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—«A pesar de todos los ríos de tinta corridos en los periódicos y las horas de charlas televisadas que habían pregonado el asunto de la muerte de Lula Landry, en pocas ocasiones se había planteado la pregunta de: ¿por qué nos importa?

»Era guapa, por supuesto, y las chicas guapas han ayudado a vender periódicos desde las sirenas sombreadas con rayas y con ojos entrecerrados que creó Charles Dana Gibson para el New Yorker.

»También era negra, o más bien de un delicioso tono de café con leche y constantemente se nos decía que esto representaba una evolución dentro de una industria preocupada simplemente por lo superficial. (Tengo dudas: ¿no podría ser que esta temporada el café con leche fuera el tono de moda? ¿Hemos asistido a una afluencia de mujeres negras en la industria siguiendo los pasos de Landry? ¿Nuestra idea de la belleza femenina ha sufrido una revolución tras su éxito? ¿Las Barbis negras están vendiendo más que las blancas?).

»La familia y los amigos de la misma Landry estarán consternados, claro, y cuentan con mi más sentido pésame. Sin embargo, nosotros, el público lector y televidente, no tenemos un pesar personal que justifique nuestros excesos. Hay mujeres jóvenes que mueren todos los días en circunstancias “trágicas” (por no decir antinaturales): en accidentes de coche, por sobredosis y, en ocasiones, porque tratan de morirse de hambre para ceñirse a la figura corporal ostentada por Landry y las que son de su clase. ¿Les dedicamos a estas chicas muertas algo más que un pensamiento pasajero tras pasar a otra página y ocultar sus rostros comunes?».

Robin hizo una pausa para dar un sorbo a su café y aclararse la garganta.

—Por ahora, muy mojigato —murmuró Strike.

Estaba sentado en un extremo de la mesa de Robin, metiendo fotografías en una carpeta abierta, numerándolas y escribiendo una descripción del asunto de cada una en un índice por la parte de atrás. Robin continuó por donde lo había dejado, leyendo en la pantalla del ordenador.

—«Nuestro desproporcionado interés, incluso pesar, se presta a examen. Hasta el momento en que Landry tuvo su caída fatídica, es una apuesta segura decir que decenas de miles de mujeres se habrían intercambiado con ella. Jóvenes sollozantes pusieron flores bajo el balcón del ático de cuatro millones y medio de libras de Landry después de que se llevasen su cuerpo destrozado. ¿Ha habido alguna aspirante a modelo que se haya desanimado en su búsqueda de fama en las revistas por el ascenso y la brutal caída de Lula Landry?».

—Dale caña —dijo Strike—. Tú no, ella —añadió rápidamente—. Es una mujer la que escribe, ¿no?

—Sí, una tal Melanie Telford —contestó Robin, retrocediendo a la parte superior de la pantalla para ver el retrato de una rubia de mediana edad con papada—. ¿Quiere que me salte el resto?

—No, no, continúa.

Robin se aclaró la garganta una vez más y continuó:

—«La respuesta seguramente sea no». Eso es lo de si las aspirantes a modelos se han desanimado.

—Sí, lo he entendido.

—Vale, bueno… «Cien años después de Emmeline Pankhurst, una generación de féminas adolescentes no pretende nada más que ser reducidas a muñecas de papel recortable, avatares planos cuyas aventuras noveladas enmascaran tal desajuste y angustia que terminan tirándose por la ventana de un tercer piso. La apariencia lo es todo: el diseñador Guy Somé se apresuró a informar a la prensa de que ella saltó llevando puesto uno de sus vestidos, que se agotó veinticuatro horas después de su muerte. ¿Qué mejor publicidad podría haber que el hecho de que Lula Landry eligiera irse a la tumba con un Somé?

»No, no es la pérdida de la joven lo que lamentamos, pues ella no era más real para la mayoría de nosotros que las chicas Gibson que salían de la pluma de Dana. Lo que lloramos es la imagen física que parpadea en una multitud de titulares y revistas de famosos; una imagen que nos vendía ropa y bolsos y una idea de celebridad que, con su muerte, demostró ser vacía y efímera como una pompa de jabón. Lo que de verdad añoramos, si fuésemos lo suficientemente sinceros como para admitirlo, son las bufonerías de esa chica alegre y transparente cuya existencia de historietas de abuso de drogas, vida desenfrenada, ropa extravagante y peligroso novio de ida y vuelta ya no podremos disfrutar.

»El funeral de Landry fue cubierto con el mismo derroche que la boda de alguna celebridad en las revistas chapuceras que dan de comer a los famosos y cuyos editores lloran seguramente su defunción durante más tiempo que la mayoría. Se nos permitió vislumbrar a varios famosos llorando, pero a su familia se le dedicó la más diminuta de todas las fotografías. Componían un grupo sorprendentemente poco fotogénico.

