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Saber que estaría compartiendo de nuevo su oficina el lunes añadió cierta chispa a la soledad del fin de semana de Strike, haciendo que fuera menos irritante, más valioso. La cama plegable podía estar fuera. La puerta que dividía los dos despachos podía permanecer abierta, podía hacer sus necesidades sin miedo a molestar. Harto del olor a lima artificial, consiguió abrir la ventana atascada por la pintura que había tras su mesa, lo que permitió que una brisa fría y pura limpiara los rancios rincones de las dos pequeñas habitaciones. Evitando cualquier CD, cualquier canción que le transportara de vuelta a aquella época intensa y estimulante que había compartido con Charlotte, eligió a Tom Waits para escucharlo a todo volumen en el pequeño reproductor que pensó que nunca más volvería a ver y que había encontrado en el fondo de una de las cajas que había traído de casa de Charlotte. Se entretuvo instalando su televisión portátil, con su irrisoria antena de interior. Metió su ropa usada en una bolsa de basura negra y fue a la lavandería que estaba a menos de un kilómetro de distancia. De vuelta en la oficina, tendió sus camisas y su ropa interior en una cuerda que colgó de un lado a otro del despacho de dentro y, después, vio el partido de las tres entre el Arsenal y el Spurs.

Mientras realizaba todas estas rutinas, se sintió como si estuviese acompañado del espectro que le había poseído durante los meses pasados en el hospital. Merodeaba por los rincones de su pobre oficina. Podía oír cómo le murmuraba cuando disminuía su atención en la tarea que estuviese realizando. Le instaba a considerar lo bajo que había caído; su edad, su penuria; su destrozada vida amorosa; su condición de persona sin hogar. «Treinta y cinco», susurraba. «Y nada que demuestre todos los años que llevas de trabajo duro, excepto unas cuantas cajas de cartón y una enorme deuda». El espectro le hizo dirigir sus ojos a las latas de cerveza del supermercado, donde compró más botes de pasta precocinada. Se burlaba de él mientras planchaba las camisas en el suelo, como si siguiera en el ejército, como si su insignificante autodisciplina pudiera dar forma y orden a aquel presente amorfo y desastroso. Empezó a fumar en su mesa, amontonando las colillas en el cenicero de latón barato que había birlado hacía tiempo en un bar de Alemania.

Pero tenía un trabajo, se recordaba a sí mismo. Un trabajo remunerado. El Arsenal venció al Spurs. Apagó la televisión y, desafiando al espectro, fue directamente a su escritorio y retomó el trabajo.

Con libertad ahora para recopilar y cotejar pruebas de lo que él prefiriera, Strike continuó ajustándose a los protocolos de la Ley de Procedimientos e Investigaciones en materia Penal. El hecho de que él creyera que estaba persiguiendo un producto de la imaginación trastornada de John Bristow no cambiaba la meticulosidad y la precisión con la que había tomado notas durante sus entrevistas con Bristow, Wilson y Kolovas-Jones.

Lucy llamó a las seis de la tarde mientras estaba concentrado en el trabajo. Aunque su hermana era dos años más joven que Strike, parecía sentirse mayor. Abrumada, tan joven, por culpa de una hipoteca, un marido impasible, tres hijos y un trabajo pesado, Lucy parecía tener ansia de obligaciones, como si nunca tuviese suficiente seguridad. Strike siempre había sospechado que quería demostrarse a sí misma y al mundo que no era una madre casquivana, como lo había sido su madre, que los había arrastrado a los dos por todo el país, de colegio en colegio, de una casa a una comuna o a un campamento, en busca del siguiente estímulo o del siguiente hombre. Lucy era la única de sus ocho hermanastros con la que Strike compartía una infancia. Le tenía más cariño a ella que a casi nadie más en su vida y, sin embargo, sus interacciones eran a menudo poco satisfactorias, cargadas de preocupaciones familiares y discusiones. Lucy no podía disimular el hecho de que su hermano le preocupaba y la decepcionaba. Como consecuencia, Strike se mostraba menos propenso a ser sincero con ella en lo referente a su situación actual de lo que habría estado con la mayoría de sus amigos.

