Robin estaba de pie balanceándose con el resto de viajeros que iban en el metro de Bakerloo en dirección norte, todos con la expresión tensa y triste propia de un lunes por la mañana. Oyó cómo sonaba el teléfono que llevaba en el bolsillo de su abrigo y lo sacó con dificultad, presionando desagradablemente con el codo sobre alguna parte flácida y sin especificar de un hombre vestido con traje y de mal aliento que iba junto a ella. Cuando vio que el mensaje era de Strike se sintió emocionada por un momento, casi tanto como lo había estado cuando vio a Duffield en el periódico el día anterior. Después, se desplazó hacia abajo por la pantalla y leyó:
«He salido. Llave bajo la cisterna del baño. Strike».
No volvió a guardarse el teléfono en el bolsillo, sino que continuó con él en la mano mientras el tren seguía traqueteando por oscuros túneles y ella trataba de no respirar la halitosis del hombre flácido. Estaba contrariada. El día anterior, ella y Matthew habían almorzado en compañía de dos amigos de la universidad de Matthew en su gastrobar favorito, el Windmill on the Common. Cuando Robin vio la foto de Evan Duffield en un ejemplar abierto del News of the World en una mesa cercana, se excusó jadeante en medio de una de las historias de Matthew y salió corriendo a mandarle a Strike un mensaje.
Matthew dijo que había hecho muestra de malos modales, cosa que empeoró al no explicar adónde iba, manteniendo así ese absurdo aire de misterio.
Robin se agarró con fuerza al asidero y, cuando el tren aminoró la marcha y su pesado vecino se echó sobre ella, se sintió tan estúpida como resentida con los dos hombres, especialmente con el detective, que evidentemente no estaba interesado en los movimientos inusuales del exnovio de Lula Landry.
Después de haber avanzado a través del habitual caos y los escombros de Denmark Street, sacar la llave de detrás de la cisterna, tal y como le habían dicho, y sufrir de nuevo el desprecio de una chica de la oficina de Freddie Bestigui que le habló con tono de superioridad, Robin estaba de verdadero mal humor.
Aunque él no lo sabía, Strike estaba en ese mismo momento pasando junto al escenario de los momentos más románticos en la vida de Robin. Los escalones de debajo de la estatua de Eros estaban llenos de adolescentes italianos esa mañana cuando Strike pasó por la parte de Saint James en dirección a Glasshouse Street.
La entrada del Barrack, la discoteca que a Deeby Macc le había gustado tanto que había permanecido allí varias horas recién bajado del avión desde Los Ángeles, estaba a un corto paseo desde Piccadilly Circus. La fachada parecía como si estuviese hecha de cemento industrial y el nombre resaltaba con sus brillantes letras negras colocadas en vertical. La discoteca se elevaba más de cuatro plantas. Tal y como Strike había esperado, la puerta tenía encima cámaras de un circuito cerrado de televisión cuyo alcance, pensó, cubriría la mayor parte de la calle. Rodeó el edificio para ver las salidas de incendios y hacerse una composición aproximada de la zona.
Tras una segunda y larga sesión de internet la tarde anterior, Strike creía tener una idea general sobre el interés en Lula Landry que Deeby Macc había declarado tener públicamente. El rapero había mencionado a la modelo en las letras de tres canciones, en dos álbumes distintos. También había hablado de ella en entrevistas describiéndola como su mujer ideal y su alma gemela. Era difícil calibrar lo en serio que Macc pretendía que lo tomaran cuando hacía ese tipo de comentarios. Se debía dar un margen en todas las entrevistas impresas que Strike había leído, primero por el sentido del humor del rapero, que era tan seco como taimado y, en segundo lugar, por el asombro teñido de miedo que cada entrevistador parecía sentir cuando se enfrentaba a él.
Antiguo miembro de bandas callejeras que había sido encarcelado por delitos de armas y drogas en su ciudad de Los Ángeles, Macc era ahora multimillonario, con varios negocios lucrativos aparte de su carrera en la música. No cabía duda de que la prensa se había «emocionado», por usar la expresión de Robin, cuando se había filtrado la noticia de que la compañía de discos de Macc había alquilado el apartamento de debajo de Lula. Hubo mucha especulación rabiosa sobre lo que podría pasar cuando Deeby Macc se encontrara a una planta de distancia de su supuesta mujer soñada y cómo este nuevo elemento incendiario podría afectar a la volátil relación entre Landry y Duffield. Todas estas no noticias habían estado llenas de comentarios indudablemente falsos de amigos de los dos —«él ya la ha llamado y le ha pedido que vaya a cenar con él», «ella está preparando una pequeña fiesta para él en su piso para cuando llegue a Londres»—. Tales especulaciones casi habían eclipsado el frenesí de comentarios encolerizados de columnistas varios sobre que el cantante dos veces convicto, cuya música —decían— ensalzaba su pasado criminal, no iba a entrar en el país.
