Strike amortiguó el impacto, oyó el agudo grito y reaccionó de manera instintiva. Extendió su largo brazo y agarró con el puño un trozo de ropa y carne. Un segundo alarido de dolor retumbó entre las paredes de piedra y, después, con un giro y un forcejeo, consiguió arrastrar de nuevo a la chica hasta suelo firme. Los gritos de ella seguían resonando en las paredes y después se dio cuenta de que él mismo había gritado también un «¡Dios mío!».
La muchacha estaba doblada por el dolor sobre la puerta de la oficina, gimoteando. A juzgar por la forma en que estaba encorvada, con una mano enterrada bajo la solapa de su abrigo, Strike dedujo que la había salvado agarrándola de una parte sustanciosa de su pecho izquierdo. Una cortina espesa y ondulada de pelo rubio y brillante ocultaba la mayor parte del rostro encendido de la chica, pero Strike vio lágrimas de dolor derramándose por el ojo que no estaba oculto.
—¡Joder…! ¡Lo siento! —Su voz fuerte reverberó por toda la escalera—. No te había visto. No esperaba que hubiese nadie ahí.
Bajo sus pies, el extraño y solitario diseñador gráfico que ocupaba la oficina de abajo gritó:
—¿Qué está pasando ahí arriba? —Y un segundo después, una queja amortiguada desde arriba indicó que al dueño del bar de abajo, que dormía en un ático por encima de la oficina de Strike, el ruido también le había molestado, quizás despertado.
—Entra aquí.
Strike abrió la puerta con los dedos, para no tener ningún contacto fortuito con la chica mientras permanecía apoyada en ella, y la guio hacia el despacho.
—¿Va todo bien? —gritó el diseñador gráfico con tono quejumbroso. Strike cerró la puerta de golpe.
—Estoy bien —mintió Robin con voz temblorosa, aún doblada con la mano sobre el pecho y dándole la espalda. Tras un segundo o dos, se irguió y se dio la vuelta, con el rostro escarlata y los ojos aún húmedos.
Su agresor accidental era enorme. Su altura, el pelo por todo el cuerpo, sumado a un vientre en ligera expansión, le recordaron a un oso pardo. Tenía un ojo hinchado y amoratado y un corte en la piel por debajo de la ceja. Había sangre coagulada en unos arañazos con realce de filo blanco en su mejilla izquierda y en el lado derecho de su grueso cuello, que se veía por el cuello abierto y arrugado de su camisa.
—¿Es usted el s… señor Strike?
—Sí.
—Yo… soy la temporal.
—¿La qué?
—La empleada temporal. De Soluciones Temporales.
El nombre de la agencia no borró la mirada incrédula de su rostro magullado. Se quedaron mirándose el uno al otro, desconcertados y antagónicos.
Al igual que Robin, Cormoran Strike sabía que siempre recordaría las últimas doce horas como una noche crucial en su vida. Ahora parecía que las parcas le habían enviado a una emisaria con una gabardina de color beis para mofarse de que su vida se dirigía hacia la catástrofe. Se suponía que no debía haber ninguna trabajadora temporal. Su intención era que el despido de la predecesora de Robin supusiera el fin de su contrato.
—¿Para cuánto tiempo te han enviado?
—Una… una semana, para empezar —contestó Robin, que nunca había recibido una bienvenida con tal falta de entusiasmo.
Strike hizo un rápido cálculo mental. Una semana al precio exorbitante de la agencia haría que su descubierto aumentara hasta llegar al nivel de lo irreparable. Incluso podía representar la gota que colmaba el vaso y que su acreedor no dejaba de insinuar que estaba esperando.
—Disculpa un momento.
Salió de la habitación por la puerta de cristal y giró inmediatamente después hacia la derecha, entrando en un diminuto, frío y húmedo baño. Allí, cerró la puerta con pestillo y se quedó mirando el espejo agrietado y moteado que había sobre el lavabo.
El reflejo que le devolvía la mirada no era atractivo. Strike tenía la frente alta y abultada, una nariz ancha y las cejas densas de un joven Beethoven que hubiese estado boxeando, una impresión que acentuaba el ojo hinchado y ennegrecido. Su abundante pelo rizado, mullido como una alfombra, le había supuesto que entre sus muchos motes de la juventud se incluyera el de «cabeza de vello púbico». Parecía mayor que sus treinta y cinco años de edad.
Metió el tapón en el desagüe y llenó el lavabo agrietado y mugriento con agua fría, respiró hondo y sumergió del todo su palpitante cabeza. El agua derramada le cayó en los zapatos, pero no hizo caso durante los diez segundos de alivio de aquella tranquilidad helada y a ciegas.
