Aunque los veinticinco años de vida de Robin Ellacott habían tenido sus momentos de dramatismo y sus incidentes, nunca antes se había despertado sabiendo con seguridad que recordaría mientras viviera el día que empezaba.
Poco después de la media noche, Matthew, su novio desde hacía tiempo, le había propuesto matrimonio bajo la estatua de Eros en pleno Piccadilly Circus. En medio de la sensación de vértigo y alivio que siguió a su aceptación, él le confesó que había planeado hacerle la pregunta en el restaurante tailandés en el que acababan de cenar, pero que se lo había pensado mejor al ver a la pareja silenciosa que estaba a su lado escuchando con disimulo toda la conversación. Por tanto, había propuesto dar un paseo por las oscuras calles a pesar de las quejas de Robin, porque los dos tenían que levantarse temprano y, por fin, le vino la inspiración y la llevó, confundida, a los pies de la estatua. Allí, lanzándose de cabeza en esa noche fría —algo muy poco propio de Matthew— se había declarado, apoyado en una rodilla, delante de tres vagabundos que estaban acurrucados en los escalones compartiendo lo que parecía una botella de metanol.
A los ojos de Robin, había sido la declaración de matrimonio más perfecta de toda la historia de los matrimonios. Él incluso guardaba en el bolsillo un anillo que ahora llevaba ella puesto. Un zafiro con dos diamantes que se le ajustaba a la perfección. Y durante el trayecto de vuelta no dejó de mirarlo en su mano, que descansaba sobre su regazo. Ahora Matthew y ella tenían una historia que contar, una divertida historia familiar de las que se cuentan a los hijos y en la que los planes de él —a Robin le encantaba que lo tuviese planeado— se habían torcido y se habían convertido en algo espontáneo. Le encantaba lo de los vagabundos, y la luna, y Matthew, nervioso y aturullado, apoyado en una rodilla. Le encantaba Eros, el viejo y sucio Piccadilly y el taxi negro que los había llevado a su casa de Clapham. En realidad, incluso le gustaba Londres, que hasta ahora no le había entusiasmado demasiado durante el mes que llevaba viviendo allí. Los pálidos y beligerantes viajeros que se apretujaban en el vagón del metro a su alrededor de camino al trabajo resplandecían con el reflejo dorado que irradiaba el anillo. Y cuando salió a la luz del frío día de marzo en la estación de Tottenham Court Road, se acarició la parte inferior del anillo de platino con el dedo pulgar y experimentó una explosión de felicidad al pensar que a la hora de la comida podría acercarse a comprar alguna revista de novias.
Los ojos de los hombres se detenían en ella mientras se abría paso entre las obras al principio de Oxford Street. Consultaba un papel que llevaba en la mano derecha. Bajo cualquier punto de vista, Robin era una chica guapa: alta, con curvas y con un pelo largo de color rubio rojizo que ondeaba cuando caminaba con paso enérgico mientras el frío le daba color a sus pálidas mejillas. Era su primer día de trabajo como secretaria durante una semana. Había tenido trabajos eventuales desde que había llegado a Londres para vivir con Matthew, aunque no seguiría así mucho tiempo más. Tenía ya programadas lo que calificaba de entrevistas «de verdad».
Lo más desafiante de aquellos trabajos tan poco sistemáticos y estimulantes era a menudo encontrar las oficinas. Londres, después de salir de su pequeña ciudad de Yorkshire, le parecía enorme, complicado, impenetrable. Matthew le había dicho que no fuese caminando con la nariz pegada a un mapa, pues le haría parecer una turista vulnerable. Por tanto, la mayoría de las veces, dependía de planos mal dibujados a mano que alguien de la agencia de trabajo temporal le había dado. No estaba convencida de que aquello le hiciera parecer más una londinense de nacimiento.
Las vallas de metal y los muros de plástico azul Corimec que rodeaban las obras hacían mucho más difícil ver por dónde tenía que ir, pues ocultaban la mitad de los puntos de referencia dibujados en el papel que llevaba en la mano. Cruzó la destrozada calle delante de un alto edificio de oficinas que en su plano llevaba el nombre de «Centre Point» y que parecía un gigantesco gofre de hormigón con su opaca cuadrícula de ventanas cuadradas y uniformes y se dirigió como pudo hacia Denmark Street.
