El domingo por la mañana, que hacía un buen día, Strike se dirigió de nuevo a la Universidad de la London Union para ducharse. Una vez más, ensanchando su pecho y haciendo que sus rasgos pasaran a ser un ceño fruncido, se convirtió en una persona lo suficientemente intimidatoria como para repeler cualquier alto que le dieran al pasar con la mirada baja junto a la recepción. Hizo tiempo en los vestuarios esperando a un momento de tranquilidad para no tener que ducharse a la vista de ninguno de los estudiantes que se estaba cambiando, pues la visión de su pierna falsa era un rasgo distintivo que no quería que quedara en la memoria de nadie.
Limpio y afeitado, cogió el metro hasta Hammersmith Broadway disfrutando del reflejo de la tentadora luz del sol a través de la cubierta de cristal del centro comercial por el que salió a la calle. Las lejanas tiendas de King Street estaban llenas de gente. Podría haberse tratado de un sábado. Aquella era una zona comercial bulliciosa e impersonal y, sin embargo, Strike sabía que estaba a solo diez minutos andando de una extensión tranquila y rural del espolón del Támesis.
Mientras caminaba, con los coches retumbando a su lado, recordó los domingos de su infancia en Cornualles, cuando todo cerraba excepto la iglesia y la playa. El domingo tenía en aquella época un sabor especial. Una tranquilidad que resonaba susurrante, el suave tintineo de la porcelana y el olor a salsa, la televisión tan aburrida como la vacía calle principal y el incesante torrente de las olas del mar cuando él y Lucy bajaban corriendo a la playa de guijarros y se veían obligados a volver a sus rudimentarios recursos.
—Si Joan tiene razón y termino en el infierno, será siempre domingo en el maldito Saint Mawes —le había dicho su madre una vez.
Strike, que se alejaba del centro comercial en dirección al Támesis, llamó por teléfono a su cliente mientras caminaba.
—Aquí John Bristow.
—Sí, siento molestarle durante el fin de semana, John…
—¿Cormoran? —preguntó Bristow cambiando inmediatamente a un tono más simpático—. ¡Para nada, no hay problema! ¿Cómo le fue con Wilson?
—Muy bien, muy útil, gracias. Quería saber si podría ayudarme a encontrar a una amiga de Lula. Es una chica a la que conoció durante la terapia. Su nombre empieza por R, algo como Rachel o Raquelle… y vivía en el albergue de Saint Elmo de Hammersmith cuando Lula murió. ¿Le suena de algo?
Hubo un momento de silencio. Cuando Bristow volvió a hablar, la decepción de su voz rozaba el fastidio.
—¿Para qué quiere hablar con ella? Tansy dejó bastante claro que la voz que oyó arriba era de un hombre.
—No me interesa la chica como sospechosa, sino como testigo. Lula tuvo una cita con ella en una tienda, Vashti, justo después de verle a usted en casa de su madre.
—Sí, lo sé. Eso ya salió en la investigación. Es decir… bueno, claro que usted sabe cuál es su trabajo, pero… La verdad es que no creo que ella sepa nada sobre lo que ocurrió esa noche. Mire, espere un momento, Cormoran… Estoy en casa de mi madre y hay aquí otras personas. Tengo que buscar un sitio más tranquilo…
Strike oyó sonidos de movimiento, el murmullo de un «disculpa» y Bristow volvió a hablar.
—Perdone, no quería decir todo esto delante de la enfermera. La verdad es que, cuando ha llamado, creía que sería usted otra persona que llamaba para hablarme de Duffield. Todo el mundo que me conoce me ha llamado para contármelo.
—¿Contarle qué?
—Está claro que usted no lee News of the World. Está todo ahí, y con fotografías. Resulta que Duffield vino ayer a visitar a mi madre, de repente. Había fotógrafos en la puerta. Ha causado muchas molestias entre mis vecinos. Yo había salido con Alison. De lo contrario, no le habría dejado entrar.
—¿Qué quería?
—Buena pregunta. Tony, mi tío, cree que se trataba de dinero, pero Tony suele pensar que la gente solo busca dinero. En fin, yo tengo un poder notarial, así que no había nada que hacer. Dios sabe por qué habrá venido. Lo único bueno es que parece que mamá no se ha dado cuenta de quién es. Está tomando analgésicos extremadamente fuertes.
—¿Cómo sabía la prensa que iba a ir?
—Esa es una muy buena pregunta —contestó Bristow—. Tony cree que él mismo la llamó.
—¿Cómo está su madre?
—Mal, muy mal. Dicen que puede estar así varias semanas o… o que podría pasar en cualquier momento.
—Lo siento —dijo Strike. Levantó la voz al atravesar un paso elevado por el que el tráfico transitaba con gran ruido—. Bueno, si por casualidad recuerda el nombre de la amiga de Lula a la que vio en Vashti…
—Me temo que sigo sin comprender por qué tiene tanto interés en ella.
