Strike oyó hablar a uno de los hombres que iba con Wardle en el coche.
—… la jodida cara de Fearney…
—Sí, de acuerdo —accedió Wardle—. Se lo envío luego. Quizá no pueda hasta las siete. ¿Seguirá allí?
—Me aseguraré de estar —respondió Strike.
El expediente llegó tres horas después mientras comía pescado con patatas de una pequeña bandeja de poliestireno que tenía en el regazo y veía las noticias de la noche de Londres en su televisión portátil. El mensajero llamó al timbre de la puerta de fuera y Strike firmó la recogida del voluminoso paquete que le enviaban desde Scotland Yard. Una vez abierto, apareció una gruesa carpeta gris de material fotocopiado. Strike la llevó a la mesa de Robin y empezó el largo proceso de digerir su contenido.
Allí estaban las declaraciones de quienes habían visto a Lula Landry durante la última tarde y noche de su vida, un informe de la prueba de ADN que se hizo en su piso, las páginas fotocopiadas del libro de visitas recogido por los guardias de seguridad del número 18 de Kentigern Gardens, información sobre la medicación que se le había recetado a Lula para controlar su desorden bipolar, el informe de la autopsia, los informes médicos del año anterior, los registros de sus teléfonos móvil y fijo y un resumen de lo encontrado en el ordenador portátil de la modelo. Había también un DVD en el que Wardle había escrito: «Corredores del circuito cerrado de televisión».
La unidad de DVD del ordenador de segunda mano de Strike no funcionaba desde que lo compró. Así que metió el disco en el bolsillo del abrigo que colgaba junto a la puerta de cristal y continuó revisando el material impreso que había dentro de una carpeta de anillas con su cuaderno abierto a su lado.
La noche cayó fuera del despacho y un charco de luz dorada descendía de la lámpara del escritorio sobre cada página mientras Strike leía atentamente los documentos que habían llevado a la conclusión del suicidio. Allí, en medio de las declaraciones esquiladas de cosas superfluas, horarios detallados al minuto y las etiquetas de los botes de medicamentos encontrados en el armario del baño de Landry, Strike siguió el rastro de la verdad que él creía que había detrás de las mentiras de Tansy Bestigui.
La autopsia indicaba que a Lula la había matado el impacto contra el suelo y que había muerto por rotura de cuello y hemorragia interna. Había algunas magulladuras en la parte superior de los brazos. Había caído llevando solamente un zapato. Las fotografías del cadáver confirmaban la afirmación de LulaMiInpiracionSiempre de que Landry se había cambiado de ropa al llegar a casa desde la discoteca. En lugar del vestido con el que la habían fotografiado al entrar en el edificio, el cadáver llevaba un corpiño de lentejuelas y pantalones.
Strike pasó a las cambiantes declaraciones que Tansy había hecho a la policía. En la primera simplemente aseguraba un viaje al baño desde el dormitorio. En la segunda añadía que había abierto la ventana de su sala de estar. Según ella, Freddie había estado en la cama todo ese tiempo. La policía había descubierto media raya de cocaína en el borde de mármol liso de su bañera y una bolsita de plástico con la droga escondida en el interior de una caja de Tampax en el armario que había sobre el lavabo.
La declaración de Freddie confirmaba que estaba durmiendo cuando Landry cayó y que se despertó con los gritos de su mujer. Dijo que había ido corriendo a la sala de estar a tiempo de ver a Tansy pasar corriendo por su lado vestida con su ropa interior. Con el jarrón de rosas que le había enviado a Macc y que un policía torpe había destrozado, tenía la intención, según admitió, de tener un gesto de bienvenida y de presentación. Sí, estaría encantado de empezar una relación de amistad con el rapero y, sí, se le había pasado por su mente que Macc estaría perfecto en una película de miedo que se estaba preparando. Sin duda, su conmoción por la muerte de Landry había hecho que actuara de forma exagerada por el destrozo de su regalo floral. Al principio, creyó a su esposa cuando dijo que había oído la discusión de arriba. Después, aceptó a regañadientes la opinión de la policía de que el relato de Tansy era indicativo de su consumo de cocaína. Su hábito de tomar drogas había causado una enorme mella en su matrimonio y él confesó a la policía que era conocedor de que su esposa consumía de manera habitual ese estimulante, aunque no sabía que tenía reservas en el piso esa noche.
Bestigui declaró después que él y Landry nunca habían visitado el piso del otro y que su aparición simultánea en casa de Dickie Carbury —de lo que al parecer la policía se había enterado posteriormente, pues habían vuelto a interrogar a Freddie tras su declaración inicial— apenas había supuesto un avance en su relación de amistad. «Ella estuvo sobre todo con los invitados más jóvenes mientras que yo pasé la mayor parte del fin de semana con Dickie, que es de mi edad». La declaración de Bestigui presentaba el inexpugnable frente de una pared de roca sin asideros.