La encontró casi por casualidad, siguiendo un estrecho callejón llamado Denmark Place que desembocaba en una calle corta llena de coloridas fachadas de tiendas, con escaparates abarrotados de guitarras, teclados y todo tipo de objetos musicales. Unas vallas rojas y blancas rodeaban otro agujero abierto en la calle y unos obreros con chalecos fluorescentes la saludaron con silbidos de admiración de primera hora de la mañana que Robin fingió no oír.
Miró el reloj. Se había concedido su habitual margen de tiempo para perderse, por lo que llegaba un cuarto de hora antes. La anodina puerta pintada de negro de la oficina que buscaba se encontraba a la izquierda del 12 Bar Café. El nombre del propietario del despacho estaba escrito en un trozo de papel rayado pegado con cinta adhesiva al timbre de la segunda planta. Un día normal, sin el reluciente anillo nuevo en su dedo, aquello podría haberle parecido desagradable. Sin embargo, ese día, el papel sucio y la pintura desconchada de la puerta eran, como los vagabundos de la noche anterior, simples detalles pintorescos que servían de telón de fondo para su maravillosa historia de amor. Volvió a mirar el reloj —el zafiro resplandeció y el corazón le dio un brinco: vería relucir aquella piedra el resto de su vida— y, a continuación, decidió, en un brote de euforia, llegar temprano y mostrarse entusiasta por un trabajo que no le importaba lo más mínimo.
Acababa de poner la mano junto al timbre cuando la puerta negra se abrió desde dentro y una mujer salió a la calle. Durante un segundo curiosamente estático, ambas se miraron a los ojos mientras se preparaban para aguantar una colisión. Los sentidos de Robin estaban inusualmente receptivos aquella mañana encantada. La visión de medio segundo de aquel rostro blanco le causó tanta impresión que, momentos después, cuando habían conseguido esquivarse sin tocarse por un centímetro, una vez que la mujer había avanzado a toda prisa por la calle, había doblado la esquina y se había perdido de su vista, pensó que podría dibujarla a la perfección de memoria. No fue solo la extraordinaria belleza de su rostro lo que había hecho que se le quedara grabada en su memoria, sino la expresión de su cara: furiosa pero curiosamente alegre.
Robin agarró la puerta antes de que se cerrara en el lóbrego hueco de la escalera. Una escalera vieja y metálica ascendía en espiral alrededor de un ascensor igualmente antiguo. Concentrada en evitar que sus altos tacones se atascaran en las escaleras de metal, subió a la primera planta, pasó junto a una puerta que tenía un cartel laminado y enmarcado que decía «Gráficas Crowdy» y siguió subiendo. Solo cuando llegó a la puerta de cristal de la planta de arriba, Robin fue consciente por primera vez del tipo de empresa que era aquella a la que la habían enviado para ayudar. En la agencia, nadie se lo había dicho. El nombre que había en el papel junto al timbre de fuera estaba grabado en el cristal: «C. B. Strike» y, debajo, «Detective privado».
Robin se quedó inmóvil, con la boca ligeramente abierta, experimentando un momento de asombro que nadie que la conociera habría comprendido. Nunca había confiado a ningún ser humano —ni siquiera a Matthew— su perenne, secreto e infantil deseo. ¡Y que aquello ocurriera precisamente ese día! Parecía un guiño de Dios. Y esto lo relacionó también en cierto modo con la magia de ese día, con Matthew y el anillo, pese a que, si lo pensaba detenidamente, no tenían relación ninguna.
Saboreando aquel momento, se acercó muy despacio a la puerta con el nombre grabado. Levantó la mano izquierda —zafiro oscuro ahora, bajo la tenue luz— hacia el pomo. Pero antes de tocarlo, la puerta de cristal se abrió.
Esta vez no pudo esquivarlo. Cien kilos de masculinidad desaliñada y sin mirar chocaron contra ella. Robin recibió tal golpe que la levantó del suelo y la catapultó hacia atrás, con el bolso volando, moviendo los brazos en el aire, hacia el vacío que había sobre el letal hueco de la escalera.