—Sí, va estupendamente —le dijo, fumando en la ventana abierta, viendo a la gente saliendo y entrando a las tiendas de abajo—. El trabajo se ha multiplicado por dos últimamente.

—¿Dónde estás? Oigo coches.

—En el despacho. Tengo papeleos que hacer.

—¿Un sábado? ¿Qué opina Charlotte de eso?

—No está. Ha ido a visitar a su madre.

—¿Cómo va todo entre vosotros?

—Genial —contestó.

—¿Seguro?

—Sí, seguro. ¿Qué tal está Greg?

Ella le hizo un breve resumen de la cantidad de trabajo de su marido y, a continuación, volvió al ataque.

—¿Gillespie sigue detrás de ti para que le devuelvas el dinero?

—No.

—Porque ¿sabes una cosa, Stick? —Aquel mote de la infancia presagiaba algo malo. Estaba intentando ablandarlo—. He estado informándome de esto y podrías pedir a la Legión Británica…

—Joder, Lucy —dijo antes de poder contenerse.

—¿Qué?

El dolor y la indignación en la voz de ella eran demasiado familiares. Cerró los ojos.

—No necesito ayuda de la Legión Británica, ¿de acuerdo?

—No hay necesidad de ponerse tan orgulloso…

—¿Cómo están los niños?

—Están bien. Oye, Stick, yo solo creo que es escandaloso que Rokeby le haya ordenado a su abogado que te fastidie cuando nunca te ha dado un penique en su vida. Debería habértelo regalado, en vista de lo que has sufrido y de lo mucho que él…

—El trabajo va bien. Voy a devolver el préstamo —dijo Strike. Una pareja de adolescentes en la esquina de la calle estaban teniendo una discusión.

—¿Estás seguro de que todo va bien entre Charlotte y tú? ¿Por qué ha ido a visitar a su madre? Creía que se odiaban.

—Ahora se llevan mejor —respondió él, mientras la adolescente gesticulaba exageradamente, daba una patada con el pie contra el suelo y se iba.

—¿Le has comprado ya un anillo? —preguntó Lucy.

—Creía que querías que me quitara a Gillespie de encima.

—¿Le parece bien no tener anillo?

—Le parece estupendamente —contestó Strike—. Dice que no quiere ninguno. Lo que quiere es que dedique todo el dinero al negocio.

—¿De verdad? —preguntó Lucy. Siempre parecía pensar que había hecho un buen trabajo al disimular su profunda aversión por Charlotte—. ¿Vas a venir a la fiesta de cumpleaños de Jack?

—¿Cuándo es?

—¡Te envié una invitación hace más de una semana, Stick!

Se preguntó si Charlotte la habría metido en alguna de las cajas que había dejado sin abrir en el rellano, pues no tenía sitio para todas sus cosas en la oficina.

—Sí, allí estaré —dijo. Había pocas cosas que le apetecieran menos.

La llamada terminó, él volvió al ordenador y continuó trabajando. Acabó pronto con sus notas de las entrevistas de Wilson y Kolovas-Jones, pero seguía teniendo una sensación de frustración. Aquel era el primer caso que había tenido desde que dejó el ejército y que exigiera más trabajo de vigilancia y podría haber sido diseñado para recordarle a diario que le habían despojado de todo poder y autoridad. El productor de cine Freddie Bestigui, el hombre que había estado más cerca de Lula Landry en el momento de su muerte, seguía siendo inalcanzable tras sus subalternos sin rostro y, a pesar de la aseveración confiada de John Bristow de que él podría convencerla para que hablara con Strike, aún no se había asegurado una entrevista con Tansy Bestigui.