Tras leer el informe de la policía sobre lo acontecido dentro del piso de los Bestigui, Strike añadió varias frases a sus propias notas. Estaba interesado en la media raya de cocaína del borde de la bañera y, aún más, en los pocos segundos transcurridos después de que Tansy hubiese visto el cuerpo de Lula Landry cayendo por delante de su ventana. Buena parte dependería de la distribución del piso de los Bestigui —no había plano ni diagrama en el archivo—, pero a Strike le fastidiaba un aspecto importante de los relatos cambiantes de Tansy: ella insistía continuamente en que su esposo estaba en la cama, dormido, cuando Landry cayó. Recordó el modo en que ella se tapó la cara fingiendo apartarse el pelo cuando él la presionó preguntándole por ese asunto. En conjunto, y a pesar de la opinión de la policía, Strike pensó que la situación exacta de los dos Bestigui en el momento en que Lula Landry cayó de su balcón no estaba para nada probada.
Retomó su escrutinio sistemático del expediente. La declaración de Evan Duffield coincidía en la mayoría de los aspectos con el relato anterior de Wardle. Admitió haber intentado evitar que su novia se fuera de Uzi sujetándola de los brazos. Que ella se había soltado y se había marchado. Él la siguió poco después. Había una mención a la máscara de lobo, expresada con el lenguaje indiferente del policía que le había interrogado. «Estoy acostumbrado a llevar una máscara de lobo cuando deseo evitar la atención de los fotógrafos». Una breve declaración tomada al chófer que había llevado a Duffield desde Uzi confirmaba el relato de este de que había ido a Kentigern Gardens y que había seguido hasta d’Arblay Street, donde había dejado a su pasajero y se había ido. La antipatía que Wardle había asegurado que sentía el chófer hacia Duffield no se ocultaba en el escueto relato de los hechos que el policía había redactado para que él lo firmara.
Había un par de declaraciones más que respaldaban la de Duffield. Una de una mujer que aseguraba haberle visto subir las escaleras de su camello. Otra del mismo camello, Whycliff. Strike recordó la opinión expresada por Wardle de que Whycliff mentiría por Duffield. La mujer de abajo podría haber recibido algún pago. El resto de los testigos que aseguraban haber visto a Duffield rondando por las calles de Londres solo podían decir sinceramente que habían visto a un hombre con una máscara de lobo.
Strike se encendió un cigarro y volvió a leer la declaración de Duffield. Era un hombre de carácter violento que había admitido haber tratado de obligar a Lula a quedarse en la discoteca. El moretón de los brazos en el cadáver había sido casi con toda seguridad obra suya. Sin embargo, si se había metido heroína con Whycliff, Strike sabía que las posibilidades de que se encontrase en buen estado como para infiltrarse en el número 18 de Kentigern Gardens o de que se excitara hasta alcanzar una rabia asesina eran insignificantes. Strike estaba familiarizado con el comportamiento de los adictos a la heroína. Había conocido a bastantes en la última casa ocupada en la que había vivido su madre. La droga dejaba a sus esclavos pasivos y dóciles. La absoluta antítesis de los alcohólicos violentos y gritones o de los cocainómanos paranoides y nerviosos. Strike había conocido a adictos de todo tipo de sustancias, tanto dentro del ejército como fuera. La glorificación del hábito de Duffield por parte de los medios de comunicación le desagradaba. No había glamur ninguno en la heroína. La madre de Strike había muerto en un colchón mugriento en el rincón de una habitación y, durante seis horas, nadie se había dado cuenta de que estaba muerta.
Se levantó, atravesó la habitación y abrió la ventana oscura salpicada de gotas de lluvia, de modo que el ruido sordo del contrabajo del 12 Bar Café se escuchó más fuerte que nunca. Aún fumando, miró hacia Charing Cross Road, reluciente con los faros de los coches y los charcos, donde los juerguistas del viernes por la noche caminaban y se tambaleaban por el final de Denmark Street con sus temblorosos paraguas y sus carcajadas oyéndose por encima del tráfico. Strike se preguntó cuándo volvería a disfrutar de una cerveza un viernes con los amigos. Aquella idea parecía pertenecer a un universo diferente, a una vida que había quedado atrás. El extraño limbo en el que vivía, con Robin como su único contacto humano real, no podía durar, pero aún no estaba preparado para retomar una vida social de verdad. Había perdido al ejército, a Charlotte y media pierna. Sintió la necesidad de acostumbrarse del todo al hombre en el que se había convertido antes de sentirse dispuesto a exponerse a la sorpresa y la compasión de los demás. La colilla naranja fuerte del cigarro salió volando hacia la oscura calle y se apagó en la cuneta llena de agua. Strike bajó la ventana, regresó a su mesa y tiró con firmeza del expediente para acercárselo.
