«El amor de los hombres es frío, un arroyo de las montañas cercano al hielo. Somos suyos. Oh, Padre Tormenta…, somos suyos. Solo faltan mil días y la Eterna Tormenta viene.»

Recogido el primer día de la semana Palah del mes Shash del año 1171, treinta y un segundos antes de la muerte. El sujeto era una mujer de ojos oscuros, embarazada, de mediana edad. Su hijo no sobrevivió.

Szeth-hijo-hijo-Vallano, sin-verdad de Shinovar, vestía de blanco el día que iba a matar a un rey. Las ropas blancas eran una tradición parshendi, extraña para él. Pero hacía lo que sus amos exigían y no pedía explicaciones.

Estaba sentado en un gran salón de piedra, caldeado por numerosas hogueras que proyectaban una luz brillante sobre los juerguistas, haciendo que en su piel se formaran perlas de sudor mientras bailaban y bebían y chillaban y cantaban y aplaudían. Algunos caían al suelo con la cara enrojecida; la fiesta era demasiado desenfrenada para ellos, los estómagos demostraban no estar a la altura de los odres de vino trasegados. Parecía como si estuvieran muertos, al menos hasta que sus amigos los sacaron del salón donde se celebraba la fiesta y los llevaron a las camas que los esperaban.

Szeth no seguía el ritmo de los tambores, ni bebía el vino de color zafiro, ni se levantaba a bailar. Estaba sentado en un taburete al fondo, un criado silencioso vestido de blanco. Pocos en la celebración por la firma del tratado reparaban en él. Era solo un sirviente, y los shin eran fáciles de ignorar. La mayoría de la gente del este creía que la raza de Szeth era dócil e inofensiva. Generalmente tenía razón.

Los tambores iniciaron un nuevo ritmo. El compás sacudió a Szeth como un cuarteto de corazones latientes, bombeando por toda la sala oleadas de sangre invisible. Los amos de Szeth, despreciados como salvajes en los reinos más civilizados, estaban sentados ante sus propias mesas. Eran hombres de piel negra moteada de rojo. Parshendi, se llamaban, primos de los pueblos de servidores más dóciles conocidos como parshmenios en la mayor parte del mundo. Una rareza. Ellos no se llamaban a sí mismos así: parshendi era el nombre que les daban los alezi. Significaba, más o menos, «parshmenios que saben pensar». Nadie parecía considerarlo un insulto.

Los parshendi habían traído a los músicos. Al principio, los alezi de ojos claros se mostraron reticentes. Para ellos, los tambores eran instrumentos de la gente corriente de los ojos oscuros. Pero el vino fue el gran asesino tanto de la tradición como de la propiedad, y ahora la élite de los alezi bailaba con abandono.

Szeth se levantó y empezó a abrirse paso por la sala. La fiesta había durado mucho: incluso el rey se había retirado hacía horas. Pero muchos seguían celebrando. Mientras caminaba, Szeth se vio obligado a evitar a Dalinar Kholin, el hermano del mismísimo rey, que se había desplomado borracho en una mesita. El hombre, mayor pero fornido, había rechazado a aquellos que trataron de convencerlo para que se fuera a la cama. ¿Dónde estaba Jasnah, la hija del rey? Elhokar, el hijo varón y heredero, estaba sentado ante la alta mesa, dirigiendo la fiesta en ausencia de su padre. Conversaba con dos hombres, un azish de piel oscura que tenía una extraña marca de piel clara en la mejilla, y un alezi más joven que no dejaba de mirar por encima del hombro.

Los compañeros de farra del heredero no tenían importancia. Szeth se mantuvo alejado de él, quedándose en los lados de la sala, y pasó junto a los músicos que tocaban los tambores. Los musispren flotaban en el aire a su alrededor, los diminutos espíritus tomaban la forma de lazos transparentes que giraban. Los músicos repararon en Szeth cuando pasó por su lado. Se retirarían pronto, al igual que los demás parshendi.

No parecían ofendidos. No parecían furiosos. Y sin embargo en apenas unas horas iban a romper el tratado. No tenía ningún sentido. Pero Szeth no hacía preguntas.

En el fondo de la sala, pasó ante hileras de luces azules que brotaban donde la pared se encontraba con el suelo. Contenían zafiros imbuidos de luz tormentosa. Profanos. ¿Cómo podían los hombres de esas tierras usar algo tan sagrado solo para iluminarse? Peor, se decía que los sabios alezi estaban a punto de crear nuevas hojas esquirladas. Szeth esperaba que solo fueran exageraciones. Porque si llegaba a ocurrir eso, el mundo cambiaría. Probablemente de un modo que acabaría con la gente de todos aquellos países, de la lejana Thaylenah a la alta Jah Keved, donde se hablaba alezi.

Eran un gran pueblo, estos alezi. Incluso borrachos, tenían una nobleza natural. Altos y bien proporcionados, los hombres vestidos con atuendos de seda oscura que se abotonaban a los lados del pecho y tenían elaborados bordados de plata o de oro. Cada uno parecía un general en el campo de batalla.