Con un leve sentimiento de impotencia y casi con el mismo desdén por el trabajo que el prometido de Robin sentía, Strike se deshizo de su plomiza sensación de tristeza recurriendo a más búsquedas por internet relacionadas con el caso. Buscó en internet a Kieran Kolovas-Jones. El conductor le había dicho la verdad sobre el episodio de The Bill en el que había tenido dos líneas. «Segundo miembro de la banda de criminales… Kieran Kolovas-Jones». También tenía un agente teatral, cuya página web mostraba una pequeña fotografía de Kieran y una corta lista de trabajos en la que se incluían papeles de figurante en Eastenders y en Casualty. La fotografía de Kieran en la página de Execars era mucho más grande. Allí, aparecía solo con gorra de visera y uniforme, con aspecto de estrella de cine y era claramente el conductor más atractivo de la plantilla.

La tarde dio paso a la noche por detrás de las ventanas. Mientras Tom Waits gruñía y gemía desde el reproductor de CD portátil que estaba en el rincón, Strike persiguió la sombra de Lula Landry en el ciberespacio, haciendo añadidos ocasionalmente a las notas que ya había tomado al hablar con Bristow, Wilson y Kolovas-Jones.

No pudo encontrar ninguna página de Facebook de Landry ni parecía que hubiera estado nunca en Twitter. Su negativa a alimentar el apetito voraz de sus admiradores por información personal parecía haber inspirado a otros para llenar ese vacío. Había innumerables páginas webs dedicadas a la reproducción de sus fotografías y a hacer obsesivos comentarios sobre su vida. Si la mitad de la información que había allí era real, Bristow le había dado a Strike solo una versión parcial y saneada del camino de su hermana hacia la autodestrucción, una tendencia que parecía haberse puesto de manifiesto por primera vez al principio de su adolescencia, cuando su padre adoptivo, sir Alec Bristow, un hombre de barba y apariencia simpática que había fundado su propia empresa electrónica, Albris, cayó muerto por un ataque al corazón. Lula se escapó posteriormente de dos colegios y había sido expulsada de un tercero, todos ellos caros centros privados. Se había cortado las venas y había sido encontrada en un charco de sangre por una compañera de dormitorio. Había vivido sin las comodidades más básicas y la policía la había encontrado en una casa ocupada. Una página de admiradores llamada LulaMiInspiracionSiempre.com, dirigida por una persona de sexo desconocido, aseguraba que la modelo se había mantenido durante aquella época ejerciendo como prostituta.

Luego había llegado el internamiento en un psiquiátrico en virtud de la Ley de Salud Mental, el centro de prevención contra la delincuencia para jóvenes con enfermedades graves y un diagnóstico de desorden bipolar. Apenas un año después, estando de compras en una tienda de ropa de Oxford Street con su madre, llegó el principio del cuento de hadas de manos de un ojeador de una agencia de modelos.

Las primeras fotografías de Landry mostraban a una chica de dieciséis años con cara de Nefertiti que conseguía proyectar a la cámara una extraordinaria combinación de sofisticación y vulnerabilidad, con largas piernas delgadas como las de una jirafa y una cicatriz dentada que le corría por el interior del brazo izquierdo y en la que los editores de moda parecían haber encontrado un complemento interesante para su espectacular rostro, pues a veces, se le daba prominencia en las fotografías. La extrema belleza de Lula rayaba el borde mismo del absurdo, y el encanto por el que era tan celebrada —tanto en necrológicas de periódicos como en blogs histéricos— iba acompañado de una reputación de repentinos ataques de mal genio y un pronto peligroso. La prensa y el público parecía amarla tanto como detestarla. Una periodista la encontraba «curiosamente dulce, poseedora de una inocencia inesperada»; y otra decía que era «en el fondo, una pequeña diva calculadora, astuta y dura».

A las nueve, Strike fue al barrio chino a comprarse la cena. Después, volvió a la oficina, cambió a Tom Waits por Elbow y buscó artículos en internet sobre Evan Duffield, el hombre que, según todos decían, incluso Bristow, no había matado a su novia.

Hasta que Kieran Kolovas-Jones no mostró sus celos profesionales, Strike no habría podido decir por qué era Duffield famoso. Ahora descubría que Duffield había salido de la oscuridad por su participación en una película independiente aclamada por la crítica en la que había interpretado un personaje que sin duda era él mismo: un músico adicto a la heroína que robaba para pagar sus vicios.