La declaración de Derrick Wilson no le descubrió nada que no supiera ya. No había mención en el expediente a Kieran Kolovas-Jones ni a su misterioso papel azul. Strike pasó a continuación, con cierto interés, a las declaraciones de las dos mujeres con las que Lula había pasado su última tarde. Ciara Porter y Bryony Radford.
La maquilladora recordaba que Lula estaba contenta y excitada ante la inminente llegada de Deeby Macc. Porter, sin embargo, declaró que Landry «no había estado como siempre», que parecía «baja de ánimos y nerviosa» y que se había negado a hablar de lo que le pasaba. La modelo aseguró que Landry había hecho mención específica esa tarde a su intención de dejárselo «todo» a su hermano. No se expresaba ningún contexto, pero la impresión que daba era la de una chica de talante morboso.
Strike se preguntó por qué su cliente no había dicho que su hermana había declarado su intención de dejárselo todo. Por supuesto, Bristow ya tenía un fondo fiduciario. Quizá la posible adquisición de enormes sumas de dinero no le parecería tan digna de ser tenida en cuenta como a Strike, que nunca había heredado ni un penique.
Bostezando, Strike se encendió otro cigarro para mantenerse despierto y empezó a leer la declaración de la madre de Lula. Según lo que contaba lady Yvette Bristow, había estado soñolienta e indispuesta después de su operación, pero insistió en que su hija se había mostrado «absolutamente feliz» cuando fue a visitarla aquella mañana y que no había evidenciado nada más que preocupación por el estado de su madre y por las perspectivas de recuperación. Quizá la prosa directa y sin matices del oficial que tomaba la declaración tuviera la culpa, pero Strike tuvo la impresión de que los recuerdos de lady Bristow eran una negación deliberada. Ella sola había sugerido que la muerte de Lula había sido un accidente, que de algún modo se habría resbalado por el balcón sin tener la intención de tirarse. Aquella noche había helado, dijo lady Bristow.
Strike leyó por encima la declaración de Bristow, que coincidía en todos los aspectos con el relato que le había contado en persona, y pasó al de Tony Landry, el tío de John y de Lula. Había estado visitando a Yvette Bristow a la vez que Lula el día anterior a la muerte de esta y aseguraba que su sobrina había estado «normal». Landry había ido después a Oxford, donde había asistido a una conferencia sobre las novedades en el derecho de familia a nivel internacional y se había quedado a pasar la noche en el hotel Malmaison. Su relato de su paradero iba seguido por algunos comentarios incomprensibles de llamadas de teléfono. Strike dirigió su atención a las copias de los registros telefónicos en busca de una aclaración.
Lula apenas había utilizado su teléfono fijo la semana anterior a su muerte y en ningún momento del día anterior a su muerte. Sin embargo, desde su teléfono móvil había hecho al menos sesenta y seis llamadas durante su último día de vida. La primera, a las 9:15 de la mañana, había sido a Evan Duffield; la segunda, a las 9:35, a Ciara Porter. A eso le siguió un intervalo de varias horas en las que no había hablado con nadie por el móvil y, después, a la 13:21 había dado comienzo un verdadero frenesí de llamadas a dos números, casi alternativamente. Uno de ellos era el de Duffield. El otro pertenecía, según el garabato que había escrito junto a la primera aparición del número, a Tony Landry. Una vez tras otra había llamado a aquellos dos hombres. Había de vez en cuando intervalos de alrededor de veinte minutos durante los cuales no hizo llamadas. Después, empezaba a llamar de nuevo, pulsando indudablemente la tecla de rellamada. Todo aquel frenesí de llamadas, según dedujo Strike, debía haber tenido lugar cuando ya estaba de vuelta en su casa con Bryony Radford y Ciara Porter, aunque ninguna de las dos mujeres hacía mención en sus declaraciones al repetido uso del móvil.
Strike volvió a la declaración de Tony Landry, que no aclaraba nada sobre el motivo por el que su sobrina se había mostrado tan ansiosa por ponerse en contacto con él. Había apagado el sonido de su móvil durante la conferencia, dijo, y no se había dado cuenta hasta mucho más tarde de que su sobrina le había estado llamando repetidamente esa tarde. No tenía ni idea de por qué lo había hecho ni había contestado a sus llamadas, dando como excusa el hecho de que para cuando se dio cuenta de que ella había estado tratando de contactar con él, ya había dejado de llamar, y él había supuesto, como luego resultó ser, que estaría en alguna discoteca.