Las mujeres eran aún más espléndidas. Llevaban elegantes vestidos de seda muy ajustados cuyos brillantes colores contrastaban con los tonos oscuros que preferían los hombres. La manga izquierda de cada vestido era más larga que la derecha y cubría la mano. Los alezi tenían un extraño sentido del decoro. Llevaban la negra cabellera recogida en lo alto de la cabeza, a veces en intrincados rodetes. A menudo los remataban con lazos o adornos dorados, junto con joyas que brillaban con la luz tormentosa. Precioso. Profano, pero precioso.

Szeth dejó atrás el salón. Nada más salir, pasó ante la puerta tras la que se celebraba la Fiesta de los Mendigos. Era una tradición alezi, una sala donde se ofrecía a algunos de los hombres y mujeres más pobres de la ciudad un festín que aunaba al del rey y sus invitados. Había un hombre de larga barba canosa desplomado junto a la puerta, sonriendo como un necio, aunque Szeth no supo si era por el vino o porque era débil mental.

—¿Me has visto? —preguntó el hombre con habla pastosa. Se echó a reír, y entonces empezó a hablar en un extraño galimatías, mientras echaba mano a un frasco de vino. Así que era la bebida, después de todo. Szeth pasó de largo, dejando atrás una fila de estatuas que mostraba a los Diez Heraldos de la antigua teología vorin. Jezerezeh, Ishi, Kelek, Talenelat… Fue contándolos uno a uno y advirtió que solo había nueve. Resultaba muy sospechoso. ¿Por qué habían quitado la estatua de Shalash? Se decía que el rey Gavilar era muy devoto del culto vorin. Demasiado devoto, para algunos.

El pasillo giraba a la derecha, siguiendo el perímetro del palacio. Se hallaban en la planta del rey, en la segunda planta del edificio abovedado, rodeados de paredes de roca, techos y suelos. Eso era profano. No se podía hollar la piedra. ¿Pero qué podía hacer él? Era un sin verdad. Hacía lo que sus amos exigían.

Hoy, eso incluía vestir de blanco. Pantalones blancos anchos atados a la cintura con una cuerda, y sobre ellos una fina camisa de mangas largas, abierta por delante. Las ropas blancas para los asesinos eran una tradición entre los parshendi. Aunque Szeth no lo había preguntado, sus amos le habían explicado el porqué.

Blanco para ser osado. Blanco para no mezclarse con la noche. Blanco para advertir.

Pues si ibas a asesinar a un hombre, tenía derecho a verte venir.

Szeth giró a la derecha, siguiendo el pasillo directamente hacia los aposentos del rey. Las antorchas ardían en las paredes, su luz insatisfactoria para él, un ligero guiso tras un largo ayuno. Diminutos llamaspren bailaban a su alrededor, semejantes a insectos hechos de luz solidificada. Las antorchas eran inútiles para él. Echó mano a su bolsa y las esferas que contenía, pero vaciló al ver más luces azules por delante: un par de lámparas de luz tormentosa flotaban en la pared, con brillantes zafiros resplandeciendo en sus corazones. Szeth se acercó a una y tendió la mano para envolver la gema recubierta por el cristal.

—¡Eh, tú! —exclamó una voz en alezi. Había dos guardias en la intersección. Guardias dobles, pues había salvajes en Kholinar esta noche. Cierto, se suponía que esos salvajes eran ahora aliados. Pero las alianzas podían ser endebles.

Esta no duraría una hora.

Szeth vio acercarse a los dos guardias. Llevaban lanzas: no eran ojos claros, y por tanto tenían prohibida la espada. Sin embargo, sus petos pintados de rojo eran ornamentados, igual que sus yelmos. Puede que fueran ojos oscuros, pero se trataba de ciudadanos de alto rango con puestos honorables en la guardia real.

Tras detenerse a unos pocos pasos de distancia, el primer guardia hizo un gesto con la lanza.

—Márchate. Este no es sitio para ti. —Tenía la piel bronceada y llevaba una perilla recortada.

Szeth no se movió.

—¿Bien? —dijo el guardia—. ¿A qué estás esperando?

Szeth inspiró profundamente, atrayendo la luz tormentosa, que fluyó hacia su interior, absorbida por las lámparas de zafiro gemelas de las paredes, como si su aliento las hubiera convocado. La luz tormentosa rugió en su interior, y el pasillo de pronto se volvió más oscuro, sumiéndose en las sombras como la cima de una colina que pierde la luz del sol por el paso de una nube.

Szeth pudo sentir el calor de la luz, su furia, como una tempestad que hubieran inyectado directamente en sus venas. Su poder era vigorizante pero peligroso. Lo impulsaba a actuar. A moverse. A golpear.

Conteniendo la respiración, se aferró a la luz tormentosa. Podía sentirla brotando de él. Solo era posible contenerla unos pocos instantes como máximo. Se filtraba, pues el cuerpo humano constituía un contenedor demasiado poroso. Szeth había oído que los Vaciadores podían contenerla perfectamente. Pero claro, ¿existían todavía? Su castigo declaraba que no. Su honor exigía que existieran.

