Strike había intentado una vez contar el número de colegios a los que había asistido durante su juventud y había llegado a la cantidad de diecisiete con la sospecha de que se había olvidado de un par de ellos. No incluyó un breve periodo de supuesta educación en casa que había tenido lugar durante los dos meses que había vivido con su madre y su hermanastra en una casa ocupada de Atlantic Road, en Brixton. El novio de entonces de su madre, un músico rastafari blanco que se había rebautizado con el nombre de Shumba, pensaba que el sistema escolar reforzaba los valores patriarcales y materialistas con los que sus hijastros no deberían contaminarse. La lección principal que Strike había aprendido durante sus dos meses de educación en casa fue que el cannabis, aunque fuese administrado por cuestiones espirituales, podía volver lerdo y paranoide al que lo tomaba.
Dio un rodeo innecesario por el mercado de Brixton de camino a la cafetería donde había quedado con Derrick Wilson. El mal olor de las galerías cubiertas, las puertas abiertas de los supermercados abarrotados de frutas y verduras desconocidas procedentes de África y las Antillas, las carnicerías regidas por los preceptos islámicos y las peluquerías, con grandes fotografías de trenzas y rizos vistosos, y filas y filas de cabezas de poliestireno blanco con pelucas en los escaparates… Todo ello hizo que Strike volviera veintiséis años atrás, a los meses que había pasado caminando por las calles de Brixton con Lucy, su joven hermanastra, mientras su madre y Shumba yacían adormilados sobre unos cojines sucios en la casa ocupada, hablando vagamente sobre los importantes conceptos espirituales en los que los niños deberían instruirse.
La Lucy de siete años ansiaba tener un pelo como las chicas del Caribe. Durante el largo camino de vuelta a Saint Mawes que había acabado con su vida en Brixton, ella había expresado un ferviente deseo de tener trenzas adornadas con cuentas desde el asiento trasero del Morris Minor del tío Ted y la tía Joan. Strike recordó la confirmación calmada de la tía Joan de que se trataba de un estilo muy bonito con su ceño fruncido reflejado en el espejo retrovisor. Joan había intentado, con cada vez menos éxito a lo largo de los años, no desacreditar a la madre de los niños delante de estos. Strike no supo nunca cómo había descubierto el tío Ted dónde vivían. Lo único que sabía era que él y Lucy habían entrado una tarde en la casa ocupada y se habían encontrado con el enorme hermano de su madre en mitad de la habitación, amenazando a Shumba, que tenía la nariz sangrando. Dos días después, él y Lucy estaban de vuelta en Saint Mawes, en el colegio de primaria al que asistieron de forma intermitente durante varios años, juntándose con sus viejos amigos como si nunca se hubiesen marchado y perdiendo rápidamente los acentos que habían adquirido como camuflaje allí donde Leda los hubiese llevado.
No necesitaba saber las instrucciones que Derrick Wilson le había dado a Robin, pues conocía desde hacía tiempo el Phoenix Café de Coldharbour Lane. En algunas ocasiones, Shumba y su madre los habían llevado allí. Un lugar diminuto pintado de marrón y con aspecto de cobertizo donde podías tomar, si no eras vegetariano, como Shumba y su madre, enormes y deliciosos desayunos de huevos con grandes montones de beicon y tazas de té del color de la teca. Estaba casi exactamente como lo recordaba: íntimo, acogedor y lúgubre, con sus paredes de espejos que reflejaban las mesas de formica, las manchadas baldosas de color rojo oscuro y blanco y un techo de color tapioca cubierto de papel enmohecido. La camarera rechoncha de mediana edad tenía el pelo corto y liso y llevaba pendientes largos de plástico naranja. Se apartó para dejar pasar a Strike junto al mostrador.
Un hombre caribeño de complexión fuerte estaba sentado solo en una mesa leyendo un ejemplar del Sun bajo un reloj de pared de plástico que tenía un letrero de Pukka Pies.