Strike bostezaba ahora cada pocos minutos. Consideró la posibilidad de prepararse un café, pero no tuvo la suficiente energía. Deseaba acostarse, pero llevado por su costumbre de terminar el trabajo que tenía entre manos, dirigió su atención a las copias del registro de seguridad que mostraban las entradas y salidas de visitantes del número 18 el día anterior a la muerte de Lula. Una lectura atenta de las firmas y las iniciales revelaba que Wilson no había sido tan meticuloso en sus registros como sus jefes habrían esperado. Como Wilson le había dicho ya a Strike, los movimientos de los residentes del edificio no se reflejaban en el libro. Así que las entradas y salidas de Landry y de los Bestigui no estaban. La primera entrada que Wilson había anotado era del cartero, a las 9:10. Luego, a las 9:22, estaba la «entrega de flores para el piso 2». Finalmente, a las 9:50, «Securibell». No se había registrado la hora de partida del técnico de la alarma.
Por lo demás, como Wilson había dicho, había sido un día tranquilo. Ciara Porter había llegado a las 12:50; Bryony Radford a las 13:20. Mientras la salida de Radford se había registrado con su propia firma a las 16:40, Wilson había añadido la entrada de los de la empresa de cátering al piso de los Bestigui a las 19:00, la salida de Ciara con Lula a las 19:15 y la salida de los del cátering a las 21:15.
A Strike le frustraba que la única página que la policía había fotocopiado era la del día anterior a la muerte de Landry, porque esperaba encontrar el apellido de la escurridiza Rochelle en alguna página del registro de entradas.
Era casi media noche cuando Strike dirigió su atención al informe de la policía sobre el contenido del ordenador portátil de Landry. Parecía que habían estado registrando principalmente correos electrónicos que indicaran un estado de ánimo suicida o una intención de hacerlo y en este aspecto no habían tenido éxito. Strike examinó los correos que Landry había enviado y recibido las dos últimas semanas de su vida.
Era extraño, pero no por ello menos cierto, que las innumerables fotografías de su belleza sobrenatural habían hecho que a Strike le pareciera difícil creer que Landry hubiese existido de verdad. La omnipresencia de sus rasgos hacía que parecieran abstractos, generales, pese a que su rostro había sido único y hermoso.
Sin embargo, ahora, a partir de aquellas marcas negras en papel, de los mensajes escritos de forma irregular llenos de bromas privadas y apodos, el espectro de la chica muerta se levantaba ante él en la oscura oficina. Sus correos electrónicos le aportaban lo que la multitud de fotografías no habían conseguido: el darse cuenta de una forma más visceral que mental de que un ser humano real, vivo, que reía y lloraba, había muerto destrozado en aquella calle nevada de Londres. Había esperado encontrar la parpadeante sombra de un asesino al pasar las páginas del expediente, pero en lugar de ello, era el fantasma de la misma Lula el que se aparecía, mirándole, tal y como hacían a veces las víctimas de delitos de violencia, a través del detritus de sus vidas interrumpidas.
Entendía ahora por qué Bristow insistía en que su hermana no tenía pensamiento de morir. La chica que había escrito aquellas palabras aparecía como una amiga cariñosa, sociable, impulsiva, ocupada y contenta de estarlo, entusiasmada con su trabajo, emocionada, como había dicho Bristow, ante la perspectiva de un viaje a Marruecos.
La mayoría de los correos los había enviado al diseñador Guy Somé. No tenían nada de interés, salvo un tono de alegre confidencialidad y, en una ocasión, una mención a su amistad más incongruente: «Geegee, ¿me harías el favor de hacerle a Rochelle algo por su cumpleaños, por favoooooor? Te lo pagaré. Algo bonito (no seas malo). Es para el 21 de febrero. Porfa, porfa, porfa. Te quiero. Cuco».
Strike recordó que LulaMiInspiracionSiempre había afirmado que Lula quería a Guy Somé «como a un hermano». Su declaración a la policía era la más corta del expediente. Había estado en Japón una semana y había llegado a casa la noche de la muerte de ella. Strike sabía que Somé vivía a un corto paseo de Kentigern Gardens, pero parecía que la policía se había quedado satisfecha cuando declaró que, al llegar a casa, simplemente se había acostado. Strike se había dado cuenta ya de que cualquiera que fuese andando desde Charles Street habría llegado a Kentigern Gardens desde la dirección opuesta al circuito cerrado de televisión de Alderbrook Road.
Strike cerró el expediente por fin. Mientras se movía pesadamente por su despacho, desvistiéndose, quitándose la prótesis y abriendo la cama plegable, no pensó en otra cosa que en su propio agotamiento. Se quedó dormido rápidamente, apaciguado por los sonidos del zumbido del tráfico, el golpeteo de la lluvia y la incesante respiración de la ciudad.