Cuando decidió que las calles que rodeaban el Barrack no tenían más que decirle, Strike continuó a pie, tomando notas de las líneas amarillas de aparcamiento en los alrededores, de las restricciones de aparcamiento los viernes por la noche y de los establecimientos cercanos que también tenían sus propias cámaras de seguridad. Una vez terminadas sus notas, pensó que se había ganado una taza de té y un rollito de beicon que cargaría en los gastos y de las dos cosas disfrutó en una pequeña cafetería mientras leía un ejemplar abandonado del Daily Mail.
Le sonó el teléfono cuando comenzaba con su segunda taza de té, a mitad del alegre relato de la metedura de pata del Primer Ministro al llamar «intolerante» a una anciana votante sin darse cuenta de que seguía teniendo el micrófono encendido.
Una semana antes, Strike había dejado que las llamadas de su no deseada trabajadora temporal fueran al buzón de voz. Hoy contestó.
—Hola Robin, ¿cómo estás?
—Bien. Solo llamo para darle sus mensajes.
—Dispara —dijo Strike mientras sacaba un bolígrafo.
—Acaba de llamar Alison Cresswell, la secretaria de John Bristow, para decirle que ha reservado una mesa en Cipriani mañana a la una, así podrá presentarle a Tansy Bestigui.
—Estupendo.
—He intentado hablar de nuevo con la productora de Freddie Bestigui. Se están enfadando. Dicen que está en Los Ángeles. He dejado otro mensaje pidiendo que lo llame.
—Bien.
—Y ha vuelto a llamar Peter Gillespie.
—Ajá —dijo Strike.
—Dice que es urgente y que si puede devolverle la llamada lo antes posible.
Strike pensó en pedirle que devolviera la llamada a Gillespie para mandarlo a la mierda.
—Sí, lo haré. Oye, ¿podrías enviarme en un mensaje la dirección de la discoteca Uzi?
—De acuerdo.
—Y trata de buscar el número de un tipo llamado Guy Somé. Es un diseñador.
—Se pronuncia «Gui» —le corrigió Robin.
—¿Qué?
—Su nombre de pila. Se pronuncia como en francés: «Gui».
—Ah, de acuerdo. Bueno, ¿podrías buscarme un número de contacto suyo?
—Bien —contestó Robin.
—Pregúntale si estaría dispuesto a hablar conmigo. Déjale un mensaje diciendo quién soy y quién me ha contratado.
Strike no pasó por alto el hecho de que el tono de Robin era frío. Tras uno o dos segundos, pensó que podría saber el motivo.
—Por cierto, gracias por el mensaje que me enviaste ayer —dijo—. Siento no haberte contestado. Habría parecido raro que me pusiese a escribir un mensaje en el sitio donde me encontraba. Pero si puedes llamar a Nigel Clements, el agente de Duffield, y pedirle una cita, sería también estupendo.
La animadversión de ella desapareció de inmediato, tal y como él pretendía. Su voz se volvió muchos grados más cálida cuando volvió a hablar. De hecho, casi rozaba la excitación.
—Pero Duffield no ha podido tener nada que ver con ello, ¿no? ¡Tiene una coartada irrebatible!
—Sí, bueno. Eso ya lo veremos —contestó Strike deliberadamente siniestro—. Y oye, Robin, si llega otra amenaza de muerte… normalmente llegan los lunes…
—¿Sí?
—Guárdala —dijo Strike.
No podía estar seguro. Parecía poco probable. Él la tenía por una mujer muy remilgada, pero creyó oírla murmurar: «Pues que te jodan», al colgar.
Strike pasó el resto del día ocupado con tediosos pero necesarios trabajos preliminares. Cuando Robin le envió la dirección, visitó su segunda discoteca del día, esta vez en South Kensington. El contraste con la de Barrack era tremendo. La discreta entrada de Uzi podría haber sido la de una elegante casa privada. Había cámaras de seguridad encima de sus puertas también. Strike tomó después un autobús hasta Charles Street, donde estaba bastante seguro que vivía Guy Somé, y paseó por lo que supuso que era la ruta más directa entre la dirección del diseñador y la casa donde había muerto Landry.
De nuevo, la pierna le dolía mucho a última hora de la tarde y se detuvo a descansar y a comer más bocadillos antes de salir para el Feathers, cerca de Scotland Yard, y su cita con Eric Wardle.
Se trataba de otro pub victoriano, esta vez con enormes ventanales que casi llegaban desde el suelo hasta el techo y que daban a un enorme edificio gris de los años veinte decorado con estatuas de Jacob Epstein. La más cercana estaba por encima de las puertas y miraba hacia abajo y hacia las ventanas del pub. Una feroz deidad sentada era abrazada por su hijo pequeño, cuyo cuerpo estaba retorcido de forma extraña hacia atrás mostrando sus genitales. La erosión del tiempo había suavizado cualquier tipo de impacto.