»Sin embargo, el relato de una de las dolientes me emocionó de verdad. En respuesta a la pregunta de un hombre de quien quizá no se dio cuenta de que se trataba de un reportero, contó que había conocido a Landry en un centro de desintoxicación y que se habían hecho amigas. Había ocupado su asiento en uno de los bancos de atrás para despedirse y volvió a salir en silencio. No ha vendido su historia, al contrario que tantos otros que se juntaron con Landry en vida. Puede que esto nos esté diciendo algo conmovedor sobre la verdadera Lula Landry, que despertó cariño de verdad en una chica normal. Y para el resto de nosotros…».

—¿No pone nombre a esa chica normal del centro de desintoxicación? —interrumpió Strike.

Robin echó un vistazo al artículo en silencio.

—No.

Strike se rascó su mentón mal afeitado.

—Bristow no mencionó a ninguna amiga de ningún centro de desintoxicación.

—¿Cree que podría ser alguien importante? —preguntó Robin con impaciencia, girándose en su silla para mirarle.

—Podría ser interesante hablar con alguien que conociera a Landry en la terapia en lugar de en una discoteca.

Strike solo le había pedido a Robin que buscara contactos de Landry porque no tenía otra cosa que encargarle. Ella ya había llamado por teléfono a Derrick Wilson, el guardia de seguridad, y le había concertado una cita con Strike para el viernes por la mañana en el Phoenix Café, en Brixton. El correo del día había consistido en dos boletines y un ultimátum. No había habido llamadas y ella ya había organizado todo lo que en la oficina se podía poner por orden alfabético, apilado o dispuesto según tipo y color.

Así que, inspirado por el dominio de Robin de Google el día anterior, le había impuesto aquella tarea casi sin sentido. Durante la última hora o así, la joven había estado leyendo algún que otro fragmento y artículo sobre Landry y sus conocidos mientras Strike ordenaba un montón de recibos, facturas de teléfono y fotografías relacionadas con el único caso que actualmente tenía aparte de este.

—¿Quiere entonces que mire a ver si encuentro más cosas sobre esa chica? —preguntó Robin.

—Sí —contestó Strike distraídamente mientras examinaba la fotografía de un hombre corpulento y algo calvo vestido con un traje y una pelirroja de apariencia madura ataviada con vaqueros ajustados. El hombre del traje era el señor Geoffrey Hook; la pelirroja, sin embargo, no guardaba parecido alguno con la señora Hook, que, antes de la llegada de Bristow a su despacho, había sido la única cliente de Strike. Metió la fotografía en el expediente de la señora Hook y lo etiquetó con el número 12. Robin volvió al ordenador.

Durante unos momentos hubo silencio, excepto por el movimiento de fotografías y el golpeteo de las cortas uñas de Robin sobre el teclado. La puerta del despacho estaba cerrada para ocultar la cama plegable y otros indicios de que aquello era una vivienda y el ambiente estaba cargado con el olor a lima artificial debido al uso indiscriminado de ambientadores baratos por parte de Strike antes de que Robin llegara. Por si ella había percibido cualquier indicio de interés sexual en la decisión de él de sentarse en el otro lado de su mesa, Strike fingió ver por primera vez su anillo de compromiso antes de sentarse. Después, empezó una conversación cortés y cuidadosamente impersonal sobre su prometido durante cinco minutos. Supo que era un contable recién licenciado llamado Matthew, que había sido para vivir con Matthew por lo que Robin se había mudado a Londres desde Yorkshire el mes anterior y que lo del trabajo temporal era una medida provisional antes de buscar un trabajo permanente.

—¿Cree que la chica del centro de desintoxicación podría estar en alguna de estas fotos? —preguntó Robin un rato después.

Había abierto una pantalla llena de fotografías de idéntico tamaño, cada una de ellas mostrando a una o más personas vestidas con ropa oscura, todos dirigiéndose de izquierda a derecha al funeral. Unas vallas protectoras y los rostros borrosos de un grupo de gente formaban el fondo de cada fotografía.

La más llamativa de todas era una imagen de una muchacha muy alta y pálida con el pelo dorado peinado hacia atrás en una cola y sobre cuya cabeza se posaba una creación de redecilla negra y plumas. Strike la reconoció porque todo el mundo sabía quién era: Ciara Porter, la modelo con la que Lula había pasado buena parte de su último día en el mundo; la amiga con la que Landry había sido fotografiada en una de las instantáneas más famosas de su carrera. Porter estaba guapa y seria mientras caminaba hacia el funeral de Lula. Parecía haber asistido sola, pues no había ninguna mano sin cuerpo sobre la que apoyara su brazo ni colocada sobre su larga espalda.