—Lula hizo que esta chica fuera desde Hammersmith hasta Notting Hill, pasó quince minutos con ella y, después, se fue. ¿Por qué no se quedó? ¿Por qué encontrarse para un espacio de tiempo tan corto? ¿Discutieron? Cualquier cosa fuera de lo normal que suceda alrededor de una muerte repentina puede ser relevante.
—Ya entiendo —dijo Bristow con voz vacilante—. Pero… en fin, ese tipo de comportamiento no era raro en Lula. Ya le dije que podía ser un poco… un poco egoísta. Era propio de ella pensar que una simple aparición podría contentar a esa chica. A menudo sentía ese tipo de breves entusiasmos por la gente, ¿sabe? Y después, los dejaba.
Su decepción por la línea de investigación elegida por Strike era tan evidente que el detective pensó que sería mejor intercalar algún tipo de justificación de los inmensos honorarios que su cliente estaba pagando.
—El otro motivo por el que llamaba era para decirle que mañana por la tarde me reúno con uno de los oficiales del Departamento de Investigación Criminal que se encargaron del caso. Eric Wardle. Espero poder hacerme con el expediente policial.
—¡Fantástico! —Bristow parecía impresionado—. ¡Eso es trabajar con rapidez!
—Sí, bueno, tengo contactos en la Policía Metropolitana.
—¡Entonces, podrá conseguir algunas respuestas sobre el Corredor! ¿Ha leído mis notas?
—Sí, muy útiles —contestó Strike.
—Y estoy tratando de concertar un almuerzo con Tansy Bestigui esta semana para que pueda verla y escuchar su testimonio de primera mano. Llamaré a su secretaria, ¿de acuerdo?
—Estupendo.
Para eso servía tener a una secretaria infrautilizada y que no se podía permitir, pensó Strike después de cortar la llamada. Daba una buena impresión de profesionalidad.
El albergue de Saint Elmo para personas sin hogar resultó estar situado justo detrás del ruidoso paso elevado de hormigón. Una sencilla imitación desproporcionada y contemporánea de la casa de Mayfair de Lula, con ladrillo rojo con revestimientos más modestos y sucios. No había escalones de piedra, ni jardín, ni vecinos elegantes. Solo una puerta astillada que se abría directamente a la calle, pintura desconchada sobre los alféizares de las ventanas y un aspecto de abandono. El mundo moderno y funcional lo había invadido hasta dejarlo encogido y deprimente, sin armonizar con lo que le rodeaba, con el paso elevado a solo unos metros, de modo que las ventanas superiores daban directamente a las vallas de hormigón y a los coches que pasaban sin cesar. Le daba un toque inconfundiblemente institucional el portero automático grande y plateado que había junto a la puerta y la nada disimulada, fea y negra cámara con los cables colgando que estaba en el dintel dentro de una jaula de alambre.
Una joven demacrada con una calentura en la comisura de la boca y un jersey sucio de hombre que le quedaba grande fumaba fuera de la puerta de entrada. Estaba apoyada en la pared con la mirada perdida en dirección al centro comercial que quedaba a apenas cinco minutos andando y, cuando Strike pulsó el timbre para que le dejaran entrar en el albergue, ella le lanzó una mirada calculadora, evaluando al parecer su potencial.
Justo al entrar, había un vestíbulo pequeño, con olor a cerrado, suelo mugriento y paredes forradas de madera desgastada. Había dos puertas de cristal cerradas a izquierda y derecha, permitiéndole entrever una sala vacía y una habitación anexa de aspecto deprimente con una mesa llena de folletos, una vieja diana y una pared salpicada por abundantes agujeros.
Una mujer vulgar que mascaba chicle tras el mostrador leía el periódico. Pareció recelosa y mal predispuesta cuando Strike le preguntó si podría hablar con una chica cuyo nombre era algo parecido a Rachel y que había sido amiga de Lula Landry.
—¿Es usted periodista?
—No. Soy amigo de un amigo.
—En ese caso, debería saber su nombre, ¿no?
—¿Rachel? ¿Raquelle? Algo así.
Un hombre con entradas entró en la recepción detrás de la mujer recelosa.
—Soy detective privado —dijo Strike levantando la voz, y el hombre de las entradas lo miró interesado—. Aquí tiene mi tarjeta. Me ha contratado el hermano de Lula Landry y necesito hablar con…
—Ah, ¿está buscando a Rochelle? —preguntó el hombre de las entradas acercándose a la rejilla—. No está aquí, amigo. Se ha ido.
Su compañera, mostrando cierta irritación por la disposición de él para hablar con Strike, le cedió su lugar en el mostrador y desapareció de su vista.
—¿Cuándo?
—Ya hace varias semanas. Incluso un par de meses.
—¿Alguna idea de adónde ha ido?
—Ni idea, tío. Probablemente esté durmiendo otra vez al aire libre. Ha ido y venido varias veces. Tiene una personalidad difícil. Problemas de salud mental. Pero puede que Carrianne sepa algo, espere. ¡Carrianne! ¡Oye! ¡Carrianne!