—¿Derrick?
—Sí… ¿es usted Strike?
Strike estrechó la mano grande y seca de Wilson y se sentó. Calculó que Wilson sería casi de su misma altura. Los músculos y la grasa llenaban las mangas de la sudadera del guardia de seguridad. Llevaba el pelo casi rapado, estaba bien afeitado y tenía unos ojos pequeños con forma almendrada. Strike pidió pastel de carne con puré de patatas del menú garabateado en la pared de atrás, encantado al pensar que podía cargar las cuatro libras con setenta y cinco a los gastos.
—Sí, el pastel de carne con puré lo hacen bien aquí —dijo Wilson.
Una leve cadencia caribeña acompañaba a su acento londinense. Su voz era profunda, calmada y comedida. Strike pensó que su presencia sería tranquilizadora, vestido con su uniforme de guardia de seguridad.
—Le agradezco mucho que se haya reunido conmigo. John Bristow no está satisfecho con los resultados de la investigación de su hermana. Me ha contratado para que le eche otro vistazo a las pruebas.
—Sí —dijo Wilson—. Lo sé.
—¿Cuánto le ha dado por hablar conmigo? —preguntó Strike con tono despreocupado.
Wilson parpadeó y, a continuación, soltó una profunda risa entre dientes con cierta sensación de culpa.
—Veinticinco libras —contestó—. Pero si eso le hace feliz… No va a cambiar nada. Ella se suicidó. Pero pregunte. No me importa.
Cerró el periódico. La portada llevaba una fotografía de Gordon Brown con aspecto ojeroso y agotado.
—Ya lo habrá revisado todo con la policía —dijo Strike abriendo su cuaderno y dejándolo junto a su plato—, pero estaría bien escuchar de primera mano lo que ocurrió esa noche.
—Sí, sin problema. Y es probable que venga Kieran Kolovas-Jones —añadió Wilson.
Parecía esperar que Strike supiera quién era.
—¿Quién? —preguntó.
—Kieran Kolovas-Jones. El chófer habitual de Lula. También quiere hablar con usted.
—Vale, estupendo —dijo Strike—. ¿Cuándo viene?
—No sé. Tiene un trabajo. Vendrá si puede.
La camarera dejó una taza de té delante de Strike. Este le dio las gracias y escondió con un clic la punta del bolígrafo.
—El señor Bristow me ha dicho que es usted exmilitar —dijo Wilson antes de que Strike pudiera preguntar nada.
—Sí —respondió.
—Mi sobrino está en Afganistán —comentó Wilson dando un sorbo a su té—. En la provincia de Helmand.
—¿En qué regimiento?
—El cuerpo de señales —contestó Wilson.
—¿Cuánto tiempo lleva allí?
—Cuatro meses. Su madre no puede dormir —dijo Wilson—. ¿Cómo es que lo dejó?
—Me arrancaron la pierna —le explicó Strike con una sinceridad que no era habitual.
Aquello era solamente una parte de la verdad, pero la más fácil de contar a un desconocido. Podía haberse quedado. Se habían mostrado dispuestos a mantenerle allí, pero la pérdida de la pantorrilla y del pie no había hecho más que precipitar una decisión que sintió que llevaba rehuyendo un par de años. Sabía que su momento crítico personal se estaba acercando, ese momento en el que, a menos que se fuera, le sería muy difícil marcharse y rehacer su vida como civil. El ejército te determinaba, casi de manera imperceptible, a lo largo de los años. Te desgastaba hasta dejarte con una superficie de conformidad que hacía más fácil dejarse llevar por la fuerza de la marea de la vida militar. Strike no había llegado nunca a hundirse del todo y había preferido marcharse antes de que ocurriera. Aun así, recordaba la División de Investigaciones Especiales con un cariño que no había mermado la pérdida de la mitad de la pierna. Le habría alegrado recordar a Charlotte con el mismo afecto sencillo.