La banda de Duffield había sacado un disco bien recibido por la crítica a raíz de la reciente fama de su cantante principal y se separó con importante disputa más o menos en la época en la que conoció a Lula. Al igual que su novia, Duffield era extraordinariamente fotogénico, incluso en fotografías hechas a distancia y sin retocar subiendo por una calle con ropa asquerosa, incluso en esas fotografías —y había varias— en las que gritaba a pleno pulmón a los fotógrafos. La conjunción de aquellas dos personas dolidas y hermosas parecía haber aumentado la fascinación por los dos. Cada uno reflejaba más interés en el otro, lo cual rebotaba después sobre ellos mismos. Era una especie de movimiento perpetuo.

La muerte de su novia había elevado a Duffield de una forma más segura que nunca en ese firmamento de los idealizados, los vilipendiados y los endiosados. Había en él cierta oscuridad y fatalismo. Tanto sus más fervientes admiradores como sus detractores parecían encontrar placer en la idea de que ya tenía un pie en el otro mundo, que había una previsibilidad de su descenso a la desesperación y al olvido. Parecía hacer verdadera ostentación de sus debilidades y Strike pasó un minuto tras otro con aquellos pequeños y estúpidos vídeos de YouTube en los que Duffield, claramente colocado, hablaba sin parar, con la voz que Kolovas-Jones había parodiado de una forma tan precisa, sobre morir cuando acabas de dejar la fiesta y haciendo una confusa argumentación sobre que no es necesario llorar si has tenido que irte pronto.

La noche que Lula había muerto, según una multitud de fuentes, Duffield había salido de la discoteca poco después que su novia llevando —y a Strike le costaba ver aquello como algo que no fuera una teatralidad deliberada— una máscara de lobo. Su relato de lo que había hecho durante el resto de la noche podría no haber satisfecho a los internautas teóricos de la conspiración, pero la policía parecía haber quedado convencida de que no tenía nada que ver con los sucesos posteriores en Kentigern Gardens.

Strike siguió el hilo especulativo de sus propios pensamientos sobre el terreno escabroso de los portales y blogs de noticias. Por un sitio y otro se tropezaba con especulaciones febriles, con teorías sobre la muerte de Landry que mencionaban pistas que la policía no había seguido y que parecían haber alimentado la convicción de Bristow de que había sido un asesinato. LulaMiInspiracionSiempre.com tenía una larga lista de preguntas sin responder, entre las que se incluía, en el número cinco: «¿Quién dijo a los paparazzi que se fueran antes de que ella cayera?»; en el nueve: «¿Por qué los hombres con la cara cubierta que salieron corriendo de su piso a las dos de la noche nunca se presentaron? ¿Dónde están y quiénes son?»; y en el número trece: «¿Por qué Lula vestía una ropa distinta a la que llevaba al llegar a casa cuando cayó por el balcón?».

A medianoche, Strike estaba bebiéndose una lata de cerveza y leyendo sobre la polémica póstuma que había sobre Landry, de la que él había sido consciente cuando se estaba desarrollando, sin mostrar mucho interés. Se había desatado un escándalo una semana después de que la investigación diera el veredicto del suicidio sobre el anuncio de los productos del diseñador Guy Somé. Aparecían dos modelos posando en un callejón sucio, desnudas salvo por unos bolsos, bufandas y joyas estratégicamente colocados. Landry estaba posada sobre una papelera, Ciara Porter estaba tendida en el suelo. Las dos llevaban unas enormes y curvadas alas de ángel. Las de Porter de un blanco parecido al de los cisnes. Las de Landry de un negro verdoso que se va atenuando hacia un bronce brillante.

Strike se quedó mirando la fotografía un largo rato, tratando de analizar con precisión por qué el rostro de la muchacha muerta llamaba tanto la atención, cómo conseguía hacerse con el control de la imagen. De algún modo, hacía que la incongruencia y la teatralidad de la foto se volviera creíble. Realmente parecía como si hubiera sido lanzada desde el cielo porque era demasiado corrupta, porque codiciaba para sí los accesorios que agarraba. Ciara Porter, con toda su belleza de alabastro, no era más que un contrapunto. Con su palidez y su pasividad, parecía una estatua.