Ardiendo de energía sagrada, Szeth se volvió hacia los guardias. Estos pudieron ver que filtraba luz tormentosa, y que arabescos de luz brotaban de su piel como humo luminiscente. El primer guardia entornó los ojos, frunciendo el ceño. Szeth estaba seguro de que el hombre nunca había visto antes nada así. Por lo que recordaba, Szeth había matado a todos los pisapiedras que habían llegado a ver lo que podía hacer.

—¿Qué…, qué eres? —la voz del guardia había perdido su seguridad—. ¿Espíritu u hombre?

—¿Qué soy? —susurró Szeth, y un poco de luz manó de sus labios mientras miraba más allá del hombre al fondo del largo pasillo—. Yo…, lo siento.

Szeth parpadeó, lanzándose a aquel lejano punto del pasillo. La luz tormentosa surgió de su ser con un destello, helando su piel, y el suelo dejó inmediatamente de tirar de él hacia abajo. En cambio, fue empujado hacia aquel lejano punto: como si, para él, esa dirección se hubiera convertido de repente en su abajo.

Era un lanzamiento básico, el primero de sus tres tipos de lanzamientos. Le proporcionaba la habilidad de manipular cualquier fuerza, spren o dios que sujetara a los hombres al suelo. Con la sacudida de este lanzamiento, podía sujetar a las personas o los objetos a distintas superficies o enviarlas en distintas direcciones.

Desde la perspectiva de Szeth, el pasillo era ahora un pozo profundo por el que caía, y los dos guardias estaban de pie en uno de los lados. Se sorprendieron cuando los pies de Szeth los golpearon en la cara, derribándolos. Szeth cambió su punto de vista y se arrojó al suelo. La luz brotó de él. El suelo del pasillo se convirtió de nuevo en su abajo, y aterrizó entre los dos guardias, con las ropas crujiendo y dejando caer copos de escarcha. Se levantó, y comenzó el proceso de invocar a su espada esquirlada.

Uno de los guardias trató de echar mano a su lanza. Szeth tocó al soldado en el hombro y alzó la cabeza. Se concentró en un punto sobre él mientras dejaba la luz salir de su cuerpo y entrar en el guardia, lanzando al pobre hombre hacia el techo.

El guardia soltó un grito de sorpresa cuando el arriba se convirtió en el abajo para él. Sacudiéndose con la luz, chocó contra el techo y soltó la lanza, que no había sido sacudida directamente y que cayó al suelo cerca de Szeth.

Matar. Era el mayor de los pecados. Y sin embargo allí estaba Szeth, sin verdad, caminando profanamente sobre piedras usadas para construir. Y no terminaría. Como sin verdad, solo había una vida que tenía prohibido tomar.

Y era la suya propia.

Al décimo latido de su corazón, su hoja esquirlada cayó en su mano, que permanecía a la espera. Se formó como si se condensara a partir de la bruma, el agua perlada a lo largo de la hoja. Era una espada larga y fina, de doble filo, más pequeña que la mayoría de las espadas. Szeth la blandió, trazó una línea en el suelo de piedra y atravesó el cuello del segundo guardia.

Como siempre, la hoja esquirlada mataba de manera extraña: aunque cortaba con facilidad la piedra, el acero o todo lo que fuera inanimado, se difuminaba nada más tocar piel viva. Viajó a través del cuello del guardia sin dejar una marca, pero una vez terminado su trayecto, los ojos del hombre humearon y ardieron. Se volvieron negros, marchitándose en su cabeza, y el hombre se desplomó, muerto. Una espada esquirlada no cortaba la carne viva: cortaba el alma.

Arriba, el primer guardia jadeó. Había conseguido ponerse en pie, aunque estos estuvieran plantados en el techo del pasillo.

—¡Un portador de esquirlada! —gritó—. ¡Un portador de esquirlada ataca el salón del rey! ¡A las armas!

«Por fin», pensó Szeth. Los guardias desconocían su uso de la luz tormentosa, pero conocían una hoja esquirlada en cuanto veían una.

Szeth se arrodilló y recogió la lanza que había caído de arriba. Al hacerlo, liberó el aliento que había estado conteniendo desde que atrajo la luz tormentosa. Lo retenía mientras la empuñaba, pero aquellas dos linternas no contenían mucha cantidad, de modo que pronto necesitaría respirar. En cuanto dejó de contener el aliento la luz empezó a vaciarse cada vez más rápido.

Szeth apoyó la culata de la lanza en el suelo de piedra, y luego miró hacia arriba. El guardia dejó de gritar, abriendo mucho los ojos cuando los faldones de su camisa empezaron a resbalar hacia abajo, y la tierra empezaba a recuperar su dominio. La luz que brotaba de su cuerpo menguó.

Miró a Szeth. Miró la punta de la lanza que señalaba directamente a su corazón. Miedospren violetas brotaron del techo de piedra en torno a él.

La luz se apagó. El guardia cayó.