Wilson agradeció la explicación de Strike con un lento asentimiento de la cabeza.
—Muy duro —dijo con voz profunda.
—Yo salí bien comparado con otros.
—Sí. Un tío del pelotón de mi sobrino salió por los aires hace un par de semanas.
Wilson le dio otro sorbo a su té.
—¿Cómo se llevaba con Lula Landry? —preguntó Strike con el bolígrafo preparado—. ¿La veía mucho?
—Solo cuando pasaba por mi mesa al salir o entrar. Siempre saludaba y decía «por favor» y «gracias», lo cual es mucho más de lo que consiguen decir estos jodidos ricos —dijo Wilson lacónicamente—. La conversación más larga que tuvimos fue sobre Jamaica. Estaba pensando aceptar un trabajo allí. Me preguntó dónde se podría quedar, cómo era. Y me dio un autógrafo para mi sobrino Jason, por su cumpleaños. Conseguí que me firmara una tarjeta y se la envié a Afganistán. Solo tres semanas antes de que ella muriera. Después de aquello, me preguntaba por Jason (se acordaba siempre de su nombre) cada vez que la veía y me gustó esa chica por eso, ¿sabe? Llevo mucho tiempo dedicándome a la seguridad. Hay gente que espera que recibas una bala que va dirigida a ellos y no se molesta en recordar ni cómo te llamas. Sí, ella era buena gente.
Llegó el pastel con puré de patatas de Strike, muy caliente. Los dos hombres guardaron un momento de respetuoso silencio mientras contemplaban el plato colmado. A Strike se le hizo la boca agua y cogió el cuchillo y el tenedor.
—¿Me puede contar lo que ocurrió la noche en que Lula murió? —preguntó—. Ella salió a la calle. ¿A qué hora?
El vigilante se rascó el antebrazo, pensativo, y se levantó la manga de la sudadera. Strike vio unos tatuajes. Cruces e iniciales.
—Debían de ser las siete de la tarde pasadas. Iba con su amiga Ciara Porter. Recuerdo que cuando salían por la puerta entraba el señor Bestigui. Me acuerdo porque le dijo algo a Lula. Yo no lo oí. Pero a ella no le gustó. Estoy seguro por la mirada que vi en su cara.
—¿Qué tipo de mirada?
—De ofendida —contestó Wilson con su respuesta ya preparada—. Y después, vi a las dos por el monitor, a Lula y a Porter, entrando en su coche. Tenemos una cámara encima de la puerta. Está conectada a la pantalla de la mesa, así podemos ver quién está llamando para entrar.
—¿Conservan las grabaciones? ¿Puedo verla?
Wilson negó con la cabeza.
—El señor Bestigui no quería que hubiese una cosa así en la puerta. Ningún aparato de grabación. Él fue el primero en comprar un piso antes de que los hubiesen terminado, así que hizo aportaciones con respecto a las terminaciones.
—Entonces, ¿la cámara no es más que una mirilla de alta tecnología?
Wilson asintió. Tenía una cicatriz fina que iba justo desde debajo del ojo izquierdo hasta la mitad de la mejilla.
—Sí. Así que vi cómo las chicas subían al coche. Kieran, el tío que va a reunirse aquí con nosotros, no la llevaba esa noche. Se suponía que tenía que recoger a Deeby Macc.
—¿Quién era el chófer entonces esa noche?
—Un tipo llamado Mick, de Execars. Ya lo había tenido antes. Vi a todos los fotógrafos apiñándose alrededor del coche cuando se iba. Llevaban husmeando por allí toda la semana porque sabían que ella había vuelto con Evan Duffield.
—¿Qué hizo Bestigui después de que Lula y Ciara se marcharan?
—Recogió el correo de mi mostrador y subió las escaleras en dirección a su casa.
Strike dejaba el tenedor cada vez que se metía un bocado para tomar notas.
—¿Entró o salió alguien después de aquello?