La joven pálida con la costra en el labio entró de tomar el sol con los ojos entrecerrados.
—¿Qué?
—Rochelle, ¿la has visto?
—¿Por qué iba yo a querer ver a esa puta de mierda?
—Entonces, ¿no la has visto? —preguntó el hombre medio calvo.
—No. ¿Tienes un cigarro?
Strike le dio uno. Ella se lo colocó detrás de la oreja.
—Sigue estando por aquí. Janine dice que la ha visto —dijo Carrianne—. Rochelle creía que tenía un piso o algo así. Puta mentirosa de mierda. Y que Lula Landry le dejó todo. No. ¿Para qué quieres a Rochelle? —le preguntó a Strike. Y quedó claro que se estaba preguntando si estaba relacionado con dinero y si ella podría servir.
—Solo para hacerle unas preguntas.
—¿De qué?
—De Lula Landry.
—Ah —dijo Carrianne, y sus ojos calculadores parpadearon—. No eran tan jodidamente amigas. No te creas todo lo que dice Rochelle, esa puta mentirosa.
—¿Sobre qué cosas miente?
—De todo, joder. Creo que robó la mitad de las cosas que dice que le regaló Landry.
—Vamos, Carrianne —dijo el hombre calvo con voz conciliadora—. Sí que eran amigas —le dijo a Strike—. Landry solía venir a recogerla en su coche —explicó con una mirada vacilante a Carrianne y algo de tensión.
—Yo creo que no era así, joder —replicó Carrianne—. Yo creo que Landry era una puta presuntuosa. Ni siquiera era tan guapa.
—Rochelle me dijo que tenía una tía en Kilburn —dijo el hombre.
—Pero no se lleva bien con ella —aclaró la chica.
—¿Tiene el nombre o la dirección de la tía? —preguntó Strike, pero los dos negaron con la cabeza—. ¿Cómo se apellida Rochelle?
—Yo no lo sé. ¿Y tú, Carrianne? Normalmente, conocemos a la gente solo por su nombre de pila —le explicó a Strike.
Había poco más que averiguar con ellos. Rochelle había estado por última vez en el albergue más de dos meses antes. El hombre calvo sabía que había estado un tiempo en un hospital de día de Saint Thomas, aunque no tenía ni idea de si seguía yendo allí.
—Ha sufrido episodios psicóticos. Toma mucha medicación.
—Le dio igual cuando Lula murió —dijo Carrianne de repente—. No le importó una mierda.
Los dos hombres la miraron. Ella se encogió de hombros, como quien simplemente hubiese expresado una verdad difícil de aceptar.
—Miren, si Rochelle vuelve a aparecer, ¿le pueden dar mis datos y pedirle que me llame?
Strike le dio a los dos su tarjeta, que ellos examinaron con interés. Mientras seguían con la atención puesta en ellas, él tiró hábilmente del ejemplar de News of the World de la mujer que mascaba chicle sacándolo por debajo de la rejilla y se lo puso debajo del brazo. A continuación, se despidió alegremente de los dos y se fue.
Era una agradable tarde de primavera. Strike siguió caminando en dirección al puente de Hammersmith, con su pálida pintura de color verde salvia y sus pintorescos dorados que brillaban a la luz del sol. Un cisne se movía por el Támesis junto a la otra orilla. Las oficinas y tiendas parecían estar a kilómetros de distancia. Giró a la derecha y continuó por el paseo que había junto al río y una hilera de edificios bajos del margen, algunos con balcones o cubiertos de glicinias.
Strike se pidió una pinta en el Blue Anchor y se sentó en la puerta en un banco de madera mirando hacia el agua y dando la espalda a la fachada azul marino y blanca. Se encendió un cigarro y abrió la cuarta página del periódico, donde una fotografía de Evan Duffield —cabeza agachada, gran ramo de flores blancas en la mano, abrigo negro que se movía al viento detrás de él— estaba precedida por el titular: «DUFFIELD VISITA A LA MADRE DE LULA EN SU LECHO DE MUERTE».
El artículo era anodino. En realidad, nada más que una leyenda extendida de lo que era la foto. El lápiz de ojos y el gabán que se movía al andar, la expresión de ligera angustia y atontamiento, recordaba al aspecto que había tenido en el funeral de su novia fallecida. Lo describían en unas cuantas líneas más abajo, como «el afligido actor y músico Evan Duffield».
El móvil de Strike vibró en su bolsillo y lo sacó. Había recibido un mensaje de texto de un número desconocido.
«News of the World página cuatro Evan Duffield. Robin».
Sonrió ante la pequeña pantalla antes de volver a guardarse el teléfono en el bolsillo. El sol le calentaba la cabeza y los hombros. Las gaviotas graznaban y daban vueltas por encima de su cabeza y Strike, feliz por saber que no tenía que ir a ningún sitio y que nadie le esperaba, se dispuso a leer de principio a fin el periódico sobre aquel banco al sol.