Gritó cuando alcanzó la lanza que le atravesó el pecho. Szeth dejó caer el arma, que golpeó el suelo con un golpe sordo a causa del cuerpo que se retorcía en su extremo. Con la hoja esquirlada en la mano, se volvió hacia un pasillo lateral, siguiendo el plano que había memorizado. Dobló una esquina y se pegó a la pared justo cuando un pelotón de guardias llegaba al lugar donde yacían los soldados muertos. Los recién llegados empezaron a gritar de inmediato, en señal de alarma.

Las instrucciones de Szeth eran claras. Debía matar al rey, pero tenían que verlo haciéndolo. Que los alezi supiesen lo que era capaz de hacer. ¿Por qué? ¿Por qué habían accedido los parshendi a este tratado, si habían enviado a un asesino la misma noche de su firma?

Más gemas brillaban en las paredes del pasillo. Al rey Gavilar le gustaba la ostentación, y no podía decirse que dejaba fuentes de poder para que Szeth las usara en sus lanzamientos. Las cosas que Szeth hacía no se veían desde hacía milenios. Las historias de aquellos tiempos casi se habían extinguido, y las leyendas eran horriblemente inadecuadas.

Szeth se asomó al pasillo. Uno de los guardias de la intersección lo vio y, señalándolo, soltó un grito. Szeth se aseguró de que lo vieran bien, luego se escabulló. Inspiró profundamente mientras corría, atrayendo luz tormentosa de las linternas. Su cuerpo se llenó de vida con ella, y su velocidad aumentó, los músculos rebosantes de energía. Dentro de él, la luz se convirtió en una tormenta; la sangre le tronó en los oídos. Era algo terrible y maravilloso al mismo tiempo.

Dos pasillos por delante, uno a cada lado. Abrió la puerta de una habitación de almacenaje, entonces vaciló un momento (lo suficiente para que un guardia doblara una esquina y lo viera) antes de meterse en la estancia. Preparándose para un lanzamiento completo, levantó el brazo y ordenó a la luz tormentosa que se acumulara allí, haciendo que la piel resplandeciera. Entonces hizo un gesto con la mano hacia el marco de la puerta, esparciendo luminiscencia blanca como si fuera pintura. Cerró la puerta de golpe justo cuando llegaban los guardias.

La luz tormentosa sostuvo la puerta en el marco con la fuerza de cien brazos. Un lanzamiento completo unía las cosas, sujetándolas hasta que la luz se agotaba. Tardaba más tiempo en crearse que un lanzamiento básico, y apuraba la luz tormentosa con más rapidez. El picaporte de la puerta se estremeció, y la madera empezó a quebrarse cuando los guardias arrojaron su peso contra ella. Un hombre pidió un hacha a gritos.

Szeth cruzó la habitación con rápidas zancadas, entre los muebles cubiertos por sábanas que había almacenados dentro. Eran de paño rojo y maderas oscuras y exquisitas. Llegó a la pared del fondo y, preparándose para otra blasfemia más, alzó su hoja esquirlada y descargó un golpe en horizontal contra la piedra gris oscuro. La roca se abrió con facilidad: una espada esquirlada podía cortar cualquier objeto inanimado. Continuó con dos tajos en vertical, luego otro horizontal al pie, hasta obtener un gran bloque de forma cúbica. Presionó con la mano, introduciendo la luz tormentosa en la piedra.

Tras él, la puerta de la habitación empezó a quebrarse. Miró por encima del hombro y se concentró en la temblorosa puerta, lanzando el bloque en esa dirección. La escarcha se cristalizó en sus ropas: arrojar algo tan grande requería también gran cantidad de luz tormentosa. La tempestad en su interior se apaciguó, como una tempestad que queda reducida a una llovizna.

Se hizo a un lado. El gran bloque de piedra tronó, deslizándose hacia la habitación. Normalmente, mover el bloque habría sido imposible. Su propio peso lo habría arrastrado hacia las piedras de abajo. Pero ahora ese mismo peso lo liberó, pues para el bloque la dirección de la puerta de la habitación era su abajo. Con un sonido profundo y rechinante, el bloque se soltó de la pared y recorrió el aire dando tumbos, aplastando los muebles.

Los soldados finalmente irrumpieron a través de la puerta, y entraron en la habitación en el instante en que el enorme bloque chocaba contra ellos.

Szeth volvió la espalda al terrible sonido de los gritos, la madera al quebrarse y los huesos al romperse. Se agachó y pasó por su nuevo agujero, accediendo al pasillo exterior.

Caminó despacio, atrayendo la luz tormentosa de las lámparas por delante de las que pasaba, absorbiéndola y almacenando de nuevo la tempestad dentro de sí. A medida que las lámparas menguaban, el pasillo se oscureció. Al fondo había una gruesa puerta de madera, y cuando él se acercaba, pequeños miedospren, con forma de goterones de baba púrpura, empezaron a sacudirse en el artesonado, señalando hacia la puerta. Los atraía el terror que sentían al otro lado.

Szeth abrió la puerta, y entró en el último pasillo que conducía a los aposentos del rey. Altos jarrones de cerámica roja adornaban el pasillo, intercalados con nerviosos soldados. Flanqueaban una alfombra larga, estrecha y roja, que semejaba un río de sangre.