—Sí, los de la empresa de cátering. Habían estado en casa de los Bestigui porque iban a tener invitados esa noche. Llegó una pareja de americanos a las ocho pasadas y subió a la primera planta y no entró ni salió nadie hasta que volvieron a marcharse, casi a medianoche. No vi a nadie más hasta que Lula llegó a casa, alrededor de la una y media.
»Oí que los paparazzi gritaban su nombre en la puerta. Una gran multitud a esas horas. Algunos de ellos la habían seguido desde la discoteca y había muchos otros ya esperándola, pendientes de Deeby Macc. Se suponía que él iba a llegar sobre las doce y media. Lula pulsó el timbre y yo apreté el botón de la puerta para que entrara.
—¿No introdujo el código del teclado de la puerta?
—No con todos aquellos alrededor. Quería entrar rápido. Estaban gritando, agobiándola.
—¿No podía haber entrado por el garaje del sótano para evitarlos?
—Sí, lo hacía a veces cuando Keiran iba con ella porque le había dado un mando a distancia para las puertas del aparcamiento. Pero Mick no tenía mando, así que tenía que ser por la puerta principal.
»La saludé y le pregunté por la nieve, porque tenía un poco en el pelo y estaba temblando, con un vestido pequeño y muy corto. Me respondió que estábamos muy por debajo de los cero grados o algo así. Y después dijo: “Ojalá se fueran todos a la mierda. ¿Van a quedarse ahí toda la noche?”, refiriéndose a los paparazzi. Yo le dije que estaban esperando todavía a Deeby Macc, que se estaba retrasando. Ella parecía jodida. Después, entró en el ascensor y subió a su piso.
—¿Parecía jodida?
—Sí, muy jodida.
—¿Jodida como para suicidarse?
—No —contestó Wilson—. Jodida en plan enfadada.
—¿Qué pasó después?
—Después, tuve que entrar al cuarto de dentro —respondió Wilson—. Empecé a sentirme muy mal de la tripa. Con urgencia, ya sabe. Había pillado lo mismo que Robson. Se encontraba de baja porque estaba mal del estómago. Estuve ausente unos quince minutos. No tenía otra opción. Nunca había tenido una cagalera así.
»Seguía en el váter cuando empezaron los gritos. No —se corrigió—. Lo primero que oí fue un golpe. Un gran golpe a lo lejos. Después, me di cuenta de que debió de ser el cuerpo… Lula, quiero decir… Al caer.
»Después, empezaron los gritos, cada vez más fuertes, desde las escaleras. Así que me subí los pantalones y salí corriendo al vestíbulo. Y allí estaba la señora Bestigui, temblando, gritando y actuando como una bruja loca y en paños menores. Me dice que Lula está muerta, que la ha empujado desde su balcón un hombre que está en su piso.
»Yo le digo que se quede donde está y salgo corriendo por el portal. Y allí estaba ella. Tirada en medio de la calle, con la cara vuelta sobre la nieve.
Wilson le dio un trago a su té y siguió moviendo en el aire la taza con su gran mano.
—Tenía media cabeza destrozada. Sangre en la nieve. Estaba seguro de que se había roto el cuello. Y había… sí.
El olor dulce e inconfundible a sesos humanos pareció inundar las fosas nasales de Strike. Lo había olido muchas veces. Nunca se olvida.
—Volví a entrar corriendo —continuó Wilson—. Los dos Bestigui estaban en el vestíbulo. Él trataba de llevársela arriba, para que se pusiera algo de ropa, y ella seguía chillando. Les dije que llamaran a la policía y que vigilaran el ascensor, por si él trataba de bajar por ahí.
»Cogí la llave maestra del cuarto de atrás y subí corriendo. Nadie en la escalera. Abrí la puerta del piso de Lula…
—¿No pensó en llevar algo con usted, para defenderse? —le interrumpió Strike—. Si pensaba que había alguien allí… alguien que acababa de matar a una mujer…
Hizo una pausa larga. La más larga hasta ese momento.
