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Strike llegó al piso de Charlotte el viernes por la mañana a las nueve y media. Pensó que así le daba a ella media hora para haber salido de casa antes de que él llegara, suponiendo que tuviera verdadera intención de irse y no esperarlo a escondidas. Los magníficos y elegantes edificios blancos que se alineaban en la amplia calle, los bananeros, la carnicería que podría haberse quedado en los años cincuenta, las cafeterías con el bullicio de las clases medias altas y los elegantes restaurantes siempre le habían parecido ligeramente irreales y teatrales. Quizá, en el fondo, siempre había sabido que no se quedaría allí, que no era su lugar.

Hasta el momento en que abrió la puerta esperó que ella estuviera allí, pero nada más franquear el umbral se dio cuenta de que la casa estaba vacía. El silencio tenía el cariz laxo que solo indica la indiferencia de las habitaciones vacías y sus pasos sonaron extraños y exageradamente fuertes mientras avanzaba por el vestíbulo.

Había cuatro cajas de cartón en medio de la sala de estar, abiertas para que él las inspeccionara. Allí estaban sus baratas y útiles pertenencias, apiladas, como objetos de mercadillo. Levantó unas cuantas cosas para mirar por debajo, pero nada parecía roto, arrancado ni cubierto de pintura. Otras personas de su edad tenían casas y lavadoras, coches y televisiones, muebles, jardines, bicicletas de montaña y cortadores de césped. Él tenía cuatro cajas de mierda y una colección de recuerdos incomparables.

La habitación silenciosa en la que estaba hablaba de buen gusto y seguridad, con su alfombra antigua y sus paredes de un color rosado pálido, su elegante mobiliario y sus rebosantes librerías. El único cambio que vio desde el domingo por la noche estaba en la mesita de cristal que había junto al sofá. El sábado por la noche había una fotografía suya con Charlotte, riéndose en la playa de Saint Mawes. Ahora, un retrato de estudio en blanco y negro del fallecido padre de Charlotte sonreía benévolamente a Strike desde su marco de plata.

Sobre la repisa de la chimenea colgaba un retrato al óleo de una Charlotte de dieciocho años. Mostraba el rostro de un ángel florentino en una nube de pelo largo y oscuro. La familia de Charlotte era de las que encargaban a pintores que inmortalizaran a sus hijos: un pasado del todo extraño para Strike y que había llegado a conocer como un país extranjero y peligroso. Con Charlotte había aprendido que el tipo de dinero que él nunca había conocido podía coexistir con la desgracia y el salvajismo. La familia de ella, con todos sus modales elegantes, su finura y estilo, su erudición y su ocasional extravagancia, estaba aún más loca que la suya. Esa había sido una poderosa conexión entre ellos, la primera vez que él y Charlotte se sintieron unidos.

Un extraño y aislado pensamiento rondó su cabeza mientras levantaba la vista hacia el retrato: que aquel era el motivo por el que lo habían pintado, para que algún día sus grandes ojos de color verde avellana lo vieran marchar. ¿Sabía Charlotte lo que se sentía al merodear por el piso vacío bajo los ojos de su deslumbrante yo de dieciocho años? ¿Se había dado cuenta de que el cuadro haría su trabajo mejor que su presencia física?

Apartó la mirada y paseó por las otras habitaciones, pero Charlotte no le había dejado nada por hacer. Cada rastro suyo, desde su hilo dental hasta sus botas militares, se había recogido y metido en las cajas. Estudió con especial atención el dormitorio y la habitación le devolvió la mirada con sus suelos de madera oscuros, sus cortinas blancas y su delicado tocador, tranquilo y sosegado. La cama, al igual que el retrato, parecía una presencia que estaba viva y que respiraba. «Recuerda lo que ocurrió aquí y lo que nunca más puede volver a pasar».

Llevó las cuatro cajas, una a una, hasta el escalón de la puerta y en el último viaje se dio de bruces con el sonriente vecino de al lado, que estaba echando la llave a su propia puerta. Llevaba habitualmente camisetas de rugby con el cuello vuelto hacia arriba y siempre se reía a carcajadas a la menor ocurrencia de Charlotte.

—¿Haciendo limpieza? —preguntó.

Strike le cerró en la cara y con firmeza la puerta de Charlotte.

Sacó las llaves de la puerta de su llavero delante del espejo de la entrada y las dejó con cuidado sobre la mesa de media luna junto al cuenco de flores secas. El rostro de Strike en el cristal parecía agrietado y sucio, con el ojo derecho aún hinchado, amarillo y malva. Una voz de diecisiete años atrás llegó hasta él en el silencio: «¿Cómo cojones un troglodita con cabeza de vello púbico como tú ha estado enrollado con una tía así, Strike?». Y le pareció increíble que así hubiese sido mientras estaba allí de pie, en el vestíbulo que nunca más volvería a ver.

Un último momento de locura, el que transcurre entre dos latidos del corazón, como el que le había hecho lanzarse detrás de ella cinco días antes: al final, se quedaría allí, esperando a que ella volviese. Después, cogería entre sus manos su rostro perfecto y le diría: «Vamos a intentarlo otra vez».

Pero ya lo habían intentado una vez, y otra y otra; y siempre, cuando desaparecía la primera oleada de deseo mutuo, el desagradable fracaso del pasado volvía a revelarse y su sombra se aposentaba oscura sobre todo lo que trataban de reconstruir.

Cerró la puerta de la calle al salir por última vez. El vecino de las carcajadas había desaparecido. Strike levantó las cuatro cajas para bajar los escalones hasta la acera y esperó a que pasara un taxi negro.