Los lanceros no esperaron a que se acercase. Echaron a correr, alzando sus cortas azagayas. Szeth dirigió la mano hacia un lado, introduciendo luz tormentosa en el marco de la puerta, usando el tercero y último tipo de lanzamiento, el inverso. Este actuaba de manera distinta a los otros dos. No hizo que el marco de la puerta emitiera luz tormentosa; de hecho, pareció atraer hacia ella la luz cercana, dándole una extraña penumbra.

Los lanceros arrojaron sus armas, y Szeth permaneció quieto, con la mano en el marco. Un lanzamiento inverso requería su contacto constante pero relativamente poca luz tormentosa. Durante ese tipo de lanzamiento, todo lo que se acercara a él (en especial los objetos más ligeros) era en cambio dirigido y devuelto hacia el origen mismo de aquel.

Las lanzas giraron en el aire, rodeándolo y clavándose en el marco de madera. Mientras las sentía golpear y hundirse, Szeth brincó y se lanzó hacia la pared de piedra de la derecha, contra la que dio con los pies.

De inmediato reorientó su perspectiva. Para sus ojos, no estaba de pie en la pared: lo estaban los soldados, y la alfombra rojo sangre se extendía entre ellos como un largo tapiz. Szeth echó a correr por el pasillo, golpeando con su hoja esquirlada, abriéndose paso entre los cuellos de los hombres que le habían arrojado sus lanzas. Se desplomaron uno a uno, después de que les ardieran los ojos.

Los otros guardias del pasillo fueron presa del pánico. Algunos intentaron atacarlo, otros gritaron pidiendo ayuda, los hubo que se apartaron de él. Los atacantes tenían problemas: se sentían desorientados por intentar golpear a alguien que estaba colgado de la pared. Szeth abatió a unos cuantos, luego dio una voltereta en el aire, rodó y se arrojó de nuevo al suelo.

Aterrizó en mitad de los soldados. Completamente rodeado, pero empuñando su hoja esquirlada.

Según la leyenda, las hojas esquirladas fueron usadas por primera vez por los Caballeros Radiantes muchos siglos atrás. Regalo de su dios, les permitían combatir contra horrores de roca y llama de docenas de metros de altura, enemigos cuyos ojos ardían de puro odio. Los Vaciadores. Cuando tu enemigo tenía una piel tan dura como la roca, el acero resultaba inútil. Se requería algo de origen divino.

Szeth se incorporó, con la mandíbula apretada y las ropas blancas ondeando a los lados del cuerpo. Atacó; el arma resplandecía, reflejando la luz de las antorchas. Lanzó golpes elegantes, amplios. Tres, uno tras otro. No pudo ni cerrar los oídos a los gritos que siguieron ni evitar ver la caída de los hombres. Se desplomaron a su alrededor como juguetes derribados por la patada descuidada de un niño. Si la hoja tocaba la columna vertebral de un hombre, este moría con los ojos ardiendo. Si atravesaba el núcleo de un miembro, mataba a ese miembro. Un soldado se apartó tambaleándose, con un brazo inutilizado. Nunca podría sentirlo ni usarlo de nuevo.

Szeth bajó su espada esquirlada, alzándose entre los cadáveres de ojos cenicientos. Aquí, en Alezkar, los hombres hablaban a menudo de las leyendas, de la dura victoria de la humanidad contra los Vaciadores. Pero cuando las armas creadas para combatir pesadillas se volvían contra soldados corrientes, las vidas de los hombres no tenían valor ninguno.

Szeth dio media vuelta y continuó su camino sobre la suave y resbaladiza alfombra roja. La espada esquirlada, como siempre, brillaba limpia y clara. Cuando se mataba con ella, no había sangre. Eso parecía una señal. La hoja esquirlada solo era una herramienta: no podía culpársela de las muertes.

La puerta que había al fondo del pasillo se abrió de golpe. Szeth se detuvo cuando un pequeño grupo de soldados salió corriendo por ella, rodeando a un hombre de regias vestiduras que mantenía la cabeza gacha como para protegerse. Los soldados vestían de azul oscuro, el color de la Guardia Real, y ni por un instante se detuvieron a mirar los cadáveres. Estaban preparados para lo que podía hacer un portador de una espada esquirlada. Abrieron una puerta lateral y mientras unos conducían por ella a su protegido, otros apuntaban a Szeth con sus lanzas sin dejar de retroceder.

Otra figura salió de los aposentos del rey: llevaba una brillante armadura azul hecha de placas entrelazadas. Sin embargo, al contrario de las armaduras normales, esta no tenía cuero ni malla visible en las juntas: solo placas más pequeñas, unidas con intrincada precisión. La armadura era preciosa; el azul entretejido presentaba bandas doradas en los bordes de cada placa, y el yelmo estaba adornado con tres hileras de pequeñas alas en forma de cuerno.

Era una armadura esquirlada, el complemento habitual de una espada del mismo tipo. El recién llegado empuñaba una enorme hoja esquirlada de dos metros de largo con un diseño en forma de llamas grabado en la hoja. Se trataba de un arma de metal plateado, tan brillante que parecía resplandecer, diseñada para matar a dioses oscuros, una versión más grande de la que Szeth portaba.