—¿Cree que iba a necesitar algo? —preguntó Wilson—. Pensé que podría con él sin problema.
—¿Con quién?
—Con Duffield —respondió Wilson en voz baja—. Creí que Duffield estaba allí arriba.
—¿Por qué?
—Pensé que habría entrado mientras yo estaba en el baño. Conocía el código para entrar. Pensé que habría subido y que ella le habría abierto la puerta. Ya les había oído pelearse antes. Le había oído enfadándose. Sí. Pensé que él la había empujado.
»Pero cuando subí al piso, estaba vacío. Miré por todas las habitaciones y no había nadie. Incluso abrí los armarios, pero nada.
»La ventana de la sala de estar estaba abierta de par en par. Esa noche había una temperatura bajo cero. No la cerré, no toqué nada. Salí y llamé al ascensor. Las puertas se abrieron de inmediato. Seguía en su planta. Estaba vacío.
»Bajé corriendo. Los Bestigui estaban en su piso cuando pasé por su puerta. Les oí. Ella seguía chillando y él seguía gritándole a ella. No sabía si habían llamado ya a la policía. Cogí mi móvil de la mesa de seguridad y volví a salir a la calle, junto a Lula, porque… bueno, no quería dejarla allí sola. Iba a llamar a la policía desde la calle, asegurarme de que vendrían. Pero oí la sirena antes de marcar el número. Habían llegado rápido.
—Uno de los Bestigui los había llamado, ¿no?
—Sí. Él. Dos policías de uniforme en un coche patrulla.
—De acuerdo —dijo Strike—. Quiero que sea muy claro en este punto: ¿usted creyó a la señora Bestigui cuando dijo que había oído a un hombre en el piso de arriba?
—Sí —contestó Wilson.
—¿Por qué?
Wilson frunció ligeramente el ceño, pensando, con la mirada hacia la calle, por encima del hombro derecho de Strike.
—En ese momento, ella no le dio ningún detalle, ¿no? —preguntó Strike—. ¿No dijo nada sobre lo que ella estaba haciendo cuando oyó al hombre? ¿Nada que explicara por qué estaba despierta a las dos de la mañana?
—No —respondió Wilson—. No me dio explicaciones de ningún tipo. Fue por su modo de actuar, ¿sabe? Histérica. Temblaba como un perro empapado. No dejaba de decir: «Hay un hombre ahí arriba. Él la ha tirado». Estaba asustada de verdad.
»Pero allí no había nadie. Eso se lo puedo jurar por la vida de mis hijos. El piso estaba vacío, el ascensor estaba vacío, la escalera estaba vacía. Si estaba allí, ¿adónde había ido?
—Llegó la policía —dijo Strike, volviendo mentalmente a la calle oscura y llena de nieve y al cadáver destrozado—. ¿Qué pasó después?
—Cuando la señora Bestigui vio el coche de la policía por la ventana, bajó directamente en camisón y su marido corriendo detrás de ella. Ella sale a la calle, a la nieve, y empieza a gritarles que hay un asesino en el edificio.
»Entonces, se empiezan a encender luces por todas partes. Caras en las ventanas. Media calle se ha despertado. La gente sale a las aceras.
»Uno de los policías se queda con el cadáver pidiendo refuerzos por su radio mientras el otro entra con nosotros, los Bestigui y yo. Subimos otra vez. Abrí la puerta de la casa de Lula, le enseñé el piso, la ventana abierta. Él revisó todo. Le enseñé el ascensor, aún en su planta. Volvimos a bajar por las escaleras. Me preguntó por el piso de la planta de en medio, así que lo abrí con la llave maestra.