Imágenes disparatadas de la noche anterior parpadearon en su mente: vaciando tres cajones de sus cosas en un macuto mientras Charlotte le gritaba; el cenicero que le alcanzaba en la ceja cuando él volvía la vista hacia ella desde la puerta; el camino a pie atravesando la oscura ciudad hasta su oficina, donde había dormido una o dos horas en el sillón de su escritorio. Después, la última y asquerosa escena, después de que Charlotte diera con su paradero a primera hora para clavarle las últimas banderillas[1] que no había podido hincarle antes de que saliese de su casa; su decisión de dejarla marchar cuando, tras arañarle la cara, ella había salido corriendo por la puerta; y a continuación, ese momento de locura en el que se había lanzado detrás de ella… Una persecución que había terminado con la misma rapidez que había empezado, con la intervención involuntaria de aquella chica ignorante que estaba de más y a la que se había visto obligado a salvar y, después, apaciguar.
Salió del agua fría con un jadeo y un gruñido, con el rostro y la cabeza agradablemente adormecidos y con una sensación de hormigueo. Se secó con la toalla de tacto acartonado que colgaba de la parte de atrás de la puerta y volvió a mirar su macabro reflejo. Los rasguños, ahora sin sangre, no parecían más que las marcas de un almohadón arrugado. Charlotte habría llegado ya al metro. Una de las locas ideas que le habían hecho salir detrás de ella había sido el miedo a que se lanzara a las vías. Una vez, después de una bronca especialmente brutal cuando tenían veintitantos años, ella se había subido a un tejado y se había balanceado borracha jurando tirarse. Quizá debía alegrarse de que Soluciones Temporales le hubiese obligado a abandonar la persecución. No había vuelta atrás después de esa escena a primera hora de la mañana. Esta vez tenía que terminar.
Strike se tiró del cuello mojado de la camisa, abrió el cerrojo oxidado y salió del baño. Cruzó de nuevo la puerta de cristal.
Habían puesto en marcha una taladradora neumática en la calle. Robin estaba de pie delante de la mesa, de espaldas a la puerta. Volvió a sacarse la mano de la parte delantera de su abrigo cuando él entró en la habitación y Strike se dio cuenta de que había estado masajeándose el pecho otra vez.
—¿Está… estás bien? —preguntó Strike con cuidado de no mirar al sitio de la lesión.
—Estoy bien. Oiga, si no me necesita, me voy —dijo Robin con dignidad.
—No… No, nada de eso —contestó una voz que salió de la boca de Strike, aunque él la escuchó con aversión—. Una semana… sí, eso estará bien. Eh… aquí está el correo. —Lo cogió del felpudo mientras hablaba y lo esparció sobre la mesa vacía delante de ella, un ofrecimiento conciliador—. Sí, puede abrirlo, contestar el teléfono, ordenar un poco… La clave del ordenador es Hatherill23, te la escribo… —Y así hizo, bajo la mirada recelosa y dubitativa de ella—. Ahí tienes. Yo estaré aquí.
Entró en su despacho, cerró la puerta con cuidado y, a continuación, se quedó quieto, mirando la mochila que había debajo de su mesa vacía. Contenía todo lo que poseía, pues dudaba que volviese a ver de nuevo las pertenencias de su propiedad que había dejado en casa de Charlotte. Probablemente, para la hora de comer se las habría llevado. Estarían quemándose, tiradas en la calle, rajadas y machacadas, empapadas en lejía. La taladradora sonaba sin cesar en la calle, debajo del despacho.
Y ahora la imposibilidad de devolver sus numerosísimas deudas, las desastrosas consecuencias que acarrearía el inminente fracaso de su negocio, la acechante, desconocida pero inevitable continuación terrible tras haber dejado a Charlotte. En pleno agotamiento, la tristeza de todo aquello parecía levantarse frente a él en una especie de caleidoscopio de horror.
Apenas sin darse cuenta de que se había movido, se vio de vuelta en el sillón en el que había pasado la última parte de la noche. Desde el otro lado del poco sólido muro de separación llegaban sonidos de movimientos. Sin duda, la solución temporal había encendido el ordenador y, en poco tiempo, descubriría que no había recibido ningún correo electrónico relacionado con el trabajo en tres semanas. Después, a petición suya, empezaría a abrir sus últimos avisos. Agotado, dolorido y hambriento, Strike apoyó de nuevo la cara sobre el escritorio y rodeó sus ojos y oídos con los brazos para no tener que escuchar mientras su humillación quedaba revelada ante una desconocida en la habitación de al lado.