Dentro del Feathers, sonaba el tintineo de las máquinas que reflejaban luces de colores. Las televisiones de plasma colocadas en la pared rodeadas de cuero acolchado emitían un partido del West Bromwich Albion contra el Chelsea con el sonido quitado, mientras Amy Winehouse vibraba y gemía por unos altavoces ocultos. Los nombres de las cervezas estaban pintados en la pared de color crema por encima de la larga barra, que estaba enfrente de la amplia escalera de madera oscura con escalones en curva y una barandilla de metal brillante que conducía a la primera planta.
Strike tuvo que esperar a que le sirvieran, lo cual le dio tiempo a mirar a su alrededor. El lugar estaba lleno de hombres, la mayoría de los cuales tenía un corte de pelo de estilo militar, pero un trío de chicas con bronceado de color mandarina estaban alrededor de una mesa alta echándose hacia atrás su cabello liso y oxigenado, cambiando innecesariamente el peso de su cuerpo sobre sus bamboleantes tacones con sus vestidos ajustados de lentejuelas. Fingían no saber que el único bebedor solitario, un hombre atractivo y de aspecto juvenil, las estaba examinando, punto por punto, con ojos expertos. Strike se pidió una pinta de Doom Bar y se acercó al tasador de las chicas.
—Cormoran Strike —se presentó al llegar a la mesa de Wardle. Este tenía el tipo de pelo que Strike envidiaba en otros hombres. Nadie habría llamado nunca a Wardle «cabeza de vello púbico».
—Sí, pensé que sería usted —contestó el policía estrechando su mano—. Anstis me ha dicho que era un tipo corpulento.
Strike acercó un taburete de la barra.
—Entonces, ¿qué tiene para mí? —preguntó Wardle sin preámbulos.
—Hubo un asesinato por apuñalamiento en Ealing Broadway el mes pasado. Un tipo llamado Liam Yates, ¿no? Un confidente de la policía.
—Sí, le clavaron un cuchillo en el cuello. Pero sabemos quién lo hizo —dijo Wardle riéndose de modo condescendiente—. La mitad de los delincuentes de Londres lo saben. Si es esa su información…
—Pero no saben dónde está, ¿verdad?
Echando un rápido vistazo a las chicas decididamente inconscientes, Wardle se sacó un cuaderno del bolsillo.
—Continúe.
—Hay una chica que trabaja en el Betbusters de Hackney Road llamada Shona Holland. Vive en un piso alquilado a dos calles de la casa de apuestas. Tiene en este momento un invitado en casa que no es bienvenido y que se llama Brett Fearney y que solía darle palizas a la hermana de ella. Al parecer, no es el tipo de tíos que rechaza un favor.
—¿Tiene la dirección completa? —preguntó Wardle, que escribía a toda velocidad.
—Le acabo de dar el nombre de la inquilina y la mitad del distrito postal. ¿Qué tal si prueba a hacer un poco de detective?
—¿Y dónde dice que se enteró de esto? —preguntó Wardle, aún garabateando en el cuaderno que guardaba equilibrio bajo la mesa y sobre su rodilla.
—No se lo he dicho —contestó Strike con ecuanimidad y dando un sorbo a su cerveza.
—Tiene usted amigos interesantes, ¿no?
—Mucho. Ahora, si hacemos un intercambio justo…
Wardle, volviéndose a meter el cuaderno en el bolsillo, soltó una carcajada.
—Lo que me acaba de dar puede ser un montón de mierda.
—No lo es. Juegue limpio, Wardle.
El policía se quedó mirando a Strike un momento, al parecer debatiéndose entre la diversión y el recelo.
—¿Qué está buscando?
—Se lo dije por teléfono. Algo de información privilegiada sobre Lula Landry.
—¿No lee los periódicos?
—He dicho información privilegiada. Mi cliente cree que hubo juego sucio.
La expresión de Wardle se endureció.
—Un enganchado a la prensa sensacionalista, ¿no?
—No —contestó Strike—. Es su hermano.
—¿John Bristow?
Wardle dio un largo trago a su pinta con los ojos fijos en los muslos de la muchacha más cercana y con su anillo de casado reflejando las luces rojas de una máquina de pinball.
—¿Sigue obsesionado con la grabación del circuito cerrado de televisión?
—Lo ha mencionado —admitió Strike.
—Intentamos identificar a esos dos tíos negros —dijo Wardle—. Hicimos un llamamiento. Ninguno de los dos apareció. No fue ninguna sorpresa. Saltó la alarma de un coche en el momento en que pasaban junto a él o cuando trataban de abrirlo. Un Maserati. Muy jugoso.
—Se cree que estaban robando coches, ¿no?