Szeth vaciló. No reconoció la armadura; no le habían advertido que tendría que encargarse de esa tarea, y no había tenido tiempo de memorizar las diversas clases de cotas y espadas que portaban los alezi. Pero habría de encargarse de un portador de esquirlada antes de perseguir al rey: no podía desentenderse de un enemigo semejante.

Además, existía la posibilidad de que un portador de esquirlada lo derrotase y pusiese fin a su miserable vida. Sus lanzamientos no funcionarían directamente con alguien ataviado con una armadura esquirlada, y esta haría aún más fuerte a su portador. El honor de Szeth no le permitía traicionar el objeto de su misión ni buscar la muerte. Pero si la muerte llegaba, se sentiría agradecido.

El portador de esquirlada atacó, y Szeth se lanzó a un lado del pasillo, brincando y haciendo un quiebro para aterrizar en la pared. Retrocedió, con la espada preparada. El portador de esquirlada adoptó una postura agresiva, realizando uno de los movimientos de esgrima habituales en el este. Se movía con más agilidad de lo que cabría esperar de un hombre ataviado con una armadura tan pesada. La esquirlada era especial, tan antigua y mágica como las espadas tradicionales.

El portador de esquirlada atacó. Szeth se hizo a un lado y se arrojó al techo mientras la hoja de su atacante se hundía en la pared. Sintiendo un escalofrío, Szeth saltó hacia delante y lanzó un golpe hacia abajo, tratando de alcanzar el yelmo del portador. Este se agachó, hincando una rodilla en el suelo, y la hoja de Szeth arañó el aire.

Szeth retrocedió de un salto cuando el portador soltó un mandoble hacia arriba, hendiendo el techo. Szeth no poseía una armadura, ni le importaba. Sus lanzamientos interferían con las gemas que daban poder a la armadura esquirlada, y tenía que elegir una cosa u otra.

Mientras el portador se volvía, Szeth avanzó por el techo. Como esperaba, el portador soltó un nuevo golpe, y él se arrojó a un lado, rodando. Se irguió y saltó de nuevo al suelo. Se volvió para aterrizar tras el portador de la esquirlada, cuya espalda golpeó con la hoja de su arma.

Por desgracia, la armadura ofrecía una ventaja importante: podía contrarrestar una hoja esquirlada. El arma de Szeth golpeó con fuerza, haciendo que una telaraña de brillantes líneas se extendiera por la espalda de la armadura, y la luz tormentosa empezó a brotar de ellas. La armadura esquirlada no se deformaba ni mellaba como el metal corriente. Szeth tendría que golpear al portador en el mismo sitio al menos una vez más para abrirse paso.

Szeth se puso de un salto fuera del alcance del portador cuando este lanzó un mandoble furioso, tratando de alcanzarle las rodillas. La tempestad desatada dentro de Szeth le proporcionaba muchas ventajas, incluyendo la capacidad para recuperarse rápidamente de las heridas pequeñas. Pero no restauraba los miembros cercenados por una hoja esquirlada.

Rodeó al portador, y luego tomó impulso y avanzó con ímpetu. El portador volvió a golpear, pero Szeth saltó por un instante al techo, eludiendo el arco trazado por la espada, y luego de nuevo al suelo. Lanzó un golpe mientras aterrizaba, pero el portador se recuperó rápidamente y ejecutó un perfecto golpe de continuación que por medio palmo no alcanzó a Szeth.

El portador era peligrosamente hábil con aquella hoja. Muchos de sus iguales dependían demasiado del poder de su espada y su armadura. Este era diferente.

Szeth saltó a la pared y lanzó al portador rápidas estocadas. El portador lo mantuvo a raya con unos amplios mandobles de su larga hoja.

«¡Esto está durando demasiado!», pensó Szeth. Si el rey lograba escabullirse y encontrar refugio, Szeth fracasaría en su misión, no importaba a cuánta gente matara. Se preparó para atacar de nuevo, pero el portador de la esquirlada lo obligó a retroceder. Cada segundo que durase la pelea era otro segundo con que el rey contaba para escapar.

Había llegado el momento de ser intrépido. Szeth se impulsó de un salto hacia el extremo opuesto del pasillo. El portador no vaciló en lanzar un golpe, pero Szeth se agachó justo a tiempo y la hoja esquirlada cortó el aire por encima de él.

Aterrizó agazapado, usó su impulso para arrojarse hacia delante y golpeó al portador en el costado, agrietando la armadura. Descargó un potente golpe. La pieza de la armadura se quebró y trozos de metal fundido saltaron por el aire. El portador de la esquirlada gruñó, cayó sobre una rodilla y se llevó una mano al costado. Szeth alzó un pie y arrojó al hombre hacia atrás con una patada cuya fuerza la luz tormentosa incrementaba.

El fornido adversario chocó contra la puerta de los aposentos reales, haciéndola pedazos y cayendo dentro de la habitación. Szeth se metió en cambio por la puerta de la derecha, siguiendo el camino que había emprendido el rey. Aquí el pasillo tenía la misma alfombra roja, y las lámparas de luz tormentosa en las paredes le dieron a Szeth la oportunidad de volver a llenarse de tempestad.