Junto a la fotografía de Porter estaba la de una pareja con el pie de foto: «El productor cinematográfico Freddie Bestigui y su esposa Tansy». Bestigui tenía la corpulencia de un toro, con piernas cortas, un pecho ancho de tonel y un cuello grueso. Tenía el pelo gris y cortado a cepillo. Su rostro era una masa arrugada de pliegues, bolsas y verrugas, de la que salía una nariz carnosa como un tumor. A pesar de ello, tenía una imponente figura con su caro abrigo negro y con su esquelética y joven esposa del brazo. No podía discernirse casi nada de la verdadera apariencia de Tansy tras la piel vuelta del cuello de su abrigo y sus enormes gafas de sol redondas.

La última de la primera fila de fotos era de «Guy Somé, el diseñador de moda». Se trataba de un hombre negro y delgado que llevaba una levita azul oscuro de corte exagerado. Tenía la cara inclinada hacia abajo y no podía distinguirse su expresión debido al modo en que la luz caía sobre su oscura cabeza, aunque tres grandes pendientes de diamantes en el lóbulo que daba a la cámara habían reflejado los flashes y brillaban como estrellas. Al igual que Porter, parecía haber llegado sin compañía, aunque un pequeño grupo de asistentes, indignos de un pie de foto propio, habían entrado en el encuadre.

Strike acercó su silla, aunque manteniendo aún cierta distancia entre él y Robin. Uno de los rostros sin identificar, medio cortado por el filo de la fotografía, era John Bristow, reconocible por su corto labio superior y sus dientes de ratoncillo. Tenía el brazo sobre una mujer mayor de aspecto afligido y pelo blanco; el rostro de ella estaba demacrado y pálido y la desnudez de su pena era conmovedora. Detrás de ellos había un hombre alto de aspecto arrogante que daba la impresión de no aprobar el entorno en el que se encontraba.

—No veo a nadie que pueda ser esa chica normal —dijo Robin desplazando la pantalla hacia abajo para examinar más fotos de gente famosa y guapa con aspecto triste y serio—. Ah, mire… Evan Duffield.

Iba vestido con una camiseta negra, vaqueros negros y un chaquetón negro de estilo militar. Su pelo era también negro. Su rostro era todo líneas afiladas y oquedades. Sus fríos ojos azules miraban directamente a la cámara. Aunque más alto que los dos, parecía frágil en comparación con los acompañantes que le flanqueaban. Un hombre grande vestido con un traje y una mujer mayor de apariencia nerviosa cuya boca estaba abierta y que tenía un gesto como si quisiera dejar un camino libre por delante de ellos. Aquel trío le recordó a Strike a los padres que se llevan a un niño mareado de una fiesta. Strike se dio cuenta de que, a pesar del aspecto de desorientación y aflicción de Duffield, había hecho un buen trabajo aplicándose el contorno de ojos.

—¡Mire esas flores!

Duffield se deslizó por la parte superior de la pantalla y desapareció. Robin se había detenido en la fotografía de una enorme corona con forma de lo que, al principio, a Strike le pareció que era un corazón, antes de darse cuenta de que representaba dos alas de ángel curvadas y que estaban compuestas por rosas blancas. Una fotografía en el recuadro mostraba un primer plano de la tarjeta que las acompañaba.

—«Descansa en paz, ángel Lula. Deeby Macc» —leyó Robin en voz alta.

—¿Deeby Macc? ¿El rapero? Así que se conocían, ¿no?

—No, no lo creo. Pero estaba todo eso de que él había alquilado un piso en su mismo edificio. A ella la mencionaba en un par de canciones, ¿no? Había mucha excitación en la prensa por el hecho de que él se quedara allí.

—Estás muy informada sobre el tema.

—Ah, ya sabe, solo revistas —respondió Robin vagamente mientras volvía a desplazar la pantalla de las fotografías.

—¿Qué clase de nombre es Deeby? —se preguntó Strike en voz alta.

—Viene de sus iniciales. Es «D. B.», en realidad —le aclaró—. Su verdadero nombre es Daryl Brandon Macdonald.

—¿Te gusta el rap?

—No —contestó Robin, aún pendiente de la pantalla—. Simplemente recuerdo cosas así.

Cerró las fotos que estaba examinando detenidamente y volvió a golpetear el teclado. Strike regresó a sus fotografías. La siguiente mostraba al señor Geoffrey Hook besando a su acompañante de pelo anaranjado con la mano palpando un trasero grande y cubierto de lona en la salida de la estación de metro de Ealing Broadway.

—Aquí tengo un vídeo de YouTube, mire —dijo Robin—. Deeby Macc hablando sobre Lula después de su muerte.

—Vamos a verlo —propuso Strike haciendo rodar su silla hacia delante medio metro más y después, tras pensarlo mejor, retirándose unos centímetros.