—Yo no digo que fueran allí específicamente a robar coches. Puede que lo consideraran una oportunidad, que lo vieran allí aparcado. ¿Qué capullo deja un Maserati aparcado en la calle? Pero eran casi las dos de la mañana, la temperatura estaba por debajo de los cero grados y no se me ocurren muchas razones inocentes por las que dos hombres decidieran verse a esas horas en una calle de Mayfair donde ninguno de los dos vivía, por lo que pudimos averiguar.
—¿Ninguna idea de dónde venían o adónde fueron después?
—Estamos casi seguros de que el tipo con el que Bristow se ha obsesionado, el que caminaba en dirección al piso de ella justo antes de que cayera, se bajó del autobús treinta y ocho en Wilson Street a las once y cuarto. No se sabe lo que hizo antes de pasar junto a la cámara que hay al final de Bellamy Road una hora y media después. Volvió a pasar a toda pastilla unos diez minutos después de que Landry saltara, fue corriendo por Bellamy Road y lo más probable es que girara a la derecha en Weldon Street. Hay grabaciones de un tipo que concuerda más o menos con su descripción, alto, negro, con capucha y una bufanda alrededor de la cara, que se tomó en Theobold Road unos veinte minutos después.
—Fue a buen ritmo si llegó a Theobold Road en veinte minutos —observó Strike—. Eso está en dirección a Clerkenwell, ¿no? Deben de ser tres o cuatro kilómetros. Y las aceras estaban heladas.
—Sí, bueno, puede que no fuera él. Las imágenes son una mierda. Bristow pensó que era muy sospechoso que llevara la cara cubierta, pero esa noche hacía diez grados bajo cero y yo mismo llevé un pasamontañas para trabajar. De todos modos, estuviera o no en Theobold Road, nunca se presentó nadie para decir que lo había reconocido.
—¿Y el otro?
—Salió corriendo por Halliwell Street y recorrió unos doscientos metros. No tenemos ni idea de adónde fue después.
—¿Ni de cuándo llegó a la zona?
—Podría haber venido de cualquier sitio. No tenemos más grabaciones de él.
—¿No se supone que hay diez mil cámaras de circuito cerrado de televisión en Londres?
—No están todavía por todas partes. Las cámaras no son la respuesta a nuestros problemas, a menos que tengan un buen mantenimiento y se controlen. La que está en Garriman Street no funcionaba y no hay ninguna en Meadowfield Road ni en Hartley Street. Usted es como todos los demás, Strike. Quiere sus libertades civiles cuando le ha dicho a su mujer que está en la oficina y lo que está es en un local de striptease, pero quiere vigilancia de veinticuatro horas sobre su casa cuando alguien está tratando de entrar por la ventana de su cuarto de baño. No se puede tener las dos cosas.
—Yo no busco ninguna de las dos —dijo Strike—. Solo le estoy preguntando qué sabe del corredor número dos.
—Cubierto hasta los ojos, como su amigo. Lo único que se le ven son las manos. Si yo hubiera sido él y tuviera cargo de conciencia por lo del Maserati, me habría refugiado en un bar y habría salido con un grupo de gente. Hay un local que se llama Bojo’s en Halliwell Street donde podría haber ido y haberse mezclado con los clientes. Lo verificamos —dijo Wardle anticipándose a la pregunta de Strike—. Nadie lo reconoció en las imágenes.
Dieron un trago durante un momento de silencio.
—Aunque los hubiésemos encontrado, lo más que podíamos haber conseguido de ellos es una declaración como testigos de la caída de ella. No había ningún ADN extraño en su piso. No ha estado nadie en esa casa que no debiera haberlo hecho.
—No es solo el circuito cerrado de televisión lo que mueve a Bristow —dijo Strike—. Ha estado viéndose con Tansy Bestigui.
—No me hable de la jodida Tansy Bestigui —contestó Wardle con tono irritado.
—Voy a hablarle de ella porque mi cliente cree que dice la verdad.
—Todavía está con eso, ¿no? ¿Aún no se ha rendido? Le voy a hablar yo de la señora Bestigui, ¿de acuerdo?
—Adelante —dijo Strike envolviendo con una mano su cerveza junto a su pecho.
—Carver y yo llegamos al lugar unos veinte o veinticinco minutos después de que Landry cayera. La policía uniformada ya estaba allí. Tansy Bestigui seguía histérica cuando la vi, farfullando, temblando y gritando que había un asesino en el edificio.
»Declaró que se levantó de la cama sobre las dos y fue a hacer pis al baño. Oyó gritos procedentes de dos plantas más arriba y vio por la ventana el cuerpo de Landry cayendo.
»Las ventanas de esos pisos son de triple acristalamiento o algo así. Están diseñadas para mantener el calor y el aire acondicionado en el interior y el ruido de la chusma fuera. Cuando la estábamos entrevistando, la calle de abajo se encontraba llena de coches patrulla y de vecinos, pero no podría saberse desde allí, salvo por el reflejo de las luces azules. Podríamos haber estado dentro de una jodida pirámide de ser por el ruido que se oía desde dentro de esa casa.