La energía ardió de nuevo dentro de él. Si conseguía llegar lo bastante lejos, podría encargarse del rey y dejar al portador para después. No sería fácil, de todos modos. Un lanzamiento pleno contra una puerta no bastaría para detener a un portador de esquirlada, y la armadura permitiría a este correr a una velocidad sobrenatural. Szeth miró por encima del hombro.

El portador no lo seguía. Estaba sentado en el suelo, rodeado de trozos de madera, al parecer aturdido. Szeth apenas podía verlo. Tal vez lo había herido más de lo que creía.

O tal vez…

Se detuvo. Pensó en la cabeza agachada del hombre al que había neutralizado, en el rostro oscurecido. El portador no lo seguía. Era muy hábil. Se decía que pocos hombres podían rivalizar con la habilidad de Gavilar Kholin con la espada. ¿Podría ser…?

Szeth dio media vuelta y echó a correr, confiando en sus instintos. En cuanto el portador lo vio, se puso rápidamente de pie. Szeth corrió más deprisa. ¿Dónde podía estar más seguro el rey? ¿Rodeado de unos guardias, huyendo? ¿O protegido por una armadura esquirlada, como si de un guardaespaldas se tratase?

«Muy astuto», pensó Szeth mientras el portador, antes aturdido, adoptaba otra pose de lucha. Szeth atacó con renovado vigor, blandiendo su hoja en un torbellino de golpes. El portador de la esquirlada, sí, el rey, respondió agresivamente con amplios mandobles. Szeth los esquivó, sintiendo el viento del arma muy cerca de él. Calculó su próximo movimiento, y luego se lanzó hacia delante, agachándose ante el siguiente contragolpe.

El rey, esperando otro golpe en el costado, se volvió con el brazo alzado para cubrir el agujero abierto en su armadura. Eso dio a Szeth espacio para eludirlo y entrar en sus aposentos.

El rey dio media vuelta para seguirlo, pero Szeth atravesó la sala lujosamente amueblada, tendiendo la mano y tocando los muebles a su paso. Los insufló de luz tormentosa, lanzándolos hacia un punto detrás del rey. Los muebles se volcaron como si la habitación hubiera caído de lado, divanes, sillas y mesas se precipitaron hacia el sorprendido rey. Gavilar cometió el error de golpearlos con su hoja esquirlada. El arma atravesó fácilmente un gran diván, pero las piezas chocaron contra él de todas formas, haciéndolo vacilar. Un banquito lo golpeó a continuación, derribándolo.

Gavilar se apartó rodando de los muebles y cargó, la armadura filtrando chorros de luz por las secciones agrietadas. Szeth se detuvo a continuación hacia atrás y a la derecha cuando llegó el rey. Se apartó del golpe que le arrojaba este y luego se arrojó hacia delante con dos lanzamientos básicos seguidos. La luz tormentosa fluyó de su interior, helando la ropa, mientras se dirigía hacia el rey al doble de velocidad de una caída normal.

El rey se mostró sorprendido al ver que Szeth volaba por el aire y luego se volvía hacia él, blandiendo la espada. Descargó su hoja contra el yelmo del monarca y de inmediato se lanzó hacia el techo. Se había lanzado en demasiadas direcciones demasiado rápidamente, y su cuerpo había perdido el sentido de la orientación, lo que le dificultó aterrizar con gracia. Se puso de pie tambaleándose.

Abajo, el rey dio un paso atrás, intentando colocarse en posición para golpear a Szeth. Por las grietas del yelmo se filtraba luz tormentosa, e intentaba proteger el costado roto de la armadura. El rey descargó un golpe con una sola mano, hacia el techo. Szeth se lanzó hacia abajo, juzgando que el ataque le imposibilitaría contraatacar a tiempo.

Szeth subestimó a su oponente. El rey aceptó el ataque de Szeth, alzando su yelmo para absorber el golpe. Justo cuando Szeth golpeaba el yelmo por segunda vez, rompiéndolo, Gavilar descargó su mano, enguantada de hierro, sobre la cara de Szeth.

Una luz cegadora destelló en los ojos de este, que sintió un dolor terrible en el rostro. Todo se volvió borroso.

Gritó de dolor, la luz tormentosa lo abandonó, y chocó contra algo duro. Las puertas del balcón. El dolor recorrió sus hombros, como si alguien lo hubiera apuñalado con un centenar de dagas, y cayó el suelo y rodó hasta detenerse, temblando. El golpe habría matado a un hombre corriente.

«No hay tiempo para el dolor. No hay tiempo para el dolor. ¡No hay tiempo para el dolor!», se dijo. Parpadeó, sacudiendo la cabeza. Todo era tinieblas en torno a él. ¿Acaso había perdido la vista? No. Fuera estaba oscuro. Se encontraba en el balcón de madera: la fuerza del golpe lo había hecho atravesar las puertas. Algo resonaba. Fuertes pisadas. ¡El portador de la hoja esquirlada!