»Estaba a oscuras y saltó la alarma cuando entramos. Antes de que yo pudiera encontrar el interruptor de la luz o llegar al panel de la alarma, el policía fue directamente hasta la mesa que había en medio de la entrada y le dio un golpe a un jarrón enorme con rosas. Se rompió y salió desparramado por todas partes, cristales, agua y flores por todo el suelo. Eso fue motivo de muchos problemas. Luego… revisamos el piso. Vacío, armarios y habitaciones. Las ventanas estaban cerradas con pestillo. Volvimos al vestíbulo.
»Para entonces, ya habían llegado policías de paisano. Querían las llaves del gimnasio del sótano, la piscina y el aparcamiento. Uno de ellos fue a tomar declaración a la señora Bestigui y otro fue a la puerta y pidió más refuerzos, porque ahora había más vecinos saliendo a la calle y la mitad estaban hablando por teléfono y algunos haciendo fotos. Los policías de uniforme intentaron que volvieran a sus casas. Estaba nevando con fuerza.
»Cuando llegaron los forenses, levantaron una carpa encima del cuerpo. La prensa llegó más o menos a la misma hora. La policía acordonó la mitad de la calle y la bloqueó con los coches patrulla.
Strike ya había dejado su plato limpio. Lo apartó a un lado, pidió té para los dos y volvió a coger su bolígrafo.
—¿Cuántas personas trabajan en el número 18?
—Hay tres guardias. Yo, Colin McLeod e Ian Robson. Trabajamos por turnos y siempre hay alguno de guardia las veinticuatro horas. Yo debería haber estado descansando esa noche, pero Robson me llamó a eso de las cuatro de la tarde para decirme que tenía ese virus en el estómago y que estaba muy mal. Así que le dije que yo me quedaría trabajando hasta el siguiente turno. Me había cambiado el turno el mes anterior para que yo pudiera solucionar un asunto familiar. Se lo debía.
»Así que no debía ser yo quien estuviera allí —dijo Wilson y, por un momento, se quedó en silencio, pensando en cómo debería haber sido todo.
—¿Los demás guardias se llevaban bien con Lula?
—Sí. Dirían lo mismo que yo. Una chica simpática.
—¿Trabaja alguien más allí?
—Tenemos un par de limpiadoras polacas. Las dos hablan mal nuestro idioma. No les sacará mucho.
El testimonio de Wilson, pensó Strike mientras escribía en uno de los cuadernos de la División de Investigaciones Especiales que había cogido en una de sus últimas visitas a Aldershot, era de una calidad inusualmente buena: conciso, preciso y detallado. Muy pocas personas respondían a la pregunta que se les hacía. Aún menos sabían cómo organizar sus ideas para que no fuesen necesarias preguntas posteriores para sacarles más información. Strike estaba acostumbrado a jugar a los arqueólogos entre las ruinas de los recuerdos traumatizados de la gente. Él mismo se había convertido en confidente de matones, había acosado a los asustados, provocado a los peligrosos y tendido trampas a los astutos. Ninguna de estas destrezas fue necesaria con Wilson, que casi parecía estar desaprovechado en un rastreo sin sentido por culpa de la paranoia de John Bristow.
De todos modos, Strike tenía el hábito incurable de la minuciosidad. No se le habría ocurrido escatimar en la entrevista para pasarse el día tumbado en calzoncillos en su cama plegable, fumando. Tanto por apetencia como por formación, pues se respetaba a sí mismo tanto como al cliente, procedía con meticulosidad, por lo que en el ejército había sido tan ensalzado como detestado.
—¿Podemos dar un poco de marcha atrás y repasar el día anterior a la muerte? ¿A qué hora llegó usted al trabajo?
—A las nueve, como siempre. Tomé el mando después de Colin.
—¿Tienen un registro de quién entra y sale del edificio?
—Sí, anotamos a todos los que entran y salen, excepto los residentes. Hay un libro en el mostrador.
—¿Recuerda quién entró y salió ese día?
Wilson vaciló.
—John Bristow vino a ver a su hermana a primera hora de la mañana, ¿no? —le recordó Strike—. Pero ella le había dicho a usted que no le dejara pasar.