»Así que, le dije: “¿Está segura de que ha oído gritos, señora Bestigui? Porque este piso parece bastante bien insonorizado”.
»No se desdijo. Juró haber oído cada palabra. Según ella, Landry gritó algo así como: “Llegas demasiado tarde” y la voz de un hombre respondió: “Eres una puta mentirosa”. Lo llaman alucinaciones auditivas —dijo Wardle—. Empiezas a oír cosas cuando te metes tanta coca que tu cerebro comienza a gotearte por la nariz.
Dio otro trago largo a su pinta.
—De todos modos, demostramos sin ninguna duda que ella no pudo haberlo oído. Los Bestigui se fueron a casa de un amigo al día siguiente para huir de la prensa, así que dejamos a unos tíos en su piso y a otro en el balcón de Landry gritando a todo pulmón. Los del primero no pudieron oír una sola palabra de lo que decía y estaban completamente sobrios y esforzándose por oír.
»Pero mientras demostrábamos que lo que ella decía no valía una mierda, la señora Bestigui llamó a medio Londres para contar que era la única testigo del asesinato de Lula Landry. La prensa ya estaba en ello, porque algunos de los vecinos la habían oído gritar que había un intruso. Los periódicos habían juzgado y condenado a Evan Duffield antes de que pudiéramos volver a contactar con la señora Bestigui.
»Le explicamos que habíamos demostrado que no podía haber oído lo que decía que había oído. Pues nada, ella no estaba dispuesta a admitir que todo había sido cosa de su cabeza. Tenía ya mucha presión, con la prensa arremolinándose en la puerta de su casa como si ella fuera Lula Landry reencarnada. Así que volvió con su: “Ah, ¿es que no lo he dicho? Las abrí. Sí, abrí las ventanas para tomar el aire”.
Wardle soltó una carcajada mordaz.
—Temperaturas bajo cero en la calle y nevando.
—Y estaba en ropa interior, ¿no?
—Parecía un fideo con dos mandarinas de plástico colgando —dijo Wardle con una sonrisa que le salió tan fácilmente que Strike estuvo seguro de que no era ni mucho menos el primero que escuchaba aquello—. Seguimos adelante y comprobamos la nueva declaración. Buscamos huellas y ciertamente no había abierto las ventanas. No había huellas en los cierres ni en ningún otro sitio. La asistenta las había limpiado la mañana de antes de la muerte de Landry y no se habían tocado desde entonces. Como las ventanas estaban cerradas con pestillo cuando llegamos, solo cabía una conclusión, ¿no? La señora Tansy Bestigui es una puta mentirosa.
Wardle vació su vaso.
—Tómese otra —dijo Strike y se dirigió a la barra sin esperar respuesta.
Vio la mirada de curiosidad de Wardle sobre la parte inferior de sus piernas al volver a la mesa. En otras circunstancias, podría haber golpeado con su prótesis contra la pata de la mesa y haber dicho: «Es esta». En lugar de eso, colocó dos nuevas pintas y unas cortezas de cerdo que, para fastidio suyo, las habían servido en un pocillo blanco y continuaron por donde lo habían dejado.
—Pero está claro que Tansy Bestigui vio pasar a Landry por su ventana al caer, ¿no? Porque Wilson cree que oyó caer el cuerpo justo antes de que la señora Bestigui empezase a gritar.
—Puede que lo viera, pero no estaba haciendo pis. Se estaba haciendo un par de rayas de coca en el baño. Las encontramos allí, cortadas y listas para metérselas.
—¿Las dejó allí?
—Sí. Supuestamente, el hecho de ver el cuerpo pasar por su ventana la despistó.
—¿La ventana es visible desde el cuarto de baño?
—Sí. Bueno, bastante.
—Ustedes llegaron bastante rápido, ¿no?
—Los uniformados llegaron allí en unos ocho minutos y Carver y yo en unos veinte. —Wardle levantó el vaso, como para brindar por la eficacia del cuerpo de policía.
—He hablado con Wilson, el guardia de seguridad —dijo Strike.
—¿Sí? No lo hizo mal —comentó Wardle con cierta condescendencia—. No fue culpa suya que tuviera diarrea. Pero no tocó nada y realizó un buen registro justo después de que ella saltara. Sí, actuó bien.
—Él y sus compañeros han sido un poco lentos con los códigos de la puerta.
—Todos lo son. Demasiadas claves y códigos para recordar. Sé lo que se siente.
—Bristow está interesado en las posibilidades que brinda el cuarto de hora que Wilson estuvo en el váter.
—Nosotros también lo estuvimos, durante cinco minutos, antes de que tuviéramos claro que la señora Bestigui era una cocainómana deseando llamar la atención.
—Wilson mencionó que la puerta de la piscina no estaba cerrada con llave.