Szeth se puso en pie con dificultad. La sangre manaba por un lado de su cara, y la luz tormentosa surgía de su piel, cegando su ojo izquierdo. La luz. Lo sanaría, si pudiera. Sentía la mandíbula desencajada. ¿Se la habría roto? Soltó la espada.

Una pesada sombra se movió delante de él: la armadura del portador había filtrado tanta luz tormentosa que el rey tenía problemas para caminar. Pero se acercaba.

Szeth gritó, arrodillado, insuflando luz tormentosa en el balcón de madera y lanzándolo hacia abajo. El aire se llenó de escarcha a su alrededor. La tempestad rugió, corriendo por sus brazos hasta la madera. La lanzó hacia abajo, luego volvió a hacerlo. Lanzó por cuarta vez cuando Gavilar salía al balcón, que se estremeció con el peso adicional, hasta resquebrajarse.

El portador de la esquirlada vaciló.

Szeth lanzó el balcón hacia abajo por quinta vez. Los soportes se quebraron y toda la estructura se desprendió. Szeth gritó a pesar de tener la mandíbula rota y usó sus últimos restos de luz tormentosa para saltar a la pared del edificio. Pasó por delante del aturdido portador, luego golpeó la pared y rodó.

El balcón se desgajó, el rey alzó aturdido la cabeza mientras perdía pie. La caída fue breve. A la luz de la luna, Szeth lo observó solemnemente, con la visión todavía turbia, cegado de un ojo, mientras la estructura caía hacia el suelo de piedra de abajo. La pared del palacio tembló, y el estrépito de la madera rota resonó en los edificios cercanos.

Todavía de pie en la pared, Szeth se incorporó con un gemido. Se sentía débil. Había agotado su luz tormentosa con demasiada rapidez, forzando su cuerpo. Bajó por el lado del edificio y se acercó a los restos del balcón, apenas capaz de permanecer en pie.

El rey aún se movía. La armadura esquirlada lo había protegido, pero solo en parte; un gran trozo de madera ensangrentada asomaba por el costado de su cuerpo. Szeth se arrodilló a inspeccionar el rostro dolorido del hombre. Rasgos fuertes, barbilla cuadrada, barba negra moteada de canas, ojos verdes sorprendentemente claros. Gavilar Kholin.

—Yo…, esperaba que…, vinieras —dijo el rey entre jadeos.

Szeth palpó bajo el peto de la armadura en busca de las correas. Las soltó y retiró la coraza, revelando las gemas de su interior. Dos se habían roto y estaban apagadas. Tres brillaban todavía. Aturdido, Szeth inspiró profundamente, absorbiendo la luz.

La tormenta empezó a rugir de nuevo. Más luz surgió del lado de su cara, regenerando su piel y sus huesos lastimados. El dolor apenas si mermaba: la cura proporcionada por la luz tormentosa estaba lejos de ser instantánea. Pasarían horas antes de que se hubiera recuperado.

El rey tosió.

—Puedes decirle…, a Thaidakar…, que llega demasiado tarde.

—No sé quién es ese —dijo Szeth, poniéndose en pie. Se llevó las manos a un costado, invocando su hoja esquirlada.

El rey frunció el ceño.

—¿Entonces quién…? ¿Restares? ¿Sadeas? Nunca pensé…

—Mis amos son los parshendi —respondió Szeth. Pasaron diez segundos y la espada apareció en su mano.

—¿Los parshendi? Eso no tiene sentido. —Gavilar volvió a toser y dirigió una mano temblorosa a un bolsillo de su pecho. Sacó una esfera pequeña y cristalina atada a una cadena—. Coge esto. No debe ser…, suyo —añadió, aturdido—. Dile…, a mi hermano…, que tiene que encontrar las palabras más importantes que puede pronunciar un hombre… —Guardó silencio y se quedó inmóvil.

Szeth vaciló, pero luego se arrodilló y cogió la esfera. Era extraña, diferente de cuanto hubiera visto antes. Aunque era completamente oscura, parecía desprender una especie de resplandor negro.

«¿Los parshendi? Eso no tiene sentido», había dicho Gavilar.

—Nada tiene sentido ya —susurró Szeth, guardando la extraña esfera—. Todo se desencadena. Lo siento, rey de los alezi. Pero dudo que te importe. —Se levantó—. Al menos no tendrás que ver el fin del mundo en compañía de nosotros.

Junto al cuerpo del rey, su hoja esquirlada se materializó en la bruma y, ahora que había muerto, chocó contra las piedras del suelo. Valía una fortuna: reinos enteros habían caído en la lucha por poseer una sola espada esquirlada.

Del interior del palacio llegaron gritos de alarma. Szeth tenía que irse. Pero…

«Dile a mi hermano…»

Para el pueblo de Szeth, la petición de un moribundo era sagrada. Cogió la mano del rey, la hundió en la sangre del hombre, y la usó para garabatear en la madera: «Hermano, debes encontrar las palabras más importantes que puede pronunciar un hombre.»

Con eso, Szeth escapó hacia la noche. Dejó la espada esquirlada del rey: no tenía ninguna utilidad que darle. La hoja que Szeth portaba ya era suficiente maldición.