El diseñador, Guy Somé, había atraído muchas críticas sobre sí mismo, algunas de ellas despiadadas, por haber decidido utilizar la fotografía. Mucha gente pensaba que estaba capitalizando la reciente muerte de Lula y se mofó de las manifestaciones de profundo afecto por Landry que el portavoz de Somé hizo en su nombre. Sin embargo, LulaMiInspiracionSiempre declaró que Lula habría querido que se utilizara la foto, que ella y Guy Somé habían sido amigos íntimos: «Lula quería a Guy como a un hermano y querría que él rindiera este último homenaje a su trabajo y a su belleza. Es una foto icónica y permanecerá por siempre manteniendo viva a Lula en el recuerdo de los que la quisimos».

Strike se bebió lo que le quedaba de cerveza y se quedó mirando las últimas cuatro palabras. Nunca había podido entender la supuesta intimidad que los admiradores sentían por aquellos a quienes nunca habían conocido. A veces, la gente se había referido a su padre como «el viejo Jonny» delante de él, sonriendo, como si estuviesen hablando de un amigo común, repitiendo manidas historias y anécdotas de la prensa como si ellos hubiesen estado implicados personalmente. Un hombre en un pub de Trescothick le había dicho una vez a Strike: «¡Joder, conozco yo a tu padre mejor que tú!», porque podía decir quién era el músico contratado para tocar en el álbum más conocido de los Deadbeats que protagonizó una famosa anécdota: Rokeby le rompió un diente cuando le golpeó con el extremo de su saxofón con rabia.

Era la una de la mañana, Strike se había quedado casi sordo por el constante ruido del contrabajo dos pisos más abajo y los ocasionales crujidos y siseos del ático de arriba, donde el gerente del bar disfrutaba de lujos como duchas y comida casera. Cansado, pero aún no dispuesto a meterse en su saco de dormir, consiguió descubrir la dirección aproximada de Guy Somé con una posterior búsqueda en internet y vio la proximidad que había entre Charles Street y Kentigern Gardens. Después, escribió la dirección de la web de www.arrse.co.uk, como un hombre que automáticamente va a su bar después de un largo turno de trabajo.

No había visitado el sitio del Servicio de Rumores del Ejército desde que Charlotte lo había descubierto meses antes mirándolo en el ordenador y había reaccionado del modo en que otras mujeres lo habrían hecho si hubiesen encontrado a sus parejas viendo pornografía por internet. Habían tenido una pelea, provocada por lo que ella entendía que era el anhelo de él por su anterior vida y su insatisfacción con la nueva.

Allí estaba la mentalidad del ejército con todo detalle, escrito con un lenguaje que él también sabía hablar con fluidez. Allí estaban los acrónimos que se había sabido de memoria, los chistes que los ajenos a aquello no podrían entender, cada asunto de interés de la vida militar, desde el padre a cuyo hijo estaban acosando en su colegio de Chipre hasta el maltrato retroactivo de la actuación del Primer Ministro en la investigación de la guerra de Iraq. Strike fue de una entrada a otra, riéndose de vez en cuando pero consciente todo el tiempo de que estaba disminuyendo su resistencia ante el espectro que ahora podía sentir respirando detrás de su cuello.

Aquel había sido su mundo y había sido feliz en él. Pese a todas las incomodidades y privaciones de la vida militar, pese a que había salido del ejército sin la mitad de su pierna, no se arrepentía de un solo día de los que había pasado allí. Y sin embargo, no había sido miembro de aquella gente, ni siquiera cuando estaba entre ellos. Había sido un mono y, después, un uniforme, por el que la media de los soldados había sentido tanto temor como aversión.

«Si alguna vez la División de Investigaciones Especiales habla contigo, debes decir: “Nada que comentar, quiero un abogado”. O bien, bastará un simple: “Gracias por decírmelo”».

Strike soltó una última carcajada y, después, de forma abrupta, salió del sitio y apagó el ordenador. Estaba tan cansado que para quitarse la prótesis tardó el doble de tiempo de lo que era habitual.