—¿Puede explicar cómo un asesino pudo entrar en la zona de la piscina sin pasar por su lado? Una jodida piscina —dijo Wardle— casi tan grande como la que hay en mi gimnasio, y todo para que la usen tres putas personas. Y gimnasio en la planta baja detrás del mostrador de seguridad. Un jodido aparcamiento en el sótano. Pisos con acabados de mármol y mierdas así como si… como si fuera un hotel de cinco estrellas.
El policía negó muy despacio con la cabeza mientras pensaba en la desigual distribución de la riqueza.
—Otro mundo.
—Yo tengo interés por el piso de la planta intermedia —continuó Strike.
—¿El de Deeby Macc? —preguntó Wardle, y Strike se sorprendió al ver una sonrisa de auténtica cordialidad dibujándose en el rostro del policía—. ¿Qué pasa con él?
—¿Entraron ustedes en él?
—Eché un vistazo, pero Bryant ya lo había registrado. Las ventanas estaban cerradas y la alarma estaba encendida y funcionaba perfectamente.
—¿Es Bryant el que dio un golpe a la mesa y destrozó el enorme ramo de flores?
Wardle soltó un bufido.
—Se ha enterado, ¿no? El señor Bestigui no se mostró muy contento con eso. Sí. Doscientas rosas blancas en un jarrón de cristal del tamaño de un cubo de basura. Al parecer, había leído que Macc pide rosas blancas en su cláusula. Su cláusula —repitió Wardle como si el silencio de Strike indicara la ignorancia de Strike sobre lo que aquella palabra significaba—. Las cosas que piden para sus camerinos. Había supuesto que usted sabe lo que son esas cosas.
Strike no hizo caso de la insinuación. Había esperado algo mejor de parte de Anstis.
—¿Alguien supo por qué Bestigui quería que Macc tuviese rosas?
—Solo para camelárselo. Probablemente quería a Macc para una película. Se cabreó mucho cuando supo que Bryant las había destrozado. Se puso a gritar por toda la casa cuando se enteró.
—¿A nadie le parece raro que se molestara por un ramo de flores cuando su vecina estaba tirada en la calle con la cabeza destrozada?
—Es un cabrón repugnante ese Bestigui —dijo Wardle con vehemencia—. Acostumbrado a que la gente dé un brinco cuando él habla. Intentó tratarnos a todos como si fuésemos sus empleados, hasta que se dio cuenta de que eso no era lo más inteligente.
»Pero los gritos no eran en realidad por las flores. Estaba tratando de eclipsar a su mujer, de darle la oportunidad de que se calmara. No paraba de ponerse entre ella y cualquiera que quisiera interrogarla. Un tipo grande también, ese Freddie.
—¿Qué le preocupaba tanto?
—Que cuanto más berreara ella y temblara como un galgo congelado, más evidente era que estaba puesta de coca. Debía de saber que se encontraría por algún lugar del piso. No estaría muy contento teniendo a la Policía Metropolitana irrumpiendo en su casa. Así que trató de despistar a todos con una pataleta por su ramo de quinientas libras.
»He leído en algún sitio que se va a divorciar de ella. No me sorprende. Está acostumbrado a que la prensa se ande con pies de plomo con él porque es un cabrón litigante. No debió de gustarle atraer tanta atención al ver que Tansy no dejaba el pico cerrado. La prensa se aprovechó todo lo que pudo. Volvió a sacar antiguas historias de él lanzándole los platos a sus subordinados. Puñetazos en reuniones. Dicen que pagó a su anterior mujer una enorme suma de dinero para que no hablara de su vida sexual en el juicio. Es muy conocido por ser un verdadero mierda.
—¿No le pareció que podía ser sospechoso?
—Sí que lo creímos. Estaba en el lugar de los hechos y tenía mala reputación por ser violento. Pero nunca pareció que fuese posible. Si su mujer supiese que lo había hecho él o que no estaba en el piso en el momento en que Landry cayó, estoy seguro de que nos lo habría dicho. Estaba fuera de control cuando llegamos. Pero dijo que él estaba acostado y la ropa de la cama estaba desarreglada y con aspecto de que habían dormido en ella.
»Además, si él hubiese conseguido salir a escondidas del piso sin que ella se diera cuenta y hubiese subido a casa de Landry, nos vemos con el problema de cómo pasó al lado de Wilson. No pudo coger el ascensor, así que se habría cruzado con Wilson al bajar por la escalera.
—¿Así que queda excluido por una cuestión de tiempo?
Wardle vaciló.
—Bueno, hay una pequeña posibilidad. Pequeña. Suponiendo que Bestigui pueda moverse más rápido que la mayoría de los hombres de su edad y peso y que empezara a correr en el momento en que la empujó. Pero sigue estando el hecho de que no encontramos su ADN en ninguna parte del piso, la pregunta de cómo salió de casa sin que su mujer supiera que se había ido y el pequeño asunto de por qué Landry iba a dejarle pasar. Todos sus amigos coinciden en que a ella no le gustaba. —Wardle se terminó lo que le quedaba de cerveza—. De todos modos, Bestigui es del tipo de hombres que contratarían a un asesino si quisiera eliminar a alguien. No se mancharía las manos.