—Eso se lo ha contado él, ¿verdad? —preguntó Wilson con aspecto algo aliviado—. Sí, así fue. Pero ese hombre me dio pena, ¿sabe? Tenía que devolverle a Lula un contrato. Era un tema que le preocupaba, así que le dejé subir.
—¿Sabe de alguien más que entrara en el edificio?
—Sí. Lechsinka ya estaba allí. Es una de las limpiadoras. Siempre llega a las siete. Estaba fregando la escalera cuando yo llegué. No vino nadie más hasta el tipo de la compañía de seguridad, el del mantenimiento de las alarmas. Se hace cada seis meses. Debió de llegar sobre las diez menos veinte o algo así.
—¿Esa persona de la empresa de seguridad era alguien a quien usted ya conocía?
—No, era un tío nuevo. Muy joven. Siempre envían a alguien distinto. La señora Bestigui y Lula estaban en casa, así que le dejé subir al piso de la planta de en medio, le enseñé dónde estaba el panel de control y se puso manos a la obra. Lula salió mientras yo seguía allí enseñándole a aquel tío la caja de los fusibles y los botones de alarma.
—Usted la vio salir, ¿no?
—Sí, pasó junto a la puerta abierta.
—¿Le saludó?
—No.
—Ha dicho que normalmente lo hacía.
—Creo que no me vio. Parecía que iba con prisa. Iba a ver a su madre enferma.
—¿Cómo lo sabe si no habló con usted?
—La investigación —respondió Wilson de manera sucinta—. Cuando le enseñé al tipo de seguridad dónde estaba todo, bajé, y después de que se marchara la señora Bestigui, le llevé a su piso para que viera también el sistema de ellos. No necesitaba que yo me quedara con él allí. Las cajas de fusibles y los botones de alarma son iguales en todas las casas.
—¿Dónde estaba el señor Bestigui?
—Ya se había ido a trabajar. Se va a las ocho todos los días.
Tres hombres con cascos de albañil y chaquetas amarillas reflectantes entraron en la cafetería y se sentaron en la mesa de al lado, con periódicos bajo el brazo y botas llenas de mugre.
—¿Cuánto tiempo diría que se ausentó de su puesto cada vez que estuvo con el de la empresa de seguridad?
—Quizá cinco minutos en el piso de la planta intermedia —respondió Wilson—. Un minuto para cada uno de los otros.
—¿Cuándo se fue el de la seguridad?
—A última hora de la mañana. No recuerdo exactamente.
—Pero ¿está seguro de que se fue?
—Sí, desde luego.
—¿Alguna otra visita?
—Hubo unas cuantas entregas, pero fue un día tranquilo comparado con cómo había sido el resto de la semana.
—¿Los días anteriores habían sido ajetreados?
—Sí, hubo muchas idas y venidas, porque Deeby Macc llegaba de Los Ángeles. La gente de la productora estuvo entrando y saliendo del piso 2, comprobando que la casa estaba lista, llenándole el frigorífico y esas cosas.
—¿Recuerda qué entregas hubo ese día?
—Paquetes para Macc y Lula. Y rosas. Ayudé a subirlas al tipo que las traía, porque llegaron a montones. —Wilson separó sus grandes manos para mostrar el tamaño—. Un jarrón enorme. Y lo colocamos en una mesa en la entrada del piso 2. Esas son las rosas que se cayeron.
—Ha dicho que causaron problemas. ¿A qué se refería?
—Se las había enviado el señor Bestigui a Deeby Macc y cuando se enteró de que se habían estropeado, se cabreó. Gritó como un loco.
—¿Cuándo fue eso?
—Mientras estaba allí la policía. Cuando estaban tratando de entrevistar a su mujer.
—¿Una mujer se había matado cayendo por delante de sus ventanas y él se enfada porque alguien ha destrozado sus flores?
—Sí —respondió Wilson, encogiéndose ligeramente de hombros—. Él es así.