El pequeño y granulado vídeo de siete centímetros y medio por diez cobró vida. Un hombre negro y grande vestido con una especie de jersey con capucha y un puño tachonado en el pecho estaba sentado en un sillón de cuero negro mirando a un entrevistador que no podía ver. Tenía el pelo casi afeitado y llevaba puestas unas gafas de sol.

—¿… el suicidio de Lula Landry? —preguntó el periodista, que era inglés.

—Eso fue jodido, tío, muy jodido —respondió Deeby pasándose la mano por su cabeza afeitada. Hablaba con voz baja, profunda y ronca, con un ligero ceceo—. Es lo que hacen para tener éxito: te persiguen, te destrozan. Eso es lo que hace la envidia, amigo mío. La puta prensa la tiró por esa ventana. Yo digo que la dejen descansar en paz. Ahora está en paz.

—Una bienvenida a Londres bastante impactante —dijo el entrevistador—, con ella, ya sabe, cayendo por delante de su ventana.

Deeby Macc no respondió de inmediato. Se quedó sentado e inmóvil, mirando al entrevistador a través de sus lentes opacas.

—Yo no estaba allí —dijo después—. ¿O es que hay alguien que le haya dicho que sí?

Se oyó el aullido de la risa nerviosa del entrevistador rápidamente sofocada.

—Dios mío, no. En absoluto.

Deeby giró la cabeza y se dirigió a alguien que estaba detrás de la cámara.

—¿Crees que debería haber traído a mis abogados?

El entrevistador se rio con una carcajada servil. Deeby volvió a mirarle, aún sin sonreír.

—Deeby Macc —dijo el entrevistador con voz entrecortada—, muchas gracias por dedicarnos su tiempo.

Una mano blanca extendida se deslizó hacia delante en la pantalla. Deeby levantó su puño. La mano blanca cambió de postura y los dos chocaron sus nudillos. Alguien detrás de la cámara se rio burlonamente. El vídeo terminó.

—La puta prensa la tiró por esa ventana —repitió Strike moviendo su silla hacia atrás para devolverla a su lugar inicial—. Un punto de vista interesante.

Sintió que el móvil le vibraba en el bolsillo del pantalón y lo sacó. Al ver el nombre de Charlotte unido a un nuevo mensaje de texto hizo que una oleada de adrenalina le recorriera el cuerpo, como si acabara de ver a un animal de presa agazapado.

«Estaré fuera el viernes por la mañana entre las nueve y las doce por si quieres recoger tus cosas».

—¿Qué? —Tuvo la impresión de que Robin acababa de decir algo.

—He dicho que aquí hay un artículo terrible sobre su madre biológica.

—Vale. Léelo.

Se metió el móvil en el pantalón. Mientras volvía a inclinar su gran cabeza sobre el expediente de la señora Hook, sus pensamientos parecieron reverberar como si hubieran golpeado un gong dentro de su cráneo.

Charlotte se estaba comportando con una sensatez siniestra, fingiendo una calma adulta. Había llevado aquel incesante y elaborado duelo de los dos a un nuevo nivel nunca antes alcanzado ni probado: «Vamos a comportarnos como adultos». Quizá le clavara un cuchillo entre los omoplatos cuando atravesara la puerta de su piso; quizá él entraría en el dormitorio y encontraría su cadáver con las muñecas cortadas tumbado sobre un charco de sangre coagulada delante de la chimenea.

La voz de Robin sonaba como el zumbido de fondo de una aspiradora. Haciendo un esfuerzo, volvió a centrar su atención en ella.

—«… vendió la romántica historia de su relación con un joven negro a todo periodista de la prensa amarilla que estuviese dispuesto a pagar. Sin embargo, no hay nada romántico en la historia de Marlene Higson, tal y como recuerdan sus viejos vecinos.

»“Vendía su cuerpo”, dice Vivian Cranfield, que vivía en el piso de arriba de Higson cuando se quedó embarazada de Landry. “Había hombres que entraban y salían de su casa a todas horas del día y la noche. Ella nunca supo quién era el padre de ese bebé, podría haber sido cualquiera de ellos. Nunca quiso el bebé. Aún la recuerdo saliendo al rellano, llorando, sola, mientras su madre estaba ocupada con un cliente. Esa cosita tan pequeña con su pañal, apenas sin caminar… Alguien debió de llamar a los servicios sociales, y mucho tardaron. Lo mejor que le ha pasado nunca a esa niña, que la adoptaran”.

»Sin duda, la verdad sorprenderá a Landry, que ha hablado largo y tendido con la prensa sobre su reencuentro con su madre biológica, a la que no veía desde hacía mucho tiempo…». Esto se escribió antes de que Lula muriera —explicó Robin.

—Sí —respondió Strike cerrando su archivo de repente—. ¿Te apetece dar una vuelta?