—¿Otra?
Wardle miró su reloj.
—Me toca pagar —dijo y se acercó a la barra. Las tres jóvenes que estaban alrededor de la mesa alta se quedaron en silencio, mirándolo con avidez. Wardle les lanzó una sonrisa de suficiencia cuando volvía con las bebidas y ellas lo miraron de arriba abajo cuando regresó al taburete que había al lado de Strike.
—¿Qué le parecería Wilson como posible asesino? —le preguntó Strike al policía.
—Mal —contestó Wardle—. No podría haber subido y bajado lo suficientemente rápido como para encontrarse con Tansy Bestigui en la planta baja. Eso sí, su currículum es un disparate. Lo contrataron basándose en que era un expolicía, pero nunca estuvo en el cuerpo.
—Interesante. ¿Dónde estuvo?
—Lleva años dando vueltas por el sector de la seguridad. Admitió haber mentido para conseguir su primer trabajo, hace unos diez años, y lo ha dejado en su currículum.
—Parece que le gustaba Landry.
—Sí. Es mayor de lo que parece —respondió Wardle sin una intención seria—. Es abuelo. Los caribeños no aparentan la edad como nosotros, ¿verdad? No diría que es mayor que usted. —Strike se preguntó inútilmente qué edad pensaba Wardle que tenía.
—¿Mandó a los forenses a que vieran su piso?
—Sí —respondió Wardle—, pero solamente fue porque los superiores querían que todo quedara fuera de ninguna duda. En menos de veinticuatro horas supimos que tenía que haber sido un suicidio. Pero fuimos más allá, mientras todo el mundo nos observaba.
Hablaba con un orgullo mal disimulado.
—La asistenta había estado por toda la casa esa mañana… una polaca atractiva que habla muy mal nuestro idioma, pero que es tremendamente meticulosa con el plumero. Así que las huellas de ese día resaltaban claramente. Nada fuera de lo normal.
—Las huellas de Wilson estaban allí. ¿Se supone que es porque fue a registrar la casa después de que ella cayera?
—Sí, pero en ningún sitio que fuera sospechoso.
—Entonces, por lo que a usted respecta, solo había tres personas en todo el edificio cuando ella cayó. Deeby Macc debería haber estado allí, pero…
—… fue directo desde el aeropuerto hasta una discoteca, sí —le interrumpió Wardle. De nuevo, una amplia sonrisa, al parecer involuntaria, le iluminó el rostro—. Interrogué a Deeby en el Claridges al día siguiente de que ella muriera. Un tipo enorme. Como usted —dijo echando un vistazo al corpulento torso de Strike—, pero más en forma. —Strike acusó el golpe sin objeción—. Todo un exmafioso. Ha estado entrando y saliendo del trullo en Los Ángeles. Casi no le dan el visado para entrar en el Reino Unido.
»Llevaba un séquito con él —continuó Wardle—. Todos dando vueltas por la habitación, con sortijas en los dedos y tatuajes en el cuello. Pero él era el más grande. Deeby daría bastante miedo si te lo encontraras en un callejón. Diez mil veces más educado que Bestigui. Me preguntó cómo demonios podía hacer yo mi trabajo sin pistola.
El policía sonreía. Strike no pudo evitar llegar a la conclusión de que Eric Wardle, del Departamento de Investigación Criminal, era en este caso tan admirador de las estrellas como Kieran Kolovas-Jones.
—No fue una entrevista muy larga, dado que él acababa de bajar de un avión y no había puesto un pie en Kentigern Gardens. Lo normal. Le pedí que me firmara su último CD al final —añadió Wardle, como si no pudiese evitarlo—. Eso hizo que todos se pusieran a reír. Le encantó. Mi señora quería ponerlo en venta en eBay, pero lo he guardado.
Wardle se calló, dando la impresión de que había hablado más de lo que quería. Divertido, Strike cogió un puñado de cortezas de cerdo.
—¿Y Evan Duffield?
—Ese —dijo Wardle. El encanto que había mostrado el policía mientras hablaba de Deeby Macc había desaparecido. Ahora fruncía el ceño—. Ese pequeño yonqui de mierda jugó con nosotros desde el principio hasta el final. Fue directo a rehabilitación al día siguiente de que ella muriera.
—Ya lo vi. ¿Dónde?
—Al Priory. ¿Dónde si no? A una jodida cura de descanso.
—¿Y cuándo lo entrevistó?
—Al día siguiente, pero tuvimos que buscarle. Su gente nos puso todos los obstáculos que les fue posible. Lo mismo que con Bestigui, ¿eh? No querían que supiéramos lo que había estado haciendo de verdad. Mi mujer piensa que es atractivo —añadió frunciendo aún más el ceño—. ¿Está usted casado?