—¿Conoce él a Deeby Macc?
Wilson volvió a encogerse de hombros.
—¿Llegó a ir el rapero al piso?
Wilson negó con la cabeza.
—Después de que tuviéramos todo aquel jaleo, se fue a un hotel.
—¿Cuánto tiempo estuvo usted fuera de su puesto cuando fue a dejar las flores al piso 2?
—Puede que unos cinco minutos, diez como mucho. Después de aquello, no me moví en todo el día.
—Ha hablado de paquetes para Macc y para Lula.
—Sí, de un diseñador. Pero se los di a Lechsinka para que los dejara en sus casas. Eran ropa para él y bolsos para ella.
—Y por lo que usted sabe, ¿todo el que entró ese día volvió a salir?
—Sí —respondió Wilson—. Todos quedaron registrados en el libro de recepción.
—¿Con qué frecuencia se cambia el código del panel numérico de fuera?
—Se ha cambiado dos veces desde que ella murió, porque medio departamento de la policía metropolitana lo conocía cuando terminaron —dijo Wilson—. Pero no cambió en los tres meses que Lula vivió allí.
—¿Le importaría decirme cuál era?
—Diecinueve sesenta y seis —contestó Wilson.
—¿El año de «Creen que ya ha acabado»[4]?
—Sí —confirmó Wilson—. McLeod siempre se quejaba de ello. Quería que lo cambiaran.
—¿Cuánta gente cree que sabía el código de la puerta antes de que Lula muriera?
—No mucha.
—¿Repartidores? ¿Carteros? ¿El tipo que lee los contadores de gas?
—La gente así entraba porque nosotros les dábamos paso desde la recepción. Los residentes no utilizan normalmente el teclado numérico porque podemos verlos por la cámara, así que nosotros les abrimos. El teclado está allí solo por si no hay nadie en la recepción. A veces, podemos estar en el cuarto de atrás o ayudando a subir algo.
—¿Y todos los pisos tienen llaves individuales?
—Sí, y sistemas de alarma individuales.
—¿Estaba conectado el de Lula?
—No.
—¿Y la piscina y el gimnasio? ¿Tienen alarma?
—Solo llaves. A todo el que va a vivir en el edificio se le da un juego de llaves de la piscina y del gimnasio junto con las llaves de su piso. Y una llave de la puerta que va al aparcamiento de abajo. Esa puerta tiene alarma.
—¿Estaba conectada?
—No lo sé. Yo no estaba cuando fueron a comprobarla. Debía de estarlo. El tipo de la empresa de seguridad había comprobado todas las alarmas esa mañana.
—¿Todas estas puertas estaban cerradas con llave esa noche?
Wilson se quedó pensando.
—No todas. La puerta de la piscina estaba abierta.
—¿Sabe si la había utilizado alguien ese día?
—No recuerdo que nadie lo hiciera.
—¿Y cuánto tiempo llevaba abierta?
—No lo sé. Colin estuvo la noche anterior. Él debió de comprobarlo.
—De acuerdo —dijo Strike—. Ha dicho que creyó que el hombre que la señora Bestigui había oído era Duffield porque usted los había escuchado discutir antes. ¿Cuándo?
—No mucho tiempo antes de que cortaran, unos dos meses antes de que ella muriese. Le había echado de su piso y él estaba aporreando la puerta y dándole patadas, tratando de echarla abajo e insultándola con palabras obscenas. Yo subí para echarlo.
—¿Utilizó usted la fuerza?
—No fue necesario. Cuando me vio llegar, cogió sus cosas. Ella le había tirado la chaqueta y los zapatos después de echarlo y se limitó a pasar por mi lado. Estaba colocado —explicó Wilson—. Ojos vidriosos, ya sabe. Sudoroso. Una camiseta asquerosa llena de mierda. Nunca supe qué cojones veía ella en él.
»Y aquí llega Kieran —añadió, con tono más alegre—. El chófer de Lula.