—No —contestó Strike.
—Anstis me contó que dejó el ejército para casarse con una mujer con pinta de supermodelo.
—¿Qué fue lo que Duffield le dijo después de que diera con él?
—Tuvieron una buena pelea en la discoteca, en Uzi. Hay varios testigos de ello. Ella se fue y dice que él la siguió unos cinco minutos después con esa mierda de máscara de lobo. Le cubre toda la cabeza. Muy realista y con pelos. Nos dijo que se la habían dado en una sesión de fotos de moda.
La expresión de Wardle era de verdadero desprecio.
—Le gustaba ponerse esa cosa para entrar y salir de los sitios, para cabrear a los paparazzi. Así que, después de que Landry saliera de Uzi, se metió en su coche, pues tenía un chófer en la puerta esperándole, y fue a Kentigern Gardens. El chófer lo confirmó todo. Sí, vale —se corrigió Wardle de inmediato—, confirmó que llevó a un hombre con una cabeza de lobo, que supuso que era Duffield, pues era de la estatura y complexión de Duffield, llevaba puesto lo que le pareció que era la ropa de Duffield y hablaba con la voz de Duffield, hasta Kentigern Gardens.
—Pero ¿no se quitó la cabeza de lobo durante el trayecto?
—Se tarda solo unos quince minutos hasta el piso de ella desde Uzi. No, no se la quitó. Es un capullo infantil.
»Entonces, según lo que dijo Duffield, vio a los paparazzi en la puerta de la casa de ella y decidió no entrar al final. Le dijo al chófer que lo llevara al Soho, donde lo dejó. Duffield fue al piso de su camello a la vuelta de la esquina, en d’Arblay Street, y allí se chutó.
—¿Todavía con la careta de lobo?
—No. Allí se la quitó —respondió Wardle—. El camello, que se llama Whycliff, es un antiguo alumno de colegio privado con hábitos mucho peores que los de Duffield. Hizo una declaración completa y confirmó que Duffield había ido a su casa sobre las dos y media. Allí estuvieron los dos solos. Y sí, yo diría que es bastante probable que Whycliff mintiera por Duffield, pero una mujer de la planta baja oyó el timbre y dice que vio a Duffield en la escalera.
»En fin, Duffield salió de casa de Whycliff sobre las cuatro, con la jodida cabeza de lobo otra vez puesta, y fue deambulando hacia el lugar donde pensaba que le esperarían su coche y su chófer, pero el chófer se había ido. El conductor aseguró que se trató de un malentendido. Creía que Duffield era un gilipollas. Lo dejó muy claro cuando prestó declaración. Duffield no le pagaba. El coche era a costa de Landry.
»Así que Duffield, que no lleva dinero, hace caminando todo el trayecto hasta la casa de Ciara Porter en Notting Hill. Encontramos a unas cuantas personas que habían visto a un hombre con una cabeza de lobo paseando por algunas calles principales y hay una grabación de él gorroneando una caja de cerillas a una mujer de un aparcamiento nocturno.
—¿Se le puede ver la cara?
—No, porque solo se levantó la cabeza de lobo para hablar con ella y lo único que se ve es el hocico. Pero ella dijo que se trataba de Duffield.
»Llegó a casa de Porter alrededor de las cuatro y media. Ella le dejó dormir en el sofá y, como una hora después, Porter recibió la noticia de que Landry había muerto y lo despertó para contárselo. Eso dio pie al histrionismo y al centro de rehabilitación.
—¿Buscaron alguna nota de suicidio?
—Sí. No había nada en el piso, nada en su ordenador portátil, pero eso no sorprendió a nadie. Lo hizo de improviso. Era bipolar, acababa de discutir con ese capullo y eso fue lo que la empujó… bueno, ya sabe a qué me refiero.
Wardle miró su reloj y se bebió lo que le quedaba de cerveza.
—Voy a tener que irme. Mi mujer se va a enfadar. Le he dicho que solo sería media hora.
Las chicas bronceadas se habían marchado sin que ninguno de los dos hombres se diera cuenta. En la acera, los dos se encendieron un cigarro.
—Odio esta mierda de prohibición de fumar —se quejó Wardle subiéndose la cremallera de su chaqueta hasta el cuello.
—Entonces, ¿tenemos un trato? —preguntó Strike.
Con el cigarro entre los labios, Wardle se puso un par de guantes.
—No sé nada de eso.
—Vamos, Wardle —dijo Strike pasándole al policía una tarjeta que Wardle aceptó como si se tratara de un artículo de broma—. Yo le dado a Brett Fearney.
Wardle se rio abiertamente.
—No, aún no.
Se metió la tarjeta de Strike en un bolsillo, dio una calada, echó el humo hacia arriba y, a continuación, lanzó al hombre más grande una mirada mezcla de curiosidad y valoración.
—Sí, de acuerdo. Si cazamos a Fearney, tendrá el expediente.